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Apostolus Hermeticae Scientiae
—Max, tú eres un hombre ilustrado —Pablo compensó la ironía rellenándole el vaso, los dos estaban ya muy tocados por la absenta del padre Frédé—, ¿qué puede significar F...O...E...?
—Falso Oro de Estrellas.
—Venga, lo digo en serio.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Dame alguna pista, ¿de dónde lo has sacado?
Con la boca pastosa, Pablo le contó lo que sabía del asesinato de Bonancieux y de las cartas rotas encontradas entre las cenizas del horno. Los ojos de Max se abrieron y se le cayó el monóculo.
—Sois un par de idiotas. —Quizá porque el alcohol no se le había subido tanto a la cabeza o porque era más juicioso que su amigo, comprendió inmediatamente el lío en el que se habían metido—. ¿Qué vais a hacer cuando se den cuenta de que os habéis llevado esos papeles?
—«Habéis» es mucha gente —protestó Pablo, muy digno—, se los llevó Ulises.
—Y tú le has ayudado, dirán que eres su cómplice.
Pablo se apartó el mechón de pelo, un poco confuso.
—No es para tanto, sólo una gamberrada más. Además, a la policía se le pasó por alto —se justificó.
Max encendió un cigarrillo emboquillado y escribió las letras mojando el dedo en el aguardiente, sin olvidar los tres puntos en forma de triángulo.
—Es una abreviatura masona —explicó—, los masones usan estos puntos en lugar de los normales. —Pablo asintió, recordaba vagamente que Ulises había dicho algo parecido sobre la representación de los tres grados de los masones —¿o no lo había dicho y eran imaginaciones suyas? En cambio, sí recordaba claramente que se había referido a ellos como la Gran Logia Hermes Trismegisto, tan falsa como un billete de siete francos—. Quizá, el rabino Punsell nos lo puede aclarar —sugirió Max, pensando en voz alta. Pablo no sabía quién era ese hombre—. ¿Quieres que vayamos?
—¿Está muy lejos?
—En Montparnasse.
La otra punta de la ciudad. Pablo resopló y aceptó la propuesta, le podía más la curiosidad y no tenía ganas de trabajar. Salieron de la taberna tomados del brazo y cantando desafinadamente una cancioncilla jocosa, de doble sentido. Llevaban la caldera cargada y apenas notaron el fresco de la mañana.
—¿Cómo vas de fondos? —se interesó Max.
—Mal —gruñó Pablo.
Vivía del anticipo del cuadro de Violeta, cuyo final demoraba todo lo posible para comer caliente en su casa, y de los chuletones del carnicero de la plaza Breda. Si Ulises no colocaba el Pantagruel pronto, se quedaría sin pinturas ni telas.
—Siempre puedes volver a hacer caricaturas para alguna revista.
—No, eso se acabó. Sí continúo dibujando no me tomarán en serio.
—Puedes probar con los grabados, se venden bien.
En el Quartier Latin hicieron una parada. Compraron pan y un poco de fiambre para hacerse un bocadillo. Con la caminata, el alcohol se evaporaba y la visita a Montparnasse ya no les pareció tan buena idea.
El rabino era un viejecito amable y saludó con mucha consideración a Max, le gustaban sus poemas; y aunque la pintura moderna no le atraía nada, mostró una curiosidad cortés por Pablo y se interesó por las academias donde había estudiado y sus nuevos proyectos. Al mencionarle la masonería los ojos le brillaron tras los gruesos cristales de sus gafas.
—¿Le dice algo «F...O...E... de la G...L...H...T...»?
—Me dice que hay mucha gente que se aburre.
Era imposible saber si se refería a ellos o a los autores de las abreviaturas y no hubo oportunidad de aclararlo: sin darles tiempo a hablar, el rabino escribió las letras en el margen de un periódico viejo y comenzó su disertación.
«G...L...H...T...» parecía ser la abreviatura de Gran Logia de Hermes Trismegisto. Sin embargo, ese nombre era, simplemente, una boutade; «o es tan secreta que yo no he oído hablar de ella», dijo con un tono de falsa modestia que indicaba, claramente, que no se planteaba siquiera esa posibilidad. El rabino Punsell conocía más de cien logias, todas las de Francia y las más importantes de Europa, de Minsk a Cork y de Goteburgo a Cádiz; sin importar si eran del rito antiguo, del reformado, del moderno, del rectificado, o del rito de emulación con todas sus variantes… No, una logia con el nombre de Hermes Trismegisto no se podía tomar en serio, parecía más un club de snobs diletantes.
—Yo diría… —se detuvo, reflexionando—. Sí, parece de alquimistas aficionados.
—¿Los hay de algún otro tipo? —se le escapó a Pablo, con tono mordaz, y el religioso le miró por encima del arco de las gafas mientras rumiaba si debía tomar en serio el comentario.
—Sí, no le falta razón, joven, ése no es un gremio con montepío ni barrio en la ciudad, precisamente. Sin embargo, más gente de la que usted imagina ha hecho de la alquimia su verdadera razón de ser. Hay quien dedica toda su vida al Arte y apenas pasa de la primera página.
—Debe de ser frustrante —terció Max—. ¿Y qué puede significar F...O...E...?
El rabino Punsell se encogió de hombros; eso se prestaba a más interpretaciones, pero tratándose de alquimistas, sería —y que no se lo tomaran al pie de la letra— algo así como Frère de l’Ordre de Élie[1].
—¿Helios, el Sol? ¿No se escribe con hache? —se extrañó Pablo.
—No, no Helios, sino Elías, el profeta que subió a los cielos en un carro de fuego —le aclaró Max.
—Entonces, la H en A...H...S... sí viene de Helios, ¿no?
—No, tampoco —el rabino encontró gracioso el razonamiento, aunque no dijo por qué—, ésa es una locución clásica, la abreviatura de Apostolus Hermeticae Scientiae, Apóstol de la Ciencia Secreta. ¿Puedo preguntar dónde lo han leído?
Pablo y Max se miraron, no querían revelar más de la cuenta pero no se podía hacer una tortilla sin romper antes el huevo. Además, después de todo, Punsell había tenido la delicadeza de preguntar después, y no antes, de dar las explicaciones.
—En la firma de una carta —reveló Max a regañadientes—, A...H...S... era el título del firmante.
—Y supongo que se la dirigiría a un «F...O...E... de la G...L...H...T...», ¿me equivoco?
—En absoluto.
—¿Sería mucho pedir que me dijeran el nombre de esas personas?
—Verá, rabino —se azoró Pablo—, se supone que no deberíamos haberla leído… En fin, no sé qué daño puede hacer: iba dirigida a un tal Henri Chacornac.
—Ah, claro, el librero del puente de Saint-Michel —asintió el rabino y se atusó la barba—. He oído que está preparando una serie de libros sobre ciencias ocultas. ¿Y el firmante?
—Ah, eso es más difícil de responder —el rostro de Max era pura aflicción—, la firma era ilegible y sin nombre, sólo esa abreviatura. De hecho, era la otra pregunta que queríamos hacerle, ¿quién puede ser ese Apóstol?
—No sé… —El rabino Punsell decidió que ya había dado demasiada información a cambio de nada—. A lo mejor puedo averiguarlo viendo la carta. ¿Pueden mostrármela?
Pablo no pensaba entregarla, pero intentó que no se le notara cuando le aseguró al rabino que se la llevaría al día siguiente. «Ésa y otra, muy parecida», dijo con convicción.
Era evidente que no le iban a sacar nada más a Punsell y, en cuanto pudieron, se excusaron y se despidieron de él.
—¿No te sientes un canalla por mentirle? —le preguntó Max al salir a la calle.
—No, venir fue idea tuya y, además, no creo que vuelva por aquí.
Cuando llegaron al Bateau-Lavoir llamaron a Ulises, que no tardó en subir con una botella de aguardiente en la mano; había decidido celebrar por anticipado la venta del Pantagruel.
—Brindemos por Alcofribas Nasier, que nos ha entregado al señor Dujols en bandeja.
—¿Cuánto? —A Pablo, la participación del librero en el misterio de la avenida Montaigne le importaba muy poco.
—Bueno, ésa es la parte que menos te va a gustar. Pagará los diez mil a plazos hasta que encuentre comprador.
—¿Tú estás loco?
—Eso te parecía estupendo hace un par de días.
—Debimos llevárselo a Chacornac —gruñó enfadado—, o a la Biblioteca Nacional.
Ulises no respondió, prefirió dejar que el pintor se desahogara y no discutir con él. Max aprovechó para contarle su excursión a Montparnasse y las explicaciones del rabino. Por no abrir otro frente, Ulises decidió no reprocharles que anduvieran por ahí hablando de las cartas de Bonancieux. Después de todo estaba a punto de conseguir entrar en el domicilio de los Dujols y, a partir de ahí, resolver el asesinato sería coser y cantar.
Juliette Clouet se asustó al oír el sonido metálico de la llave en la cerradura. Estaba dando de comer a la pequeña y los mayores acababan de salir hacia la escuela. Sólo podía ser André, claro, pero no estaba segura de qué le preocupaba más, si la visita inesperada de un ladrón o que su marido hubiese abandonado la comisaría tan temprano. «Al final lo han hecho», pensó, y cerró los ojos, doliéndole ya lo que sería la crucifixión pública de su marido.
Al entrar, Clouet colgó el sombrero y sonrió, besó a la niña en la coronilla y a su esposa en la frente. Pasó el pulgar por sus mejillas pecosas y robó un poco de puré del plato.
—Para ti va a estar soso —le regañó ella e inmediatamente se arrepintió.
No era la primera vez que él estaba en la cuerda floja; por alguna razón que se le escapaba, era el único comisario de París que no tenía un padrino, el único al que habían alejado de la Prefectura y que debía demostrar con resultados diarios que no se habían equivocado al ascenderle.
—Da igual, no tengo hambre.
—Algo tendrás que tomar. Venga, acaba de darle de comer a Catherine mientras te preparo el almuerzo.
Juliette no tenía más comida que la suya, pero la dividió en dos platos y los llevó a la mesa. Limpió la boca de la pequeña con el babero y la llevó a su cama.
—Tienes que dormirte —le susurró—, ahora tengo que dar de comer a papá, ¿de acuerdo? —La chiquilla pareció asentir con sus enormes ojos grises.
El comisario removió la carne del estofado y los guisantes buscando un trozo que le abriera el apetito. Tenía la garganta cerrada y sospechaba que no probaría bocado. Se preguntaba dónde le desterrarían. «Seguramente a la frontera, a Pirineos o al norte» se mortificó.
—Bueno, sea lo que sea, no acabará tan mal como crees —Juliette le besó—; pero si no comes, seguro que será aún peor.
—Imposible, he conseguido fastidiar al jefe del gobierno y al de la oposición de una tacada. —Intentó sonreír y sólo consiguió que sus labios forzaran una mueca triste—. De acuerdo, tienes razón.
—Después de todo, Lépine te mantuvo ayer en el cargo, ¿no?
Clouet no se sintió con fuerzas para rebatirlo, no quería desanimarla más. Que el Viejo estuviera de su parte —si realmente lo estaba— no significaba nada; aunque los nombramientos y destituciones fueran competencia suya, no se opondría demasiado a una decisión de sus directores, que tenían hilo directo con el ministro del Interior y con el ministro de la Guerra. Para Lépine, Clouet era sólo un peón que el enemigo le quitaba y su único interés sería tornar esa pérdida en ventaja.
«Necesito que resuelva este caso, Clouet —le había pedido el Viejo—, y mejor que sea pronto». Bien hubiera podido añadir que si el comisario no lo cerraba rápido, otro lo haría por él. Una semana, semana y media a lo sumo, no necesitaba más. Por desgracia, no se le ocurría cómo prolongar lo inevitable.
«Hable sólo de lo que esté completamente seguro», le había aconsejado. Y en el affaire Bonancieux, ¿qué sabía con certeza? Nada en absoluto. Así que se presentaría en el despacho de Pelousse con las manos vacías. Pescó un guisante con el tenedor y le dio la vuelta. Si tenía que dejar las conjeturas en el tintero, no había mucho que contar. Por no hablar de la implicación de Poincaré, la soga con la que el director intentaría ahorcarle.
«Por la justicia», había brindado el prefecto. Eso tenía que significar algo, el Viejo era de los que no pescaba sin caña. En el lenguaje críptico de quien no podía desautorizar a sus subordinados, había enviado al demonio a Pelousse y Montsagasse y le había pedido que él también lo hiciera. Claro que luego, las patadas a Lépine se las darían en el culo del comisario.
«¿A quién voy a engañar?», suspiró. Los directores querían quitárselo de encima porque sabían que nadie le defendería, porque era una víctima fácil. Lo de menos era la muerte de Bonancieux, de lo que se trataba era de hacer sitio en el escalafón para colocar en su lugar a uno de sus favoritos, a alguien más dócil.
El comisario se perdía en la esgrima política, en el arte de la parada y la estocada, pero que Pelousse le hubiese convocado a su despacho y Montsagasse no le hubiese imitado le daba muy mala espina. Lo único que hacía soportable a ambos directores era que se odiaran tanto entre ellos y que bastara que uno dijera blanco para que el otro respondiese negro.
Notó un ligero tirón en la pernera y vio a la niña de pie junto a él, mirándole con esos ojos que estaban hechos de mar brumoso. Clouet sintió que la sangre le hervía en las venas.
—No nos vamos a rendir, ¿verdad, Catherine? —la sentó en sus rodillas—. Hoy no.
Clouet dejó que su hija jugara con su bigote.
—Siempre hacen lo contrario de lo que quiere el otro, ¿sabes? —murmuró. Si uno de los dos le defendía, Lépine tendría un argumento para no defenestrarle. Besó en el cuello a la pequeña y la lanzó hacia el techo para recogerla en el aire.
—Ha terminado de comer ahora mismo, te va a manchar —le regañó Juliette.
—No importa.
Había empezado a rondarle una idea por la cabeza, una llamita de esperanza, un plan loco. ¿Qué perdía si, al contrario de lo que aconsejaba el Viejo, le ofrecía al director justo lo que deseaba?
Descolgó el teléfono y engoló la voz al dar a la operadora su nombre y rango para que diera prioridad a su llamada.
—Necesito hablar urgentemente con el señor Montsagasse, director de la policía de París, Cité 117 —pidió. La llamada de retorno sonó poco después.
—Está saliendo por la puerta —le informó su secretario.
—¿Puede avisarle, por favor? Tengo una novedad en el caso Bonancieux que le interesará.
Por el silencio, pensó que el ayudante habría colgado sin más, pero fue la voz de Montsagasse la que escuchó a continuación.
—Me iba a comer, Clouet, ¿qué es eso tan urgente que no puede esperar a la tarde?
—Verá, señor, como me ha citado el director Pelousse y no sé si tendré la oportunidad de ponerle antes al corriente…
Era bastante burdo, claro, él no era un pelota acostumbrado a las sutilezas, pero Montsagasse tampoco las esperaba, seguramente. Lo que importaba era el mensaje: en esa particular guerra que mantenían ambos directores, Clouet estaba de su parte y no del lado de Pelousse. Y el director entró al trapo como un toro bravo.
—No sabía que hubiera novedades. —El tono de su voz cambió de repente, se hizo almíbar.
—Las hay, señor, es posible que tengamos una descripción del asesino. Por eso pensaba que le gustaría conocer los detalles de primera mano… ¿A las cuatro y media, dice? Si pudiera ser un poquito antes… Sí, sí, a las tres y media estaré en su despacho.
Juliette le miró con asombro, un poco asustada. ¿Qué mosca le había picado? La única opinión de su marido por la que ella no se atrevía a poner la mano en el fuego era, precisamente, cuál de los directores le caía peor. Si le pedía una entrevista a Montsagasse es que aquello no iba nada bien.
—Ay, André, me estás dando mucho miedo.
—No te preocupes. —Volvió a besarle la frente y, por animarla, se llevó a la boca un trozo de carne—. Está muy buena, de verdad, pero tengo que irme.
Juliette suspiró, ya se lo había advertido su madre: «No te cases con un policía, sólo te traerá disgustos a casa». Clouet no le prestó atención, bajaba ya las escaleras con la cabeza en otra cosa.
Llegó al despacho de Montsagasse con las campanadas de la media. Había hecho tiempo en la plaza del Ayuntamiento porque no quería que le fuesen con el cuento al director Pelousse. Sus opciones —y eran de una flaqueza aterradora— pasaban porque la reunión con el rival no saliera a la luz antes de tiempo.
El director no había dejado de darle vueltas a la llamada del comisario. «Ese pobre tonto está desesperado, claro, sabe que tiene los días contados y necesita mi ayuda», se repitió satisfecho. Se alegraba, por una vez, de haber resistido el impulso de ponerle en un aprieto, así no habría duda de quién había pedido el favor. No es que Clouet le sirviera de mucho, la verdadera fuerza estaba en las comisarías de distrito, que se relacionaban con los subprefectos e, indirectamente, con el alcalde. La brigada criminal, a pesar de lo que pudieran pensar los profanos, era una hoguera en la que se quemaban, uno tras otro, los que no podían medrar. Antes o después, un caso se torcería y la prensa pediría la cabeza del comisario de turno.
«Bah, hasta un peón puede comerse un rey, a veces», sonrió. Por eso no había que despreciarlo, sino hacerle saber a quién le debía la salvación. Había sido un golpe de fortuna que le llamara a él, así comería de su mano y no de la de Pelousse. Y, después de todo, el nuevo acólito venía con un presente bajo el brazo, una primicia que reforzaría su posición frente a su valedor, el ministro de la Guerra, en la carrera por suceder al Viejo. Estaba tan contento que, excepcionalmente, invitó a Clouet a sentarse cuando entró en el despacho.
—André, André, amigo mío, cómo me he alegrado de su llamada. Sabe que mi puerta está siempre abierta para usted, ¿verdad?
—Me consta, señor.
Estuvo a punto de añadir, con ironía, que el director era una fuente de inspiración en su carrera, pero ni Montsagasse entendería el sarcasmo ni era el momento de hacerlo.
—Así es, así es. —Juntó los dedos, ronroneando de satisfacción—. ¿Y qué tiene para mí?
—Una nueva pista, señor. Un hombre fue a buscar a Bonancieux a su casa la mañana del sábado. Viajaron juntos a Orleans y regresaron en el día. Sin duda se trata de la última persona que lo vio vivo.
El director no movió un músculo de la cara. ¿Ésa era la gran revelación? Esperaba bastante más, una detención inminente, un desenlace aparatoso. Aguardó con cautela, el comisario no era tonto, algo más debía de haber.
—Se está usted guardando algo.
—La investigación ha dado un vuelco.
—¿Por el móvil?
—Entre otras cosas, todo apunta a que se ha producido un robo.
—¿Ve cómo había descartado demasiado pronto al vecino de la buhardilla, al estudiante? —gruñó Montsagasse, sin ocultar su decepción—. Afortunadamente, le tenemos todavía preso.
—En realidad, ése no llega ni a ladrón, le mantenemos bajo arresto para callar a los periodistas.
El director asintió: al fin había espabilado el comisario, lástima que fuese tan tarde para él, ya no conseguiría hacer carrera en París.
—¿Qué robaron? —preguntó Montsagasse, por compromiso, y ésa era la señal que Clouet estaba esperando.
«Allá vamos», respiró hondo el comisario. La verdadera razón por la que a los superiores había que darles sólo lo que necesitaban y no lo que deseaban, era que ya se ocupaban ellos solos de suplir lo segundo con su imaginación.
—Documentos, señor director. Bonancieux era corresponsal de alguno de nuestros mejores científicos e industriales, gente muy relevante. Estamos intentando descubrir qué falta y la importancia que tienen.
—¿Documentos científicos? —Montsagasse dio un bote en su asiento—. No estaría trabajando para el Ejército, ¿verdad?, eso sería espantoso.
La cara del director indicaba otra cosa, los ojillos le brillaban de alegría. Por enojoso que pudiera ser otro escándalo de espías, como el de ese judío alsaciano, era su oportunidad de obtener el reconocimiento del gobierno y, ¿por qué no?, también un puesto en el gabinete. Su mirada se perdió en el horizonte, en los libros de historia que reconocerían a Montsagasse como un baluarte de la Tercera República, como el hombre que había desbaratado la peligrosa conspiración de los prusianos y aunado a su alrededor a todos los partidos políticos en tiempos decisivos. Por momentos, veía en su solapa el botón rojo de la Legión de Honor, concedida por apresar al espía y recuperar para la nación el arma decisiva que haría morder el polvo a los alemanes. Si Clouet le hubiese dicho que el asunto Bonancieux era un simple robo desafortunado y no un complot internacional, habría sido quitarle el caramelo a un niño.
—No sabemos, señor, pero si quiere que hable con los militares o que les pase el caso a ellos…
—Ni hablar.
El comisario disimuló la alegría con una máscara de aflicción. El espionaje era competencia del Deuxiéme Bureau, así que Montsagasse le mantendría al frente de la investigación hasta que pudiera cobrar los réditos ante el ministro. No una ni dos, con la teoría de los documentos robados tenía al menos para tres semanas.
—Convendría actuar con cautela, señor. No sería prudente hacer demasiado ruido antes de tiempo.
—Sin duda.
Montsagasse ya no escuchaba. Un caso de espionaje, qué broche tan brillante para su carrera en la Prefectura. Definitivamente, tenía que saltarse al Viejo y darle esquinazo a Pelousse. Cuando el ministro de la Guerra recibiera la primicia y se la presentara a Combes, la batalla por la Prefectura no tendría rival.
—¿Y dice que faltan documentos importantes?
«¿Cómo vamos a saberlo, si faltan, imbécil?», pensó Clouet, pero puso cara de gravedad. El director no debía saber que Bonancieux era un alquimista y que los cuadernos desaparecidos ilustraban sus experimentos.
—Estamos investigándolo, señor director, trabajamos en ello día y noche. Incluso he mandado al inspector Trifon a Bretaña, a la finca del muerto, a ver qué averigua allí.
—Convendría que no fuera muy explícito con la marcha de la investigación. No debemos alarmar prematuramente a nadie con el robo de secretos de Estado.
—Como usted diga.
—Muy bien, muy bien, siga así, André. Estoy muy satisfecho con sus progresos.
Clouet salió del despacho sin dar crédito a su suerte. Esperaba excitar la curiosidad del director y ponerlo de su lado, pero aquello había superado con creces cualquier expectativa. «¿Secretos de Estado?», bufó. ¿Qué folletín estaría leyendo Montsagasse para fabularse él solo algo así? ¿Y cómo había llegado un sujeto como éste a director de la policía? En fin, se dijo, lo importante era que una hora antes estaban a punto de destituirle y había sobrevivido a la primera escaramuza. Claro que, cuando el asunto se resolviese, Montsagasse se molestaría un poco. «O no —pensó después—, ¿a quién le apetece reconocer que se ha tragado el sable hasta la empuñadura?».
Recorrió despacio el largo pasillo que separaba el despacho de los dos directores, cada uno en un extremo. La reacción de Montsagasse le había hecho recuperar la confianza; el segundo asalto no sería tan sencillo, pero creía tener las armas necesarias para salir victorioso.
Pelousse no le recibió con tantas atenciones, no se dignó a levantar la vista del legajo ni le ofreció asiento. Era algo que Clouet ya esperaba, al director le gustaba minar la fortaleza de sus subordinados con ese método; por eso dejó pasar el tiempo concentrado en los cuadros del despacho, viejos bodegones flamencos confiscados en las campañas napoleónicas, y en los libros de derecho que adornaban las estanterías. Quizá por eso, no oyó al director cuando condescendió a hablarle.
—¿Se aburre, comisario? Le preguntaba que si sabe por qué le he llamado.
—Perdone, como estaba tan ensimismado con sus papeles… Pues, a juzgar por los rumores que circulan, señor, me ha convocado para destituirme; pero supongo que simplemente quiere saber las novedades del caso Bonancieux.
—Ah, ¿y qué le hace creer eso?
—Que las habladurías interesadas no suelen tener fundamento, señor.
—¿No conoce el refrán? Cuando el río suena, agua lleva.
—Éste es un caso menor y, considerando mi hoja de servicios, pondría el listón demasiado bajo a mi sustituto. —Clouet se puso de puntillas instintivamente para ganar altura—. Si me echan por esto, acabarán cambiando de comisario en la brigada como de camisa.
—Un asesinato no me parece un caso menor —las orejas de Pelousse enrojecieron de ira—, todo lo contrario. Me atrevería a decir que esas palabras indican cierta negligencia, casi diría deslealtad con esta Prefectura. De hecho, me consta que no se han completado ciertas diligencias que involucran a un político de la oposición, diligencias que habrían cambiado el caso por completo.
«Ahí queríamos llegar, claro», comprendió el comisario. Pelousse, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, lanzó todos sus reproches en cascada, sin reservarse nada: menosprecios que sólo habían existido en su imaginación, antiguos desplantes, gestos despectivos y miradas prepotentes. Con puñetazos sobre la mesa para remarcar su enfado, el director sacó a relucir las cien razones que tenía para expulsarlo de la Policía. Clouet no intentó rebatirlas antes de tiempo, había tenido ocasión de estudiar a su superior y conocía su carácter explosivo y colérico, como la espuma del sifón; con un poco de suerte, cuando perdiese la fuerza, la reprimenda se quedaría en nada y, si no, era preferible no calentarle más.
—En atención a que es usted padre de familia, resolveremos su situación con un traslado, ya veremos dónde. Por supuesto, siempre que colabore, y que firme esta declaración.
Clouet se acercó al escritorio para recoger el papel que le tendía el director. En realidad, no necesitaba leerlo para saber su contenido; hacía días que Pelousse preparaba esa maniobra. ¿Lo había hecho por iniciativa propia o aleccionado por el ministro de Interior, el único que sabía dónde se encontraba el senador entre las nueve y la medianoche del día del crimen? Respiró hondo, era su turno.
—Verá, señor director —respondió con dignidad—, hay tres razones por las que no voy a firmar esta carta.
»La primera, porque no es cierto que haya dado trato de favor al señor Poincaré, como ahí se afirma. Si no le llevé a comisaría para interrogarle, fue sólo porque así me lo ordenó usted mismo, y así lo sostendré ante los tribunales y los periodistas. Eso, en cualquier caso, no significa que haya actuado con negligencia, pues sin contravenir las instrucciones, realicé discretamente las pesquisas necesarias hasta confirmar que el senador no había jugado ningún papel en aquel crimen.
»La segunda razón es, precisamente, que si lo que usted pretende es favorecer al gobierno implicando al senador en el asesinato de Bonancieux o destapar sus aficiones de los sábados por la tarde, el favor será muy flaco. En el caso de que se mantenga en esa línea, el que acabará cesante o en una gendarmería perdida de Normandía será usted mismo, ya que Poincaré tiene coartada y, además, no fue el único político al que mademoiselle Boileau recibió aquella noche.
—¿A quién más? —El director estaba pálido como un cadáver.
—¿Quién va a ser? Al presidente del Consejo, el ministro Combes.
—Eso es imposible —balbució el director, y una gota de sudor apareció en su frente.
—¿Por qué no le llama para preguntárselo? —le desafió—. Recuerde, el 28 de mayo entre las nueve y medianoche. ¿Qué se apuesta a que le responde que es un secreto? Vamos, atrévase, hombre.
Pelousse veía todo de color rojo y su mano, trémula de furia, se lanzó hacia el teléfono, pero se detuvo antes de levantar el auricular. «¿Y si me provoca precisamente porque es cierto?», se le ocurrió en el último momento. Lo fuese o no, con esa llamada, su carrera política habría acabado para siempre.
—¿Y la tercera razón?
—La tercera es que ni a usted ni a mí nos conviene que esto vaya a más, ninguno de los dos saldría bien parado. Y la diferencia a mi favor es que, en el peor de los casos, yo siempre puedo dedicarme a fabricar sombreros.
Pelousse, muy a su pesar, tuvo que admitir su derrota. Destituir a Clouet era abrir la caja de los truenos; y trasladarlo, casi lo mismo.
—Es usted un chantajista.
—Veo que nos entendemos, señor director.
—Perfectamente, Clouet. Recuerde sólo que los gobiernos pasan y los pecados se olvidan, los odios no. La extorsión de hoy la pagará mañana.
—Lo recordaré, señor director. ¿Desea que le ponga al corriente de las novedades del caso Bonancieux?
—Deseo que se vaya usted a la mierda —gritó Pelousse.
Clouet se permitió media sonrisa, inclinó la cabeza —aunque no demasiado— y salió del despacho con la espalda erguida. «¿Necesitaba dos semanas? Y hasta seis meses, si quiero», pensó mientras tarareaba una canción. Estaba seguro de que el director Pelousse no le volvería a preguntar por el asesinato de Bonancieux nunca más.