2
Orishas en la sopera

—Debió avisarme, madrina —le reprochó Ulises.

—Apañada estaría si tuviese que esperar a que tú aparezcas. Ni siquiera sabía dónde enviarte recado.

Violeta sirvió el chocolate en las jícaras, hecho a la manera española, bien espeso, y no como ese cacao afrancesado en el que los picatostes se hundían sin remisión. Él miró la tacita con lástima, calculando cuántas necesitaría para llenar el estómago. La dama adivinó su pensamiento y ocultó una sonrisa. «De todos los hermanos, me tocó ser madrina del más gocho», gruñó, fingiendo enfado, pero Ulises la conocía de sobra: se encogió de hombros y se llevó a la boca un picatoste entero como si fuera una miga de pan.

Con poco más de veinte años, era alto y tan grande como un forzudo de feria; cosa sorprendente considerando que su padre, un carpintero manumitido, era pequeño como un gorrión, y que ni la madre ni los hermanos destacaban tampoco por su altura. A Violeta, el muchacho le recordaba a la abuela, la mulata Mandolina, que había sido su ama de llaves durante muchos años: por el color de la piel, de un bonito tostado, como los granos de café; o por el carácter indomable, o por esa forma de ganarse el favor de los demás con una sonrisa… no, bien pensado, la sonrisa la había heredado de Cartapacio, su padre, que siempre había sido un gran zalamero.

El chico era su debilidad, su ojito derecho. No se le escapaba que algún maledicente se preguntaba por qué había prohijado a un negro y que, de cuando en cuando, en las soirées se insinuaba que el muchacho era un desliz cometido con algún esclavo en esa Cuba ardiente de la que procedía la vizcondesa. Violeta nunca se molestó en desmentir los rumores: tenía ya demasiados años para que le importaran las opiniones ajenas y la suficiente experiencia sobre la naturaleza humana para comprender que era inútil luchar contra la calumnia. Además, en el fondo, no dejaba de divertirle ese pequeño escándalo que hacía de ella un personaje mucho más interesante. Allá ellos y que sus anfitriones imaginasen cuanto les viniera en gana mientras siguieran invitándola a sus fiestas.

Lo que le preocupaba de verdad era la capacidad innata de Ulises para meterse en líos. «En eso también es igual que su padre», reflexionó Violeta. Seis años antes, recién llegados a París, había ingresado en la Escuela Militar recurriendo a los influyentes corresponsales de su difunto marido y había conseguido el brillante récord de ser expulsado en la primera semana.

—Me han llamado negro, madrina —fue su excusa.

—Hijo, es que lo eres.

—Ya, pero aquí se lo dicen a los haitianos.

—¿Y por eso tenías que liarte a golpes?

Así había sido en cada colegio, escuela o instituto al que Violeta le mandó después; y cuando no le echaron, él sólito se escapó. Pero ¿cómo se lo iba a reprochar, si ella misma había hecho algo parecido?

Ulises nunca toleró bromas ni novatadas; se lo podía permitir, pues era fuerte y robusto como un baobab y superaba en altura y fuerza a los muchachos de su edad, incluso a los más mayores. De no haber sido tan fácil objeto de burlas por su raza, habría caído en gracia a sus compañeros, porque era divertido y ocurrente. Tenía además una facilidad extraordinaria para los idiomas: a las pocas semanas de desembarcar, su francés ya era casi perfecto y dominaba todos los giros gramaticales con un acento inconfundiblemente parisino. Con su traje inmaculado, el sombrero de paja, la camisa almidonada y su elegante pajarita, parecía un hombre hecho y derecho y habría pasado por un perfecto caballero de no ser por su color de piel.

—¿Dónde paras ahora?

—En la calle Ravignan, número 13 —dijo, e imaginando la pregunta que seguiría se metió un picatoste entero en la boca.

—¿Y eso dónde queda?

—N Mummatde.

—No creas que vas a enredarme con una treta tan pobre —replicó Violeta, demasiado resabiada para picar—, así que acaba de masticar bien, señorito, y dime dónde queda eso.

Ulises hizo una mueca al verse pillado; ya sospechaba que no le iba a gustar nada a su madrina que se hubiera mudado a Montmartre.

—¿No había otro sitio? —protestó Violeta; aquel barrio estaba lleno de sinvergüenzas que se hacían pasar por artistas y sólo eran buscavidas.

—Es una casa en una placita muy agradable —se defendió—, y viven allí varios pintores españoles, todos de buena familia.

En otras circunstancias, Violeta habría profundizado en lo que Ulises entendía por «buena familia», pero tenía en la cabeza asuntos más graves. Seguía dándole vueltas a la muerte de Bonancieux y a los extraños presentimientos que le habían rondado la víspera del crimen.

—Tú eres santero, ¿qué opinas?

—Ay, madrina —se rió él—, ¿todavía cree en esas cosas?

—¿Tú no?

Ulises se encogió de hombros. Desde que tenía uso de razón —y lo tuvo muy pronto— recordaba la veneración que sus vecinos sentían por él, empeñados en que sería un poderoso babalao, porque tenía en el paladar la marca de los adivinos y descendía, por séptima generación consecutiva, del séptimo hijo varón de una familia de siete hijos varones. Desde muy pequeño le explicaron los misterios de la santería, la religión clandestina de los negros cubanos: le iniciaron en El Monte, la manigua en la que moraban los orishas, las divinidades, junto a los muertos y a los diablos; aprendió el nombre yoruba de cada uno de ellos y el del santo cristiano que les correspondía, sus animales y alimentos preferidos, sus frutas, sus plantas, los colores a los que eran propicios, y también cómo representarlos en un altar, guardando en una sopera las piedras y adornos del santo; presenció las ceremonias de invocación de los espíritus y los velatorios, en los que los orishas tomaban posesión del cuerpo de algún fiel, el omó, para encarnarse sobre la tierra; vio los actos repugnantes que los santos obligaban a hacer a los cuerpos que poseían; y, sobre todo, en su condición de elegido, estudió los secretos del Tablero de Ifá, el instrumento con el que Orula había enseñado a los sacerdotes, los babalaos, a adivinar el porvenir.

Aquello, para bien y para mal, se había quedado en el Caribe; en Europa no había santeros y no hacía falta fajarse con ropa de colores para evitar que a uno le viniera el santo a la cabeza. En París no había orishas en las soperas. Y, de todas formas, él nunca había creído del todo en la religión de sus mayores: desde muy joven, y sin saber bien de dónde le venía su convencimiento, atribuyó el origen de los poderes santeros más a la sugestión que a la metafísica.

Sin embargo, todo su escepticismo era devoción en Violeta. A Ulises le divertía la fe que ella tenía en los espíritus de El Monte, tan insólita en una mujer blanca. Suponía que había sido cosa de la abuela Mandolina, que la habría llevado a alguna ceremonia, e imaginaba la paciencia de la vieja aya para atraerla a su causa. Para muchos negros, los santos cristianos eran una artimaña, una excusa para bailar y festejar a sus propias divinidades disfrazadas con el ropaje de la religión de sus dueños; para Violeta, en cambio, que al mismo tiempo se consideraba a sí misma una buena católica, los orishas eran tan ciertos y reales como los santos a los que representaban.

—Eso son murrias, madrina —replicó al fin—, aquí no vale el bilongo de los negros.

—Pero ¿mirarás en el oráculo por mí? —le pidió, sacando el tablero de su escondite, debajo de una manta del sofá.

Ulises lo aceptó con un gruñido y abrió la bolsita de cuero con las ekine, las semillas de corojo que se utilizaban en la adivinación. A su llegada a París, lo había guardado en el fondo de un baúl, convencido de que no volvería a utilizarlo jamás. Arrinconó el cofre en su dormitorio, como tantas otras pertenencias que guardaba allí, para que no se perdieran en el curso de su vida trashumante.

El Tablero de Ifá era una bandeja de madera con un círculo grabado, dividido en dieciséis casillas que señalaban los puntos cardinales. Ulises lo colocó sobre la alfombra, se acuclilló frente a él y procedió con el rito de Orula: regó las semillas, tomó un puñado con la mano derecha y lo arrojó sobre el tablero antes de contar las que habían quedado. «Pataki Baba Iwori Mey», canturreó mientras estudiaba los símbolos y buscaba una interpretación.

Osa She: falsedad, traición, una promesa rota —susurró, al fin.

—¿Y eso significa?

—No lo sé, madrina, el mal sabe ocultarse.

Entró Pauline con la jarra de agua y Ulises se calló. La muchacha sintió la mirada profunda de aquel mozo negro, que parecía querer comérsela, y se ruborizó.

—Gracias —la despidió Violeta con un gesto—, avise a la cocinera de que Ulises se quedará a cenar.

—Sí, madame —respondió Pauline, aún avergonzada, porque los ojos del muchacho parecían capaces de ver bajo el vestido.

Violeta carraspeó, incómoda. Tres semanas antes, cuando Pauline entró a su servicio, ya se había imaginado que algo así podría suceder. El chico era un pichabrava, como su padre, y a su buena planta unía una desfachatez extraordinaria: la rondana, la adularía, le haría carantoñas y tal vez algún regalo, una flor o unos bombones; y la infeliz, que naturalmente no pensaba ni por asomo perder la virginidad antes del matrimonio, ni mucho menos entregarse a un negro, caería rendida a sus pies; y Violeta, para evitarle el mal trago de un embarazo inesperado, antes de que pudiera suceder todo eso, acabaría despidiéndola, pobre, a pesar de no tener en todo aquel asunto más culpa que su inexperiencia —suspiró—, porque al maula de su ahijado no le podía echar de casa.

—Ojito con lo que haces —le amonestó.

—Madrina, que casi ni la he mirado…

Violeta zanjó la cuestión con la mano y le indicó el oráculo para que volviera a centrarse en él, pero Ulises se limitó a recoger las semillas y a meterlas en el saquito de cuero. El momento mágico había pasado y él no era como esos babalaos que había conocido en Cuba, capaces de reflexionar durante siete u ocho horas, si hacía falta, hasta interpretar adecuadamente los oddun, los signos del tablero. Nunca había tenido esa paciencia; su don, si es que lo tenía, había sido la intuición.

—¿Sabe qué me llama la atención del vecino?

—¿Aparte de que esté muerto?

—La habitación cerrada —continuó, sin hacer caso al sarcasmo de Violeta—, ¿le dijeron lo que había dentro?

—No, y a mí me preocupa más la criada, Colette; no ha aparecido aún.

Violeta rechazó la idea de llamar al comisario para pedirle noticias, era impropio de una dama mostrarse demasiado curiosa y, además, si a Clouet le daba por atribuir su interés a otros motivos, ella acabaría metida en un lío. No conocía mucho a Colette y, ciertamente, le habían sorprendido sus actividades clandestinas, pero no le parecía el tipo de mujer que asesina a su patrón y se da después a la fuga, como parecían pensar los policías, aunque no lo dijeran abiertamente.

—Creo que voy a entrar en esa habitación —murmuró Ulises.

—Tú estás loco, niño.

Él asintió con una sonrisa y la mirada perdida en el ventanal; sus ojos vagaron por las copas de los árboles que acariciaban el balcón hasta posarse sobre los hierros curvos de la torre de Eiffel, al otro lado del puente. Al menos, Violeta había dejado de protestar por su silueta omnipresente: durante el primer año en la casa, cada vez que miraba por la ventana, rezongaba ante aquel amasijo de metal. «Arruina la vista del río», protestaba, obviando que la torre estaba plantada allí desde mucho antes de su llegada a París. Ulises sospechaba que ahora le avergonzaba reconocer que había empezado a gustarle.

Por mucho que su madrina defendiese al ama de llaves de Bonancieux él no podía dejar de pensar en el aire doméstico de aquel crimen. ¿O el oráculo le estaba advirtiendo precisamente de que no se fiara de las apariencias, de sus pálpitos? «Falsedad, traición, una promesa rota», repitió. Continuó dándole vueltas a la profecía durante la cena.

Nada más verlo, Blanche, la cocinera, se echó en sus brazos y él, a su vez, a pesar de su mucho peso y de su cintura oronda la levantó por los aires.

—Ya me imaginaba que hoy vendrías por aquí —le pellizcó ella el moflete—, aún no ha llegado el día que tú te pierdas un sarao.

Sin consultar a nadie, cambió el menú de la cena y se esmeró Con unos volovanes ilustrados para agasajarle; y en lugar de abrir el beaujolais de diario, decantó una botella de borgoña, sensual y perfumado con aromas de sotobosque.

—¿Estamos de celebración? —se burló Violeta al catarlo—. ¿No tuvimos bastante anoche?

—No, madame, digo sí… digo no. —La cocinera se ruborizó—. Quiero decir que no, no estamos de celebración, y sí, ya tuvimos bastante con lo de anoche.

—Tendrás que venir más a menudo —le dijo a su ahijado, con un poco de veneno en la lengua—, no te creas que me cuidan igual cuando estoy yo sola.

Durante la cena y buena parte de la velada que siguió, dejaron de lado el crimen. Ulises le sirvió a su madrina una copa de ron y a sí mismo otra más generosa, luego sacó de la tabaquera un habano de cepo grueso. «No son como los nuestros —se quejó Violeta, aspirando el humo que le llegaba del cigarro—, donde estén los leyvas o los panegíricos, que se quiten estos partagás y montecristos». Él asintió por cortesía, en realidad no había llegado a fumar nunca los vegueros de Siracusa, había salido de allí siendo todavía un niño y en París fumaba lo que podía: hasta hojas de sen, un laxante, había picado en una ocasión a falta de tabaco. En casa de Violeta siempre había un surtido de magníficos cigarros y, a la menor oportunidad, la vizcondesa animaba a sus visitas a encender uno para aspirar el aroma que la devolvía al paraíso perdido del otro lado del océano.

—¿No se acuesta, madrina?

Hacía ya rato que el servicio se había retirado.

—¿Para que puedas entrar tú solo en casa de Bonancieux?

No iba a consentirlo; si descubrían a un negro balarrasa hurgando en las cosas del difunto, no le enviarían al calabozo, sino directamente a la prisión de la Santé; en cambio, si ella le acompañaba, siempre podría decir que todo había sido culpa del capricho de una fisgona; lo único que perdería sería el buen nombre y ya había pasado antes por eso, no era tan terrible como una celda lóbrega.

—Pero dime, querido, ¿cómo vamos a entrar sin la llave? —En diez minutos se lo cuento.

Ulises fue hacia el vestíbulo, abrió la puerta sigilosamente, escuchó los ruidos de la casa y salió a la escalera. Un rato largo después, entró de nuevo en el salón, sonriente, con un llavín en la mano.

—¿De dónde has sacado eso?

—De la portería, Lucien tiene llave de todas las casas.

—¿Y cómo te has colado ahí dentro?

—Madrina, abrir ese chiscón no tiene mucho misterio. Por cierto, que esto debería servirle de advertencia a usted también.

Ulises se sentó de nuevo, se sirvió otro dedo de ron y comprobó que su cigarro aún tiraba; no había querido llevárselo para no dejar en la escalera ese inconfundible aroma de tabaco cubano. En algún reloj sonaron once campanadas y luego replicaron más lejanas, como un eco, las de una iglesia al otro lado del río. Aún era pronto y abrió el balcón para refrescar el salón con el aire húmedo de la noche. A Ulises no le gustaban los sitios cerrados, prefería el campo o el mar, podía contemplar durante horas el bravo océano normando o un molino en la campiña.

—¿Sabe qué echo de menos?

Violeta parpadeó para aligerar sus ojos de sueño y le miró con ternura. Cuando le arrancó de los brazos de sus padres, todavía era un crío. «Verá mundo y tendrá una educación», les había dicho, y ellos dejaron ir a su benjamín, a su niño más querido, porque a la señora no le podían negar nada. A menudo le decía que disfrazaba de filantropía lo que sólo era egoísmo, que arrastró al muchacho consigo porque no había querido emprender ese viaje sola y no había tenido hijos de los que ocuparse.

Después llegaba, como desde otra vida, la imagen de su marido, sosteniendo al recién nacido sobre la pila bautismal mientras estudiaba la marca de su paladar. «Este chiquillo tiene estrella; Ulises está llamado a cosas grandes», le dijo al padre entonces; y luego, a solas, le confesó a Violeta que por un instante había entrevisto el futuro del niño, dueño de su destino y forjador de sus propios caminos, que tuvo la fugaz visión de un viejo navío de velas resplandecientes en un mar de brillante azul, de templos ancestrales en las selvas de Indochina, de monjes vestidos de azafrán que le ofrecían una bufanda blanca, de expediciones a lomos de elefante en los manglares de la India… En otro lo habría tildado de fantasías, pero su marido siempre había sido un hombre juicioso y ella se había acostumbrado a que se cumplieran todas sus promesas. «Todas, menos la de salir vivo de esa maldita guerra», lamentó una vez más.

—¿Echas de menos a tus padres y a tus hermanos?

—A mi madre, a veces… —sonrió—. En realidad, yo pensaba en la primavera: me falta ese olor a primavera que teníamos allá.

—Sí, y supongo que también hace más frío del que te gusta.

—¿A usted no le pasa?

—Yo nací en una aldea de sierra, el clima era mucho peor que este.

—Eso da igual, ha vivido casi siempre en el Caribe.

Violeta asintió, ella también añoraba el calor de las islas; y la luz, los colores chillones, llenos de vida y fuerza. Sin embargo, renunciaba con gusto a todo eso a cambio de la elegancia de París, de sus cafés y sus tiendas, de sus modistas y sombrereros, de las joyerías, de la ópera, de las chocolaterías, de sus libreros, de los placeres sofisticados, de la sensación de estar en el centro del universo. «Aunque me pilla ya un poco mayor para disfrutarlo comme il faut —confesó—. Gracias a Dios, porque habría sido mi perdición».

—¿Matamos el tiempo con una partida de rummy? —cambió de tema; no quería que la nostalgia se adueñara de ellos.

Hacia la una, Violeta amontonó cuidadosamente la baraja y sacó de un cajón de la mesa una moderna linterna americana, de pila seca y bombilla de filamento. Ulises no había visto ninguna antes y no pudo resistirse a jugar con ella, encendiéndola y apagándola. «La vas a gastar, querido», le regañó su madrina.

La calma era total. Violeta sintió una extraña excitación, un cosquilleo en el vientre. ¿Cuándo había vivido una aventura igual por última vez?

—Iremos por delante —señaló el vestíbulo—. Si nos pillan, al menos que no me reprochen haberme colado por la puerta de servicio. Además, los criados tienen el sueño más ligero que los amos.

—¿Usted cree, madrina? A mí me parece que caen rendidos en la cama y no quieren saber nada del mundo hasta que no les toca levantarse. De todas formas, eso da igual, porque sólo tengo la llave de la puerta de servicio.

A pesar de las chinelas, le pareció que cada paso era el crujido de un barco durante una tempestad. En cambio, Ulises, que iba calzado con botines, se deslizaba sobre el suelo como un fantasma.

—Agárrese a mi cintura —susurró él, mientras iluminaba el pasillo con la débil luz. Caminando despacio para que ella no se soltase, llegaron a la puerta de servicio.

—Menos mal que está engrasada —cuchicheó en su oído.

—De menos mal, nada. Le puse aceite yo, antes de la cena.

—Eres igualito que tu padrino, hijo.

Ulises necesitó sólo unos segundos para abrir con la llave. En el silencio de la noche, el chirrido pareció un estruendo y Violeta, horrorizó por lo que sucedería si les encontraban en la casa del muerto. La sangre latía en sus sienes con fuerza; el ruido, como el redoble de un tambor, le impedía distinguir otros sonidos, así que se encomendó al buen oído de su ahijado. Él se había detenido en el umbral y se cimbreaba atento a cualquier señal, al sonido de una madera, a un soplo repentino de aire, a un olor, a una ligera variación en la densidad de la negrura que les envolvía. Pasó rápidamente y cerró la puerta tras ellos; no era probable que alguien subiese o bajase por la escalera de servicio a esas horas, pero toda precaución era poca.

—Espéreme aquí por si acaso, voy a comprobar que no haya nadie. Si grito, corra a casa.

Si les descubrían, dirían que habían oído ruidos, que habían encontrado abierta la puerta y se habían adentrado a investigar. Encendió la linterna y la apagó inmediatamente, no necesitaba más para situarse y comprobar que no había obstáculos. En apenas tres minutos, recorrió las habitaciones de servicio y luego el comedor y el salón. «Estamos solos», la tranquilizó.

En el dormitorio, Ulises cerró las contraventanas y corrió las cortinas antes de encender la luz. Violeta sintió que profanaba un mausoleo, que traicionaba la memoria del señor Bonancieux, y le dolió que los policías hubiesen tenido menos contemplaciones con la puerta del gabinete: casi la habían echado abajo para forzar la cerradura.

—Vaya, vaya, quién lo diría —se rió Ulises, olvidando bajar la voz.

—¡Chitón!

La sorpresa de su ahijado estaba justificada. Monsieur Bonancieux había renunciado al dormitorio principal para instalar en esa habitación un laboratorio de alquimista. A Violeta no le cupo ninguna duda: los utensilios eran muy parecidos a los que su marido había construido en el sótano de su casa, en la colina de Maragay.

—Por eso no encendía la chimenea —murmuró.

El horno de orfebrería estaba instalado a espaldas de aquélla y compartían tiro.

Vio una gran damajuana de cristal verde, una redoma encajada en su soporte, probetas y pequeños matraces, tenazas de todos los tamaños, pequeños crisoles, frascos con los elementos de la Gran Obra. En la pared colgaban dos grandes grabados del alquimista Khunrath y en los anaqueles descansaban viejos grimorios y varios cuadernos con cubiertas de tela, numerados. Uno de ellos estaba sobre la mesa, abierto, y Violeta observó que la última anotación estaba datada tres días antes, el viernes.

Ulises posó su mano sobre la redoma con la vana esperanza de encontrarla aún tibia. Sintió una punzada de lástima: al apagar aquel fuego, habían extinguido también muchos años de experimentos, de ciega búsqueda, de tormento y contrición. Bonancieux no alcanzaría ya la sabiduría del adepto.

Revisó los libros: allí reposaba el Reino de Saturno convertido en Siglo de Oro, de Huguino de Barma; una copia gastada de las Doce Llaves de la Filosofía, de Basilio Valentín —y Ulises no pudo evitar una sonrisa socarrona al verla, porque el original de aquella obra, hallada según la leyenda bajo el altar del priorato de Erfurt, se lo había regalado su padrino al despedirse y él lo guardaba en su baúl, en casa de Violeta—. Medio ocultos entre tarros de farmacia vio el Hermes Desvelado de Cyliani; el famoso Tres tratados de Filosofía natural de Pedro Arnauld; el Toisón de Oro de Trismosin… Con un pequeño escalofrío, abrió el Becerro de Oro de Helvetius, arrinconado en la estantería.

—Carajo, es de 1664 —exclamó. Violeta dio un respingo.

—Habla más bajo —le regañó—. ¿Qué tiene eso de raro?

—Es la edición princeps, es imposible de encontrar.

—¿Cómo sabes tanto de libros viejos?

—Trabajé en una librería de lance una temporada. ¿No se lo había dicho, madrina?

Devolvió todos a su balda salvo el último. Conocía a unos cuantos iluminados dispuestos a pagar una fortuna por ese libio; y también a gente sin escrúpulos que no habría dudado en ocurrir al asesinato para cobrarlo. Con un profundo suspiro, renunció a echárselo al bolsillo y lo dejó junto a los otros.

—Después de todo, puede que su asesino no sea otro alquimista.

—¿Por qué dices eso?

—Porque quien hace lo más, hace lo menos. —Dio un golpe al libro—. Alguien capaz de asesinar no habría tenido ningún remordimiento por robar también el Vitulus.

Violeta aceptó el argumento, el muchacho debía de saberlo bien, pues había sido el único al que su marido había dejado entrar en su sanctasanctórum. Desde muy pequeño le enseñó latín e inglés, matemáticas, física y —sólo ahora caía en la cuenta— también alquimia.

—Sin embargo, faltan cuadernos.

Violeta señaló la estantería donde estaban los manuscritos, todos de tapas negras de hule y cuidadosamente marcados con números romanos. Ulises comprobó que saltaban del XIII al XIX y luego seguían hasta el número XXV.

—¿Se los habrá llevado el comisario?

—¿Y por qué precisamente ésos, y no los últimos, que podían dar una pista sobre lo que estaba haciendo?

El cuaderno abierto sobre la mesa tenía el número XXVI, por tanto faltaban cinco. No parecía existir ningún motivo racional para que la policía eligiese precisamente aquellas libretas e ignorase las más recientes; sin embargo, tampoco era lógico que un maestro compartiera sus notas: la búsqueda era una cuestión personal, interior, solitaria. Un alquimista podía tener discípulos, no compañeros; le resultaba difícil creer que Bonancieux hubiera prestado esos cuadernos voluntariamente. ¿Estarían allí apuntados los componentes necesarios, las medidas exactas, los pasos precisos? Eso sí podía ser un móvil, suponiendo que un alquimista, alguien que buscaba la exaltación del alma, la búsqueda de su propio Grial, aceptara degradarse cometiendo un asesinato. De cualquier manera, allí dentro, salvo el Becerro de Oro, nada más parecía tener un valor fuera de lo corriente.

Ulises hojeó el cuaderno abierto sobre la mesa. Estaba escrito en una mezcolanza de francés, latín y una grafía propia que, sin duda, había ideado el difunto para enmascarar sus notas.

—Nos llevaremos los dos anteriores a los que faltan, los dos siguientes y este último —propuso—, a ver si nos dan alguna pista.

Continuó revisando los frascos y el instrumental, el mercurio, las sales, las tinturas. No dejaba de tener su gracia que Bonancieux hubiera instalado su laboratorio en el gabinete del dormitorio. La tradición aconsejaba un lugar retirado, en el campo, lejos del humo y del ruido de las ciudades; pero ya que había decidido situar su taller de alquimia en el corazón de París, comprendía por qué había sacrificado su dormitorio: necesitaba un lugar que pudiera ventilarse rápidamente, por si se desprendía algún gas venenoso durante la calcinación del azogue.

—Mire aquí, madrina.

En el horno, dentro del hueco para el combustible había trozos de papeles que habían sido minuciosamente rotos; alguien —seguramente el propio Bonancieux— los había arrojado allí para hacerlos desaparecer. Ulises se afanó en recuperarlos uno a uno con intención de recomponerlos más tarde.

—¿Qué crees que es?

—Parecen apuntes, quizá el borrador de lo que luego pasaba a limpio.

—¿Y servirá de algo?

—No lo sé —se encogió de hombros—, cuando uno toma notas rápidamente, no se preocupa demasiado por ocultar sus pensamientos, ni suele escribir directamente en lenguaje cifrado. Con un poco de suerte, nos ayudará a encontrar la clave de los cuadernos; y luego ya veremos.

No quedaba mucho que investigar allí, pero lejos de resolver un misterio, Violeta se temía que habían topado con otro mayor.

—Ya hemos tentado demasiado a la suerte —le tiró de la manga a su ahijado para sacarlo de allí—, debemos irnos.

Ulises asintió; sólo le quedaba una cosa por hacer, dijo, y volvió a coger el libro de Helvetius de la estantería y se dirigió hacia el salón.

—¿Qué vas a hacer?

—Dejar que la Providencia le busque nuevo dueño.

—No te entiendo.

En uno de los estantes inferiores de la librería, Ulises hizo un hueco entre dos libros y colocó allí el Vitulus. Aunque no pensaba que el crimen tuviera nada que ver con aquella obra, si alguien trataba de aprovecharse de la muerte del alquimista y apropiárselo, se llevaría un chasco. Allí, escondido entre lo evidente, saltaría de mano en mano, de chamarilero en chamarilero, hasta acabar en poder de alguien digno de poseerlo.

—Qué rarito eres a veces, hijo —suspiró Violeta.

Ulises apagó la linterna y volvió a abrir postigos y cortinas. De su paso por la casa de Bonancieux sólo quedaba el rastro de los cuadernos tomados en préstamo, el libro cambiado de lugar y la ausencia de los papeles rotos. Regresaron rápidamente, sin sentirse a salvo hasta que estuvieron sentados de nuevo en el salón de su casa, ella con otra copa de ron en la mano y él con un segundo cigarro en la suya.

—Estamos como al principio —resumió mientras lo encendía.

—Sí, va siendo hora de que me cuentes de qué va todo esto.

—¿Es que no tiene sueño, madrina?

—Ni pizca, y eso que no suelo llevar una vida golfa, como acostumbras tú.

«Alquimia, pues —musitó Ulises para sí mismo, sirviéndose él también una copa de ron—, como si fuese fácil de explicar». Dejó que el alcohol reposara en su boca y se tomó un tiempo para ordenar en su cabeza todo lo que sugería esa vieja palabra utilizada por los griegos para describir la transmutación de los metales y adoptada por los árabes como propia durante el saqueo de las bibliotecas.

—Verá, madrina, hubo un tiempo antiguo en que las reacciones químicas se creían cosa de magia; y como no hay nada más extraordinario que convertir el hierro en oro y conseguir la eterna juventud, ni hay mayor poder que el de hacer milagros y asombrar a incautos, esa gente que en todas las épocas se ha enriquecido con el misterio y ha enmarañado el conocimiento para no compartirlo, creó una nueva religión alrededor de ese oro transmutado, la Piedra Filosofal, y del líquido que se obtenía destilándola, el Elixir de la Eterna Juventud.

»Con retales de obras perdidas, con los secretos de los oráculos, de los cabalistas, de los pitagóricos, de los mitraístas, nació la alquimia. Y como su fuerza estaba en el secreto, los alquimistas blindaron el conocimiento y prohibieron que su uso se transmitiera abiertamente. Unos lo enmascararon con nombres pintorescos y hablaron del alkaest, el mercurio, o del Andrógino y del Cuervo; otros jugaron al engaño, y con el mismo nombre designaron cosas distintas, y así el Dragón era unas veces cinabrio y otras azufre; y otros, más honestos, esparcieron el conocimiento como migajas, rompiéndolo en pedazos, separándolo y hurtando siempre alguna pieza del rompecabezas.

»Después, los traductores de Toledo extendieron por toda Europa los textos árabes y los hombres sabios del medievo dedicaron años a estudiar aquellas obras; repitieron los experimentos que se mencionaban en ellas, investigaron y descubrieron nuevas maravillas que sólo podían significar que seguían el buen camino, que todo cuanto habían leído era cierto. Y de esa manera, Alberto Magno descubrió la composición del cinabrio; Raimundo Lulio preparó bicarbonato potásico; y buscando el disolvente universal, Basilio Valentín formuló el ácido sulfúrico y el ácido clorhídrico. Cada uno de esos descubrimientos hizo más verosímil todo lo anterior; pues si había un agua que contenía fuego, ¿cómo no iba a ser también cierto que se podía convertir el plomo en oro, como habían hecho ciudadanos modélicos, como Arnaldo de Villanueva o Nicolás Flamel?

»Sin embargo, la frontera entre los portentos y la magia es sutil y los tiempos que siguieron al Renacimiento no apreciaban las sutilezas. Los viejos reinos europeos se estaban convirtiendo en naciones modernas y lo hacían entre grandes convulsiones, igual que los gusanos se transforman en crisálidas, con el sufrimiento de los polluelos que rompen la cascara del huevo para ver la luz. Los sabios —o los alquimistas, porque en aquella época aún no había diferencia— tuvieron que vestir su arte con las sayas de la religión para no acabar en la hoguera, como Bruno o Servet, salvo en Alemania, donde los tratados del Arte se editaban como rosquillas y se vendían en los mercados.

»Hasta que el Siglo de las Luces, la Ilustración, acabó por dar el golpe de gracia a los adeptos. De un día para otro, los reyes ordenaron que un soplo de aire fresco entrara en las ciudades, limpiaron y ensancharon las calles, mandaron construir alcantarillados y jardines, prohibieron las capas largas y prescribieron la higiene. Surgió una nueva religión llamada Ciencia, apareció Descartes, que proclamaba el racionalismo y la lógica. De la noche a la mañana, los milagros y prodigios dejaron de existir; se convirtieron en fábulas, en cuentos de un pueblo ignorante. En nombre de la razón pura, la ciencia se constituyó en tribunal sumarísimo, plenipotenciario, que absolvía o condenaba las causas del saber según fueran conformes o no al ideario de los nuevos tiempos: la Química se convirtió en la hija buena y respetable y la Alquimia en la hija bastarda, retorcida y descastada, que había que erradicar. Y lo que hasta entonces había sido una ocupación secreta, pero honorable, se convirtió de repente en hábito depravado y sospechoso.

»Y un siglo más tarde, porque el tiempo se mueve a golpe de péndulo, los románticos renegaron del férreo corsé de los ilustrados y recuperaron el amor por la libertad desenfrenada. Alargaron sus capas y sus cabellos, sumieron sus cuartos en la oscuridad, colocaron cuervos disecados sobre cráneos insanos, recuperaron el gótico y el barroco; y unos cuantos abominaron de la ciencia, abrazaron la imaginación desbocada, y volvieron sus ojos hacia las artes esotéricas, el espiritismo, la metempsícosis o cualquier otra cosa que hasta el día de ayer se hubiera prohibido o considerado una aberración, como la alquimia.

—Hijo —le miró embobada Violeta—, ¿dónde has aprendido todo eso?

—En la Sorbona, madrina —respondió con una sonrisa vergonzosa.

—No tienes perdón, te escapas de todos los colegios y luego te cuelas de rondón en la universidad…

—Sólo cuando algo me interesa.

Claro que en la Academia de París no enseñaban a prepararse para la inmensa tarea que le aguardaba al alquimista antes de iniciar el camino con las alforjas medio llenas; no hablaban de los años de estudio necesarios para reunir textos, desbrozar misterios, recomponer imágenes y llenar huecos; ni revelaban la composición de la primera materia, el secreto más oculto de la Gran Obra y sobre el que todos los alquimistas imponían un profundo silencio. Nadie describía cómo debía ser el atanor en el que iniciar el proceso; ni aconsejaban dónde adquirir el huevo filosofal con el que realizar los trabajos. No descubrían las razones de esperar pacientemente a que el cielo estuviese despejado, la atmósfera limpia y brillasen en él las constelaciones adecuadas; tampoco explicaban de qué estaba hecho el fuego secreto, el agua que no moja las manos. En la universidad no se hablaba de la infinita paciencia que necesitaba el alquimista para triturar, cocer, lavar los elementos y repetir mil veces cada operación, hasta eliminar toda traza de impureza de la materia y toda la soberbia del corazón.

—¿Y el padrino te lo enseñó?

—Algunas cosas, otras las he ido descubriendo yo solo.

—¿Tú crees en todo eso?

—Hasta en las mayores fantasías hay un poso de verdad.

No faltaban testimonios solventes de gente cabal, como el filósofo Spinoza, que aseguraba haber presenciado la transformación de plomo en oro.

—Claro, que esos mismos sabios también aseguraban haber visto unicornios y basiliscos con sus propios ojos —reflexionó Ulises.

—Entonces ¿tú te lo crees o no?

—Por un lado, he visto lo suficiente para no despreciarlo; y por otro, si le digo la verdad, con la alquimia me pasa lo mismo que con la santería: es un camino que no me lleva a ninguna parte.

Violeta reprimió un bostezo. En cincuenta años de matrimonio no le había preguntado jamás a su marido qué hacía en el sótano de la casa ni qué buscaba con sus experimentos; así que aún menos se iba a preocupar de los éxitos o fracasos de Bonancieux. Sin embargo, encontraba algo malsano y enfermizo en el tesón de los alquimistas, en las largas horas de retiro y soledad acumuladas a lo largo de los años, en ese afán de secreto y disimulo; esa actitud le provocaba una extraña desazón y casi, casi, miedo. No le resultaba difícil imaginar a otro alquimista cometiendo aquel crimen, planeándolo y aguardándolo con la infinita paciencia de quien espera una transmutación inesperada después de repetirla en vano un millón de veces. Por alguna razón, aquel asesinato le causaba una profunda inquietud.

—Vida eterna y riqueza sin fin —resumió Violeta—, dos buenas razones para rebanarle el cuello a alguien.

—¿Eso piensa, madrina?

—Pues claro. Te extraña porque eres joven y no te falta de nada, pero háblale de la eterna juventud a cualquier viejo y te preguntará dónde hay que firmar ese pacto con Satanás.

—¿Y no le parece aburrido?

El precio de la Piedra Filosofal y del Elixir de la Eterna Juventud era una vida trashumante, la condena a no confiar en nadie, a vagar de una ciudad a otra y cambiar de identidad, a renunciar a los amigos y a la familia o a vivir para siempre con el dolor de tu pérdida, a sortear las sospechas y las envidias, a mirar siempre hacia atrás por miedo a las conspiraciones, a la eterna soledad y el hastío infinito. Por no hablar de los recuerdos que se agolparían en la cabeza, llenándola con conocimientos inútiles.

—Se lo digo por experiencia, madrina, tanta cosa en la mollera no es bueno. A mí me parece una maldición.

—Pues no me importaría probarla una temporada, hijo.

«¿Por qué hablas como una vieja inútil, como una moribunda? —le dijo una voz interior—. Aún tienes mucho que hacer». Seguía teniendo curiosidad. Aquel suceso, por ejemplo, no dejaba de intrigarla: demasiados cabos sueltos, demasiados sinsentidos. A decir verdad, lo que le quitaba el sueño no era la utilidad de la alquimia, sino la identidad del criminal y, sobre todo, el paradero de Colette.

—Hasta que no encuentren a esa mujer, el crimen seguirá enmarañado.

—Pues por mí que siga así lo que resta de noche, madrina. Yo me voy a la cama.