5
Jícaras y picatostes

—El comisario Clouet, madame —anunció Pauline.

—Hágale pasar, tomará el chocolate con nosotros.

André Clouet entró en el salón con paso firme, pero se detuvo, un poco azorado, al ver que la vizcondesa tenía visita. Besó la mano que le ofrecía Violeta y se volvió hacia el hombre que ella le presentaba. Era un caballero de unos cuarenta y cinco años, más alto y menos ancho de lo que parecía a simple vista; tenía la cara alunada, la frente despejada y unos ojos ligeramente rasgados que le daban un aspecto pícaro. Sus mofletes, perfectamente rasurados, desbordaban el bigote y la elegante perilla entrecana ron la que intentaba dar un toque de seriedad a su rostro.

Monsieur Poincaré.

—Es un honor conocer a tan ilustre científico —le estrechó la mano.

—¿Sabes, Violeta querida? Llegaré a presidente de la República y me seguirán confundiendo con Henri —dijo el hombre con sorna.

—Qué torpeza la mía, comisario —se disculpó ella—, le presento al senador Raymond Poincaré. El científico es su primo Henri.

Clouet enrojeció violentamente y balbució una excusa que Raymond cortó de raíz.

—No faltaba más —se rió—, no es usted el primero ni será el último, y mi primo está encantado con estos equívocos, yo soy mucho más apuesto.

—Violeta comenzó a hablar a borbotones y, para deshacer la tensión causada por el malentendido, puso al senador al corriente del crimen del domingo anterior. «Terrible, terrible», cabeceaba el político, más escandalizado según avanzaba el relato.

—Seguramente el comisario trae alguna novedad, ¿no es así? —La anfitriona le ofreció el plato de picatostes dando por zanjado el incidente.

A Clouet la pregunta y el ofrecimiento le pillaron probando el chocolate, demasiado espeso para su gusto, y se limpió apresuradamente los bigotes con la servilleta antes de que le fraguara en ellos.

—Lo cierto es que traigo más preguntas que respuestas, madame.

No acostumbraba a compartir sus pesquisas con sospechosos ni testigos, por eso se limitó a contar que habían localizado a la modista, quien no había visto a Colette desde la partida de cartas del domingo anterior. También habían encontrado las habitaciones de la criada en un sótano de la calle Ormasson, donde sólo había cuatro muebles desvencijados y un armarito con tres trapos viejos. Ni en un lugar ni en el otro había indicios de las actividades clandestinas aventuradas por Pauline. Durante el interrogatorio, Geneviève Ginoux lo negó todo.

—Esa mujer está hecha de hierro —admitió Clouet—, pero me inclino a pensar que no sabe nada de los trapicheos de Colette o, más probablemente, que sólo han ocurrido en la imaginación de su criada.

—¿Quiere hablar con ella otra vez?

—Quizá más tarde.

En una cuestión como aquélla, todo eran insinuaciones, medias verdades y sobrentendidos; probablemente, Pauline había interpretado como ofrecimiento lo que sólo era una simple advertencia. A fin de cuentas, la chica tenía la cabeza llena de pájaros.

—No lo sé —sonrió Violeta—, es tan inocente para unas cosas y tan madura para otras…

—Si usted lo dice, madame. De todas formas no hemos descartado este asunto tan escabroso ni su posible relación con la desaparición de Colette. La policía no renuncia a nada hasta que el fiscal acusa y el juez dicta sentencia. He hablado con mademoiselle Boileau y sus criadas por si recuerdan algún ruido en el piso de abajo que nos dé una pista sobre la hora del crimen… ¿Conoce usted a mademoiselle Boileau? —le preguntó a Poincaré en el tono más inocente que pudo y casi se le escapó una sonrisa, al verlo enrojecer hasta el cuello de la camisa.

—No, no, no creo —murmuró.

—Es una joven muy bonita.

—¿Y ha hablado usted con ella? —intervino Violeta, porque Raymond parecía a punto de atragantarse.

—Hablar con es un decir, ha hablado ella sola y por los codos, pero de casi nada que mereciese la pena.

—¿Casi? —El rostro de Poincaré pasó del encarnado al blanco.

—Bueno, mademoiselle Boileau es… —titubeó el comisario—, digamos que tiene numerosas amistades masculinas. Una de ellas estuvo aquí el sábado por la tarde.

La mirada de Poincaré se perdió en su taza de chocolate. «Lo sabe todo —gimió para sus adentros—. Anabelle me ha traicionado». No, seguro que había sido Loumel o alguna de las criadas, esas urracas capaces de vender a su madre por un sou. Alguna le habría contado al comisario que subía de rondón al piso de arriba cuando salía de casa de la vizcondesa y que él era la visita inconfesable de aquel sábado.

«¿Qué hago ahora?», se mordió el labio. Si aquello trascendía, los periódicos del gobierno harían leña de él, criticarían su hipocresía, publicarían su foto junto a la de Anabelle y rescatarían de las hemerotecas sus discursos vibrantes sobre el triunfo de la moral, de la ley y el orden. La coalición izquierdista se frotaría las manos: cada vez que él subiese a la tribuna para flagelar al gobierno del débil y apocado Émile Combes, alguien sacaría a colación su relación con mademoiselle Boileau. Igual que Clemenceau se había visto relegado al ostracismo durante años por el asunto del Canal de Panamá y sólo ahora comenzaba a levantar cabeza, a él le esperaría una larga travesía del desierto con el crimen de la avenida Montaigne. Su aureola de honestidad, su brillante carrera —había sido el ministro más joven de la República—, su firmeza, su moderación ejemplar en unos tiempos de tanto fanatismo, o su liderazgo para aglutinar a los conservadores bajo una misma bandera frente a la amenaza teutona: todo se vendría abajo si se publicaba su relación con Anabelle; quedaría como un senador falsario que proclamaba la vida familiar durante el día y abrazaba el libertinaje por la noche.

¿Podía confiar en el comisario? Después de todo, el presidente del Consejo de Ministros ostentaba la cartera de Interior y, por tanto, era su jefe nominal. No le costaba mucho imaginar a Combes convocando al prefecto Lépine a su despacho del Hotel Beauvau para darle instrucciones sobre la investigación.

—¿Estás en las musarañas, Raymond? —La mano de Violeta sobre la suya le sobresaltó.

—No, no, os escucho. —Era evidente que no había sido así.

—Le decía al comisario que nunca discutí con madame Loumel. —Dio un sorbito a su chocolate para darle emoción—. En realidad, ella se limitó a gritar en el descansillo, porque Augustine, la pobre, se negó a abrir la puerta.

—No sabía que te hubieras peleado con nadie.

—Es una vieja historia, Raymond, pero el comisario está empeñado en saber todo de todos.

No le tenía antipatía a esa muchacha, bien al contrario, le daba pena. A quien no aguantaba era a la bruja —Violeta se negaba a llamar señora a una celestina—, Odile Loumel, si es que ése era su verdadero nombre. Había engañado a la chica haciéndole creer que no se dedicaba a un oficio, sino a un pasatiempo digno, honrado y divertido, casi noble. ¿Qué había de malo en recibir a próceres, a aristócratas, a grandes industriales, en juguetear con ellos, dictarles caprichos y aceptar sus regalos? Rameras eran las mujeres zafias que se ofrecían en los soportales de Les Halles o en las callejuelas de Pigalle, las que no tenían dientes, sino encías negras a causa de las enfermedades venéreas, las de carnes flácidas, las que se dejaban gobernar por proxenetas patibularios que sacaban la navaja por un cruce de miradas, las que se sometían a los borrachos, gordos y sucios de la ciudad, las que arruinaban su vida con la absenta y el opio. Anabelle, en cambio, con su cara de madonna, su piel nacarada, sus ojos inocentes, su risa cristalina y su voz dulce, no era prostituta; ella recibía a los hombres como las cortesanas en Versalles, como las marquesas que habían sido amantes de reyes, como las duquesas que cambiaban de galán cada tres días, como una sacerdotisa de un rito hedonista; ella era, en realidad, una heroína, la Marguerite de La dama de las camelias. Y entretanto, la alcahueta y sus dos comadres le chupaban la sangre; eran tres páranos que se alimentaban de su juventud, de su belleza, de la inocencia, cada vez menor, de Anabelle Boileau.

Todo eso le había dicho a la joven, quizá con mejores palabritas. Intentaba quitarle la venda, abrirle los ojos, despertar su conciencia, hacerle ver que no siempre tendría la piel suave, que una mañana descubriría en el espejo su primera arruga, su primera cana, su primera ojera y que no entraría en el corsé. Desde ese momento, casi sin darse cuenta, los pretendientes que antes se rendían a sus pies dejarían de visitarla y satisfacer sus antojos. ¿Qué sería de ella entonces? ¿Qué haría cuando se encontrara sola y sin dinero? ¿Se convertiría en una Pascale o una Francine, en la criada de otra meretriz, o caería tan bajo como para buscar ella misma una víctima inocente a la que corromper, como una renacida Odile Loumel?

—¿Eso le dijiste? —Poincaré se sintió desconcertado por las palabras de Violeta. «Pobre niña», pensó.

—Algo así.

—No te creía tan moralista.

—Sabes que, en general, soy muy tolerante; simplemente me repugna la esclavitud y no soporto a los que viven de ella.

Violeta no confiaba en que Anabelle le hiciera caso, sólo pretendía sembrar una semilla de cordura que germinara en su conciencia mientras aún estaba a tiempo, que antes del fatídico día en que el ama de llaves la desvalijara y arrojara a la calle, o que la vendiera a cualquier chulo, Anabelle recordara aquella conversación y recapacitase.

—Naturalmente, a esa mujer mezquina no le gustó que hablara con su pupila. Comenzó a aporrear mi puerta y a gritar que yo era una… en fin, ya se lo pueden imaginar.

—¿Y no le preocupa cruzarse con ella en el portal? —quiso saber Clouet—. ¿No se la ha encontrado desde entonces?

—Alguna vez, pero ¿qué puede hacer, empujarme escaleras abajo?

Estaba segura de que Odile Loumel lo habría intentado de haberse sabido impune. Sin embargo, Violeta rara vez bajaba o subía sola: cuando no la acompañaban el chófer o el portero, eran Ulises o la doncella; y tampoco era una anciana desvalida a la que se pudiese arrojar por la barandilla fácilmente. No tenía miedo de esa arpía, sólo sentía lástima por sus presas.

—Y no vivirán mucho más tiempo aquí, se lo aseguro —chasqueó la lengua—. Se irán en cuanto le vean las orejas al lobo, o sea, al subprefecto Deschambres.

Hasta ese momento habían conseguido no escandalizar a los vecinos, pero las amistades de mademoiselle Boileau comenzaban a despertar algo más que sospechas. No era sólo que el servicio lo formaran mujeres tan dudosas como aquéllas, sino que los visitantes no parecían ni amigos ni familiares de la señorita. Si recibía a un notario, al día siguiente salía a pasear con un sombrero nuevo de pluma de avestruz; cuando la visitaba un magistrado, presumía de colgante; y si el que subía era un embajador, estrenaba pendientes.

Mademoiselle Boileau y Odile Loumel vivían de la discreción, no les interesaba que se supiese que regentaban una casa de lenocinio; y cuando los vecinos comenzaban a darse cuenta de lo que sucedía de puertas adentro y se interesaban por la identidad de los invitados, el negocio corría peligro. ¿Quién quería que su nombre acabara circulando en los mentideros de París?

Una clientela selecta como la suya no se podía permitir el escándalo y la mejor forma de mantener la reserva era trasladarse continuamente de un sitio a otro cada cierto tiempo.

—¿Cuánto tiempo hace que viven aquí?

—No llega al año.

—¿Y cómo se llevaban con el difunto?

—Comisario, ningún vecino habla mucho con ellas y hay quien ni siquiera las saluda ya. Me extrañaría mucho que esas mujeres o sus clientes tuviesen algo que ver con la muerte de Bonancieux. De hecho, si lo piensa, esta situación no es buena para su negocio, mientras no se resuelva el crimen y la policía ronde por aquí, nadie se acercará con tranquilidad.

Poincaré engulló el resto de un picatoste para replicar. Le molestaba que su pasión por Anabelle fuera vista por los demás como mero comercio carnal.

—¿Y estás segura de que es una mantenida? —insistió. A fin de cuentas, una joven podía tener varios pretendientes hasta decidirse por el adecuado.

—Raymond, como decimos en mi tierra, baja del guindo —se burló Violeta—, si los pretendientes fueran muchachos jóvenes, le otorgaría el beneficio de la duda; pero son todos hombres maduros, hombres seguramente casados y de buena posición. Lucien, el portero, los conoce a casi todos, y líbreme Dios de saber sus nombres. Dime tú si no es una… ¿cómo las llaman, cocottes?

—¿Tan notorio es? —Poincaré parecía al borde de la apoplejía, ¿por eso la media sonrisa del portero cuando él subía?

—Sí lo es, sí. ¿O acaso te parece normal que cada día de la semana venga a buscarla un coche distinto?

Aunque el verdadero indicio era su regreso a altas horas de la noche, cuando el portal estaba cerrado, la gente decente recogida en su casa, y siempre acompañada por un caballero embozado.

—Qué observadora —se le escapó a Clouet.

—Joven, si quiere llamarme cotilla, no se prive de hacerlo —le fulminó con la mirada—, no me voy a ofender.

Ella no era una fisgona, simplemente estaba al, tanto de lo que sucedía a su alrededor porque no estaba ciega ni sorda, porque ya no dormía como antes y mataba el tiempo leyendo un libro en su butaca favorita. Si un coche se detenía frente a su casa o en la plaza, miraba; si alguien decía un nombre en voz alta, lo oía.

—No me escondo tras los visillos; mientras no me afecte, que hagan lo que les dé la gana —le apuntó con el dedo—. Y, mientras puedo, no lo hago asunto mío.

—Le pido disculpas, madame, no era mi intención…

—Oh, demonios, ¿lo ve? Si de verdad fuera chismosa, le preguntaría cómo le ha ido con los otros vecinos.

El comisario lanzó una carcajada, y entró al trapo con benevolencia. Tampoco había sacado nada del comerciante Javrès o del coronel Montluison, ni del vecino de éste, el profesor Fontanelle. El criminal había actuado como un fantasma: había subido hasta el segundo sin que le viera el portero —probablemente por la escalera de servicio— y había abierto la puerta sin forzarla; e incluso, había degollado al dueño sin que se le escapara un grito. Era un crimen extraordinario.

—¿Y no tienen ninguna noticia de Colette?

—Ninguna, madame.

—Me apura un poco decirle esto, comisario: creo que está muerta.

—¿Por qué dice eso?

Violeta suspiró, ¿cómo explicar una intuición?

—Porque soy vieja, comisario —abrió los brazos y los dejó caer. Eran muchos detalles, algunos intangibles, y no estaba segura de poder explicarlos bien. Su ropa y sus cosas, por ejemplo, cuidadosamente colocadas en los cajones de la cómoda—. Aceptando por un momento que Colette pudiese ser una delincuente —y eso era algo que le costaba admitir—, no era plausible que huyera con lo puesto, sin guardar en una maleta algún vestido, las fotografías de sus padres o sus escasas joyas, un pasador, un broche… y más sabiendo que ya no podría volver. Para una criada, dueña de tan poco, abandonar sus propiedades era un lujo que sólo podía permitirse si su vida estaba en juego y tenía que salir precipitadamente.

—¿Usted cree, madame?

—Comisario, no siempre he tenido un título nobiliario, yo sé lo que es vivir con estrecheces. Además, si Colette hubiese sido la asesina, la muerte de Bonancieux habría pasado desapercibida, porque disponía de todo el tiempo del mundo para prepararlo. No necesitaba huir con tanta prisa. Los vecinos se habrían enterado de la muerte de Bonancieux al cabo de las semanas, por el olor.

—No necesariamente. —Clouet se pellizcó el bigote, el debate con la vizcondesa era una delicia y buscó alguna objeción por el simple placer de continuarlo—. Las dos puertas estaban abiertas, así que pudo verse sorprendida por la llegada de Pauline y tener que salir apresuradamente. O es una maniobra para distraer nuestra atención y hacernos creer que le ha pasado algo malo. No se peina igual la ciudad en busca de una víctima que de un sospechoso.

—¿Y para qué iba a abrir las dos puertas, comisario? Si ella estaba dentro y Bonancieux muerto, ¿para qué abrir? Si alguien hubiera llamado, Pauline mismo, le bastaba con quedarse quieta y simular que no había nadie en la casa. Y, perdóneme, tampoco creo que Colette dejara sus cosas atrás para engañarle a usted, comisario. Para una mujer como ella, humilde y ya mayor, los recuerdos son irreemplazables: un broche no es un broche, es quién te lo regaló o cuánto tiempo ahorraste para comprarlo, ¿me entiende? Sé que son manías de vieja y que a usted le parecerán tonterías, pero así es como pensamos a partir de cierta edad. Ningún dinero puede compensar un recuerdo perdido.

—Me parece que lleva razón, madame. Por favor, continúe.

—Pues entonces, déjeme volver al motivo del crimen —se envalentonó.

¿Cuál era? A Violeta le costaba imaginarlo: ¿acaso monsieur Bonancieux la hacía trabajar demasiado? No tanto, a juzgar por el polvo en las estanterías de la biblioteca. Y si Colette hubiese tenido alguna queja de su patrón, haría mucho que habría llegado a oídos de Blanche, la cocinera, o de Augustine, su doncella. Una criada siempre acababa confiándose a otra, y más si son vecinas. Se cubrían entre ellas, intercambiaban consejos, se prestaban ayuda, se hacían confidencias… y un día, sin darse cuenta, a alguna se le escapaba la queja delante de su señora.

—Les aseguro que Colette era feliz en esa casa.

—Quizá su amo se enteró de su otro oficio y decidió denunciarla.

—Usted mismo ha dicho que no han encontrado ninguna prueba de eso. —Violeta movió la cabeza, desechando esa idea.

No había más testimonio de eso que el de Pauline, y tampoco ella —se lo había confesado después— estaba segura de haber interpretado correctamente a Colette. Violeta no se la imaginaba dando vinagre a las embarazadas ni hurgando en su vientre para eliminar la causa de sus problemas. «No, no me convence», se reafirmó. Además, ¿qué ganaba? Nada, o más bien al contrario: el asesinato se castigaba con la guillotina y el aborto con la cárcel; nadie en su sano juicio se arriesgaría tanto.

En cualquier caso, ¿adónde había ido? Era parisina, no se llevaba bien con su familia, su única amiga conocida era la modista. ¿Se habría escapado a la Gascuña, se estaría escondiendo en las tierras de Bonancieux, en Bretaña?

—De nuevo tendrá que confiar en mi intuición, comisario —le sonrió—, se lo digo por experiencia: no se imagina lo que cuesta abandonar el hogar cuando una se hace mayor.

A Poincaré se le escapó una carcajada y tomó la mano de Violeta, para hacerse perdonar.

—Ah, querida, pareces Sherlock Holmes.

A ella no le hizo ninguna gracia, por mucho que a su difunto marido le apasionaran sus novelas, e hizo un mohín de disgusto por la broma.

—Eres un tonto, Raymond.

—¿No resolviste un crimen tú sola una vez, en Cuba?

—Ayudé al juez, nada más —dijo con falsa modestia.

—Ah, eso me lo tendrá que contar, madame —intervino Clouet, sorprendido.

—Quizá en otro momento.

—En fin, todo lo que ha dicho tiene sentido. Es usted una magnífica detective.

Poincaré carraspeó, comprobó la hora en su reloj, adujo un compromiso y se levantó.

—Ya me tendrás al corriente de esta historia —se despidió, un poco azorado—. Ha sido un placer, comisario.

Clouet imaginó que el ilustre senador subiría sigilosamente hasta el tercer piso en lugar de bajar a la calle; pero encontrarlo haciendo manitas en el sofá de mademoiselle Boileau le pareció la forma más rápida de arruinar su propia carrera profesional.

—¿Se conocen desde hace mucho? —preguntó cuando se quedaron solos.

—Desde que era un chiquillo. —Arquímedes, su marido, y el padre de Raymond, ingeniero de caminos, canales y puertos en la región del Mosa, habían sido corresponsales durante muchos años—. Imagínese qué cartas las suyas, docenas de páginas hablando del fraguado del cemento o de la dureza del acero —se burló Violeta—. Y también se había carteado luego con su sobrino Henri, cuando acabó el bachillerato en el liceo de Nancy y comenzó a mostrar inquietudes por las matemáticas. «Un muchacho brillante, decía de él mi esposo —sonrió al recordarlo—, llamado a grandes cosas». La visita a los Poincaré era obligada siempre que pasábamos por Francia.

—¿Bonancieux era científico o algo así? —preguntó de pronto Clouet.

—No, que yo sepa. ¿Por qué lo dice?

—Por sus libros —mintió—, tenía unos libros muy extraños.

—Ah, no me detuve a mirarlos, lo siento.

A Violeta no se le escapaba que el comisario pretendía explorar nuevos caminos pero nada debía asociarla a ella o a Ulises con el muerto. La vida le había enseñado que la palabra menos comprometida era la que no se decía y que, por lo general, cuanto se confesaba para despertar la camaradería e inspirar confianza, con el paso del tiempo se volvía en contra de uno. No, no sería ella la que confesase conocer las aficiones de su vecino, ¿cómo podría hacerlo sin desvelar que había entrado en su casa cuando ya estaba forzada la cerradura del laboratorio?

—¿De verdad cree que Colette asesinó a su señor?

Clouet se tomó tiempo antes de responder. En circunstancias normales, aquel interrogatorio debería haberlo hecho Trifon o cualquier otro inspector, incluso un simple sargento; y ahí estaba él —con desfalcos, robos y otros delitos sobre la mesa y el Viejo ansioso por cerrarlos—, tomando un chocolate y charlando amigablemente con la vecina del difunto. ¿Cuántas normas había roto ya?

—No lo sé, madame. Mi instinto me dice que no, pero sería mal policía si sólo hiciese lo que me dicta el olfato y me olvidase del procedimiento.

Ella sacudió la cabeza, Colette no era una alcahueta, ni una curandera, ni una partera siniestra. Esas cosas transcendían, al final alguien cometía una indiscreción y se hacía de dominio público. Hasta donde ella sabía, la criada era una buena mujer, trabajadora, abnegada, una de tantas con la mala suerte de tener que enfrentarse ella sola a la vida.

—Quisiera pedirle un favor. —El comisario bajó la voz, misteriosamente.

—Usted dirá.

—Me gustaría saber qué opina de los vecinos.

—Ay, joven, no me pida que me embarre yo sola. Bastante me critican algunos para que, encima, me puedan acusar de entrometida.

Además, ¿qué relación podía haber entre los vecinos y Bonancieux? El muerto nunca había dado muestras de estar enamorado de mademoiselle Boileau, por ejemplo. Él no era de esos hombres (si el comisario la entendía), no se apostaba a la puerta de las chicas, no les regalaba flores, ni sentía celos de quienes las cortejaron. Y por muy mal que se llevase con Odile Loumel, ¿no era eso precisamente lo que habría querido esa bruja, otro cliente para su pupila? Por muy poco que le gustasen las vecinas del tercero, no imaginaba a ninguna rebanándole el cuello a la víctima.

Y el caballero Riquet, vicenosequé del colegio de abogados, no salía de su casa ni los domingos para ir a misa, ¿qué motivo podía tener para encargar el asesinato de Bonancieux? Es Un disparate, un completo disparate.

—Siempre puede existir una conexión que desconocemos.

—Vamos, comisario —se burló Violeta.

—¿Y Javrès o el coronel Montluison?

—No me haga reír.

No se atrevió a confesar que sí creía a Abélard Javrès capaz de cometer un crimen; a pesar de su carácter aparentemente extrovertido y jovial, de sus modales estentóreos, se adivinaba en el comerciante una persona cruel e iracunda, un ser egoísta y sin escrúpulos. Sin embargo, no le parecía propio de él acercarse sigilosamente por detrás y dar un tajo de cirujano en la garganta; ella se lo imaginaba como un toro, corneando con furia cuanto se pusiera por delante.

—¿Y su esposa, Eloïse?

—Bueno, no parece la Eloísa de Abelardo, precisamente.

—¿Qué quiere decir?

—Nada, comisario, discúlpeme. He hablado de más.

Clouet no pudo evitar clavarle un pequeño rejón: era como esos pastores que tiraban la piedra y escondían la mano —le dijo—, pero Violeta se mostró firme y cambió de piso.

—En cuanto al coronel retirado Clement Montluison —continuó—, es un fanfarrón. —Se teñía las canas y se cardaba el pelo para ocultar su escasez; usaba una faja que le mantenía erguido y ocultaba la cintura que se le desbordaba. Aunque presumía de batallas y actos heroicos, no estaba segura de que hubiese disparado un tiro en su vida. Montluison era patético, tanto que ni siquiera él mismo se daba cuenta.

—¿En serio? He oído que tuvo un romance con Marguerite Fontanelle, la vecina de enfrente, y que puede ser el padre del niño que viene en camino.

—Por el amor de Dios, ¿quién le ha dicho esa estupidez?

Esa mujer amaba a su marido, no había más que ver la ternura con la que le miraba. Los Fontanelle no eran ricos, pero sí felices como nadie en aquel edificio. A veces, cuando veía a Marguerite acercarse calle arriba volviendo del mercado, con un cesto cargado en cada mano, Violeta se hacía la encontradiza en el portal y la invitaba a pasar a casa y descansar un minuto en aquella escalada que se hacía eterna. Marguerite entraba a desgana, sintiéndose obligada por aquella extranjera amable, seguramente demasiado sola, que sólo pretendía un rato de compañía. Estaba lejos de imaginar que Violeta no necesitaba esos minutos de charla, sino su optimismo, su entusiasmo juvenil.

Y la comprendía: Auguste Fontanelle era un muchacho agradable, una buena persona y educado. No despertaba pasiones, no era arrebatador, no era de esos canallas por los que una muchacha suspira mientras no lo padece; y, sin embargo, era uno de esos raros ejemplares que hacía feliz a su esposa con una sonrisa, con una caricia cuando ella lo necesitaba. A Violeta le gustaban los Fontanelle y le recordaban tiempos pasados, le recordaban a su propio matrimonio.

—¿Fue usted feliz?

—La mujer más feliz sobre la tierra. —Su sonrisa iluminó la habitación.

Y de no haber sido por esa maldita guerra con los yanquis, aún seguiría siéndolo. Continuarían viviendo en la cima de una colina, con el mar y las plantaciones a sus pies; él seguiría fumando esos gruesos cigarros al atardecer, con una copa de caña vieja en la mano, ideando nuevos puentes y ferrocarriles, pensando en cosas demasiado complejas para el resto de los mortales. Y ella continuaría sentándose a su lado en ese momento mágico del crepúsculo, apoyando la cabeza en su hombro, sonriéndose; y, sin necesidad de decirse nada, sabrían que la felicidad era ese instante, que les bastaba ese momento al final del día.

—Me engañó —susurró con melancolía—, me prometió que no le pasaría nada y se dejó matar en una guerra que no era la suya.

—Lo siento.

—Perdóneme, comisario, me he puesto sentimental.

—Eso no la hace menos sensata, madame.

«Tampoco menos manipuladora», pensó Clouet. La simpatía que sentía por la vizcondesa no enturbiaba su ojo clínico. No dudaba de su sinceridad, pero había algo teatral en la forma de contarlo. «Se guarda algo», se dijo a sí mismo. La señora De Guevara utilizaba la técnica del calamar: retirarse y arrojar una nube de tinta a su alrededor.

—¿Puedo pedirle ahora yo un favor, comisario?

—Si está en mi mano…

—¿Le apetece fumar?

—Fumo muy poco, madame.

—Haga una excepción, se lo ruego.

Violeta abrió la tabaquera, seleccionó un cigarro y lo encendió como sólo sabían hacerlo las damas cubanas, girándolo lentamente frente a la llama de una lámina de cedro y avivando luego la lumbre con un movimiento de muñeca. Tras cortarle la perilla al habano, se lo ofreció. Notó la rigidez en el comisario, su cuerpo ligeramente más erguido, su rostro más sombrío. «No se toma el crimen a broma», se dijo, y eso le pareció una muestra más de la honestidad que irradiaba Clouet.

—Si me permite la indiscreción, ¿por qué se hizo policía?

—Qué pregunta, madame —se removió en su asiento, incómodo por cómo le había dado la vuelta al interrogatorio.

—Violeta, llámeme Violeta —le corrigió melosamente.

Clouet se encontró con un cigarro en la mano y se preguntó, maravillado, cómo había sucedido, qué misterioso poder escondía aquella mujer para imponer su voluntad sin forzar la de su oponente. No eran sólo los ojos verdes, sorprendentemente vivos, que a tantos hombres debieron de someter en su juventud, ni la seguridad de quien siempre se ha sabido bella, ni tampoco el título o la riqueza. Era algo más sutil, una energía interior que el comisario sólo había conocido en las personas capaces de doblegar al destino. ¿Quién podía negarle un capricho o responderle una grosería?

—Me hice policía para vivir, madame, ¿por qué si no? —Sus padres, ya muy mayores, regentaban una sombrerería en la calle Faubourg; no, no en Faubourg Saint-Honoré, ese lugar tan selecto, detrás del Elíseo, en el que se concentraba la alta costura y los ateliers de la moda más exclusiva; sino en el más modesto Faubourg Saint-Martin, cerca de la estación del Este. Ese negocio, sencillo y sin pretensiones, les había permitido alimentar a sus nueve hijos y vivir sin más lujos que el apéritif de los domingos a la salida de misa. Él era el quinto, el más pequeño de los varones. Y aunque le habían salido callos de tanto cortar el tafilete para la badana de los sombreros, aún le escocían los pescozones de su padre por estropear el material—. Preocupados por mi torpeza y por el quebranto que podía causar a la economía familiar si continuaba ayudando en el taller, mis padres se sacrificaron aún más para darme unos estudios que me permitieran llegar, con suerte, a mancebo de botica.

—¿Y cómo cambió la farmacia por la Prefectura?

—Es una larga historia, y muy aburrida, créame —sonrió moviendo la cabeza, avergonzado.

—¿Está casado? ¿Tiene hijos?

—Sí, tengo tres hijos: dos niños de nueve y siete años y una niña de dos.

—¿Son buenos chicos?

—Traviesos como el demonio, en eso no han salido a su madre —volvió a sonreír.

—Los hijos son una bendición —le felicitó Violeta. Ella no había tenido tanta fortuna: se le torció todo en el primer parto. Tenía a Ulises, claro, pero le faltaba el vínculo de la sangre; ella no era su madre, todo lo más una segunda abuela.

—¿Ulises no vive aquí? —De sobra sabía que no.

—Prefiere la bohemia de Montmartre.

—¿Y a qué se dedica?

—A lo que le apetece: desde que abandonó la escuela ha entrenado caballos de carreras, ha sido tramoyista en el teatro, equilibrista en el circo y cajista en una imprenta, ha catalogado libios en la biblioteca, pilotado barcazas por el Sena, ha sido carpintero, albañil, reportero, electricista… y no sé cuántas otras cosas que me dejo en el tintero.

Aguantaba en cada empleo el tiempo justo para aprenderlo, rara vez más de dos o tres meses. Tenía una habilidad extraordinaria para absorber los conocimientos y, en cuanto dominaba mi oficio, buscaba otra ocupación.

Ella le daba una asignación pequeña, lo justo para que no pasase hambre; el resto debía ganárselo él, porque Violeta opinaba que sólo con el esfuerzo valoraría la libertad de ser su propio dueño.

—No crea que es un vago y le gusta la vida fácil —aclaró—, no encontrará a nadie más trabajador que él… en lo que quiere. —El muchacho tenía un talento natural para encontrar lo que la gente deseaba antes siquiera de que lo advirtiesen—. Venga el domingo a merendar con su mujer y se lo presentaré, y tráigame a sus hijos; no se imagina cuánto hace que no siento a unos críos en mis rodillas.

—No conoce a los míos —murmuró por salir del paso. Notaba a su alrededor la tela de araña que Violeta tejía para atraparlo. Casi sin que se diera cuenta, le había llevado al otro bando: con ella no era el policía frío y escéptico que contrastaba cada hecho, cada afirmación, sino un admirador más al que se había ganado con picatostes, chocolate y un grueso habano—. Se lo agradezco, no quisiera molestarla.

—Tonterías, las tardes de domingo están hechas para eso.

Tras la marcha de Clouet, con la cabeza pesada por el humo de cigarro y el entendimiento algo enturbiado por el ron, Violeta abrió las ventanas y dejó que la brisa de la tarde renovara el aire del salón. Sentada en su butaca favorita, apartada de las corrientes, dejó que la mirada se perdiera en el amasijo rojo de hierros que se erguía al pie del Trocadero.

Había estado a punto de pedir al comisario que le mostrase el gabinete. Sin duda Clouet habría caído en la celada olvidando las ordenanzas. Una vez dentro, ella habría mostrado sorpresa por los alambiques y las probetas y, al paso, sin darle importancia, habría comentado cuánto le recordaba todo al laboratorio de alquimia de su difunto marido para llamar su atención sobre las tareas que se realizaban allí.

Afortunadamente, se contuvo a tiempo. Clouet era un hombre observador y, una vez puesto sobre aviso de las aficiones ocultas de Bonancieux, no se le escaparía esa línea de investigación; pero corrían el riesgo de que advirtiera la ausencia de los cuadernos o las cenizas removidas. Así que, en lugar de centrarse en el asesinato, encaminaría sus pesquisas hacia los intrusos que habían irrumpido en la escena del crimen, ignorando que eso había ocurrido dos días después del homicidio. El hurto enmarañaría la investigación y la falta de unos cuadernos se confundiría con la desaparición de los otros, los que se habían llevado ellos. «A ver cómo los devolvemos luego sin que se note», murmuró.

Violeta suspiró: mejor que el comisario no pensara en Ulises y en ella como posibles merodeadores, ni que le venciese la tentación de registrar sus habitaciones en Montmartre; porque no encontrarían mejor culpable que un chico negro, bohemio, inconstante, vividor y sin dinero.

Había sido un error coger aquellas libretas y en su descargo sólo podía decir que la policía las había pasado por alto. La cosa ya no tenía remedio: desvelar su acción les convertiría en sospechosos y, además, no garantizaba que ayudase a resolver el caso. Ellos solitos se habían metido en el lío, no podían desvelar al comisario el significado de aquel laboratorio sin comprometerse. «Lo mejor sería romper esos papeles y olvidarnos de todo este asunto —suspiró— pero, conociendo a Ulises, no habrá manera». Y lo malo era que, inevitablemente, la arrastraría a ella a una aventura que no estaba segura de desear.