16
Una merienda
—Madame Clouet, cómo les agradezco que hayan venido. —Violeta le tomó las manos y cruzó dos besos antes de llevarla hacia el sofá y, sólo cuando se sentó, le ofreció la mano al comisario—. Qué sombrero tan bonito, ¿es de sus suegros? Un día de éstos me acercaré a su tienda.
Antes de llamar al timbre Juliette se había preparado para una tarde de eterno aburrimiento. Le daba tanta pereza la visita que sujetó el brazo de su marido un rato largo para postergar lo inevitable. Imaginaba a la vizcondesa como una vieja pellejuda y estirada que la diseccionaría con petulancia, que presumiría de sus estancias en Niza o en Ostende y aprovecharía cualquier comentario para humillarla. Reconocía no saber de dónde venía ese prejuicio, pues André apenas le había hablado de ella, pero al abrirse la puerta le pareció que la engullía la entrada a los infiernos. Para su sorpresa, no sólo no encontró a ninguna vieja insoportable sino que, desde el principio, le pareció simpática. Tal vez fue su forma de pronunciar las erres y las ges, tan divertida, o esa mirada pícara que le salía cuando hacía una confidencia inocente. Violeta se interesó por sus hijos y obvió al comisario, como si quisiera dejar claro que Juliette estaba allí por derecho propio y no por su marido. Desde el principio estuvo pendiente de ella y la colmó de atenciones.
—¿Está demasiado espeso el chocolate? —le preguntó, cuando le servía la segunda taza.
—No, no, en absoluto —mintió Juliette.
—Lo siento, es la única costumbre francesa que no he adoptado. Lo sigo tomando muy espeso, a la española… —se interrumpió porque Ulises acababa de entrar en el salón—. Ah, permítame que les presente a mi ahijado. Bueno, usted ya lo conoce, ¿no es así, comisario?
Clouet tuvo la vergüenza de sonrojarse y Ulises la sinvergüenza de acariciarse las mejillas, donde Rochedure se había hartado de darle bofetadas.
—Sí, madrina, nos conocemos —apostilló, antes de besar la mano de Juliette.
—Llegas tarde —le regañó Violeta.
—Discúlpenme, he acompañado a monsieur Riquet en su paseo; está casi ciego y Berliot tiene reuma.
Aunque el tono de su voz parecía aséptico, algún gesto percibió Violeta, alguna mueca irónica, porque cambió de tema inmediatamente.
—Bueno, iba a enseñarle mi retrato a madame Clouet; Mientras, podéis fumar en el otro salón. Anda, enséñale al comisario los libros de tu padrino.
Ulises habría preferido quedarse con madame Clouet, era una mujer de cara alegre, rellenita —ma non troppo— y con unas pecas graciosas, mejor compañía que su marido, sin duda; pero no le quedó más remedio que obedecer. No hizo ningún ademán de ir a buscar las Doce Llaves, ya sabía que al comisario le interesaba algo menos tangible. Ofreció la tabaquera a Clouet —porque la hospitalidad de la madrina era sagrada—, sirvió dos generosas copas de ron y se lanzó al abismo.
—¿En qué puedo ayudar a la policía de París? —preguntó con toda su guasa.
—No es a la policía, sino a mí. —Lo último que deseaba Clouet era que el joven fuese por ahí presumiendo de haber resuelto el crimen—. Tengo entendido que tiene conocimientos de alquimia.
Ulises, que estaba encendiendo su cigarro, se detuvo y miró de hito en hito al comisario.
—No crea —le corrigió; no quería que le asociara demasiado con Bonancieux: entre compartir las aficiones de una persona y ser su rival y, por tanto, sospechoso de su muerte, sólo mediaba un paso—. Supongo que soy su mejor opción, porque no encontrará a nadie dispuesto a hablar —concedió.
Clouet encendió su cigarro para ocultar el enfado. Ese negrito cabrón se estaba tomando la revancha por el interrogatorio en el Palacio de Justicia. Aspiró dos bocanadas, contempló el humo, dio un sorbo al ron y decidió que aquella noche se comería el orgullo. A fin de cuentas, había sido él quien había pedido la lección.
—¿Por qué no querrían hablar?
—La riqueza y la juventud eterna son muy golosas. Al Cosmopolita, un escocés que viajó por toda Europa, le apresaron y torturaron para que revelara sus secretos y murió de las heridas. Es una buena razón para ser discreto, ¿no le parece? —Ulises dio también una bocanada a su cigarro, un grueso Partagás—. ¿Qué sabe de transmutaciones y qué necesita saber?
—No sé nada y quiero llegar hasta donde me permita entender a Bonancieux.
—¿Bonancieux? —Ulises ya se esperaba la pequeña celada y no cayó en ella.
—Creí que la vizcondesa se lo había comentado, era un alquimista.
—No me ha dicho que se tratara del vecino —replicó y movió la cabeza: eso no llegaba a ser una mentira.
—Venga conmigo, por favor. —Clouet se levantó y se dirigió hacia la escalera principal. Cuando estuvo seguro de que Ulises le seguiría, sacó del bolsillo el llavín del segundo derecha. Abrió la puerta, encendió la luz y se adentró por el pasillo hasta el gabinete—. ¿Qué opina? —le desafió al mostrarle el laboratorio.
Ulises estuvo a punto de hacer un gesto de aburrimiento, pero uno no veía un taller así todos los días y su indiferencia habría resultado extraña.
—Así que era uno de ellos.
—¿Qué me puede contar de esta tramoya?
—¿Sabe el cuento del rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba?
—Sí, la Piedra Filosofal y todo eso —Clouet señaló el grabado de Khunrath—. Algo he oído.
Ulises tuvo la tentación de citar a Hermes Trismegisto, pero se contuvo a tiempo. Ni el comisario necesitaba ir tan lejos, ni era prudente que le creyera demasiado ducho en la materia. No tenía ninguna necesidad de hablar de Egipto, ni de la Edad Media o de la Contrarreforma, de los convulsos tiempos de la guerra de los Treinta Años, de esas épocas en las que sólo había una tenue diferencia entre ciencia y filosofía, los barberos eran cirujanos y los clérigos ejercían de médicos, cuando la química se limitaba a la metalurgia y las matemáticas se utilizaban para buscar a Dios.
—Pues ya está dicho casi todo.
La alquimia era un lento proceso de manipulación de metales y sustancias químicas para transmutar los metales más bastos y vulgares en el más noble de todos —le explicó—. Y no en oro corriente, sino filosofal, del que bastaba fundir en un crisol una mínima porción con varios kilos de plomo para convertirlo todo en un oro de calidad extraordinaria. En ese mismo proceso se obtenía la medicina universal, el elixir de la vida, que sanaba todas las enfermedades y mantenía la eterna juventud. Los alquimistas consideraban que lo más importante de esa búsqueda paciente era transmutarse ellos mismos, purificar su alma y conseguir un conocimiento trascendente del universo. Por eso lo llamaban el triple patrimonio: riqueza, salud y conocimiento.
—Así que de ahí viene tanto sigilo.
—Sí, es la tradición hermética, que exige guardar el conocimiento bajo siete llaves y compartirlo sólo con quien lo merece.
—¿Y quién se lo enseñó a usted?
—Cuando llegamos a París, los únicos libros que tenía eran los de mi padrino. Entre los libros de física y matemáticas y los tratados de alquimia, ¿adivina con cuáles me quedé?
—Y se los empolló.
—Todos. —Se estiró sin disimulo, como si el recuerdo de aquellas tardes hubiera despertado su pereza—. Aunque una cosa es leerlos y otra entenderlos. A esa gente le encanta enredar y hablar con metáforas, ocultarlo todo con su lenguaje esotérico. Hay mucha pamplina, ni se la imagina.
—Entonces, usted es un alquimista escéptico. —Clouet no pudo evitar lanzarle la pulla.
—Ésa es una contradicción en los términos, son dos palabras que no pueden ir en la misma frase. Cuando empecé a leer esos libros yo era un crío.
El comisario arqueó una ceja, ¿y qué era aún?, si casi ni afeitarse podía.
—Más que la ciencia secreta, aprendí en ellos latín —continuó Ulises—, francés y alemán. Durante muchas semanas los devoré con pasión, con la ilusión de seguir los pasos de mi padrino y completar su legado. Hasta que una tarde como aquélla, presumí ante Henri Poincaré de que yo también sería un alquimista y que conseguiría la Piedra Filosofal.
—Y le dijo que no perdiera el tiempo.
—Algo así, me advirtió de que no se podía sacar más oro de tanto plomo.
El científico le explicó que aquella rama había echado ya todas sus hojas, un árbol que no podía dar más frutos. La alquimia moderna, la verdadera —le dijo entonces—, era la física atómica, que estaba en sus albores.
—¿Y lo dejó por eso?
—No, en realidad abandoné porque me enviaron a la escuela y descubrí las novelas de Dumas, Verne y Salgari. Entre el azogue místico y milady de Winter no hay comparación posible, se lo aseguro. Además, la madrina no me habría dejado instalar un laboratorio en la casa. Ahora me da pena, tiene algo de romántico.
—¿Como qué?
—Este lugar, por ejemplo —Ulises abarcó con la mano la habitación—. No me diga que no le gustaría disponer de un sitio así, un cuarto secreto en el que jugar a ser Dios. Pero no me refería sólo a eso, sino a la incomprensión, a las privaciones, a las noches en vela. Dedican los mejores años de su vida a mezclar, tostar y destilar porque otro loco como ellos lo escribió así dos siglos antes; repiten cientos de veces la misma operación sin saber si están haciendo lo correcto y si les conducirá a algún lado. Y eso sin hablar de los riesgos que corren, ¿sabía que la intoxicación por plomo destroza los riñones? La mayoría de los alquimistas murieron envenenados por los vapores del mercurio, se les caían los dientes y les temblaba todo el cuerpo. ¿No le parecen los últimos románticos?
—No sé si llamarlo así o simple estupidez. —El comisario pensó que el joven, de niño, debió de ser muy rarito—. Si le he entendido bien, el alquimista trabaja solo.
—En su laboratorio, sí. Supongo que no es fácil transformar el alma con alguien al lado quemando azufre. Les gusta la privacidad y limpian todo ellos mismos para que nadie toque sus cosas. —Ulises colocó bien una probeta y luego otra. «Adiós a la dactiloscopia», pensó el comisario—. Eso no significa que no compartan opiniones o que no se visiten y hablen entre ellos.
—O sea, que si tenía un ayudante, no le encontraremos aquí. —Clouet reflexionó un instante—. A lo mejor, el discípulo era él.
—Bueno, yo no soy ningún experto, pero este sitio parece bastante bien equipado, ¿no? ¿Y ve el contenido del alambique, que es rojizo? Se supone que ese color aparece hacia el final, en la fase del rubedo.
Ulises aprovechó para abrir el horno haciéndose el distraído. Alguien había revuelto las cenizas, así que tendría que buscar otro sitio si se decidía a devolver los restos de las cartas.
—¿Sabe qué hacía en las iglesias? —le preguntó el comisario.
—No. Lo interesante es que no acudía a la parroquia de aquí al lado, sino a la catedral, o a Saint-Germain-des-Prés.
—No le sigo.
—Eso es porque ni yo mismo sé adónde quiero llegar. Son lugares especiales, están llenos de símbolos; ahí se va a observar, más que a rezar.
—Si le he entendido bien, lo que insinúa es que esas visitas tenían algo que ver con su afición —reflexionó Clouet—. En ese caso, habría llevado consigo a su aprendiz, si lo tenía.
—Probablemente, aunque tengo entendido que iba solo a las iglesias.
—No el sábado de su muerte —reveló el comisario con una sonrisa—. Ese día fue a la catedral de Orleans con un hombre joven. Dígame, ¿cómo podríamos encontrar a ese alumno, entonces?
Era evidente adonde quería llegar el comisario. Había hecho la pausa justa para que flotara en el aire la sospecha de que ya lo había hallado y se encontraba frente a él. A fin de cuentas, ¿qué tenía de extraño que Bonancieux se hubiese fijado en aquel muchacho negro y le hubiese preguntado qué leía? ¿No se habría identificado con él al descubrir que, en lugar de piratas, exploradores, marineros o cruzados, él pasaba su tiempo descifrando enigmas de otra época?
Ulises le leyó el pensamiento y se dijo, con fastidio, que la culpa era suya, por haberse llevado las cartas y los cuadernos. Si las hubiese dejado en su sitio, ahora serían los del Quai des Orfévres quienes estarían jugando a los rompecabezas y él, en cambio, quien se reiría desde la barrera.
—Si no era negro, no era yo. —Consiguió que su voz no sonara desafiante, no quería enfadar más al comisario—. Si lo descubro, le avisaré. A lo mejor Bonancieux formaba parte de alguna sociedad secreta.
—Venga, hombre, no me venga con ésas —bufó Clouet.
—¿No ha oído hablar de los Rosacruces?
—Nunca.
—¿Y de Paracelso?
—Tampoco.
Ulises movió la cabeza y suspiró, entre ofendido por la ignorancia y abrumado por la tarea de remediarla.
Antes de Paracelso —empezó a ilustrarlo—, los alquimistas buscaban el conocimiento universal e igual diseccionaban animales que dibujaban plantas, destilaban mercurio o estudiaban constelaciones. No buscaban ser alquimistas, sino filósofos, y bebían de cualquier fuente en busca de conocimiento. Paracelso fue el último de esos sabios universales y mezcló en sus escritos la astrología, la medicina, las ciencias naturales y la alquimia con una fuerte dosis de filosofía hermética en la que se cruzaban los gnósticos, los neoplatónicos y los pitagóricos.
La mayoría de los tratados importantes sobre transmutaciones se escribieron en los ciento cincuenta años que siguieron a su muerte, y todos eran deudores de ese médico suizo. Lo que hasta entonces había sido una rama más de la ciencia, después de Paracelso se convirtió en el Arte Hermético —así, con mayúsculas—, en un saber oculto que debía esconderse de la humanidad por su propio bien, para preservarla del poder que encerraba y para el que no estaba preparada.
En ese siglo y medio —hasta que la Ilustración barrió con su luz todas las sombras y la Revolución Industrial entronizó a los burgueses—, la alquimia se disfrazó con el ropaje de filosofías trasnochadas, se adornó con los símbolos de la astrología, se complicó con metáforas retorcidas; y cuanto más secreta pretendía ser, más adeptos cautivaba y más gente se convencía de que, necesariamente, había una verdad universal y eterna tras aquellas alegorías, signos e imágenes. Llegó a hacerse tan cotidiana y tan normal, que unos estudiantes de teología borrachos fundaron la Hermandad de la Rosacruz, una sociedad tan secreta y misteriosa que en poco tiempo estuvo en boca de todos. Bastó que unos necios se tomaran en serio sus ridículos rituales clandestinos para que los Rosacruces se extendieran por toda Europa.
—Si todo el mundo cree que una sociedad secreta gobierna el mundo y no la encuentra, alguien acabará creándola —enunció Ulises, con la convicción de un axioma inamovible.
—Me temo que nunca he creído en esas cosas. —El comisario hizo una mueca.
—¿Y qué importa? A esa gente no les interesa la duda de los escépticos, les basta con la fe de sus seguidores.
Clouet se quedó pensativo y asintió. El chico llevaba razón y el Viejo no: la Piedra podía ser una patraña, pero nada impedía que fuera el móvil de aquel crimen. Todo lo contrario, ¿qué otro motivo podía reunir por sí solo la riqueza, la belleza y el poder? Que el oro alquímico fuese real, que Bonancieux creyese en él o que formara parte de una sociedad secreta, todo eso resultaba irrelevante; lo trascendente era lo que pensase su asesino.
—¿Un hombre que consiguiese la Piedra seguiría trabajando en el laboratorio?
—¿Para qué iba a hacerlo? ¿Qué más necesitaría?
—Por tanto, Bonancieux aún no la tenía. —Clouet se acercó hasta el atanor—. Cuando llegamos, todo esto estaba encendido, lo apagamos por precaución.
—Parece la conclusión lógica.
—Me decía antes que estaba muy avanzado, ¿cuánto podía faltarle?
—Imposible saberlo, unos días o unos años.
—¿No existe una pauta en algún sitio?
Ulises se volvió hacia el grabado de Khunrath.
—Todo está ahí —le dijo con cierta suficiencia—, ¿qué ve? —Clouet miró de nuevo y se encogió de hombros.
—A primera vista, parece un ojo.
—Es un ojo. El globo ocular siempre ha sido uno de los motivos favoritos de los cabalistas. En El Hermafrodita estaba representado todo el Arte. En el centro de la figura se veía el lapis, la Piedra, compuesta por la tria prima: el azufre, el mercurio y la sal; o, para quien supiera entender, el principio vital, el alma y la materia. Por eso se leía en su interior: «Separa Anima, Dissolve Spiritus, Extrahe Corpus». Como en los trucos de los magos, los alquimistas nunca lo mostraban todo: cualquier principiante aprendía pronto que un sulfuro y el azogue formaban la primera materia del huevo alquímico y muy pocos, en cambio, daban importancia a la sal. Había algún insensato que la confundía con la sal común. Ese tercer elemento, aparentemente el más sencillo de todos, pasaba desapercibido y no figuraba en los tratados, se transmitía oralmente, para que nadie que no fuese digno pudiera comenzar el Trabajo.
—¿No hay manera de saberlo si no lo desvela un alquimista? —A pesar de su incredulidad, Clouet estaba disfrutando de aquellas fantasías.
—No hay muchas pistas, la verdad. Basilio Valentín la llamaba «el agua que no moja las manos». ¿Le sugiere algo?
—¿Son siempre así de claros?
—Más o menos. A veces, tomando un comentario de aquí y otro de allá, se barrunta alguna cosa. Yo tengo una teoría sobre la sal, por si le sirve de algo.
—¿Y puede decírmela?
—Si le hace feliz, creo que es un nitrato, una sal doble.
El comisario se quedó satisfecho con eso; en realidad, él entendía muy poco de química y la única sal que conocía era la de mesa. Ulises se mordió los labios para desdibujar la sonrisa y continuó explicando el grabado.
El lapis emergía de las llamas bautismales —también el mundo se ha renovado por el fuego, se leía—, afloraba en brazos del Rebis, donde se indicaban las dos partes de la Obra: la disolución del cuerpo y la solidificación del espíritu.
—¿El Rebis es esa figura, mitad hombre y mitad mujer?
—Sí, es el Hermafrodita, y tiene su propia leyenda. En un principio, Dios lo creó a su imagen y semejanza, perfecto y poderoso como Él; pero se arrepintió y lo dividió en sus dos mitades, hombre y mujer, Adán y Eva, y los expulsó del Paraíso. Si se fija, verá que son también el sol y la luna —le mostró Ulises; el sol, hecho de azufre, y la luna, de mercurio—, o como dicen a veces, el sol y su sombra. Por eso, del pecho del sol mana una fuente rojiza y del pecho de la luna una fuente blanca, que forma el cuerpo vidriado del ojo del mundo.
—¿Y ese pájaro que hay encima?
—Ah, ésa es la pauta que me pedía antes. El cuervo negro representa la primera fase, la putrefacción; luego se convertía en cisne y llegaba el albedo; a continuación desplegaba la cola del pavo real, que indicaba la fase de irisación; y por último, el fénix que nacía de sus propias cenizas, el rubedo. Algunos alquimistas lo complicaban aún más y asociaban esas cuatro fases a los doce signos del zodiaco.
Clouet ya escuchaba sólo a medias, estaba hojeando los cuadernos de Bonancieux y los símbolos y números le interesaban más que las calcinaciones y sublimaciones.
—¿Quién podría interpretar todo esto? —le interrumpió.
—Otro alquimista, supongo.
—¿Y usted, se atrevería?
—Déjeme ver.
Ulises confesó reconocer algunos símbolos: los planetas, por ejemplo, que representaban metales; y también algunos elementos mundanos, como el magnesio y el azufre. Parecía un dietario de los experimentos realizados cada jornada. Bonancieux llevaba un registro de las operaciones que realizaba en el laboratorio, porque ésa era la parte más complicada del Arte Regio. Aun conociendo los materiales que intervenían, no se conseguía nada si no se cumplían también los pasos prescritos: la fabricación del matraz, el León Verde, el vaso de vidrio en el que se realizaba la fusión y separación de los elementos, la preparación minuciosa de la materia, la trituración en el mortero hasta conseguir un polvo tamizado, la cocción en el atanor, variando las temperaturas según la tarea, la limpieza de las escorias. Pero nada de eso venía en los libros, y uno mismo debía aprender equivocándose, a base de prueba y error, qué temperatura de cocción correspondía al «trabajo de mujeres» y cuál a la del «juego de niños» que tanto repetían los alquimistas en sus libros. Por eso Bonancieux anotaba qué hacía cada día y qué resultados conseguía.
—Faltan muchos cuadernos, incluyendo el último —mencionó Clouet; Ulises sintió que sólo el color de su piel le salvaba de ponerse colorado—, y es una pena porque podía darnos una pista de qué estaba haciendo Bonancieux. Supongo que el asesino se los llevó.
Puesto que Ulises los tenía en el Bateau-Lavoir, no pudo por menos que tragar saliva. Si al comisario se le ocurría registrar sus habitaciones, le enviaba a la cárcel sin pensárselo dos veces.
—He visto que tenía una caja fuerte —dijo, por desviar su atención—. ¿Qué guardaba en ella?
—No había oro. —Al comisario se le escapó un tono burlón—. Sólo papeles, bonos y acciones. Bonancieux era muy, muy rico, podía permitirse un palacio lleno de sirvientes. Lo más importante es el testamento y alguna carta.
—¿Tenía herederos?
—Una tal Thérèse Darcy, ¿le suena el nombre?
—No.
—Si no hubiese muerto, sería mi principal sospechosa. En nueve de cada diez ocasiones, los asesinatos tienen que ver con el dinero o los celos.
La mirada de Clouet se hizo dura y profunda, sus ojos buscaron los de Ulises para hacerle llegar el mensaje: si alguna vez le sucedía algo a Violeta, no habría contemplaciones con el ahijado, sería su principal sospechoso y le cargaría de grilletes.
—Murió hace dos años —reconoció el comisario con lástima; no añadió que por eso estaba allí aquella tarde, tomando un chocolate más espeso que el barro, que ése era el motivo por el que visitaba el piso de Bonancieux una tarde sí y otra también en busca de una pista perdida, y que tenía a sus policías mareados de tanto seguir a los sospechosos y uno, además, cojo por enfrentarse a una monja. Ojalá Bonancieux hubiese tenido un hermano o un sobrino al que cargar el asesinato; lo único que había dejado era un montón de enigmas.
—¿Y ninguna pista?
—Las pocas que hay no conducen a ninguna parte. —Clouet no sabía por qué le estaba contando todo eso.
Le hubiese gustado encontrar correspondencia comprometedora, la nota de una amante despechada, la amenaza de un marido, la velada sugerencia de algún acto desleal. Lamentablemente, no había detalles morbosos, sólo notas de agradecimiento por consejos prestados a gente de comportamiento irreprochable y un puñado de cartas anodinas.
—Nada de alquimia, tampoco —murmuró, y su voz sonó cansada de repente, abrumado por el peso de todas las piezas de rompecabezas que no encajaban nunca. Tomó el huevo filosofal y miró al trasluz su contenido.
—¿Qué pasaría si volviéramos a calentarlo? —se le ocurrió, de pronto; su rostro se iluminó y pareció más infantil que el propio Ulises, veinte años más joven.
—No serviría de nada. ¿Está empezando a creer?
—Ni hablar. —Se ruborizó, y lo dejó en su sitio, avergonzado de su propia idea.
—Nos hemos dejado las copas en casa, ¿sería un delito aprovecharnos del licor de Bonancieux?
—Si no lo hacemos nosotros, se lo acabará bebiendo cualquier oficial del juzgado —reconoció el comisario.
Se habían llevado a comisaría la botella y la copa de la escena del crimen, pero en un armario del salón encontraron un vieux calvados embotellado durante el Segundo Imperio.
—Apuesto a que en su barrio no tienen esto.
—¿Bromea? Allí sólo hay alcohol de quemar.
Cuando agotaron los elogios, se quedaron en silencio, saboreándolo. Olía levemente a manzana fermentada, era un fuego cálido que entraba con suavidad, sin abrasar la garganta. Clouet sirvió una segunda ronda con los ojos ya brillantes.
—Es el mejor chocolate que he tomado jamás —brindó.
—¿Qué hará cuando encuentre al aprendiz?
Según la etiqueta de Montmartre, a partir de la segunda copa uno se podía permitir ciertas confianzas.
—Interrogarle.
—¿Y usted cree que hablará?
Eran personas juramentadas en el silencio, dispuestas a guardar sus secretos a pesar de las peores torturas; Ulises no creía que dos bofetadas de Rochedure aflojaran la lengua de un alquimista.
—Bueno, se lo diré cuando llegue el caso —gruñó el comisario—, porque acabaré encontrándole, a él y a sus amigos, al club de los alquimistas secretos, si es que existen.
—No me malinterprete, no quiero llevarle la contraria pero no sé cómo va a buscarlos, esa gente no está en el censo.
—Pero hay libros —sonrió y se tocó la cabeza con el dedo para indicar que todavía podía pensar, aunque estuviera algo achispado—; y donde hay libros, hay editores, que conocen a los autores. Et voilà.
No estaba mal pensado, después de todo. El comisario no tardaría en entrevistarse con los hermanos Chacornac, con Juan Schemit y con el propio Fierre Dujols. Todos ellos admitirían abiertamente que conocían a Bonancieux, no en vano era su cliente y les compraba libros; sin embargo, que un editor denunciara a uno de sus autores como alquimista era harina de otro costal. Y lo que ya le parecía imposible a Ulises era que, incluso en el remoto caso de que consiguiera sentar a alguno de ellos en el calabozo de Rochedure, confesara haber matado a Bonancieux. ¿Qué motivos aduciría la policía para acusarles del crimen? La información que el comisario necesitaba no la conseguiría el sargento a base de golpes.
—Dígame, ¿de verdad se leyó todos esos libros en unas semanas?
—Se lo demostraré. —A Ulises también se le iban quedando algunas letras entre los dientes—. Elija un libro, el que quiera.
Clouet se acercó a la estantería y sacó uno al azar. «¿Sirve éste? Está en latín», se lo tendió, y Ulises arqueó las cejas, atónito. De todos los volúmenes hacinados en las baldas, el comisario había ido a escoger el Vitulus, escondido en el anonimato de la biblioteca, y Ulises pensó que debía haberlo imaginado, pues las casualidades tendían a producirse cuando él estaba cerca.
—Me vale, señale una página, la que guste.
—Esta misma.
Ulises la estudió durante unos segundos y le devolvió el libro. Inmediatamente, comenzó a recitar: «Asseverando, quod hoc singulare Mysterium spectaret non nisi ad magnificandmam solam gloriosissimi Dei… —y continuó con el resto de la página hasta llegar a la última línea—… transmutandum quatuor grana Plumbi in Aureum».
—Increíble, ¿cómo lo hace?
—No lo sé. Si quiere puedo recitarlo al revés: «Aureum in Plumbi grana quatuor transmutandum ad sufficeret…».
—Vale, vale, le creo —Clouet movió la cabeza, impresionado.
—En realidad ya me la sabía —confesó, orgulloso de su habilidad—, ya lo había leído antes, en una edición moderna. Tenía una errata, por lo visto.
—Parece cosa de magia, podría llenar un teatro haciendo eso.
—¿Y de qué me serviría? Me mirarían como a un bicho raro. Sin contar con que acabaría con miles de páginas como ésta en la cabeza y me volvería loco. Para usted es un espectáculo, pero yo tardaré años en olvidar frases como «persuadentioribus uti potuisset verbis», por ejemplo, y las largaré en el sitio menos apropiado sin venir a cuento. Así que no, señor, puestos a recordar, prefiero que sea buena literatura y no cualquier cosa intrascendente que sólo sirve para impresionar a los incautos.
—Ganaría mucho dinero.
—Ya tengo lo suficiente; aunque le cueste creerlo, yo necesito poco y siempre acabo arreglándome.
—¿En qué trabaja?
—Últimamente me dedico a los libros, ¿recuerda?
A Clouet le asaltó la imagen de la detención de Ulises en comisaría y la acusación de haber robado el Pantagruel.
—No fuimos justos ese día, ¿verdad? —era lo más próximo a una disculpa que estaba dispuesto a conceder y pareció ser suficiente.
Ulises rellenó las copas, concediendo implícitamente su perdón.
—Aprendí el oficio en el Quartier Latin. ¿Sabe que hay gente que paga sumas escandalosas por algunos libros?
—¿Por ejemplo?
—Primeras ediciones, como el Pantagruel. Esta tarde me daban un cheque en blanco por él.
—¿Y no lo ha aceptado?
—Se lo ofrecí antes a otro comprador y no puedo echarme atrás. Yo también tengo mis principios.
—¿Y éste en concreto, qué valdría? —Le tendió el Vitulus a Ulises para que lo estudiara.
—Según para quién. Usted no pagaría por él ni cincuenta francos, mientras que un alquimista daría lo que le pidiera, es un libro único, desaparecido hoy en día.
Clouet asintió y lo devolvió a la estantería, fijándose bien en qué lugar lo colocaba. Alguien acabaría haciendo su fortuna con él, se temía.
—Envidio su memoria, yo llevo todo el día tratando de recordar algo sobre unas viudas y no lo consigo.
—La memoria es como las arenas movedizas, cuanto más se empeña uno en sacar un recuerdo, más se va al fondo. Saldrá cuando menos se lo espere.
—Ojalá. —El comisario se levantó—. Deberíamos volver.
—¿Le importa si me llevo la botella? —le sonrió Ulises—. Como decía antes, en el barrio no tenemos de esto.
—Considérelo sus honorarios, por la ayuda —concedió Clouet.
—Estoy seguro de que a Bonancieux le habría parecido barato. Podría buscar a una médium y preguntárselo.
—¿Usted cree en esos espiritistas?
—Yo me he criado entre espíritus, comisario, ya no sé si creo o no.
—Bueno, pues a mí tendrían que apuntarme con una pistola para obligarme a pedir ayuda a uno. Además, seguramente ni siquiera llegó a saber quién le mataba.
El comisario se dirigió hacia la butaca en la que habían degollado a Bonancieux. Sus pasos quedaron amortiguados por la gruesa alfombra. Su mano izquierda pareció sujetar una cabeza imaginaria y la derecha hizo un movimiento que, de no haber sido por lo que significaba, habría recordado al arco de un violín.
—¿Lo ve? Llegaron por detrás y, ¡zas!, le dibujaron una sonrisa en la garganta. Ni se enteró.
—No dirá que tuvo suerte.
—Comparada con otras muertes que he visto, ésta no ha sido de las peores.
Ulises no se lo discutió, miraba el suelo, hipnotizado por un algo blanco situado bajo el aparador.
—¿Eso es un papel? —señaló.
El comisario se agachó para cogerlo y comprobó que, después de tanto alcohol, las piernas casi no le respondían. Descubrió, por el tacto, que estaba hecho de tela y al sacarlo vio que era un tocado. En el barullo, alguno de los camilleros o de los policías le habría dado una patada y lo había enviado allí abajo.
—Lástima —se lamentó—, no me hubiera venido mal una pista.
—Al menos, Pauline ha recuperado su cofia.
—¿No tiene otra?
—Sí, claro, pero estaba un poco apurada por haberla perdido, anda nerviosa porque piensa que, al menor contratiempo, la madrina no la recomendará para otro trabajo.
—La titular está en el hospital, ¿no?
—Sí, Augustine. —Cogió la cofia que le tendía el comisario.
—Bueno, algo encontrará. Pauline no me parece mala criada.
«De malo no tiene nada esa niña», estuvo a punto de responder Ulises; recordó a tiempo la advertencia de Violeta y decidió callarse.
Después de visitar el laboratorio y el salón de Bonancieux, la casa de Violeta le pareció a Clouet más luminosa que nunca. Las dos mujeres les esperaban, sentadas una junta a la otra, contándose confidencias y riendo como dos amigas de toda la vida.
—No me puedo creer que os hayáis bebido el ron del muerto —le reprochó a su ahijado, en español, al ver la botella que llevaba en la mano.
—Quince hombres en el cofre del muerto, ho-ho-ho, y una botella de ron, el aguardiente y el ron hicieron el resto —canturreó el muchacho.
Juliette se levantó y cortó todo amago de discusión, ella no podía regañar a su marido en público. Había sido una tarde deliciosa, el chocolate era estupendo, las anécdotas divertidas y el cuadro le había parecido maravilloso.
—En casa nos esperan tres diablillos —sonrió—, se parecen a su padre y nos podemos encontrar cualquier cosa a la vuelta.
—¿Me acompañará usted al taller de sus suegros?
—Claro que sí —dio dos besos a la vizcondesa—, dígame cuándo.
—¿Le parece bien el viernes a las diez? Pasaré a buscarla con el coche.
Ulises cruzó una mirada de solidaridad con el comisario.
—¿Quiere que haga alguna pregunta por ahí? —le ofreció, ya en la puerta.
—Si oyera algo… —Y sellaron la paz con un apretón de manos.
Clouet le ofreció el brazo a Juliette para bajar la escalera. Tarareaba, sin darse cuenta, la canción del pirata y ella le regañó con un golpe en la mano. En realidad, no estaba enfadada, había disfrutado de aquella tarde y no se arrepentía de haber acudido a merendar con la vizcondesa.
—Vaya, hombre, lo que nos faltaba —masculló él.
El subprefecto Deschambres y su esposa entraban en ese momento. Se detuvieron, sorprendidos de ver allí al policía con una mujer. En otras circunstancias, les habrían ignorado, pero la curiosidad era demasiado grande. La señora Deschambres la revisó del sombrero a los zapatos.
—Hombre, comisario, qué casualidad —dijo el subprefecto, con retintín.
Se sintió, como decían los marineros, atrapado entre el diablo y el oscuro mar. Durante un segundo, pensó hacerles creer que Juliette era su querida, pero a ver cómo le explicaba luego que esa supuesta amante que inevitablemente llegaría a sus oídos al cabo de unas semanas, no era otra que ella misma.
—Monsieur Deschambres, madame —saludó Clouet—, les presento a mi mujer.
—Es un placer. —Besó la mano de Juliette—. ¿Y cómo por aquí?
—Me dejé los guantes en casa de Bonancieux durante la investigación y como pasábamos por aquí cerca… —Los sacó de un bolsillo de la gabardina, para que no hubiera ninguna duda.
—Habrá sido emocionante entrar en la casa, ¿verdad? —le dijo la señora Deschambres a Juliette.
—No, madame, yo no he entrado. —Su tono, cortés, no dio pie a más preguntas.
—¿Cómo van las investigaciones? —quiso saber el subprefecto—. Estamos todos en ascuas.
—Avanzan, señor, en pocos días habrá novedades. Bueno, si nos disculpan —se despidió Clouet—, nos esperan los niños en casa.
—No faltaba más, claro —respondió Deschambres, pero cruzó con su esposa una mirada suspicaz. Lo de los guantes era mentira, seguro, y lo de las novedades también. El comisario se traía algún asunto turbio entre manos.
—El lunes convocaré a Lépine —le dijo a su mujer—, verás cómo le pone en su sitio.