11
La cabina de control de Improbabilidad del Corazón de Oro era como la de una nave absolutamente convencional, salvo que estaba enteramente limpia porque era nueva. Todavía no se había quitado las fundas de plástico a algunos asientos de mando. La cabina, blanca en su mayor parte, era apaisada y del tamaño de un restaurante pequeño. En realidad no era enteramente oblonga: las dos largas paredes se desviaban en una curva levemente paralela, y todos los ángulos y rincones de la cabina tenían una forma rechoncha y provocativa. Lo cierto es que habría sido mucho más sencillo y práctico construir la cabina como una estancia corriente, tridimensional y oblonga, pero entonces los proyectistas se habrían sentido desgraciados. Tal como era, la cabina tenía un aspecto atractivo y funcional, con amplias pantallas de vídeo colocadas sobre los paneles de mando y dirección en la pared cóncava, y largas filas de cerebros electrónicos empotrados en la pared convexa. Un robot se sentaba melancólico en un rincón, con su lustrosa y reluciente cabeza de acero colgando flojamente entre sus pulidas y brillantes rodillas. También era completamente nuevo, pero aunque estaba magníficamente construido y bruñido, en cierto modo parecía como si las diversas partes de su cuerpo más o menos humanoide no encajasen perfectamente. En realidad ajustaban muy bien, pero algo sugería que podían haber encajado mejor.
Zaphod Beeblebrox se paseaba nerviosamente por la cabina, pasando la mano por los aparatos relucientes y sonriendo con júbilo.
Trillian se inclinaba en su asiento sobre un amasijo de instrumentos, leyendo cifras. Su voz llegaba a toda la nave a través del circuito Tannoy.
—Cinco contra uno y disminuyendo... decía—, cuatro contra uno y disminuyendo. —, tres a uno. —, dos..., uno..., factor de probabilidad de uno a uno..., tenemos normalidad, repito: tenemos normalidad. —Desconectó el micrófono, lo volvió a conectar con una leve sonrisa y continuó: Todo aquello que no puedan resolver es, por consiguiente, asunto suyo. Tranquilícense, por favor. Pronto enviaremos a buscarlos.
—¿Quiénes son, Trillian? —dijo Zaphod con fastidio.
Trillian se volvió en su asiento giratorio y, mirándolo, se encogió de hombros.
—Sólo un par de tipos que, según parece, hemos recogido en el espacio exterior —dijo—. Sección ZZ9 Plural Z. Alfa.
—Ya. Bueno, Trillian, ha sido una idea generosa, pero ¿crees realmente que ha sido prudente en estas circunstancias? —se quejó Zaphod—. Me refiero a que estamos huyendo y todo eso; en estos momentos debemos tener a media policía de la Galaxia persiguiéndonos, y nos detenemos para recoger a unos autoestopistas. Muy bien, te mereces diez puntos positivos por tu bondad, y varios millones de puntos negativos por tu falta de prudencia, ¿de acuerdo?
Irritado, dio unos golpecitos en un panel de mando. Trillian movió la mano discretamente antes de que golpeara algo importante. Por muchas cualidades que pudiera encerrar el cerebro de Zaphod —arrojo, jactancia, orgullo—, era un inepto para la mecánica y fácilmente podía mandar a la nave por los aires con un gesto desmedido. Trillian había llegado a sospechar que la razón fundamental por la que había tenido una vida tan agitada y próspera, era que jamás había comprendido verdaderamente el significado de ninguno de sus actos.
—Zaphod —dijo pacientemente—, estaban flotando sin protección en el espacio exterior....
¿verdad que no desearías que hubiesen muerto?
—Pues ya sabes..., no. Así no, pero...
—¿Así no? ¿Que no murieran así? ¿Pero...? —Trillian ladeó la cabeza.
—Bueno, quizá los hubieran recogido otros, después.
—Un segundo más tarde y habrían muerto.
—Ya, de manera que si te hubieras molestado en pensar un poco más, el problema habría desaparecido.
—¿Te habría gustado que los dejáramos morir?
—Pues ya sabes, no me habría gustado exactamente, pero...
—De todos modos —concluyó Trillian, volviendo a los mandos—, yo no los he recogido.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién lo ha hecho, entonces?
—La nave.
—¿Qué?
—Los ha recogido la nave. Ella sola.
—¿Cómo?
—Mientras estábamos con la Energía de la Improbabilidad.
—Pero eso es increíble.
—No, Zaphod; sólo muy, muy improbable.
—Ah, claro.
—Mira, Zaphod —le dijo Trillian, dándole palmaditas en el brazo—, no te preocupes por los extraños. No creo que sean más que un simple par de muchachos. Enviaré al robot para que los localice y les traiga aquí arriba. ¡Eh, Marvin!
En el rincón, la cabeza del robot se alzó bruscamente, bamboleándose de manera imperceptible. Se puso en pie como si tuviera dos kilos y medio más de su peso normal, y cruzó la estancia con lo que un observador neutral habría calificado de esfuerzo heroico. Se detuvo delante de Trillian y pareció traspasarle el hombro izquierdo con la mirada.
—Creo que deberías saber que me siento muy deprimido —dijo el robot. Su voz tenía un tono sordo y desesperado.
—¡Santo Dios! —murmuró Zaphod, desplomándose en un sillón.
—Bueno —dijo Trillian en tono animado y compasivo—, pues aquí tienes algo en qué ocuparte para no pensar en esas cosas.
—No dará resultado —replicó Marvin con voz monótona—, tengo una inteligencia excepcionalmente amplia.
—¡Marvin! —le advirtió Trillian.
—De acuerdo —dijo Marvin—. ¿Qué quieres que haga?
—Baja al compartimento de entrada número dos y trae aquí, bajo vigilancia, a los dos extraños.
Tras una pausa de un microsegundo y una micromodulación magníficamente calculada de tono y timbre, algo que no podría considerarse insultante, Marvin logró transmitir su absoluto desprecio y horror por todas las cosas humanas.
—¿Sólo eso? —preguntó.
—Sí —contesto Trillian con firmeza.
—No me va a gustar —comentó Marvin.
Zaphod se levantó de un salto de su asiento.
—¡Ella no te pide que te guste —gritó—, sino sólo que lo hagas! ¿Lo harás?
—De acuerdo —dijo Marvin con una voz semejante al tañido de una gran campana rajada— Lo haré.
—Bien —replicó Zaphod—, estupendo..., gracias...
Marvin se volvió y levantó hacia él sus ojos encarnados, triangulares y planos.
—No os estaré decepcionando, ¿verdad? —preguntó en tono patético.
—No, Marvin, no —respondió alegremente Trillian—; está muy bien, de verdad...
—No me gustaría pensar que os estoy defraudando.
—No, no te preocupes por eso —respondió Trillian con el mismo tono ligero—; no tienes más que actuar de manera natural y todo irá estupendamente.
—¿Estás segura de que no te importa? —insistió Marvin.
—No, Marvin, no —aseguró Trillian con la misma cadencia—; está muy bien, de verdad.... no son más que cosas de la vida.
Hubo un destello en la mirada electrónica de Marvin.
—La vida —dijo—, no me hables de la vida.
Se volvió con aire de desesperación y salió como a rastras de la estancia. La puerta se cerró tras él con un ruidito metálico y un murmullo de satisfacción.
—Me parece que no podré aguantar mucho más tiempo a ese robot, Zaphod —rezongó Trillian.
La Enciclopedia Galáctica define a un robot como un aparato mecánico creado para realizar el trabajo del hombre. El departamento comercial de la Compañía Cibernética Sirius define a un robot como «Su amigo de plástico con quien le gustará estar». La Guía del autoestopista galáctico define al departamento comercial de la Compañía Cibernética Sirius como un «hatajo de pelmazos y estúpidos que serán los primeros en ir al paredón cuando llegue la revolución»; hay una nota a pie de página al efecto, que dice que los editores recibirán con agrado solicitudes de cualquiera que esté interesado en ocupar el puesto de corresponsal en robótica.
Curiosamente, hay una edición de la Enciclopedia Galáctica que tuvo la buena fortuna de caer en la urdimbre del tiempo a mil años en el futuro, y que define al departamento comercial de la Compañía Cibernética Sirius como «un hatajo de pelmazos estúpidos que fueron los primeros en ir al paredón cuando llegó la revolución».
El cubículo de color rosa había dejado de existir y los monos habían pasado a otra dimensión mejor. Ford y Arthur se encontraban en la zona de embarque de la nave. Era muy elegante.
—Me parece que esta nave es completamente nueva —dijo Ford.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Arthur—. ¿Tienes algún extraño aparato para medir la edad del metal?
—No, me acabo de encontrar este folleto de venta en el suelo. Dice esas cosas de que «el Universo puede ser suyo». ¡Ah! Mira, tenía razón.
Ford señaló una página y se la enseñó a Arthur.
—Dice: «Nuevo y sensacional descubrimiento en Física de la Improbabilidad. En cuanto la energía de la nave alcance la Improbabilidad Infinita, pasará por todos los puntos del Universo. Sea la envidia de los demás gobiernos importantes.» ¡Vaya!, es algo a gran escala.
Ford leyó apasionadamente las especificaciones técnicas de la nave, jadeando de asombro de cuando en cuando ante lo que leía: era evidente que la astrotecnología galáctico había hecho grandes adelantos durante sus años de exilio. Arthur escuchó durante un rato, pero como era incapaz de entender la mayor parte de las palabras de Ford, empezó a dejar vagar la imaginación mientras pasaba los dedos por el borde de una fila de incomprensibles cerebros electrónicos; alargó la mano y pulsó un atractivo botón, ancho y rojo, de un panel que tenía cerca. El panel se iluminó con las palabras: Por favor, no vuelva a pulsar este botón. Se estremeció.
—Escucha —le dijo Ford, que continuaba enfrascado en el folleto comercial—, dan mucha importancia a la cibernética de la nave. Una nueva generación de robots y cerebros electrónicos de la Compañía Cibernética Sirius, con la nueva característica APP.
—¿Característica APP? —repitió Arthur—. ¿Qué es eso?
—Eso significa Auténticas Personalidades Populares.
—¡Ah! —comentó Arthur—. Suena horriblemente mal.
—En efecto —dijo una voz a sus espaldas.
La voz tenía un tono bajo y desesperado, y venía acompañada de un ruido metálico. Se volvieron y vieron encogido en el umbral a un execrable hombre de acero.
—¿Qué? dijeron ellos dos.
—Horrible —prosiguió Marvin—, absolutamente. Horrible del todo. Ni siquiera lo mencionéis. Mirad esta puerta —dijo al cruzarla. Los circuitos de ironía se incorporaron al modulador de su voz mientras imitaba el estilo del folleto comercial—. Todas las puertas de la nave poseen un carácter alegre y risueño. Tienen el gusto de abrirse para ustedes, y se sienten satisfechas al volver a cerrarse con la conciencia del trabajo bien hecho. Cuando la puerta se cerró tras ellos, comprobaron que efectivamente hizo un ruido parecido a un suspiro de satisfacción.
—¡Aahbmmmmmmmmmyammmmmmmmah! —dijo la puerta.
Marvin la miró con odio frío mientras sus circuitos lógicos parloteaban disgustados y consideraban la idea de ejercer la violencia física contra ella. Otros circuitos terciaron diciendo: ¿para qué molestarse? ¿Qué sentido tiene? No merece la pena interesarse por nada. Otros circuitos se divertían analizando los componentes moleculares de la puerta y de las células cerebrales del humanoide. Insistieron un poco midiendo el nivel de las emanaciones de hidrógeno en el parsec cúbico de espacio circundante, y luego se desconectaron aburridos. Una punzada de desesperación sacudió el cuerpo del robot mientras se daba la vuelta.
—Vamos —dijo con voz monótona—. Me han ordenado que os lleve al puente. Aquí me tenéis, con el cerebro del tamaño de un planeta y me piden que os lleve al puente.
¿Llamaríais a eso un trabajo satisfactorio? Pues yo no.
Se volvió y cruzó de nuevo la odiada puerta.
—Hmm..., disculpa —dijo Ford, siguiéndolo—. ¿A qué gobierno pertenece esta nave?
Marvin no le hizo caso.
—Mirad esa puerta —masculló—; está a punto de volver a abrirse. Lo sé por el intolerable aire de satisfacción vanidosa que genera de repente.
Con un pequeño gemido para atraerse su simpatía, la puerta volvió a abrirse y Marvin la cruzó con pasos pesados.
—Vamos —ordenó.
Los otros lo siguieron rápidamente y la puerta volvió a cerrarse con pequeños ruiditos metálicos y zumbidos de contento.
—Hay que dar las gracias al departamento comercial de la Compañía Cibernética Sirius —dijo Marvin, echando a andar, desolado, por el resplandeciente pasillo curvo que se extendía ante ellos—. Vamos a construir robots con Auténticas Personalidades Populares, dijeron. Así que lo probaron conmigo. Soy un prototipo de personalidad. ¿Verdad que podríais asegurarlo?
Ford y Arthur musitaron confusas negativas.
—Odio esa puerta —continuó Marvin—. No os estaré deprimiendo, ¿verdad?
—¿Qué gobierno...? —empezó a decir Ford otra vez.
—No pertenece a ningún gobierno —le replicó el robot—; la han robado.
—¿Robado?
—¿Robado? —repitió Arthur. —¿Quién la ha robado?
—Zaphod Beeblebrox.
Algo extraordinario le ocurrió a Ford en la cara. Al menos cinco expresiones singulares y distintas de pasmo y sorpresa se le acumularon en confusa mezcolanza. Su pierna izquierda, que se encontraba en el aire, pareció tener dificultades para volver a bajar al suelo. Miró fijamente al robot y trató de contraer ciertos músculos escrotales.
—¡Zaphod Beeblebrox...! —exclamó débilmente.
—Lo siento, ¿he dicho algo inconveniente? —dijo Marvin, que prosiguió su lento avance con indiferencia—. Perdonad que respire, cosa que de todos modos jamás hago, así que no sé por qué me molesto en decirlo. ¡Oh, Dios mío, qué deprimido estoy! Ahí tenemos otra de esas puertas satisfechas de sí mismas. ¡La vida! Que no me hablen de la vida.
—Nadie la ha mencionado siquiera —murmuró Arthur, molesto—. ¿Te encuentras bien, Ford?
Ford lo miró con fijeza y dijo:
—¿Ese robot ha dicho Zaphod Beeblebrox?