17
…seguida de cena
—Bienvenido, monsieur —le recibió Pierre Dujols con alegría—. Mi esposa está deseando conocerle. Han venido también unos amigos.
—Me honran ustedes —dijo Ulises al entrar; apenas había conseguido despejar los vapores del calvados.
Se había imaginado a Marie-Louise Dujols pequeña, enfermiza y frágil, pero se encontró con una mujer robusta, ancha de hombros sin llegar a gruesa y, si se contaba el tupé ahuecado, tan alta como su marido. Tenía también dos chapetas —igual podían deberse a la excitación de la velada que al vino espirituoso— tan encendidas que parecía difícil encontrar un rostro más lozano.
Al saludarla, ella retuvo su mano; las de ella eran recias y curtidas, un poco ásperas. Madame Dujols creía en el aura y aseguraba que era capaz de percibir las vibraciones del alma cuando tocaba a alguien. Le pareció que la de su invitado era seca y cálida, cargada de energía.
—¿Dónde ha dejado sus alas de ángel? —Su gesto no permitía juzgar cuánto había de broma en sus palabras.
—Todavía no me las he ganado, madame —respondió él, igual de serio.
La anfitriona le miró fijamente sin soltarle, empeñada en utilizar algún tipo de mesmerismo para adivinar las intenciones de Ulises y el papel que jugaba en aquella historia.
—Mientras no sean alas de dragón… —intervino el joven que estaba a su lado con un tono sarcástico. La anfitriona lanzó un suspiro y se resignó a liberar la mano de Ulises.
—En mi caso serían de cisne —respondió éste.
El editor carraspeó, porque eran metáforas utilizadas por los alquimistas: el dragón alado representaba al mercurio y el cisne al disolvente universal, el alkaest. Lo último que deseaba Dujols en ese momento era una discusión entre iniciados antes de la cena.
—Permítame que le presente a nuestra joven promesa, Julien Champagne. Está llamado a ser un referente de la pintura.
El pintor ronroneó con el halago y sus ojos, entrecerrados por una incipiente miopía, brillaron de satisfacción. Tenía el pelo fosco, con raya al centro, la nariz gruesa y la barbilla puntiaguda. Un espeso bigote le cubría media cara y el cigarrillo de picadura, que bailaba jactancioso en la comisura de los labios, disimulaba su sonrisa socarrona y un rictus arrogante, de arribista y vividor.
Sin tiempo para más réplicas, Dujols le condujo a un rincón del salón en el que dos mujeres compartían confidencias.
—Madame Calvé, y nuestra poetisa Natalie Barney; habrá oído hablar de ellas, naturalmente —dijo, y Ulises asintió por compromiso, claro.
Si hubiese sido más aficionado a la música, el nombre de Emma Calvé le habría resultado familiar. Sus incondicionales la aclamaban como la mejor soprano de todos los tiempos y acababa de regresar de otra actuación triunfal en el Metropolitan de Nueva York. Los periódicos aún se hacían eco de su legendaria interpretación en Carmen, casi la milésima desde su debut. Toda la hermosura de su voz —cristalina y llena de matices— le faltaba a su rostro: era fea, demasiado ancha de cara, con la nariz prominente y unas cejas tupidas que hacían su mirada adusta y soberbia.
Comparada con la diva, la americana era una belleza. La señorita Barney era alta, rubia, esbelta y elegante —«una jaca pinturera», habría dicho Pablo, con su gracejo malagueño para los motes y los chascarrillos—. Sus rasgos eran delicados y aristocráticos, un poco duros, como cincelados en mármol. Miró a Ulises con un desprecio que él, entonces, atribuyó a su color de piel y le hizo pensar que sería una sudista furibunda.
Viendo la frialdad de la recepción, Dujols le condujo apresuradamente hacia los siguientes invitados.
—La señorita Renée Vivien y el abate Arthur Mugnier —le presentó. Ella era una joven preciosa, con un rostro nacarado y la mirada lánguida de un pájaro enjaulado. Correspondió al saludo en un francés con fuerte acento británico y cedió el peso de la conversación al vicario de Sainte-Clotilde, un hombre ameno e ingenioso.
Arthur Mugnier tenía nariz de gavilán y unos ojos penetrantes y bondadosos que se escondían tras unas gafitas sin montura. Un mechón de pelo despeinado, que se elevaba como un túmulo solitario en el centro de la calva, le daba un aspecto divertido, de niño travieso. A Ulises le gustó el clérigo; el tono de su voz, bajo y suave, le recordaba al murmullo de un arroyo y su sonrisa suavizaba cualquier arista en sus palabras. No tenía nada que ver con los escandalosos vecinos de Montmartre y, sin embargo, salvo por la sotana, no habría desentonado entre los parroquianos del Lapin Agile.
Los últimos invitados eran Justine Crouchet y Louis Faugeron, el factótum de Pierre Dujols, dependiente en su librería, secretario, impresor y confidente. Ella era una mujer de mediana edad, con el pelo tan grasiento y desaliñado que parecía una peluca hecha de estopa. Tenía la cara fina y un cuerpo desproporcionadamente ancho que ocultaba bajo un sudario amplio y estrafalario. El editor la presentó como una magnífica espiritista y, al darle la mano a Ulises, Justine echó la cabeza hacia atrás y puso los ojos en blanco. No llegó a ser un vahído, pero resultó lo suficiente llamativo para atraer la atención de todos.
—¿Se encuentra bien? —la abanicó Faugeron.
—Sí, sí —dijo madame Crouchet con voz débil—, he sentido una presencia poderosa en la habitación.
Ése era el tipo de cosas que encantaban a la señora Dujols; se sentó junto a ella y le dio un vaso de agua y unas palmaditas en la mano.
—¿Qué espíritu, bueno o malo? —quiso saber.
Justine movió la cabeza, todavía conmocionada.
—Una fuerza tan antigua que ya era vieja cuando nacieron los primeros hombres. Se llama Belfegor y creo que es un diablo.
La anfitriona miró de soslayo a Ulises. ¿Cómo podía ser que ella no hubiera sentido nada al darle la mano y madame Crouchet se desmadejara en su presencia?
—Finge, ¿verdad? —le susurró a Faugeron.
—No sé, parece tan auténtico.
Si la médium pretendía crear una atmósfera de desconfianza hacia Ulises, no habría podido hacerlo mejor. «Claro, soy la competencia», se dijo. Encontraba la situación muy divertida, no sabía bien por qué, pues la temperatura había bajado varios grados a su alrededor. El abate se le acercó con curiosidad profesional; a fin de cuentas, a un cura se le suponía autoridad en materia de demonios.
—Dígame, ¿usted también se dedica a los libros?
—Sólo ocasionalmente, reverendo.
—Creo que ha adquirido una pieza única.
—Sí, al abate Rounguen. ¿Le conoce usted?
—No personalmente.
—¿Y le ha respondido ya? —lo dijo sin pensar; imaginaba que Pierre Dujols y sus amigos no habían dejado nada al azar en la investigación sobre el Pantagruel, pero tampoco esperaba que el vicario se lo reconociera.
—Aún no. —Se detuvo y le sujetó del brazo—. Espere, ¿cómo sabe que le he escrito?
—Usted mismo me lo acaba de decir. —La sonrisa de Ulises era candor puro—. Salúdele de mi parte si vuelve a hacerlo y dígale que he cumplido mi promesa.
—¿Por qué no se lo dice usted mismo?
—De usted no dudará y morirá más tranquilo.
—¿Y cómo sé que lo ha hecho? —Mugnier se puso serio—. Me refiero a su promesa, ¿la ha cumplido de verdad?
—Oh, sí, sí, se lo aseguro.
La llamada a la mesa interrumpió al presbítero, que no estaba muy feliz con la deriva de la charla. Pasaron al comedor y sobrevino un momento embarazoso, porque Justine Crouchet le pidió a madame Dujols, sin demasiado disimulo, que la cambiara de sitio para no sentarse junto a Ulises.
—Lo siento, querida, soy tan, tan sensible a estas cosas… —suspiró, dejando que la acusación velada flotara en el aire—. Créame, a veces me gustaría ser una persona corriente y no tener que enfrentarme a los espíritus malignos. Hay que tener mucho cuidado, amiga mía, no se puede confiar en las fuerzas tenebrosas.
A Ulises, tal vez porque el calvados todavía le circulaba por las venas, no le importó demasiado el cambio; de hecho, lo consideró una suerte: en lugar de la espiritista, fue Renée Vivien quien se colocó a su izquierda. El incidente había despertado su curiosidad por saber qué tipo de leviatán era ese Belfegor sentado a su lado.
—No le daré miedo, ¿verdad, mademoiselle?
—No, claro que no, es usted demasiado joven para ser un diablo —sonrió levemente—. Aunque supongo que un ángel caído sería así, ¿no es verdad, Louis?, tendría el aspecto de un joven fuerte y hermoso y por dentro sería un viejo maligno.
—La eterna juventud sólo está al alcance de unos pocos elegidos —respondió el secretario—. Eso es un buen tema para un poema, Renée.
—Prefiero al demonio —sonrió ella, lánguidamente—. ¿Qué diablo sería usted, monsieur Maragay?
—Un diablo enamorado, mademoiselle.
—Oh, qué encantador. —Incluso cuando reía, había en sus ojos un velo de tristeza.
Desde el otro lado de la mesa, Ulises sintió la mirada hostil de la americana. No le gustaba que la señorita Vivien confraternizara con el enemigo y estaba más pendiente de ellos que de la conversación entre Pierre Dujols y Emma Calvé.
—Definitivamente, canto Carmen una vez más y me retiro de la ópera.
—Emma, querida, ¿cómo vas a hacer eso?
—Sí, sí, lo he decidido. Celebraré la enésima Carmen y ni una más. ¿Qué opina usted, Ulises, querido?
La soprano se volvió hacia él; por lo visto, esa noche todo el mundo quería saber su opinión, como si de verdad fuera un demiurgo convocado para resolver enigmas.
—Que tiene razón, madame —respondió él, sin pensarlo demasiado—. Los recitales dan mucho más dinero y no tiene por qué aguantar tenores con mal aliento ni contraltos que ponen la zancadilla.
—¿Lo veis? —aulló victoriosa, volviéndose hacia todos—. Yo no lo habría dicho mejor.
—Cuando el diablo te acaricia, es porque quiere tu alma —dijo, muy misteriosa, Justine Crouchet.
Ulises empezaba a hartarse de aquel afán de la espiritista por hacerle pasar por un baphomet disfrazado; habría replicado de no haber intervenido la poetisa.
—Pero te debes a tu público. Piensa las óperas maravillosas que se perderán si no las cantas. Safo, por ejemplo, Safo eres tú, no lo olvides, Massenet la escribió pensando en ti.
Julien Champagne, que ya llevaba varias copas de vino, entró en la discusión.
—Y también La Navarra, pero esa pieza nos importa menos, ¿no es así, querida? —Aunque miraba a la cantante, el rejón iba dirigido a la americana, sentada a su diestra.
Pierre Dujols se apresuró a desviar la atención y relajar la tensión que se avecinaba.
—No puedes retirarte, Emma, necesitamos tu voz —proclamó—. La música es el lenguaje universal, y las palabras están hechas para confundir, no pretenden comunicar a los hombres, sino incomunicarlos. Retorcemos su significado para que mientan, para enmascarar la verdad. La música, en cambio, no engaña. ¿No se han fijado que, en una ópera, una misma escena podría significar dos cosas distintas cambiando la música?
La señora Dujols, que sin duda había oído aquellas ideas varias veces, aprovechó para volverse hacia Ulises y hacer un aparte con él.
—No he tenido oportunidad de agradecerle el ofrecimiento que le ha hecho a mi marido. —No parecía haber gratitud en su tono, sino agravio—. No estoy segura de que podamos aceptarlo.
—¿Y por qué, madame? ¿Duda de su origen?
—Más bien de su destino y de su precio.
—Conseguirán venderlo por el doble en muy poco tiempo.
—No me refiero al dinero —movió la cabeza—, sino a lo que implique aceptarlo. Nada es gratis, tampoco las oportunidades.
—Como le dije a su marido, no soy ningún Mefistófeles.
Madame Dujols tomó su mano y le estudió las líneas que cruzaban la palma. Sus dedos siguieron el monte de Venus y acariciaron las líneas de la vida.
—Tampoco es lo que parece, su mano es un laberinto —murmuró—. Me pregunto quién es usted realmente.
—No todo está escrito, señora.
—Ya veo que es usted un escéptico —se lamentó la anfitriona.
—En absoluto, madame. —Ulises retiró su mano y bebió un sorbo de vino—. Sólo me considero dueño de mi destino.
—¿No cree en la Providencia, muchacho? —intervino el vicario; había un amable reproche en su voz.
—Tanto como en el libre albedrío, reverendo, son dos caras de la misma moneda.
De repente, su conversación se convirtió en el centro de atención y todos quisieron opinar. Sin buscarlo, Ulises se encontró abanderando la facción de los incrédulos.
—¿Niega usted las apariciones de espíritus? —ladró la médium.
—Hay demasiado farsante suelto para que las tome en serio.
—El diablo ciega a quien quiere perder —gruñó madame Crouchet, que seguía empeñada en perfumar a Ulises con sulfuro.
—En realidad, madame, la cita original le atribuía eso a Dios.
Champagne lanzó una sonora carcajada. Se había alineado desde el principio con los descreídos y era evidente que no congeniaba con la espiritista. El abate Mugnier se sintió obligado a intervenir y recordó que las almas eran inmortales y que no podía descartarse que alguna quedara atrapada en la tierra y vagase por ella hasta el juicio final, penando en un inmenso Purgatorio.
—Además, amigo mío, no creo que Dios tenga mucho interés en perder a nadie.
—Ah, no pienso discutir con usted de teología —claudicó Ulises con una sonrisa—, no sé de eso.
—¿Y de qué entiende usted, entonces? —El tono de Natalie Barney era burlón.
—De casi nada, mademoiselle. —Se encogió de hombros—. Soy un hombre afortunado, sé pocas cosas y necesito aún menos.
—Eso parece, se desprende muy generosamente de sus bienes —se le escapó a Pierre Dujols; inmediatamente se arrepintió, su tono había sido duro, como si le molestara tener la oportunidad de quedarse con el libro.
Ulises dio un pequeño sorbo a su copa y movió el dedo por el borde, sacando un sonido agudo y penetrante al vidrio.
—Bueno, por mí puede probar la fruta o dejársela a otro. La elección es suya, señor, pero no le eche la culpa a que no le gusta el mensajero.
Dujols enrojeció. Efectivamente, se le había pasado por la cabeza que Ulises era la Serpiente y le incitaba a comer del Árbol de la Ciencia. Trató de arreglarlo como pudo.
—Me refería a que ésa es una gran virtud, no me interprete mal. Quien está satisfecho con lo que tiene, es rico.
De nuevo, el abate Mugnier salió al quite, pidió que le pasaran la botella de vino y cambió de tema para que el resto de la cena discurriese sin incidentes. Como buen conocedor de la naturaleza humana, le bastó con dar pie a Emma Calvé para que ella se adueñara de la conversación regresando la paz a la mesa hasta que, a los postres, se le iluminó el rostro a la cantante.
—Por cierto… Veamos qué opinan ustedes de esto.
Dos días antes, explicó, un hombre —Raoul Landeville, se llamaba— se había presentado en su casa con una caja de madera noble, labrada con la marquetería más fina que ella había visto nunca. En circunstancias normales, jamás le habría recibido; lo hizo porque llevaba una carta de presentación de su amigo Papus y no tenía nada mejor que hacer en ese momento, así que le concedió quince minutos —la soprano no consideró necesario mencionar que las lisonjas del visitante influyeron bastante en su decisión—. En el curso de la charla, abrió la caja y le mostró una piedra translúcida, de color rojo y del tamaño de dos gruesos puños. «Madame, le propongo asociarnos —le confió—, en un mes nos habremos hecho ricos». Landeville aseguraba haber encontrado el modo de transmutar mercurio en oro: colocaba dos libras de azogue al sol y dejaba que los rayos incidieran a través del cristal en un determinado ángulo sobre el mercurio.
—¿Cómo lo hace? —se admiró Renée Vivien.
—Cambia las vibraciones del mercurio, o algo así, y a las pocas semanas se convierte en oro.
—¿Y por qué ha acudido a usted, madame? —preguntó Ulises con suavidad.
—Es un admirador. Mi público siempre me ofrece cosas y me hace regalos. Me dijo que para él sería un honor compartir su descubrimiento conmigo.
—Discúlpeme, cuando dice asociarse, ¿se refiere a que usted ponga dinero? —insistió Ulises.
—Cinco mil francos, nada más, es una bicoca. Para comprar mercurio.
—Los espíritus le serán favorables, estoy segura —aprobó Justine Crouchet, pero Ulises hizo como si no la hubiese oído.
—Si me permite, señora Calvé, ¿le pareció que ese hombre tenía treinta francos?
—Sin duda, joven, no era ningún desharrapado.
—Entonces yo le contestaría a monsieur Landeville que invierta ese dinero en comprar una libra de mercurio, que suba luego a la azotea de su casa y los transmute en oro; eso le proporcionará los cinco mil francos que necesita para comprar más mercurio y hacerse rico, sin necesidad de que usted le financie.
La cantante se quedó con la boca abierta, como si no comprendiera.
—Emma, lo que dice este muchacho es que ese Landeville es un farsante —le aclaró el abate—, y sinceramente, yo también lo creo.
La soprano enrojeció.
—Qué vergüenza, pensarán que soy tonta —dijo con voz de falsete, e inmediatamente todos se volcaron en consolarla para no reconocer que tampoco a ellos se les había ocurrido—. Y yo que me sentía tan halagada —se lamentó.
—Una copita de anisete y se te pasa el enfado, querida —la animó madame Dujols—. Nos retiraremos a tomar el café y así dejamos a los caballeros fumar sus cigarros.
Las damas se levantaron y, ya solos, el editor sacó la tabaquera y una botella de cognac. Sin llegar al extremo del calvados que Bonancieux atesoraba en su casa, era un aguardiente reservado para las grandes ocasiones.
—Pobre Emma —suspiró Dujols—, a esa gente sin escrúpulos habría que colgarla.
Mugnier, que ya había visto suficientes ahorcados durante las barricadas de París, se alarmó, porque se empezaba reclamando justicia y se terminaba con una degollina como la del arzobispo Amalric en la toma de Béziers.
—Matadlos a todos, Dios sabrá reconocer a los suyos —murmuró. Fue el acto reflejo de un erudito, no pretendía provocar al editor.
—A veces es inevitable que los justos paguen por los pecadores —se defendió Dujols.
—Somos responsables de nuestros actos, de nada más.
—Y de los pecados de nuestros padres, ¿no? —apuntó Champagne.
—Puede que tengamos que expiarlos, pero eso no quiere decir que seamos responsables de ellos. Nos puede alcanzar la penitencia, no la culpa.
—Juraría que acaba usted de negar el concepto de pecado original —le chinchó Ulises con cariño, porque el abate le gustaba.
—Mal hecho por mi parte y peor por la suya al recordármelo, había prometido no discutir conmigo de teología esta noche.
Ulises sonrió y se le ocurrió que era el momento de aprovecharse de aquella atmósfera de complicidad en la que se desarrollaba la conversación y lanzar la red al agua.
—Lleva razón, ni tampoco de Arte.
—¿Es usted un adepto? —le preguntó Faugeron a bocajarro.
—Si me permite la broma, yo diría que más bien soy Uróboro.
La alusión al ofidio que se comía a sí mismo era demasiado evidente y los hombres se cruzaron miradas. Aquella imagen era una de las más utilizadas en los viejos tratados: unos veían en ella la alegoría de la reunificación de los cuatro elementos y otros el eterno ciclo en el que el espíritu se convertía en materia y ésta otra vez en espíritu. Dujols carraspeó para silenciar a sus subalternos.
—Sin embargo, el otro día me dio a entender que la Obra no le es ajena.
—No, monsieur, no me atribuya lo que no he dicho. Y, si me acepta el consejo, desconfíe de quien vaya presumiendo por ahí de ser un alquimista. Quien habla, no sabe.
—Entonces ¿no lo es? —La decepción era evidente en el rostro de Faugeron.
—Tampoco he dicho eso.
—Pues explíquese, hijo —se rió Mugnier—, ¿lo es o no lo es?
—Yo soy como la niebla, reverendo, soy blanco y negro al mismo tiempo. —Ulises se pasó un dedo por la mejilla con sorna, indicando el color de su piel—. Busco la sabiduría, no soy acólito de nadie.
—Entonces, usted es de los que consideran que el Arte es un camino espiritual —trató de interpretarle Champagne— y que la manipulación de los elementos es una cuestión accesoria.
—Lo que yo piense no tiene importancia. —Ulises lo descartó con un gesto—. Pero ya que me lo pregunta, le diré que no, no lo creo. El auténtico alquimista, como Paracelso o Valentín, pretende hallar el equilibrio entre la obra material y la espiritual. El Arte Regio es la unión de dos búsquedas, una interior y otra exterior, tan importantes y necesarias como las dos mitades del Hermafrodita. Ni los espagiristas ni los místicos son verdaderos filósofos; unos se obsesionan con el proceso metalúrgico y los otros sólo se interesan por la perfección del espíritu; y ambos olvidan que la Piedra no vale de nada sin la sabiduría que se va obteniendo en el camino. Si les cabe alguna duda, les recomiendo que lean la primera de las Doce Llaves de la Filosofía, donde se rechazan los «cuerpos inmundos y leprosos».
—¿Es usted estudioso de Valentín? —preguntó Faugeron.
—Nunca se estudia lo suficiente a Valentín. —Nadie se dio cuenta de que no era una respuesta—. Es demasiado oscuro. A veces usa las palabras para confundir, como comentaban antes a propósito de la música.
—Desgraciadamente, no hay música en la alquimia —se lamentó Faugeron.
—Hay colores —recordó Champagne.
—Efectivamente, y también hay imágenes —propuso Ulises—. ¿Conocen el Mutus Liber?
—¿El Libro Mudo? —se interesó Dujols.
—Sí, son quince grabados sin textos de un boticario judío de La Rochelle. A mí me parece un título injusto, porque es más elocuente que muchos escritos que lo enredan todo con metáforas y circunloquios: hablan y hablan y no dicen nada. No es difícil de encontrar, en la librería Saint-Michel yo he visto varios ejemplares, y también en la Jousseaume.
—¿Y qué tiene de extraordinario? —quiso saber Champagne.
—Que no engaña. Aunque hay quien opina que es oscuro y difícil de interpretar, no encontrará mejor guía sobre las tareas de la Obra si observa bien sus dibujos. Donde otros utilizan alegorías o guardan silencio, el Mutus Liber es como una cartilla de párvulos. Alguien debería ponerle voz a ese libro —retó a Dujols con la mirada—, sería una voz mágica.
—¿Por qué no lo hace usted? —le propuso el librero—. Yo se lo podría editar.
—Un erudito lo hará mucho mejor que yo. —La botella había dado la vuelta a la mesa y Ulises se sirvió unas lágrimas—. De hecho, sería un ejercicio estupendo para alguien que deseara iniciarse en el camino de los sabios, sería su exposición de motivos.
—¿Es usted partidario de la Vía Seca o de la Vía Húmeda? —intervino Faugeron.
—Por sus palabras, deduzco que no ha empezado aún o que no ha avanzado demasiado.
—Estamos… —balbució el encargado, avergonzado, e intentó enmendar su error al ver el gesto contrariado de su patrón—. Me estoy preparando aún.
Ulises asintió con benevolencia y le pasó la botella como mandaban los cánones, sin levantarla de la mesa.
—Tendrá que estudiar mucho —advirtió—, hay que leer, leer, leer y releer. Debería beber en varias fuentes porque, a veces, algún autor se explayaba donde los demás pasaban de puntillas y, a fuerza de recoger una frase de allí y una idea de allá, se hacía la luz y se daba un paso de gigante.
—¿Y qué le propondría usted a los neófitos? —Había algo más que interés profesional en la pregunta de Dujols.
Ulises se frotó el mentón para ganar tiempo.
—Hay tanto donde escoger —dudó—. El primer lugar de esa lista lo ocuparía Basilio Valentín. También habría que dejar un hueco para el Kermes Desvelado de Cyliani y para algo de Paracelso, sus Escritos Herméticos y Alquímícos, por ejemplo. Algunos clásicos merecían la pena y no habían perdido vigencia, como Raimundo Lulio, Alberto el Grande y Nicolás Flamel. No era mala elección a falta del Vitulus. Si encontraran uno, sería estupendo —les animó—, ya saben lo que decía Flaubert: «lee y vive».
Ulises comprendió, por sus caras, que se había ganado, más que su confianza, una cierta autoridad doctrinal: como tantos aspirantes, estaban dispuestos a creer ciegamente en cualquiera que dijera poseer el secreto de la Piedra y se habían convencido a sí mismos de que él lo tenía. Si no era un estudioso, seguramente se trataba de un maestro que había finalizado la Obra con éxito. Esa debía ser la razón de que cediera graciosamente un libro tan valioso. Seguramente ya tenía toda la riqueza que podía desear; y sólo el Elixir podía explicar ese aspecto juvenil, tan impropio de quien hablaba con la madurez de una larga vida de experiencias. Aquel muchacho era un Cagliostro, un conde de Saint-Germain, por eso conocía todos los retruécanos alquímicos y citaba de memoria párrafos completos de tratados perdidos.
—Al final no me ha contestado qué vía conviene más —insistió Faugeron.
—Ah, es que ésa es una cuestión muy personal. —Se encogió de hombros—. ¿Es mejor un proceso rápido y arriesgado o meses de disoluciones tediosas? Los clásicos siempre han considerado más noble la Vía Húmeda tradicional y, si acaso, la de las amalgamas, que en el fondo también es una Vía Húmeda. No sé de nadie que haya alcanzado el éxito por la Vía Seca, aunque también es verdad que antes no había medios para conseguir temperaturas de casi mil grados centígrados y hoy, con el gas, es más sencillo. Yo le sugeriría el matraz en lugar del crisol, pero conviene que se amolde a las preferencias de su maestro. Porque tienen un maestro, ¿no es cierto?
Dujols, Champagne y Faugeron se miraron entre ellos sin que ninguno se arrancara a responder. El padre Mugnier, en cambio, presenciaba divertido la conversación entre los aprendices de brujo; no se perdía una sola coma y evitaba significarse.
—Nuestro maestro murió hace poco —reconoció Dujols, sin atreverse a ir más allá; también él parecía estar reservándose.
—¿Era monsieur Bonancieux? —Ulises decidió que había llegado el momento de sacar las redes y ver qué había pescado.
—¿Le conoció? —preguntaron todos, casi al unísono y con palabras parecidas.
—Sí, hablé con él varias veces. —No mentía, se había cruzado muchos días con el vecino en la escalera. Entrecerró los ojos, como si estuviera intentando extraer una imagen muy recóndita—. Si no recuerdo mal, estaba a punto de alcanzar la Obra roja, la última antes del punto final. Iba muy bien encaminado.
—¿Le matarían por eso? —aventuró el clérigo.
Ulises se encogió de hombros: «¿Por qué asesinarle cuando estaba tan cerca del triunfo en lugar de esperar a que consiguiera la Piedra y arrebatársela?», estuvo a punto de replicar, pero se calló, porque una pregunta parecida le había conducido hasta aquella morada.
—Deberíamos volver con las damas —sugirió el anfitrión; los cigarros se habían consumido y él prefería suspender el interrogatorio y conferenciar con sus condiscípulos antes de revelar más de lo debido a Ulises.
En el salón, Emma Calvé monopolizaba la conversación. Había dejado intacto su café y continuaba dando buena cuenta del anisete.
—¿Llegamos a tiempo? —la interrumpió Pierre Dujols.
—Naturalmente, os estábamos esperando —respondió su esposa, y se volvió hacia la señora Crouchet—. ¿Tendremos el privilegio de admirar su don, querida?
—No lo sé —se disculpó la médium—, noto una presencia hostil y no sé qué ocurrirá esta noche.
El abate Mugnier se pasó el dedo por el interior del alzacuellos y tosió para llamar la atención.
—Yo no sé si debo… —se disculpó—, en fin, estas ceremonias…
—Pues claro que sí, Arthur —insistió el librero—. No vamos a hacer nada pecaminoso y tal vez sean necesarios tus oficios.
La mesa a la que se sentaron era ligeramente más pequeña y las sillas estaban pegadas unas a las otras. Antes de ocupar su sitio, la señora Dujols encendió dos candelabros, apagó la luz eléctrica y se aseguró de que las cortinas estuvieran corridas. Renée se inclinó hacia Ulises.
—¿Ha estado antes en algo así? —le susurró al oído.
—Alguna vez, sí.
—¿Da miedo?
—Si no se lo toma demasiado en serio, no.
—Guarden silencio —les regañó Justine Crouchet—. Cualquier ruido puede resultar desastroso.
Antes de comenzar, les advirtió que debían colocar las manos sobre la mesa, muy juntas, sin llegar a tocarse, y mantener los dos pies en el suelo en todo momento. Se hizo el silencio en la habitación, sólo roto por las respiraciones, larga y pesada la del abate, entrecortada la de la espiritista. Pasó un minuto eterno antes de que se escuchara a madame Crouchet con una voz grave y solemne.
—Espíritu del Norte, acude a mi llamada. Espíritu del Oeste, convoca a los difuntos. Espíritu del Este, protégenos del mal. Espíritu del Sur, ilumínanos.
Al principio no sucedió nada. Luego, la mesa tembló, sacudida por dos golpes secos que parecieron venir del interior de la madera. A su pesar, Ulises descartó que Justine Crouchet hubiese dado una patada a la parte inferior del tablero, sus piernas eran demasiado cortas.
—Ay, madre —gimió la cantante.
—Silencio —riñó la médium—. Noto una presencia en la mesa. Dinos, ¿eres el espíritu de un difunto?
Dos golpes indicaron que la respuesta era afirmativa.
—¿Has venido del Más Allá para avisarnos de algún peligro?
Resonó otro golpe, aún con más fuerza, como si el alma en pena no quisiera dejar lugar a dudas. Una de las velas, la más próxima a Justine, se apagó de repente, sin que mediara ninguna corriente de aire. Los invitados brincaron en su asiento.
—Espíritu, si lo deseas, entra en mí para que puedas comunicarte.
La médium pareció encogerse, se agitó entre violentas convulsiones y una voz grave, solemne y cavernosa, salida de alveolos fibrosos, resonó en toda la habitación sin que pudiera asegurarse de dónde procedía.
—Desconfía, desconfía. No es un regalo, necio, no muerdas su anzuelo o te encadenará y no te soltará nunca. Viene a por ti, ¿no ves sus alas negras? No le creas, es un lacayo de las tinieblas.
Inmediatamente después, de la boca de madame Crouchet pareció salir una viruta deshilachada de humo blanco que se retorció sobre sí misma hasta desvanecerse. Incluso a la escasa luz de la única vela, Ulises vio que las miradas se dirigían hacia él, como si el espíritu se hubiese materializado y le hubiera señalado con un dedo acusador.
—Es todo un truco —susurró a Renée Vivien.
—¿Cómo lo sabe?
—Los espíritus no están hechos de humo, se lo aseguro.
Ella estaba a punto de responder que no era humo ni vapor, sino un ectoplasma, y que había vislumbrado cómo se formaba la cabeza de un anciano, con su nariz gruesa, su barbilla afilada y una boca desfigurada, cuando se escuchó una nueva voz, la de una niña pequeña que aún no articulaba bien todas las letras.
—Emma, Emma —llamó—, hace mucho frío, ¿por qué no vienes a buscarme?
—¿Quién… quién eres? —balbució la cantante, con la voz quebrada de miedo.
—Soy María, ¿no me reconoces?, María Aguirre.
—Dios mío —chilló.
—Te fuiste sin mí.
—No quise abandonarte, mis padres no me dejaron ir ese día al río contigo —sollozó Emma Calvé—. Lamenté tanto que te ahogaras aquella tarde.
—Estoy sola. Aquí siempre es de noche y hace mucho frío.
—¿Qué puedo hacer por ti? —gimió—. Dime qué puedo hacer y lo haré, lo que sea.
Madame Crouchet lanzó un grito desgarrador al tiempo que otro hilo de humo salía de su boca. La cabeza cayó a plomo sobre la mesa y provocó un sonido sordo en la madera. El abate Mugnier y Julien Champagne, sentado a cada lado, se levantaron para auxiliarla; luego lo hicieron todos los demás y Marie-Louise Dujols tuvo que poner orden, para que no se agolparan a su lado y le robaran el aire.
—Venga, déjenla respirar —les apartó—. Salgan de aquí.
Ulises se asomó un poco, no quería hacerse notar demasiado para que no le echaran la culpa del desvanecimiento, ni tampoco que le acusaran de ser demasiado frío con ella. La anfitriona sólo permitió permanecer junto a ella a madame Calvé, que estaba empeñada en esperar a que Justine Crouchet se recuperase para preguntarle por aquella niña muerta.
Antes de salir, Ulises lanzó una última mirada al diván en el que reposaba la espiritista. Respiraba fatigosamente, abanicada por la señora Dujols.
—Parece más delgada, ¿no? —dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular.
—Sí, como si se hubiese consumido —admitió Natalie Barney, demasiado impresionada por el suceso para molestarse en mostrar desprecio alguno hacia Ulises.
—Me pregunto… —murmuró, mirando por última vez su tripa antes de que le cerraran la puerta en las narices.