Preludio
28 de mayo de 1904
Violeta enderezó la espalda y se enfrentó de nuevo a la lectura que dormitaba entre sus manos:
Era medianoche, era noviembre, martes y trece de un año bisiesto. En el cielo brilló una nova, tan lejana y breve que su destello apenas pareció un guiño, el simple parpadeo de un lucero…
Se quitó las gafas y cerró el libro con una mueca de fastidio, incapaz de avanzar más allá del primer párrafo. ¿Qué le pasaba aquella tarde?, se preguntó. ¿De dónde surgía esa extraña desazón que le impedía concentrarse?
Descartó la pena o el remordimiento: ésos eran antiguos camaradas que la vida le había enseñado a reconocer desde muy niña y, tras la muerte de su marido, se habían convertido en compañeros inseparables. De eso hacía una eternidad —«seis años, Dios mío, seis años ya», suspiró—, así que, a fuerza de apretar los dientes y de envolver los recuerdos amargos entre algodones de nostalgia, había aprendido a adormecerlos, a convivir con ellos y tratarlos como viejas heridas que sólo despiertan en fechas señaladas.
«¿Hastío tal vez?», pensó durante un instante, antes de enfadarse consigo misma y apartar la idea con un imaginario movimiento de la mano. Nadie que la conociera diría que era una persona aburrida o cansada de vivir, mantenía la misma ilusión de siempre por hacer cosas nuevas y, aunque un dolor sordo en los huesos se empeñaba en recordarle su edad cada vez con más frecuencia, la vida había sido benévola y le había permitido esquivar las huellas del tiempo. Cuánta gente habría deseado llegar a sus años como ella: no había fiesta en la que no bailara cada pieza, ni montería en la que no aguantara en su puesto hasta el último toque de corneta. Incluso, había colocado en el salón un enorme piano de cola con intención de aprender a tocarlo algún día y aún tenía un par de pretendientes…
¿Sería la calma, la soledad de aquella tarde de sábado en la que el mundo parecía haberse detenido? Violeta aguzó el oído, intentando percibir algún sonido de los que se oían normalmente en el edificio: la música de un gramófono, los pasos estruendosos de un vecino, los juramentos del portero al bajar la basura… Alargó la mano hacia la campanilla sólo por romper el silencio y se quedó a medio camino al recordar que no acudiría nadie, la criada tenía el día libre y la cocinera dormitaba en su cuarto.
¿Tal vez la tormenta que se aproximaba? Miró por la ventana y estudió las nubes esponjosas que cruzaban el cielo. No tardarían en descargar, pensó, un pronóstico que no tenía demasiado mérito en París: durante el mes de mayo podía jarrear la de Noé en el Grand Palais mientras brillaba un sol de justicia en la plaza de l’Alma. Caía la noche y aún no se habían encendido las farolas. En la calle, los peatones eran sólo siluetas huidizas que se protegían del viento. Los toldos se agitaban y el aire se había vuelto húmedo y frío.
No, definitivamente era otra cosa, intangible y sutil, como una sombra en el sol. Era el presentimiento de una desgracia inminente.
En otra época, ya lejana —cuando su juventud rebelde la impulsaba a frecuentar las misas de los babalaos cubanos—, Violeta se habría levantado a cerrar puertas y ventanas, como prescribían las reglas de El Monte. Sin embargo, los años y la experiencia le habían enseñado que no se detenía el mal con pestillos ni candados y cerró los ojos, buscando algún indicio en los olores, entre los ligeros ruidos de la casa, en sus propios recuerdos.
Sí, algo perverso estaba a punto de suceder. Su instinto —otro viejo amigo— le decía que se mantuviera alerta, que algo maligno acechaba. Y su instinto no la había engañado jamás.
—Tengo que hablar con Ulises —susurró.