20
El arte del interrogatorio

Trifon apretó el puño, listo para romperle los morros a la madama si era necesario. Afortunadamente, era un fin de semana tranquilo, los calabozos de la comisaría estaban prácticamente vacíos y había podido encerrar a las rameras en celdas distintas para que no hablaran entre ellas. A Odile Loumel le dio igual, imaginaba a su pupila cerca y le prometió ocuparse de su linda cara en cuanto tuviera ocasión. Así que el inspector dejó un guardia al cuidado de todo —«Dios te ampare, hermano», se compadeció en silencio— y la subió al cuarto de interrogatorios. La sentó en una silla que parecía tapizada de agujas, le apretó los grilletes hasta casi cortar la circulación de la sangre y colocó la navaja delante de sus ojos. El forense Bertold, a regañadientes, había revisado la cuchilla.

—Sangre es —concluyó, lacónico—. Tiene uno o dos días, tres a lo sumo. De quién, no lo sé.

En otras circunstancias, a Trifon le había bastado con menos para mandar al sospechoso ante el juez. Que una fulana llevara una navaja escondida bajo la falda era normal, pero que tuviese restos de sangre era mala, muy mala señal.

—A ver, ¿a quién rajaste y cuándo?

—No sé de qué me habla.

Trifon le soltó un revés con la mano que la levantó del asiento y la respuesta de ella fue escupir la sangre a la cara del inspector. Comparado con las bofetadas de algunos chulos que había tenido en sus años mozos, el guantazo del policía podía considerarse blando. A él le importó menos la mancha en el traje que el desprecio y replicó con un puñetazo en el que puso todo el peso de su cuerpo.

—Ahora nos vamos a entender —le tiró del pelo hacia atrás—, ¿verdad, Odile? Me vas a contar todo sobre este juguetito tuyo.

Era orgullosa y ningún poli de mierda iba a decirle lo que tenía que hacer, pero cuando Trifon le rompió la nariz y le saltó sus dos últimas muelas, cambió de opinión. Aquella violencia no era normal, ningún gendarme se empleaba tan a fondo con una ramera si no había una razón muy grave, así que algo importante había pasado.

—Hace años que no la uso, desde que dejé la calle.

—No me digas, ¿y esta sangre?

Odile vio la mancha parda, casi negra, en el filo de su navaja. Era imposible que eso fuera sangre, seguramente se trataba de óxido. «Es posible que no la haya secado bien», dijo, sin demasiada fe, y se contrajo para que la siguiente trompada le doliera menos.

—¿Quieres que siga hasta que me rompa la mano? ¿A quién y cuándo?

—Que no la he usado hace años, joder —chilló.

Trifon llevaba suficiente tiempo patrullando para saber que un hombre no podía fiarse nunca de una zorra, pero su grito le pareció sincero. Decidió darse un respiro y se sentó tras ella, donde no podía verlo, para encender un cigarrillo.

—Supongamos por un momento que es cierto, Odile —susurró en su oído—. ¿Qué es esta mierda, entonces?

—No lo sé, se lo juro. La última vez que la abrí fue para enseñársela a Anabelle y estaba limpia.

—Para amenazarla, querrás decir.

—Es una guarra, yo la saqué del arroyo, la enseñé a vestirse y a tratar caballeros y ahora quiere dejarme en la estacada.

—¿Y por eso se la pusiste en la garganta?

—Tengo que imponer autoridad, esa zorra pretendía darme esquinazo. Se está viendo a escondidas con ese polizonte, el rubito, pero yo la tengo calada. —Odile escupió al suelo la sangre de las encías—. Quiere deshacerse de mí, por eso le ha ido contando mentiras a ese gurriato.

—Cuida el lenguaje cuando hables de mis chicos. —Trifon le dio una colleja que le movió el cerebro de lado a lado—. ¿Cuándo fue eso?

—Hace una semana, el domingo o el lunes, creo.

—¿Y antes de eso?

—No me acuerdo.

Esta vez, la colleja del inspector fue de ida y vuelta, a dos manos.

—Hace quince días, ¿no hiciste lo mismo con el vecino del segundo?

—Ah, no, ya veo por dónde va usted. Eso es una mentira de esa cabrona.

—Hay otros testigos, Loumel, sigue negándolo y verás cómo acabas en la guillotina, por mis huevos.

—Bueno, puede que le dijera cuatro cosas al meapilas ese, pero no saqué la navaja. Si lo hubiera hecho, ¿cree que habría sido tan estúpida de cortarle luego el cuello? Le digo que esa puta me la está jugando.

¿Y si decía la verdad? Había algo en todo aquel asunto que no acababa de encajar. Una hermosura como Anabelle Boileau, con una clientela refinada y pudiente, no se acercaba a un pardillo como Périgord sin una buena razón.

Trifon le dio otro puñetazo porque sí, porque no quería concederle a Odile Loumel ni un instante de descanso. Continuó con el interrogatorio dando vueltas como un carrusel a propósito de la navaja, de las amenazas a Bonancieux, de su afición a las pócimas y del envenenamiento de Colette; y siempre concluía en el mismo sitio, la madama juraba que su pupila había aprendido demasiados trucos y que se quería deshacer de ella.

Odile acabó hecha un guiñapo, pero ¿a quién le importaba lo que le ocurriese a una fulana vieja?

—Valmont —gritó el inspector; las manos le dolían de tanto golpe.

—Sí, señor inspector. —El guardia que estaba en la puerta se cuadró.

—¿Algo relevante en el registro? ¿Drogas, medicinas?

—Nada, señor, salvo una botella de láudano escondida entre la ropa interior de la señorita.

Trifon asintió, empezaba a ver una luz muy tenue en aquel misterio. Se dirigió a la celda de la criada más joven, Francine, y le tomó la mano.

—Tranquila, muchacha, que no te voy a hacer daño —le prometió—. Sabes que puedes acabar en la prisión de Saint Lazare, ¿verdad?

—Yo no he hecho nada, monsieur, sólo limpio y friego.

—¿Y quién se va a tragar eso? La criada de una alcahueta vieja y de una joven… Sin contar con el testimonio de alguno de mis guardias, que te ha visto haciendo la calle.

—Sólo un par de veces, monsieur, y hace ya mucho de eso.

Trifon casi la creyó, porque Francine era demasiado fea para ganarse la vida en un burdel, pero había gente para todo. Estaba asustada, a punto de quebrarse. Comparada con lo que había sufrido en el pasado, su vida en la avenida Montaigne era un cuento de hadas; y, de repente, sin ninguna explicación, se le desmoronaba.

—¿Qué tal te trata mademoiselle Boileau? —Trifon empleó su tono más conciliador para embaucarla; cuando quería, también sabía ser un policía bueno.

—Es amable conmigo, no me chilla ni me regaña demasiado.

—Claro, para eso ya está Odile, ¿no?

Francine bajó la mirada hacia su regazo y musitó sin convicción que no, que en absoluto, que la señora Loumel la trataba bien. Trifon le acarició la barbilla y levantó su cara para mirarla.

—Venga, yo te puedo ayudar y nadie tiene por qué saber lo que me cuentes.

—Me matará si se entera. —Francine estaba a punto de llorar, hecha un mar de dudas.

—Igual que amenazó a la señorita, ¿verdad?

—Sí, pero a la señorita la necesita y criadas como yo las hay a miles. Me echará de la casa y no tengo adónde ir.

—No te preocupes, yo sabré ayudarte. —La mano de Trifon se desplazó hacia la mejilla y el cuello y Francine comprendió de qué iba la cosa y cómo le tocaba corresponder.

—Lo que usted diga, monsieur, yo soy muy obediente.

—Pues primero me cuentas.

Veinte minutos después, el inspector entró en la celda de Pascale. La sirvienta era una antigua compañera de burdel, mayor que ella y más castigada. Si Odile tenía una confidente, era ella. Trifon imaginó que intentaría ayudar a su ama y corroboraría su versión en lo posible.

—A ver, Pascale, ¿cuándo amenazó Odile a mademoiselle Boileau, el domingo o el lunes?

—Nunca, señor, la señora Loumel nunca ha hecho eso.

—Déjame que te explique… —Trifon dio un paso adelante y la criada se encogió y se tapó la cara, pensando que se la cruzaría de un bofetón—. No te voy a pegar, mujer, sólo me voy a olvidar de que estás aquí. ¿Te gusta esta celda? Porque es un palacio comparada con las que tenemos abajo. A veces se filtra el agua del río, se inundan y se llenan de ratas de las alcantarillas. El mes pasado se comieron la nariz y las orejas de un prisionero y casi ni nos enteramos, porque los guardias bajan sólo una vez al día, si se acuerdan. ¿De verdad crees que alguien va a preguntar por ti, Pascale? Desde luego, Odile no, y mademoiselle Boileau no te tiene mucha simpatía, ¿verdad?, porque tú la espías.

—Es una estirada, se cree mejor que nosotras porque es joven y bonita.

—Por eso la tenéis que ayudar a vestirse y todo.

—Ah, no, eso no, sólo cuando viene visita. Si no, es una más, y sus paños se los lava ella.

—¿Qué le pasó, quería establecerse por su cuenta?

Pascale se encogió de hombros, remisa a hablar. Trifon lanzó un suspiro de cansancio y se levantó.

—Allá tú —sonrió.

—Espere, espere —suplicó—. Fue el domingo pasado, cuando volvió de pasear. Me dio esquinazo en misa y no volvió hasta la tarde, pero madame Loumel se imaginó que había hablado con ese policía rubio. Se veía a la legua que estaba loco por ella. Pero no fue para tanto, oiga, sólo le dijo que no se le ocurriera traicionarla.

—¿O qué?

—O nada —respondió con fastidio—, se la llevó a su dormitorio y no oímos más. Luego mademoiselle Boileau estuvo como un guante, durante la cena no levantó la vista de su plato. Fue un pequeño berrinche, nada más.

—¿Como el que se llevó con madame De Guevara?

—¿La del segundo? —Pascale hizo un gesto displicente—. Bah, esa vieja estirada no tiene ni media torta. Si madame Loumel hubiese querido discutir de verdad, la habría sacudido de lo lindo. Sólo le dijo que no se acercara a su pupila.

—No quería que la rescatara.

—¿Sabe lo que creo? Que no es una dama, como dice; ésa sabe mucho. Además, en la casa no la aguanta nadie, es una sabelotodo. ¿Ha visto al negro? Dice que es su ahijado, ¡ja, su ahijado!

—Pues tiene unos cuantos amigos influyentes.

—Amigos, dice usted —se burló—, a saber lo que serán.

—Entonces no la amenazó.

—Qué va; sólo fue un bufido.

—Como el que le dio al otro vecino del segundo, ¿no?

—Lo mismo.

—¿Y por qué discutió con él?

—Diría cualquier cosa. Era un sieso, ¿sabe?

—¿Y por eso le sacó la navaja?

Pascale se dio cuenta, demasiado tarde, del lío en el que se estaba metiendo. Una cosa era defender a su patrona —porque estaba claro que Odile lo era— y otra, muy distinta, convertirse en su cómplice.

—Bueno, yo eso no lo vi, sólo oí las voces. No fue para tanto, la verdad. Madame Loumel es así, ya sabe lo del perro ladrador.

—No, Pascale, no sé nada, salvo que hemos encontrado sangre en su navaja. Y también láudano escondido en la casa, suficiente para tumbar a un elefante.

—Mío no es.

—¿De quién, entonces?

Pascale desvió la mirada, incómoda. Madame Loumel se quejaba de que últimamente no conciliaba bien el sueño —admitió—, pero nunca la había visto tomar nada y por las mañanas no tenía el aspecto lastimero de quienes utilizaban drogas para dormir.

—Menos uno de estos días, ¿verdad?

—Ayer sábado —respondió la criada con desgana—, se levantó hecha unos zorros, caminaba a trompicones y chocaba con las paredes.

Trifon no respondió, ya tenía en la cabeza una idea de lo ocurrido. Sólo le faltaba una comprobación para asegurarse de que había atado bien todos los cabos. Dejó a Pascale y se fue al otro extremo del pasillo, a la celda de Anabelle Boileau. Cuando el agente le abrió la puerta, ella estaba sentada en un rincón del banco, con la espalda recta y una encantadora sonrisa en los labios.

—Venga, desnúdate —le ordenó.

—¿Cómo? —No esperaba ese saludo.

—¿No me has oído? En cueros, ¿o prefieres que llame al sargento Périgord?

Anabelle leyó en los ojos de Trifon que no le quedaba más remedio que obedecer. Con un punto de provocación, lentamente, se fue despojando del sombrero y de la chaqueta; de la blusa, la falda y las enaguas, hasta quedarse sólo con el corpiño y los pololos. El inspector no perdía detalle, «por esto el senador y sus amigos pagan una fortuna en joyas», se relamió.

—¿Y ahora qué va a hacer? ¿Toquetearme? —Anabelle le retó con altivez—. Sepa que tengo amigos muy poderosos y sabrán vengarme.

—¿Quién ha hablado de eso? No te hagas ilusiones, aquí eres sólo una furcia más, y esos amigos de los que presumes, mañana negarán que te conocen, en cuanto barrunten que su nombre puede salir en alguna gacetilla. Quítate las medias.

Anabelle lo hizo lentamente, retrasando lo inevitable. Eran unas piernas blancas y bien torneadas, pero Trifon —por una única vez—, más que en las formas, se fijó en la pequeña gasa adherida al muslo con esparadrapo.

—¿Cómo te has hecho eso?

—Me corté al quitarme el vello de las piernas.

—¿Que hiciste qué?

—Depilarme. —Mademoiselle Boileau pareció encontrar una brecha en la determinación del inspector—. Es la última moda, vuelve locos a los hombres.

—No había oído eso en mi vida. Además, mucho pelo no te has quitado de ahí.

Trifon, sin ninguna consideración, arrancó la venda y dejó la herida al aire. Era muy fina, un corte que no llegaba a la pulgada y que tendría dos o tres días.

—Ya puedes vestirte.

—Espere, quizá podemos llegar a un acuerdo usted y yo.

Anabelle se había acercado y hablaba casi junto a su boca. Trifon sintió un sofoco, no había tenido una mujer tan bella, tan cerca y tan escasa de ropa en toda su vida. «Y Périgord dice que no es puta», pensó, pasándose el dedo por el cuello de la camisa.

—Mira, alhaja, ve vistiéndote y espera a que te llame el comisario.

Trifon llamó apresuradamente para que le abrieran la puerta. El sonido del cerrojo le pareció que primero decía su nombre y luego, como un eco, le llamaba imbécil. Salió de la celda y dio un portazo de rabia. «Y no poder ni tocarla», masculló. Sin embargo, tal y como estaban las cosas, si no quería más problemas, lo mejor era no enredarse. No era lo mismo beneficiarse a Francine, puro lumpen, que poner en riesgo su puesto por una fulana maliciosa.

—¿Qué le pasa, Trifon? Parece que le va a dar algo.

Había subido al despacho del comisario y lo encontró buceando entre los papeles en busca de un indicio que asociara al coronel Montluison con el asesino de las Viudas Muertas.

—Bueno, ya está resuelto el caso.

—¿El de Bonancieux? —Clouet sintió que las costillas se le abrían de alegría.

—No, el de Odile Loumel y Anabelle Boileau.

El comisario murmuró un lacónico «Ah». Ignoraba hasta ese momento que más allá del destrozo que la cocotte le había causado a Périgord hubiera un caso Boileau. Había alejado al muchacho de las prostitutas y le había ordenado a Trifon que se ocupase de los interrogatorios porque no tenía muchas más opciones. Para bien o para mal, aquella investigación la había comenzado Trifon y tenía todo el derecho a rematarla. A pesar de sus caras largas, el comisario todavía confiaba en él, en su juicio, habitualmente atinado. «Si sólo fuera un poco menos animal…», suspiró Clouet.

—Menudo putón, señor comisario —fue el resumen de Trifon.

—¿Loumel?

—También, aunque yo me refería a la joven, Boileau. En el registro, hemos encontrado una botellita de láudano escondida entre su ropa interior. Drogó a su patrona, le robó la navaja y, ¿a que no adivina qué hizo?

—Sorpréndame.

—Se cortó ella misma en un muslo para manchar la navaja de sangre.

—¿Ha visto la herida?

—Sí, señor comisario, todavía llevaba la gasa. —El inspector la lanzó sobre los papeles del caso Montluison.

—¿Qué explicación ha dado?

—Ni se la imagina. —Trifon chasqueó la lengua y aderezó un poco el interrogatorio; le apetecía escandalizar al comisario, pero éste se limitó a alzar una ceja y le privó de la diversión—. La muy ladina quería engatusarme.

Clouet no quiso ahondar más en la habilidad de Trifon para saber dónde buscar, no se le escapaba la inclinación de un policía gordo y sobón a desnudar a una prostituta joven y, si podía, aprovecharse de ella. De no haber tenido otras cosas en la cabeza, le habría leído la cartilla.

—¿Y qué propone?

Se echó hacia atrás y se frotó los ojos. Eran las ocho de la tarde del domingo, no llegaría a casa hasta la madrugada y Juliette no le hablaría en un par de días.

—Quizá convenga retener a Odile Loumel —carraspeó—. Es que se me ha ido un poco la mano con ella; gajes del oficio.

—¿Un poco?

—Bueno, puede que le haya hinchado los morros sin querer.

—Vamos, que la ha zurrado de lo lindo. —Respiró hondo para no alzar la voz. En efecto, en otro momento le habría mandado a patrullar las calles como guardia raso. A Clouet no le gustaban las bofetadas en los interrogatorios; además, el detenido no confesaba la verdad, sino lo que se deseaba oír—. ¿Y Boileau?

—Nada, con ésa no me he atrevido, y mire que está para comérsela y se me ponía aquí delante, medio desnuda…

—Vale, Trifon, me hago una idea.

—La podemos encerrar por conspiración, supongo.

—¿Seguro que no fue Loumel?

—Comisario, pruebas de que no lo hiciera no las hay —admitió el inspector—, pero me extrañaría mucho. No hay rastros de venenos en su casa y la sangre en la navaja es de hace un par de días. ¿Qué quiere que le diga? Una persona que usa láudano a diario duerme como un tronco y ella, según las criadas, no pega ojo. Salvo la noche del viernes, que fue precisamente cuando la otra le suelta a Périgord toda la historia y se corta el muslo. Mucha casualidad.

—¿Es verdad que amenazó a esa chica?

—Sí, y a Bonancieux también, aunque lo suyo no pasó a mayores. Debió de ser algo parecido a la discusión con la española. A Boileau no la he interrogado aún a fondo, he pensado que querría hacerlo usted.

—De acuerdo, llévela a la sala.

Clouet apartó los expedientes con desgana y miró con disgusto la gasa y el esparadrapo. Con el lío que tenía, ¿no habría sido mejor dejarlo para el día siguiente o para el martes? Podía retener a las cortesanas todo el tiempo que quisiera y, por mucho que el asunto Bonancieux le obsesionase, la oportunidad de atrapar al asesino de las viudas era extraordinaria.

«No, no puede esperar», decidió. Por Périgord, que vagaba como alma en pena de una esquina a otra de la comisaría, tenía que zanjar aquella cuestión inmediatamente. Se puso la chaqueta, se frotó de nuevo los ojos y se dispuso a lidiar con una criatura melosa que no tenía el menor escrúpulo en enviar a su patrona al patíbulo para quitársela de en medio. Clouet estaba decidido a darle una lección.

—¿Sabe por qué está arrestada, mademoiselle Boileau? —dijo a modo de saludo.

—No, señor comisario, y tengo una queja que hacerle sobre ese policía gordo: me ha obligado a desnudarme, me ha humillado y me ha hecho tocamientos indecorosos.

—Podrá protestar después, señorita, en cuanto resolvamos el alcance de su denuncia y la cuestión de su herida.

A Anabelle no le gustó el rumbo de la conversación. Hasta hacía un rato todo iba sucediendo según lo planeado: habían detenido a las cuatro —un pequeño fastidio, porque hubiese preferido quedarse a solas en la casa, pero contaba con ello— y habían interrogado a fondo a Odile. Sin embargo, no esperaba que el policía seboso encontrara la gasa. ¿Cómo lo supo?

—¿Mi denuncia? —Miró al comisario con ojos tiernos e hizo un gesto coqueto, un parpadeo lánguido con sus largas pestañas.

—La que le avanzó al sargento Périgord en la iglesia, ¿no se acuerda? Por eso hemos arrestado a su ama de llaves y a las criadas.

—Pero yo hablaba… extraoficialmente. —Anabelle palideció.

—No hay conversaciones extraoficiales con la policía, mademoiselle. —El tono de Clouet se hizo grave, muy serio—. Debe ratificar todo lo que le contó al sargento y firmar la declaración.

—No puedo hacer eso, ella me matará. Prefiero quedar al margen.

—Imposible, mademoiselle, salvo que desee retractarse. En ese caso, se llevará una reprimenda y me veré obligado a ponerlas a todas en libertad inmediatamente.

—Tampoco puede hacer eso —gimió—, Odile me ha amenazado, ha jurado cortarme las orejas y la nariz.

Clouet se encogió de hombros: no había más opciones, sin denuncia no podía retener al ama de llaves. Anabelle suspiró y se resignó, era mil veces mejor granjearse el odio eterno de la madama si con eso conseguía que la enjaularan.

—De todas formas, debo recordarle que una acusación falsa es un delito muy grave y no conviene tomárselo a broma, mademoiselle. Eso sin mencionar que a mis oficiales no les gusta que se burlen de ellos ni que los utilicen en riñas particulares, se lo toman muy mal, no sabe cómo les saca de sus casillas. En fin, usted decide, aunque yo no se lo recomiendo.

Anabelle se movió nerviosa en el asiento. Sus ojos bajaron hacia el suelo y descubrió la mancha de un esputo sanguíneo, medio seco. Allí mismo, no hacía ni una hora, le habían sacado las muelas a un detenido. Aquella gente no se andaba con chiquitas.

—Discúlpeme, no le entiendo —dijo, por ganar tiempo.

—Oh, yo creo que me entiende perfectamente. Usted ha acusado a Odile Loumel del asesinato de Bonancieux y de su criada. Si es verdad, la enviaré a ella a prisión; si no lo es, la encarcelaré a usted. Conociendo al juez, pensará que su denuncia falsa buscaba que Odile Loumel acabase en la guillotina y la imputará por calumnias, conspiración y asesinato frustrado. Como mínimo le caerían tres años de prisión; y no conozco a ninguna mujer que salga de allí como una rosa.

—Eso es absurdo. Lo único que yo he hecho es contarle mis sospechas a un policía.

—Falsificando pruebas, mademoiselle. El láudano es suyo, no de su ama de llaves, y no me será difícil encontrar la botica donde lo compró. Según Trifon, y seguro que se ha fijado muy bien, tiene vello en las piernas, de manera que tampoco se sostiene esa historia del depilado. ¿Sabe lo que es el grupo sanguíneo?

—No.

—Pues es lo que puede llevarla a la cárcel o salvarla de ella. Hace un par de años se descubrió una forma de clasificar la sangre de cada persona. En fin, le basta saber que podemos determinar si la sangre de la navaja es de Bonancieux o de usted. Si resulta que es igual a la de la gasa de su herida…

Era un grandísimo farol, porque la teoría de los grupos sanguíneos estaba en pañales todavía y faltaba mucho tiempo para poder aplicarla en la práctica, pero eso ella no lo sabía, y desde la última Exposición Universal la gente estaba dispuesta a creer a pies juntillas cualquier avance científico que publicasen los periódicos.

—Escuche, comisario, yo no tengo nada que ver en esto.

Anabelle se echó hacia delante y le tomó la mano: era un gesto que siempre había causado estragos en el corazón del hombre al que se lo hacía, pero Clouet pareció inmune; la miró fijamente y la apartó.

Mademoiselle, no estoy aquí un domingo por usted, tengo cosas más importantes que hacer. Le doy una última oportunidad para que lo aclare todo antes de que sea demasiado tarde.

—De acuerdo —gruñó, y no hubo en ella nada de la dulce Anabelle, su gesto fue zafio y vulgar, como el de cualquier buscona de la calle insatisfecha con la propuesta de un cliente—. Puede que utilizara su navaja para depilarme, oí en la peluquería que es la última moda en América y quise probarlo. Me corté y se me quitaron las ganas de seguir. Y yo no le dije a su policía que Odile les hubiese matado, ¿eh?, sólo le conté la discusión que tuvo con ese hombre.

—Exagerándola.

—¿Y qué iba a hacer? Ella me amenazó, monsieur, eso es verdad, se lo juro —se besó el índice y el pulgar—, me colocó la navaja aquí, en la garganta, y luego prometió que me cortaría las orejas si intentaba huir. Yo se lo conté a su chico porque es un muchacho sensible y me gusta, y yo le gusto a él, pensé que le estaba haciendo un favor, no quería engañarle ni meterle en un lío.

Sí, ése era el problema, el pobre Périgord. Aquella fulana difícilmente acabaría en la cárcel —las pruebas que tenían contra ella no se sostendrían ni un minuto: ojalá fuera posible determinar si la sangre pertenecía a una persona o a otra— y, sin embargo, se llevaría por delante la carrera del sargento. Además, en el tribunal saldría todo a la luz y, aunque a ningún juez le habían importado nunca los golpes que un policía le daba a un sospechoso, estaba seguro de que Anabelle Boileau se haría la mártir y hablaría de sobeteos y humillaciones. Por encerrar a un asesino de verdad, Clouet estaba dispuesto a asumir el precio del escándalo, pero por una pelea de zorras… Se le agotó la paciencia y decidió cortar por lo sano y apear el tratamiento.

—Te diré lo que vamos a hacer, muchacha, yo voy a dejarte libre y tú vas a marcharte de París.

—Pero, comisario…

—No, no hay pero ni comisario que valga. Si mañana a mediodía estás en París, te detendré por prostitución, y me aseguraré de enviar a Odile a la misma cárcel después de contarle tu charla con nosotros. ¿Cómo crees que se lo tomará? No volverás a ver al sargento Périgord ni a tus viejos clientes, ¿comprendido?, ni cartas, ni mensajes, ni visitas. Si me entero de que has vuelto, aunque sólo sea de paso, te encerraré y te buscaré la ruina.

Anabelle tragó saliva y asintió. A ver quién le decía que no a un hombre así. Clouet se levantó y le hizo una señal para que saliera con él, pero no se molestó en ver si lo hacía, su cabeza ya estaba otra vez con Montluison.