12
Pesquisas

—¿Le gusta la jardinería, muchacho?

El Viejo, en tirantes y mangas de camisa, trataba de cortar un esqueje. André Clouet optó por la sinceridad y reconoció que nunca se había llevado bien con las plantas. No sabía si le imponía más respeto la imagen del prefecto sentado tras su mesa de despacho, marcial y omnipotente, o aquella otra, en la intimidad de su invernadero. Que le hubiera llamado a su casa no era buena señal, el prefecto de la Policía de París no convocaba clandestinamente a un vulgar comisario sin una buena razón; y, desgraciadamente, las buenas razones solían ser también las peores.

—Yo me aficioné en Argelia. Me relaja. —Se calló un instante, atento a un corte especialmente complicado y sonrió satisfecho cuando lo completó—. ¿Usted tiene algún entretenimiento?

—A veces hago sombreros, señor.

—Ah, sí, algo de eso he oído. Sus padres son sombrereros, ¿no es cierto?

Clouet tragó saliva y asintió. Desde la época de las tarjetas de filiación, durante la Revolución, no era buen augurio que un superior conociese demasiados detalles de la vida de uno.

—El mío era contable —le confió el prefecto.

De cerca era menudo, aunque no tanto como lo parecía en la inmensidad de su despacho. En otra persona, su tamaño, la cabeza calva con forma de bombilla y su larga perilla de chivo, habrían sido motivo de burlas hirientes; pero nada en Louis Lépine invitaba a la chanza. Los estudiantes lo habían aprendido en sus propias carnes una década antes, cuando se adueñaron de París con sus revueltas y manifestaciones y estuvieron a punto de derrocar la Tercera República.

La chispa que incendió el polvorín fue un incidente trivial: un policía intentó arrestar a una actriz y a un estudiante por una falta menor, éste se resistió y acabó muerto en la pelea. Dos días después, mil compañeros se manifestaron ante el Congreso exigiendo una explicación; los diputados ordenaron a la policía que los disolviera y lo único que consiguieron fue que redoblaran sus protestas e iniciaran la revuelta.

A los estudiantes se unieron los sindicatos, los partidos más radicales y alguna chusma que vio la oportunidad de aprovecharse de la confusión. De ahí a las barricadas, a los incendios y los saqueos, sólo medió un paso. La policía perdió el control de la situación y el prefecto Lozé presentó su dimisión. Durante cinco días, a pesar de enviar a la ciudad varias divisiones del ejército, el gobierno se tambaleó con la posibilidad de una guerra civil. Nadie apostaba un céntimo por Louis Lépine cuando fue llamado, pero él se las arregló para controlar con firmeza a las tropas y a la multitud. Con astucia, utilizando la política del palo y la zanahoria, logró que las aguas volvieran a su cauce, pacificó París y salvó al gobierno.

Después de su paso por Argelia, el Viejo volvió a la Prefectura con ideas renovadas: pretendía acercar la policía a los ciudadanos y extirpar del cuerpo a los corruptos y a quienes extorsionaban a los tenderos a cambio de una supuesta protección; creó una policía fluvial para controlar las barcazas del Sena y se proponía instalar teléfonos en la calle para avisar a policías y bomberos de emergencias. Incluso —se decía, con mucho escepticismo—, pretendía reordenar la circulación en París convirtiendo sus calles en carriles de sentido único.

—¿Cómo lleva la investigación de la avenida Montaigne? —le disparó a quemarropa.

—Trabajamos en ello, señor.

Dada la falta de progresos, no habría sido prudente decir otra cosa.

—¿Concretamente en qué punto está?

«O sea que es eso, me van a dar la patada», se dijo. Lo que no acababa de entender era por qué, entonces, le había convocado en su casa. Al Viejo no le faltaban razones para estar molesto: efectivamente, ahí estaban, en el mismo sitio que una semana antes y sin que la investigación hubiera avanzado. El arresto de Aurillac había calmado a la prensa, que se había cebado con él, pero el comisario sabía que, entretanto, el verdadero culpable se reía de su incompetencia. Había logrado convencer al juez para que lo mantuviera preso, como ladrón pillado in fraganti que era, sin acusarle aún de asesinato.

Desde el primer instante, el olfato de Clouet se había mostrado certero: aquel caso era de los que se torcían y arruinaban el expediente. Acababa de resolver el robo de la joyería Jauballier —finalmente, uno de los dependientes, que se había ausentado por enfermedad la tarde del robo, confesó su participación y delató a sus cómplices—, pero nadie recordaría que él se había empeñado en interrogarle, contra la opinión de todos sus subordinados, que aún andaban buscando al culpable entre las bandas arrabaleras del Decimotercero y, cómo no, vigilando a René Parmentier.

—La cruda verdad es que no tengo un maldito sospechoso.

De hecho, la muerte del hombre y su criada parecían dos crímenes distintos, como si los hubiesen ejecutado diferentes manos. El forense Bertold estimaba que la doncella había muerto primero, hacia el mediodía del sábado, y Bonancieux después, aquella misma noche.

—¿Cómo lo sabe?

Clouet se vio obligado a explicar los procedimientos analíticos de Bertold. Habría preferido evitarlo, pues la mención del termómetro en el recto solía provocar la risa; para su sorpresa, Lépine se entusiasmó con la idea.

—Imagino que es el único de nuestros forenses que hace eso.

—Me temo que sí.

—Pues es una lástima, hay que empezar a cambiar las viejas rutinas. Siga.

Se sabía que monsieur Bonancieux había salido de su casa la mañana del sábado, muy temprano, y que había regresado por la noche, bastante tarde. Las pesquisas le situaban en Orleans, donde habría visitado la catedral y una pequeña iglesia del casco antiguo en compañía de un hombre sin identificar, probablemente el mismo que le había ido a buscar a la avenida Montaigne y le había acompañado a la estación. Desgraciadamente no sabían quién era y su descripción encajaba con la de media ciudad.

El comisario creía que la muerte de la criada se había producido para eliminar un obstáculo y que el objetivo real era su patrón —prefirió no hacerse eco de las sospechas de Pauline, no quería distraer al Viejo—. Tampoco podía descartarse del todo que alguien se la tuviera jurada. En la muerte de Colette Moulin concurrían algunos elementos escabrosos: la habían envenenado y, seguramente aún agonizante, le golpearon la cabeza. La ocultaron en una de las cavas del sótano, donde el asesino seguramente pensaba que pasarían varias semanas hasta que alguien la descubriese. Sobre eso, Clouet manejaba dos hipótesis: la primera, que el golpe buscaba enmascarar el envenenamiento, porque el cuerpo estaba medio comido por las ratas y, en poco tiempo la única huella visible de su muerte habría sido el cráneo roto; la segunda, que el asesino la había golpeado para evitar que sus gritos llamaran la atención. En cualquier caso, el veneno sugería alguien conocido. Además las pócimas eran armas más propias de mujer, los hombres se inclinaban más a la violencia. Podía haber un asesino, o dos, hombre o mujer.

—¿Intentó emplear el método dactiloscópico?

—Con todo el respeto, señor prefecto, de método tiene poco.

Cuando llegaron sus hombres, que no eran expertos en la búsqueda de huellas, por el domicilio de Bonancieux habían pasado ya los vecinos, el portero, los guardias, un médico y los camilleros de la ambulancia, más algún curioso de la brigada. Mientras los policías y gendarmes no asumieran que su primera medida debía ser cerrar el escenario del crimen, aquella técnica les daría mucho trabajo y pocas soluciones.

—¿No le gusta el progreso?

—No es eso, es que una cosa es ser moderno y otra pretender aparentarlo —se le escapó.

Lépine asintió distraído.

—Quítese la chaqueta y ayúdeme con esta maceta —fue su respuesta. En algún lugar de su cabeza quedó anotada la frustración del comisario y comenzó a cavilar en cómo resolverla. Había que convertir la dactiloscopia en un verdadero método, entonces, redactar procedimientos, dar cursos a todos los policías de París…—. Continúe, por favor.

El otro problema de aquellos asesinatos era el móvil. O, mejor dicho, su ausencia. Aparentemente no faltaba nada en la casa… El comisario se calló de pronto, con la boca medio abierta.

—¿Qué le pasa?

—El día que detuve a Aurillac creí ver algo, pero la aparición de ese imbécil lo estropeó todo. No consigo recordar qué me llamó tanto la atención.

Porque ésa era otra, podía ser cualquier cosa. El muerto tenía una vida secreta, escondía un laboratorio de alquimista junto a su dormitorio y buscaba la Piedra Filosofal, la que convertía el plomo en oro, como el rey Midas.

—Sé lo que es la Piedra Filosofal, comisario. No creerá en esos cuentos, ¿verdad?

Clouet se encogió de hombros: ni creía ni dejaba de creer; de hecho, hasta un par de días antes ni siquiera sabía de su existencia. Sin embargo —y eso era lo relevante—, Bonancieux sí se tomaba la alquimia en serio, porque a menudo encargaba al profesor Fontanelle que le hiciera traducciones de misteriosos textos en latín.

El profesor le había entregado las notas que conservaba. Decía que se había olvidado de ellas, como se había olvidado de comentar la fuerte discusión que tuvo con el difunto la víspera de los asesinatos. Clouet sospechaba que ese súbito afán de colaboración de Fontanelle se debía a la detención de Aurillac y al miedo a que éste le incriminara; y no andaba desencaminado: el estudiante aseguraba que, de no haber sido por su intervención, la pelea habría terminado en tragedia. Exageraba, claro, pretendía que las culpas recayeran en el profesor para que éste le reemplazara en la celda de la Santé. Aunque eso no eximía a Fontanelle de su actuación.

Los testimonios de ambos coincidían en una cosa: que Bonancieux podía tener malas pulgas. A Clouet le molestaban esos muertos beatíficos, que no habían roto un plato; le parecían falsos e irreales. Aquella discusión era el primer detalle verdaderamente humano que escuchaba sobre la víctima, la primera manifestación de que era un hombre de carne y hueso y no un santo eremita. Le molestaba esa hipocresía de la que hacía gala todo el mundo y que les permitía pasar de puntillas sobre su forma de ser, para criticarle después con medias palabras y veladas insinuaciones sin atreverse a opinar abiertamente de sus inclinaciones.

—¿Era marica? —Lépine, militar de la vieja guardia, despreciaba a la gente de sexo ambiguo.

—No sabría decirle, me parece que era amanerado, sin más, no me atrevo a ir más allá. Era un tipo muy discreto.

La criada, que habría podido aclararlo, también estaba muerta. Tenía a Périgord investigando entre sus amistades para ver si aparecía algo fuera de lo corriente. Guardaba cartas en la caja fuerte, cosa siempre llamativa, pero podía atribuirse a que los corresponsales eran gente ilustre ya que en el correo no habían encontrado nada incriminatorio.

—¿Con quién se escribía?

—Los más relevantes, el académico Jules Violle y el conde Chardonnet, ya sabe, el inventor de la seda artificial. Hay varios más, ninguno parece sospechoso.

—No debe fiarse, aunque en el caso de Violle coincido con usted. Es una pena que no le haya encontrado una amante, o mejor, un novio sodomita; eso sí que explicaría esa mezcla de veneno y violencia, ¿no?

Clouet carraspeó, incómodo por el comentario del Viejo. La muerte de Bonancieux no encajaba del todo con un crimen pasional, era necesaria mucha sangre fría para rebanar así el cuello. Una amante despechada —o un amante despechado, su experiencia le decía que eso daba igual— le habría cosido a puñaladas, habría querido verlo sufrir, y Bonancieux tenía ya una edad en la que los amantes comenzaban a ser platónicos o demasiado jóvenes.

—Y volviendo a ese profesor, ¿no convendría apretarle un poco las tuercas?

—Seguramente; sólo quiero darle antes algo de carrete, a ver qué le saco sobre el asunto de las traducciones.

—¿Le parece que ese camino lleva a algún sitio?

—No estoy seguro. El problema es que en esa casa todos esconden algo.

La vizcondesa amiga de Poincaré, por ejemplo, sabía mucho más de lo que contaba; igual que su ahijado, el negro. Clouet tenía olfato para las mentiras y las medias verdades y estaba seguro de que callaban algo importante. Y no eran los únicos: además de Fontanelle —y de su mujer, demasiado asustada para ocultar su miedo—, también lo hacían Javrès, el portero de la casa o ese militar retirado, Montluison.

El ayuda de cámara de este último, un antiguo sargento, aseguraba haber encontrado restos de sangre en una de sus navajas. Había servido al coronel Bellegarde en Argelia con sus útiles de afeitar y no los dejaba al alcance de cualquiera.

—Conocí a Bellegarde, un buen tipo —rememoró Lépine.

Naturalmente, no hizo ningún esfuerzo para recordar a su ayuda de cámara.

Ese sargento juraba que nunca había herido a Montluison mientras le rasuraba y que éste no se afeitaba jamás por su cuenta —de hecho, Clouet dudaba de que fuera capaz siquiera: era uno de esos zoquetes que no sabían abrocharse los pantalones sin la ayuda de un mayordomo—. Sólo por explorar hasta dónde le conducía aquella pista, Clouet convocó al coronel y le interrogó a fondo. Montluison se había mostrado muy nervioso, no entendía ese empeño en relacionarle con Bonancieux.

—¿También cree que miente?

—También.

Aunque no tenía por qué estar relacionado con el crimen. Igual que Javrès, se traía entre manos algún asunto que quería mantener alejado de la policía.

—Y sigue pensando que fue alguien de la casa.

—O con acceso a ella.

—Y eso nos lleva a la cocotte —Lépine dejó las tijeras de podar y suspiró—, y al senador Poincaré.

«Ahí quería llegar el Viejo —comprendió Clouet—, por eso me ha llamado». Al prefecto le importaba un carajo el affaire Bonancieux; si no se encontraba al asesino, sería sólo uno más de los casos no resueltos, y siempre se podía dejar que el pobre Aurillac cargase con el mochuelo. Lo que le preocupaba realmente al prefecto de policía era el escándalo, el terremoto que causaría el interrogatorio de uno de los padres de la patria.

Podía haber sido también el juez Leclerc, del Tribunal Supremo, que la visitaba los lunes; o el embajador argentino, Vidaurreta, que alternaba el primer y el tercer miércoles de cada mes; o el joven Castelchaude, heredero del mayor arsenal de Tolón; pero había sucedido durante la visita del senador. Todos los sábados a las seis, puntual como un reloj, y un jueves de cada cuatro, Raymond Poincaré se presentaba en casa de mademoiselle Boileau. A veces salían a cenar o a la ópera, y a veces —como el día de autos—, se quedaban en casa. Había una diferencia de tres horas entre su salida del meublé y el regreso a su domicilio.

—Y mis directores le han aconsejado no interrogarle.

—La palabra aconsejado es demasiado suave, señor prefecto.

—Y usted no quiere dejar ese cabo suelto.

—No me gustaría, señor.

Lépine se levantó y hurgó entre las macetas. Sacó una botella de armagnac y sirvió dos tragos generosos.

—Por la justicia —brindó, y el comisario lo aceptó golpeando ligeramente el vaso de su superior. Si eso no era una orden encubierta, ¿qué lo era? Lo que le preocupaba era cómo quedaría él ante los directores, sobre todo de Pelousse, uña y carne con el primer ministro.

¿Por qué Lépine quería que interrogase al jefe de la oposición y Pelousse se oponía? Lo lógico era lo contrario, que el gobierno estuviera loco de alegría por poner en un aprieto a su principal rival. De hecho, en lo único que se habían puesto de acuerdo los dos directores era en su empeño en la imputación de Ulises y en su enfado al venirse ésta abajo y comprobar que no podrían aprovecharla. A Clouet le parecían odiosas las maquinaciones de la política.

—Entonces ¿usted cree que puede ser culpable, señor prefecto?

—Todo lo contrario, apostaría el sueldo de un año a que no tiene nada que ver con esto.

Lo que quería evitar era la aparición de rumores sobre la implicación de Poincaré en dos asesinatos y la acusación de que la policía le encubría; o que, cualquier mañana, París apareciese empapelado con un libelo sobre su vida amorosa. Quería que pagase si era culpable; y si no lo era, que no se utilizase a la policía para hundirlo. Prefirió callar su sospecha de que, tras esa campaña sucia contra el senador, Émile Combes aprovecharía para poner orden cortando la cabeza del prefecto de policía.

—¿Le preocupa cómo pueda afectar todo esto a su carrera? —sonrió, mordaz, Lépine.

—Pues no se lo voy a negar, señor. Al menos, siempre puedo dedicarme a los sombreros.

—Afortunado usted, yo no podría ser contable.

El comisario no supo qué responder y se hizo un silencio que Lépine rellenó con otra ronda de armagnac.

—Necesito que resuelva este caso, Clouet —dijo al fin—, y mejor que sea pronto.

El comisario detuvo el vaso a mitad de camino; aquello cada vez se parecía más a una conspiración, sólo que no estaba muy seguro de cuál era su papel; no sabía qué se esperaba de él. Las últimas veces que el prefecto se había dignado a hablarle, había estado desabrido y sarcástico; y esa tarde, en cambio, parecía un viejo maestro preocupado por orientar a su discípulo predilecto. Lépine se dio cuenta de sus dudas y movió la cabeza, con una mueca burlona.

—Sí, ya sé que debería decir lo mismo de todos los crímenes de esta ciudad.

—Supongo que sí, señor. ¿Qué tiene este asunto que se me escapa?

—Usted limítese a resolver el caso y procure hacerlo sin molestar a nadie, ¿me comprende?

No, no había entendido nada; pero tampoco se atrevió a reconocerlo. ¿Qué demonios pretendía el Viejo? Le sugería que no obedeciese a sus superiores y, al mismo tiempo, le exigía que no les desobedeciera. ¿Cómo se hacía eso?

—Mañana, le llamarán los directores Pelousse y Montsagasse; querrán saber cómo va la investigación.

Era típico de ellos convocar a la gente a la misma hora y enfadarse con el subordinado cuando alegaba que se le había adelantado el otro director. Se odiaban tanto que bastaba que uno hiciera algo para que el otro intentara fastidiárselo.

—Les daré un informe exhaustivo, señor prefecto.

—Si quiere un consejo, comisario, a partir de ahora, hable sólo de lo que esté completamente seguro. No cuente a nadie sus conjeturas, ni siquiera a mí.

—Perdóneme, señor —balbució—, pensé que usted quería saber absolutamente todo.

—Claro que sí, pero su verdadera obligación no es darme lo que me gustaría, sino lo que necesito. Procure decir a sus superiores lo que deben saber, ni más ni menos, ¿entendido? Y le daré otro consejo: no vuelva a exponer sus dudas. De puertas afuera —y se golpeó la cabeza, señalando la mollera—, sólo hay hechos, no ideas. Recuerde que un policía no se permite el lujo de dudar, actúa y basta.

—Quizás no soy un buen policía —respondió, molesto.

—Sabe de sobra que lo es, sólo necesita un poco más de astucia.

Clouet se pellizcó el extremo del bigote. Era mejor no hablarle de la otra línea de investigación, sobre el lado oculto y personal del respetable caballero Bonancieux. Necesitaba saber quién era, conocer sus negocios, sus aficiones —más allá de la alquimia—, dónde estaba su familia y quiénes habían sido sus amores en el pasado. Por alguna razón, su vida anterior estaba envuelta en niebla y lo único que sabían era que tenía propiedades en Bretaña y que había pagado una suma importante a una tal Thérèse Darcy. La gendarmería de Plancoët no tenía noticias de ella y a él nadie le recordaba sino vagamente. Por los títulos y las escrituras encontrados en la caja de caudales se sabía que tenía una buena renta, pero la vida anterior a su llegada a la avenida Montaigne —dieciséis años atrás— era un absoluto misterio.

Todo eso, Lépine le aconsejaba guardárselo para sí y ocultárselo a los jefes inmediatos, no mostrar dudas y, al mismo tiempo, parecer tan necio como un Trifon cualquiera.

—¿Está listo para otro par de macetas?

Clouet asintió —«qué remedio», murmuró— y se preparó para moverlas.

Trifon contemplaba malhumorado los arrabales de Plancoët por la ventanilla del tren. ¿Y por qué tenía que ir él a Bretaña? Era una pesquisa más propia de un sargento o de un gendarme de la zona y le parecía injusto que le tocase a él; sin contar con los cincuenta francos que costaría la aventura, un desperdicio que podrían haber empleado en pagarle las horas extras, por ejemplo. En otras circunstancias, como oficial a cargo de la investigación, habría viajado por iniciativa propia; lo que le fastidiaba era que el comisario se estaba adueñando del asunto. Los compañeros de Trifon no perdían la oportunidad de restregarle el menosprecio. Ese cabronazo de Valcroix se llevaba los dedos a la nariz cada vez que se cruzaban en la comisaría. «¿No oléis aquí a pescado?», decía a voz en grito, invitando a los sargentos a la carcajada. Y Volespine, el niño mimado del director Montsagasse, le preguntaba, con una inocencia envenenada, qué nuevo sospechoso pensaba detener ese día.

A Trifon se le juntaba todo. La pifió con el asunto del testamento y de nada le había servido decir que un accidente así le sucedía a cualquiera. «Era sábado, y la hora de la comida», se disculpó a sí mismo. Seguramente, el escarnio no habría pasado a mayores si no se le hubiera sumado el fiasco de los sótanos… Nunca había visto al comisario tan encendido. ¿Cómo iba a suponer él que había que registrar todo el inmueble? Miraron donde tenían que mirar, en el sótano de Bonancieux, no en los otros. Y, para rematarlo, el asunto del puto negro. ¿Quién iba a imaginar que el arresto de un haitiano de mierda pudiera provocar un incidente político? A Rochedure se le fue un poco la mano, eso era cierto, le había acariciado hasta en el cielo de la boca. Aunque tampoco era para tanto, poca cosa comparada con lo que recibía cualquier malhechor en comisaría. ¿Y quién podía adivinar que un carbón tuviera padrinos tan importantes?

«Vaya cagada», murmuró. Porque el negrito tenía la coartada más sólida que la comisaría de Clignancourt había visto en años. Uno podía desconfiar del testimonio de unos herejes sinvergüenzas —menudos eran los de esa colina—, pero no de los vigilantes de las obras del Sacre Coeur, a los que todavía les temblaban las piernas al recordar la multitud que había exigido coronar a Ulises como emperador de Montmartre entre andamios y poleas; y menos aún de los policías que subieron a restablecer el orden y a los que, con cierto humor, los artistas invitaron a beber para celebrar la frustrada ceremonia. Al ministro, en cualquier caso, que el senador Poincaré le pidiese cuentas del arresto le había sabido a cuerno quemado y todavía estaba por ver cuántas cabezas rodarían en el Quai des Orlevres.

La primera, tal vez, la del propio comisario. Ya circulaban rumores de que el director Pelousse le había llamado a la Prefectura y eso sonaba a destitución inminente. «A todo cerdo le llega su San Martín —chasqueó la lengua—, una lástima no estar allí para verlo». Lo malo era que el chorreo caería en cascada y Trifon tenía muchas probabilidades de que le salpicara: había dirigido el registro del edificio, había arrestado al negro y el testamento con olor a pescado y sus páginas casi ilegibles no mejorarían su situación.

«Verás cómo me carga el muerto —se sulfuró el inspector—, y la culpa es suya, todo lo ha hecho mal». Desde el principio, desde que le quitó la autoridad cuando intentaba detener a esa fulanilla, la criada de la española. De haberle dejado, Trifon habría hecho desfilar por la sala de interrogatorios a todo el edificio —bueno, al subprefecto Deschambres y a su mujer no—. El profesor, sin ir más lejos, con un par de buenas bofetadas y la amenaza de enviar a su mujer a la prisión de Saint-Lazare, habría confesado hasta el robo del collar de la reina.

«Clouet se ha vuelto un blandengue», movió la cabeza. No quería dar un paso sin medir el siguiente, y eso no era posible. Se empeñaba en ser escrupuloso, en cumplir el reglamento y tratar a los sospechosos con miramientos. Si hasta había amenazado a Rochedure con enviarle a un penal como cabo de varas si se le volvía a escapar la mano. Así iba la cosa, la primera semana perdida y la segunda seguía un camino parecido por algo que él, Trifon, habría resuelto en una mañana si el comisario le hubiese permitido hacer su trabajo.

«Además, el cabrón tiene suerte», la vena se le hinchó de rabia. ¿Cuántas veces habían visitado la escena del crimen los oficiales y sargentos y no había pasado nada? «Y el comisario, va un día y ¡bacarrá!, pilla a un ladrón». O asesino, porque Trifon no habría tenido tantos miramientos ante semejante oportunidad para cerrar el caso. A Gastón Aurillac le habría sentado en el banquillo por los crímenes de la avenida Montaigne y, de paso, por algún otro que durmiera en los archivadores de la brigada. Clouet, en cambio, recibió a los padres —él, un bodeguero regordete de bigotes lacios y ella, poca cosa, de pelo blanco, con ojeras por no haber dormido en varios días— y les consoló con falsas esperanzas. El comisario no creía que ese sinvergüenza fuera un asesino y apostaba, salvo nuevas evidencias, por que se resolviera todo con una simple multa. «Qué inocente, ese llanto era puro cuento», escupió junto con una hebra de tabaco.

El tren silbó y se detuvo en la estación. Trifon bajó del vagón con más desgana aún. «Esto es un pueblucho», miró en derredor con desprecio. Debería haber estado en la taberna de su calle tomando el aperitivo y, como mucho, vigilando a los pícaros de París y a sus golfas. Allí sólo había campesinos que hablaban con un acento endiablado, lleno de sonidos guturales irrepetibles.

—¿Dónde queda la gendarmería? —le preguntó, seco, al jefe de estación.

Difícilmente habría sido más áspero, de haberlo intentado.

—Ahí enfrente, señor. —El ferroviario le sonrió, socarrón, al tiempo que le catalogaba como un polizonte de la capital—. ¿Busca al comandante Artois?

—Gracias —se limitó a decir.

«A ti te lo voy a contar —pensó, suspicaz—, para que en un rato lo sepa todo el pueblo».

Cruzó la plaza, muy digno, y se dirigió a la gendarmería. Entró con paso firme y frente alta, para que se notara que estaba varios peldaños en el escalafón por encima del guardia de puerta, y mostró su placa.

—Su comandante me espera.

—Si usted lo dice, monsieur, pero el que tendrá que esperar es usted. Ha tenido que ir a Le Pau.

Nada del otro mundo, una trifulca entre los Boffaud y los Rastain por una cuestión de lindes —le explicó—. En primavera, con el deshielo, las aguas del río subían y movían las estacas. El primero que llegaba volvía a colocarlas, normalmente un par de metros más allá, y cuando el vecino se daba cuenta, acudía con la escopeta a devolverla a su lugar —o, si podía, unos metros hacia el otro lado—. A veces la discusión subía de tono y los rivales se parapetaban en sus trincheras y disparaban algún tiro. Afortunadamente, apuntaban alto y nunca sucedía nada, pero hasta que los gendarmes no se presentaban y amenazaban con llevárselos a todos, se gritaban los insultos más atroces, unos venablos que ruborizarían a un militar.

—¿Y tardará mucho?

—Depende. Si el ofendido es el viejo Boffaud, la cosa se arregla mejor, porque sólo tiene hijas y al comandante le resulta más fácil calmarlo y convencerle de que no se busque la ruina. Los Rastain, en cambio, con siete verracos grandes como armarios, son unos bravucones y cuesta más apaciguarlos: según se tranquiliza uno, algún otro comienza a gritar de nuevo, y al final no hay carro para llevar al calabozo a tantos arrestados.

—¿Y quién ha empezado esta vez?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa?

Trifon se resignó a esperar. Cruzó el puente y se sentó en la primera cantina de la margen izquierda. Despreció las miradas curiosas de los parroquianos y se concentró en el vino y los trozos de queso que le sirvió el tabernero para engañar el hambre. Ya que no iba a sacar nada en claro del viaje, al menos que su estómago no lo padeciese.

Hora y media después, el inspector tenía las mejillas coloradas, la nariz aberenjenada y los ojos acuosos y achispados. Quizá por eso no se dio cuenta de la llegada del comandante hasta que no se sentó frente a él.

—¿Su primera visita a Bretaña? —le saludó con una palmada afable en el hombro.

—Sí, señor, la primera.

—Le sorprenderán los contrastes, entonces. Le he pedido al párroco de Nazareth que almuerce con nosotros, él conoce a todos los feligreses y puede que recuerde algo de Thérèse Darcy o de Ferdinand Bonancieux.

A Trifon se le iluminó el rostro, la perspectiva de una buena mesa le hizo olvidar todos los agravios y miró al gendarme con otros ojos. Era un tipo curioso, alto y desgarbado, de pelo blanco en las sienes y con la cara sonrosada. Sus pasos largos y mullidos contrastaban con el andar agitado del inspector, que parecía el de un juguete mecánico.

—¿Cómo ha sabido dónde estaba?

—Era fácil, he preguntado a los vecinos por el inspector de París.

—¿Y cómo sabían que yo soy policía?

—Vamos, con su bigote, su chaleco y su bombín, no es difícil imaginarlo —se burló Artois—: tratante de mulas o policía parisino.

Trifon se tragó la respuesta, no quería enturbiar la relación antes de la comida; tampoco era fácil enfadarse con aquel oficial larguirucho, que todo lo decía con una sonrisa. Le siguió hasta el restaurante, donde ya esperaba el viejo párroco.

No se levantó de la silla para saludar porque, a sus noventa y ocho años, las fuerzas le llegaban muy justas para gobernar un cuerpo tan grande. De joven, más que cura, habría podido ser forzudo de feria. El tiempo había desgastado sus huesos y músculos y ya quedaba muy poco del hombre que atronaba a sus feligreses desde el púlpito y era capaz de izar una campana a pie quieto hasta la cima de la torre. Sus ojos estaban cegados por cataratas y miraba sin ver, mostrando a su interlocutor las sienes más que la frente. Al estrecharle la mano, Trifon comprobó que era nudosa y sus dedos, aunque engatillados, aún tenían vigor. A aquel hombre, el arado le había llegado antes que la fe.

—Pruebe el venado —le aconsejó el padre Basterre—, no lo tomará como éste en París.

Trifon, encorvado sobre su plato, con el pan en una mano y el tenedor en la otra, tuvo que darle la razón; su patrona no le había hecho una comida así en la vida. Apenas pudo ocultar la pereza de volver a los negocios cuando el comandante preguntó al viejo párroco por Ferdinand Bonancieux.

—Bonancieux… —repitió el padre Basterre—, ¿sabe sus nombres de pila?

—¿Le va a servir de algo?

—Si lo bauticé yo, sí. Suelo acordarme de la gente que he acristianado.

—Ferdinand Saoul Valentin Jean-Baptiste Yprés de Bonancieux —leyó Trifon, muy escéptico, de su libreta.

Había sacado el nombre completo del testamento.

—Yprés me suena más.

Él había conocido una familia con ese nombre en Bourseul, cerca de allí. El abuelo fue fiscal, un bonapartista acérrimo, y tras los Cien Días le hicieron pagar con creces cada acusación y cada juicio durante el gobierno del petit caporal —el padre Basterre hizo una mueca de disgusto al mentar al corso, no le tenía ninguna simpatía a los Napoleones, ni al tío ni al sobrino; demasiada gente se había perdido por su culpa—. A la muerte del patriarca se mudaron a Rennes y les perdió la pista. Recordaba vagamente que había un nieto, que bien podía tener la edad de ese Ferdinand Bonancieux, y no parecía descabellado que escondieran el apellido Yprés al instalarse en París, a la vista de los problemas que le había causado a la familia.

—Bonancieux tenía tierras en Bourseul, podría ser él. ¿Sabe si ha venido por aquí?

—Puede, suponiendo que hablemos de la misma persona. Pregunte al párroco de Saint-Nicodéme, por si acaso.

—¿Y Thérèse Darcy? —intervino Artois.

—Ah, sí, a ella sí la bauticé yo. —El párroco sonrió y evocó su nombre completo—. Thérèse Evangeline Marie Madeleine Darcy.

—Tiene una memoria asombrosa.

—Eso me dice todo el mundo.

Los Darcy habían vivido en Le Tertre toda su vida, buena familia, aunque desafortunada. El padre fue colocador de pizarra, un ardoisier que se partió el espinazo al caer de un tejado. Los hijos continuaron con el negocio del padre, pero Thérèse tuvo que ponerse a servir.

—Precisamente en Rennes —apuntó el párroco.

—Ah, padre, usted la escuchó en confesión, ¿verdad? —Artois intentó tirarle de la lengua.

—Bruno, amigo mío, ¿qué te hace pensar que voy a decirte quién se confiesa conmigo y quién no?

La muchacha regresó a Plancoët al cabo de los años y no volvió a trabajar porque, según ella, había ahorrado algún dinero. La opinión popular era que se había descarriado en la ciudad y que un antiguo amante le daba una pensión para comprar su silencio. La gente, sin saber nada a ciencia cierta, hablaba también de un hijo ilegítimo muerto al nacer.

—¿Y usted cree que el padre de ese hijo ilegítimo pudo ser Bonancieux? —aventuró Trifon, que podía estar un poco achispado por el vino, pero no había perdido su instinto de perro policía.

—Lo que yo piense es lo de menos. ¿Por qué lo pregunta?

—Bonancieux le pasaba una pensión a Thérèse Darcy y estaba en su testamento. Dejó de enviar dinero hace un par de años, en marzo de 1902, exactamente.

—Por esa época murió, más o menos. Yo le di la extremaunción.

—¿No puede decirme algo más?

—Ni por todo el oro del mundo, monsieur Trifon.

En realidad, como apuntaría después el comandante Artois, el padre Basterre había llegado hasta donde se lo permitían sus votos. El gendarme no tenía ninguna duda de que la joven Darcy había tenido un desliz con Bonancieux.

—¿Cuándo volvió ella aquí?

—La fecha exacta no la sé. —El padre movió la cabeza con una sonrisa benévola—. Hace unos quince años, poco más o menos.

«Una vía muerta, entonces», se lamentó Trifon. Sólo le quedaba hablar con los guardeses de la finca y averiguar qué sabían ellos del difunto. Si había tenido alguna esperanza de regresar a París con la clave del asesinato, el padre Basterre se había ocupado de arruinársela.

—¿Cómo puedo llegar a Bourseul?

—Es un paseo. Uno de mis hombres le acercará mañana, si quiere.

Trifon resopló, no le apetecía nada otro día fuera de casa, pero no parecía quedar más remedio porque, además, tenía que ir al convento de Quintín y averiguar qué relación le unía con Bonancieux. Entretanto, lo único que podía hacer era buscar una posada donde echarse una buena siesta para digerir el venado.

—Si le parece —se le ocurrió a Artois—, podemos hablar con el notario, por si ella dejó testamento y le sirve de algo.

—Es una idea.

—Iremos a verlo esta tarde, antes de que vaya al casino.

Trifon suspiró aliviado, necesitaba dormir un poco ese vino fuerte, que entraba suave y se subía tan rápido. Artois prefirió hacer sobremesa con el padre Basterre, aprovechando que había conseguido sacarle de su retiro.

A media tarde, con la cabeza aún pesada, el inspector regresó a la gendarmería. El gendarme de la puerta se permitió una broma.

—Tuvo que esperar un poco, ¿no? —se rió—, la pequeña de los Boffaud le abrió la cabeza a un Rastain de una pedrada.

Trifon mostró su desinterés con un gruñido y pasó a la oficina del comandante.

—Ah, ¿ya está listo? Muy bien, el notario nos espera, pero no se haga demasiadas ilusiones.

Imaginaba que Thérèse Darcy no habría dejado últimas voluntades, eso lo hacían los ricos y ella no lo era. Tenía unos ahorros, pocos, que se habían quedado sus hermanos sin preguntar a nadie, aunque ya no se hablaban con ella. Los gendarmes de Artois habían sonsacado a los vecinos que había llevado una existencia solitaria y desgraciada durante los últimos años, apartada de todos, enterrada en vida hasta el final de sus días. «Un rumor hace más daño que una daga», había dicho el padre Basterre con lástima antes de despedirse, y Trifon tuvo que reconocer que así era. Parecía que la maldición de Bonancieux había comenzado con ella, o con esa criatura muerta, cuya sombra la había marcado para siempre.

Tampoco sacó nada en claro de los guardeses de la finca. Ella, una mujer antipática que había heredado el puesto de sus padres, apenas se acordaba de monsieur Bonancieux. Lo había visto una vez, de muy niña, y desde entonces él no había vuelto a visitar sus tierras. Le enviaban las liquidaciones y rara vez les pedía explicaciones, señal de que no necesitaba las rentas de la hacienda. Eso lo agradecían, sobre todo, los aparceros, que hacían de su capa un sayo. Por Navidades y por Pascua, el amo les enviaba una nota de buenos deseos y una pequeña gratificación.

—¿Quién hereda? —quiso saber el marido, cuya única preocupación era que el nuevo amo no revisara demasiado las cuentas.

«Otra vía muerta», se desesperó Trifon, de regreso a Plancoët. Enviarle a Bretaña había sido un error del comisario, con una llamada telefónica habría bastado para darse cuenta de que aquella pista no conducía a ninguna parte.

—¿Vuelve a París? —se interesó amablemente Artois cuando se lo encontró camino de la estación.

—Antes pasaré por Quintín, órdenes son órdenes.

—Ahí no puedo ayudarle.

Trifon se encogió de hombros, ni él ni nadie. El comandante le acompañó hasta el andén y aguardó a que subiera al tren. El inspector, siempre suspicaz, pensó que lo hacía para asegurarse de que se marchaba. Tal vez por eso su despedida fue un poco áspera. Más tarde, con el tren en marcha, se arrepintió: uno no sabía las vueltas que podía dar la vida, cuándo podía necesitar la ayuda de un compañero en el Finisterre, ni podía saberse si el comandante Artois sería llamado un día a instancias superiores.

—Que se fastidie —gruñó, mordisqueando aún más el palillo del día anterior—, ya cruzaré ese río cuando llegue.

De Plancoët a Quintín había sesenta kilómetros a vuelo de pájaro y toda una aventura en ferrocarril. Tuvo que ir a Matignon, donde paraba el expreso de Lamballe, y aguardar en Saint-Brieuc la llegada de un ómnibus. A la vuelta esperaba tener más suerte, pues de la encrucijada salía un expreso directo a Rennes y allí se podía transbordar al nocturno de París. Una paliza de tres días sin ningún provecho.

Con el cuerpo entumecido por las interminables horas de espera en las estaciones y el agotador traqueteo de los vagones, Trifon se plantó a las puertas de Saint Joseph de Cluny. La mirada desconfiada de la hermana portera le hizo añorar la ayuda del comandante Artois. «El comisario podía haber llamado antes para allanarme un poco el asunto», rezongó. En ese momento deseó con todas sus fuerzas que le destituyeran.

—Quisiera hablar con la superiora —intentó esbozar una sonrisa, pero sólo le salió una mueca lobuna—, soy el inspector Trifon, de la policía de París.

—¿Y qué asunto le trae?

—Secreto policial —respondió con un tono desabrido.

La monja, una vieja rechoncha y robusta, se lo pensó un rato largo antes de responder.

—Iré a avisarla —dijo al fin, cerrando la mirilla, y le dejó plantado en la puerta, sin hacer ningún gesto de permitirle la entrada.

La espera calentó a Trifon más de lo que ya estaba. Malhumorado, lanzó un bufido impertinente al escuchar el gemido de los cerrojos, diez minutos después.

—Ya iba siendo hora, no tengo todo el día —gruñó.

Si a la portera le gustó poco, a la superiora se la llevaron los demonios y se plantó en el umbral, desafiante, con cara de pocas bromas.

—Soy la madre Thérèse, ¿qué desea? —Había hielo en su voz.

—Necesito que me hable de uno de sus benefactores, Ferdinand Bonancieux.

—No le conozco.

—Qué extraño, señora, porque hasta hace un par de años le enviaba cien francos todos los meses.

—Señor agente, no tengo por costumbre comentar la generosidad de nuestros feligreses.

Trifon se puso cárdeno de ira. Un día de tren y estaciones para que ahora la abadesa aquella, o lo que fuese, se negara a cooperar. La mazmorra le parecía poco castigo. Si en lugar de una monja hubiese sido uno de los pilluelos de las calles parisinas, ya le habría soltado un guantazo.

—Señora, los privilegios religiosos se acabaron con la Revolución. Usted tiene la obligación de responder a lo que le pregunte.

—¿Sabe qué le digo? —replicó la madre superiora—. Que el juez se lo pida al señor obispo, y ya le responderé si él me autoriza. Mientras tanto, buenos días.

Trifon, por la fuerza de la costumbre, intentó detener la puerta con el pie. No contaba con que las dos religiosas eran más fuertes de lo que parecían y la hoja del portón mucho más pesada. Algo crujió, no supo si el zapato o un hueso, y lanzó un aullido desgarrador. Lo retiró como pudo y aún tuvo suerte de que no le pillaran también los dedos de la mano.

—Mi pie, hija de puta, me has roto el pie —chilló.

Apoyado sólo en una pierna, el peso de su tripa le hizo perder el equilibrio; trastabilló y tuvo que apoyarse en la pared para no caer.

La superiora hizo oídos sordos y, tan pronto se apartó Trifon, cerró la puerta. El chirriar de los cerrojos sonó como una carcajada burlona y el inspector golpeó la madera con el puño con toda su rabia.

—Brujas mal paridas, me las vais a pagar.

Trifon se sentó en la acera porque apenas podía sostenerse y dos gruesos lagrimones cayeron hasta el mostacho. En aquel momento, si el convento hubiera tenido una cancela en lugar de portón de madera, habría vaciado su revólver contra las monjas. Blasfemó contra la Virgen y todos los santos, contra los ángeles celestiales y la Santísima Trinidad. Juró ahorcar al Papa y a todos los curas y monjas con sus propias tripas.

—¿No me oís, perras?

La portera y la superiora le vigilaban por la mirilla y se santiguaban tras cada amenaza. No se atrevían a replicar, pero tampoco a retirarse, escandalizadas por los insultos del policía. Poco a poco, los gritos de Trifon perdieron intensidad y sólo se oyó un sordo lamento. Sollozaba, humillado y vencido, abatido por su situación. Las monjas se harían las víctimas, se excusarían por haber cerrado la puerta: había tanto loco suelto —le dirían al juez—, tanto bandido, y ellas eran sólo un par de mujeres indefensas, abrumadas por el lenguaje cuartelero de aquel hombre zafio. ¿Cómo iban a imaginar que alguien así fuese un policía de París? Trifon comprendió que había perdido la partida, que la madre superiora le había derrotado como no lo habían hecho los peores forajidos en treinta años de carrera.

«Otra pista muerta y con un pie roto —maldijo el inspector—, la culpa de todo la tiene el comisario».