Epílogo
28 de mayo de 1926

El mundo había perdido la inocencia. La alegría regresaba a París a ritmo de charlestón, pero si alguien prestaba atención, podía escuchar todavía el llanto de las viudas de la Gran Guerra. A la Ciudad de la Luz, ya no la bañaba la luz de la mañana, clara y transparente, sino la lánguida y plomiza del atardecer.

A Ulises eso le daba igual, París y él siempre habían sido vida nocturna: neones, farolas y candelas de un tugurio de Montmartre; aunque entendía por qué Violeta pasaba cada vez menos tiempo en su casa de la avenida Montaigne y disfrutaba de sus últimos años de vida en otros lugares: Antibes, los inviernos; Lausanne o Lucerna, los veranos; y en primavera, si las fuerzas de sus ochenta y muchos años lo aguantaban, un pequeño viaje por las campiñas del Midi, cubiertas de lavanda, o a la Toscana.

Por encima de todas las cosas, Ulises amaba París. Más que La Habana —que casi apenas recordaba— o Nueva York, o Shanghai, o Londres. Él se consideraba parisino. Siempre era un placer regresar.

No todo había sido felicidad, claro, no podía pasar cerca de la Salpetriére sin sentir que el corazón se le encogía. Tampoco había vuelto al Moulin de La Galette —aunque eso no era un problema en los últimos tiempos, porque estaba cerrado, como tantos otros lugares de alterne de la capital—. Ni tenía una razón para regresar a Montmartre, pues los viejos amigos del Bateau-Lavoir habían descendido a barrios acomodados para mudarse a estudios acogedores en calles burguesas. Arriba quedaba la leyenda de una época construida por una pléyade de artistas geniales y algunos fantasmas. La belle époque se había ido para siempre.

Él ya no era aquel muchacho osado que tentaba a la suerte, convencido de que los dioses le habían tocado con la varita de la fortuna. Había vivido demasiadas cosas, no siempre buenas.

Aquella mañana de finales de mayo, sin saber muy bien por qué, Ulises pasó por delante de Notre-Dame de Lorette y decidió adentrarse en la rue Laffitte. No tenía ninguna razón para hacer eso, ni tampoco para lo contrario. Hacía rato que el azar guiaba sus pasos. Un par de manzanas más allá se encontró con la librería de Jean Schemit y no pudo evitar prestar atención a la novedad que exhibía en el escaparate: Le Mystére des Cathédrales, decía en lo más alto, debajo del nombre del autor, Fulcanelli; y el título continuaba: et l’interprétation ésotérique des symboles hermétiques du grand-oeuvre.

—¿Qué es esto? —se le escapó en español.

El libro incluía un prefacio de Eugéne Canseliet y treinta seis planchas según los dibujos de Julien Champagne.

—No puedo creer que siga utilizando ese nombre —murmuró, al tiempo que rememoraba una noche perdida, veintidós años atrás.

Entró y hojeó el libro, con especial atención a los grabados. La firma de Champagne figuraba en todos ellos; en el primero leyó 1911 y no pudo evitar una sonrisa amarga. «¿No fue el año de La Monna Lisa?», recordó. Y como una cosa llevaba a la otra, la sonrisa se convirtió en una mueca triste al rememorar también el asunto de madame Erlanger.

Ulises obvió el prefacio —¿quién, en su sano juicio, tomaría en serio a ese crédulo de Canseliet?— y fue directamente a la primera página:

La más fuerte impresión de nuestra primera juventud —teníamos a la sazón siete años—, de la que conservamos todavía un vívido recuerdo, fue la emoción que provocó, en nuestra alma de niño, la visita de una catedral gótica…

—Pero, pero… ¿y este sinvergüenza? —gritó, exaltado.

Lo compró, qué remedio, aunque podía recitar de memoria cada palabra del libro, de la primera a la última letra. Ulises salió a la calle y se alejó unos pasos, todavía conmocionado por el hallazgo. Podía ir al taller de Champagne y decirle que era un sinvergüenza, o buscar a ese incauto de Canseliet para cantarle las cuarenta por cómplice; pero el instinto le hizo dirigirse a paso largo al domicilio de los Dujols, en la calle Le Vernier.

—¿Está madame Dujols? —le preguntó a la mujer vieja que custodiaba la puerta; no era la criada, sino alguna vecina o una pariente llegada de fuera.

—No recibe visitas.

—La mía sí, dígale que soy Ulises de Guevara.

La vieja, en lugar de franquearle el paso, le dejó en el descansillo y cerró la puerta. Si el viejo librero levantara la cabeza se moriría de vergüenza, pensó. Marie-Louise apareció inmediatamente para desagraviarle.

—Ulises, querido —le abrazó—. Qué grande estás, has crecido aún más, o yo he encogido, no sé. Pasa, pasa, no te quedes ahí parado. ¿Cuándo has vuelto?

—El lunes pasado. Siento mucho lo de Pierre. ¿Qué pasó?

—Un ataque de uremia. Estaba muy malito, últimamente era sólo una sombra de lo que fue.

—No seguiría empeñado en…, ya sabes.

—Claro que no, lo dejó hace mucho. Durante un tiempo le ayudó Louis, hacía de sus manos y de sus ojos; pero hasta a eso tuvo que renunciar. Últimamente no podía ni acercarse al laboratorio.

Marie-Louise Dujols sirvió dos copas de licor de hierbas y tomó la mano de Ulises. Siempre encontraba inspiración en él —decía—, tenía una fuerza que no era de este mundo.

—¿Has visto esto? —Ulises le mostró el libro.

—No, pero no me sorprende —suspiró—. Y qué más da, después de todo. Louis es ahora el chico de los recados de Julien, hace lo que le pide, prueba todo, se gasta más de lo que gana en los materiales… El pobre sigue siendo un segundón, Julien le trata como a un mozo de cuadra y como verdadero discípulo prefiere a ese chico repeinado, Canseliet.

La señora Dujols suspiró y esperó a que se le aclarase la garganta para seguir.

—Le abandonaron, le dejaron a un lado porque ya no les era útil. El gran Magopbon, ¿te acuerdas? Se quedó mudo para siempre.

—La Voz del Mago —evocó con cariño—, él hizo que el Mutus Liber hablara. La verdad, cuando se lo insinué, no sé si le hice un favor o una faena.

—Una faena, no lo dudes, pero él te quería por eso. —La viuda le apretó la mano de nuevo—. Decía que tú le pusiste en el verdadero camino y le mostraste dónde encontrar la inspiración. Fueron años muy buenos. Hasta que enfermó, e incluso entonces lo llevó bien, aceptó que no podía ocuparse personalmente de la Obra y que los demás tendrían que manipular lo que era suyo por derecho propio. Esa Piedra es una maldición, lo sabes, ¿no?

—Precisamente por eso nunca quise buscarla. Dime, ¿cómo es que Julien acabó con los cuadernos de Bonancieux?

—Hace tanto tiempo de eso… —suspiró Marie-Louise.

—Creí que se los había quedado la policía.

—Qué sé yo, supongo que se les olvidaría. Nunca llegaron a pedirlos y, como resolvieron el caso, Pierre los guardó. Un día se los pidió Julien, ¿cómo iba a negárselos? Y él se los dejó, ésos y todos los demás, también los que Pierre escribió a lo largo de su vida. Toda su obra se la legó sin preguntar, así le quería, y mira cómo se lo ha pagado. Ha esperado a que se muera, para que nadie pueda echarle en cara que es un carroñero, que se alimenta de los muertos. Louis podría, claro, pero adora a Julien y no dirá nada en su contra, cree que él sí ha completado la Obra y ahora le tiene por su nuevo maestro.

—¿Eso es verdad? —Ulises enarcó una ceja, escéptico.

—Cuando nos lo anunció, le creímos y Pierre le escribió una carta preciosa. Ahora tengo muchas dudas. Julien es un manipulador y un farsante, ya le conoces, y sabes cómo lió a los Lesseps y a los Schwaller con ese asunto de las vidrieras de Chartres. Utiliza a ese pobre crío, Eugéne, para parecer más listo de lo que realmente es. Ha repetido todas las tonterías de Bonancieux, la estupidez esa de la Hermandad de Elías y la Orden de los Hermanos de Heliópolis. Por no hablar de ese seudónimo tan estúpido, Fulcanelli. Vete a saber de dónde lo ha sacado.

—Bueno, a mí no me parece tan malo.

—Vaya, no me digas más, fue idea tuya. —Un esbozo de sonrisa le afloró a los labios.

—Tal vez tuve algo que ver, sí —admitió, algo avergonzado.

—Ulises, eres una bendición y una pesadilla. De hecho, algo parecido me dijo Natalie en el funeral de Pierre. Estuviste con ella hace unos meses, ¿verdad?

—Sí, me pidió ayuda en un asunto. Sus cosas, ya sabes: le molestan los hombres, y más aún los negros, pero cuando los necesita no le importa recurrir a uno.

—A ti te quiere —la defendió—, Pierre y ella siempre decían que eras su ángel guardián. Y Emma también te pone por las nubes, eso sí que tiene mérito.

—Me sorprende no verme las alas cuando me miro en el espejo por las mañanas, pero no hay angelitos negros —se burló él.

—Las tuyas serían alas de cisne —recordó ella, y los ojos se le humedecieron. Ulises le ofreció su pañuelo y, al devolvérselo, a Marie-Louise se le ocurrió que su rostro era de brillante fuego y que, si le tocaba la cara, se quemaría la mano. «En realidad, sí las tiene», pensó: la luz de la ventana formaba una sombra a su espalda, pero no eran alas de arcángel, blancas y luminosas, sino alas negras con plumas de acero, de ángel exterminador armado con la espada flamígera de la justicia—. A veces asustas un poco, ¿sabes?

—Qué ocurrencias —protestó—. ¿Cómo están tus hijas?

—Bien. Tuvimos tiempo para prepararnos para esto.

—¿Necesitáis algo, dinero…?

—No, no, en absoluto. —Madame Dujols forzó una mueca que pretendía ser sonrisa—. Ahorramos bastante en la época de la Librería de lo Maravilloso, no todo se lo comió la Piedra Filosofal. Afortunadamente, la Biblioteca de las Ciencias Esotéricas se vendió muy bien.

No era verdad, desde la enfermedad del editor sufrían muchas estrecheces y, al final, no les quedó más remedio que vender la librería para sobrevivir.

—Deberías irte con ellas, este piso es muy grande.

Ya se ocuparía él de conseguirle un buen precio por la casa, para que le quedara una renta digna, pensó.

—No te falta razón.

Se hizo un silencio molesto. Ulises pensó que la muerte de Dujols marcaba el final de una época. Tenía en la cabeza su propia visión de apocalipsis, la caída de los gigantes que se aproximaba, pero la apartó a un lado: el mundo vivía feliz y no quería ser el profeta de los malos augurios.

—Te dejo el ejemplar del libro, arrójaselo a la cara a Julien cuando lo veas.

—Todo ha cambiado mucho, ya no es como antes.

Ulises se levantó y besó las mejillas de Marie-Louise Dujols. Ella, por un instante, volvió a ver un reflejo en su espalda.

—¿Me llamarás si necesitas algo?

—¿Todavía el mismo notario del bulevar Saint-Germain?

—Allí o en el Lapin Agile, en Montmartre, recuerda que yo siempre tengo un pie en el cielo y otro en el infierno.