9
Clouet es un tipo listo
Rochedure hacía bien su trabajo: cuando soltaba la mano, hacía daño sin dejar marcas. Los jueces parisinos no eran quisquillosos con esas cosas, una confesión era siempre una confesión y el trabajo de la policía consistía, a falta de otras pruebas, en obtenerlas. Pero de vez en cuando aparecía algún magistrado al que le molestaban los excesos y consideraba esos métodos más propios de la Inquisición que de la brigada criminal. Así que no dejar señales del interrogatorio era una buena manera de evitarse líos, sobre todo si el sospechoso resultaba tener amigos importantes.
Después de arrestar a Ulises y al chófer —a éste sin razón aparente, pues ni siquiera vivía en la casa—, los teléfonos comenzaron a sonar en la Prefectura y una legión de abogados se presentó a solicitar el habeas corpus. Violeta llamó a Raymond Poincaré y el senador movió sus hilos para exigir explicaciones y la inmediata libertad de los detenidos. Sin embargo, al llevárselos al Quai des Orfévres, en lugar de enviarlos a los calabozos de la Cité, no hubo forma de impedir que Rochedure se empleara a fondo con ellos; sobre todo con el negro, porque lo era y porque había menos peligro de que se le notaran los moratones.
En honor a la verdad —reconoció después el policía—, el negrito era duro. Aunque mejor debía decir negrazo, porque le sacaba la cabeza y era fuerte y fibroso. Rochedure, que había bregado mucho tiempo con los apaches —como llamaban a los matones en Pigalle—, había interrogado a delincuentes más blandos que ese muchacho. Habitualmente le bastaba con el primer apretón en la entrepierna para que los detenidos se resquebrajaran; los coquins valoraban en mucho sus testículos y la simple amenaza de verlos machacados les soltaba la lengua mejor que dos guantazos. En cambio, Ulises apretó los dientes, aguantó las lágrimas y se atuvo a su invariable versión de los hechos.
Insistió, una y otra vez, en que no pudo cometer los crímenes porque había pasado aquel fin de semana en Montmartre, celebrando la venta de un cuadro de Ardengo, su vecino italiano. Durante tres largos días, la vida había sido un continuo vagar del Lapin Agile al Bateau-Lavoir, cuando los echaban de la taberna, dando tumbos y cargados de absenta; y del Bateau-Lavoir al Lapin Agile, a media tarde, cuando se les pasaba la borrachera, que no la resaca. Aparte del padre Frédé —que se había unido a sus celebraciones y, desgraciadamente, se había empeñado en cantar y recitar sus poemas—, estaba allí todo el lumpen del barrio, que podía testificar a su favor, si es que alguien conseguía antes echarles el guante y conseguir que recordasen algo de las inconfesables barrabasadas cometidas.
Cada vez que Ulises daba el nombre de un testigo, Rochedure le metía el puño hasta las entrañas.
—Mira, orangután, desembucha o esta noche comeré foie gras con tu hígado —le decía; y Périgord, a su lado, le susurraba al oído que confesara ya, porque no podían ayudarle si se empeñaba en mentirles.
—No he matado a nadie.
—Sabemos que fuiste tú, tenemos pruebas —insistía Périgord—, reconócelo y se acabará todo.
Ulises no era tonto, mejor una paliza que la guillotina; así que se mordía los labios hasta hacerlos sangrar, y negaba las acusaciones, cada vez con menos convicción.
Mientras, en la calle de la Cité, el comisario Clouet recibía su propio castigo por parte del prefecto Lépine y de sus directores, Montsagasse y Pelousse. Le habían convocado urgentemente exigiendo explicaciones: ¿cómo se le había ocurrido detener a nadie sin avisarles antes? Ese pesado de Poincaré había llamado al presidente de la República y luego a Émile Combes, como ministro de Interior que era, para protestar enérgicamente y amenazarles con una interpelación en las cámaras.
—El ministro está que echa las muelas, Clouet. Así que apriételes las tuercas a los detenidos y arregle este desaguisado.
—Cueste lo que cueste —remachó Pelousse.
—A cualquier precio —zanjó Montsagasse, casi al unísono.
Clouet aguantó la filípica a pie firme, delante del escritorio del prefecto, porque las sillas estaban ocupadas por los directores y nadie se había molestado en llevarle otra. Hizo acopio de prudencia y sangre fría e intentó apelar al sentido común de sus superiores.
—Todavía les estamos interrogando, señor prefecto. Conviene obrar con cierta cautela —se explicó. El cadáver de la criada había aparecido en la bodega de la señora De Guevara y para llegar allí se necesitaban dos llaves: la primera, la que daba acceso al patio y al sótano, estaba en la portería; y la segunda, que abría la puerta de sus respectivas cuevas, en poder de cada vecino. Sin embargo, la vizcondesa, igual que la mayoría de los propietarios, había dejado una copia al portero por comodidad y él las guardaba todas juntas en el chiscón, colgadas de un clavo, a la vista de quien pasara por allí. Bastaba un empujón para abrir la portería, así que, en la práctica, cualquiera podía utilizarlas y devolverlas después a su sitio. También tiene las llaves de las casas, añadió, así que eso mismo explicaría cómo entró el asesino en casa de Bonancieux.
En cuanto a la elección de la bodega, parecía casual, considerando que era la más próxima a la entrada, tras la del propio Bonancieux, donde el asesino no iba a cometer la torpeza de esconder el cadáver, por si acaso a la policía —como efectivamente así había sido— se le ocurría mirar dentro.
Clouet no dijo que, en cuanto saliera, pensaba llamar a Trifon a su despacho y preguntarle qué mierda de registro había hecho y que, cuando hablaba de inspeccionar la casa, no era la de Bonancieux, sino todo el inmueble, del primer al último rincón.
Por otra parte —advirtió—, no imaginaba qué motivo podían tener Ulises o el chófer para cometer ese crimen; o, ya puestos, la mismísima vizcondesa como instigadora. Sin pretender que sonara a excusa, no era un asunto fácil: desde el momento en que se descartó el robo, el comisario sabía que no se resolvería fácilmente. Cuando no faltaba la plata, ni los candelabros del salón o los cubiertos de domingo, cuando seguían colgados todos los cuadros antiguos y no se veían huecos en las librerías de la biblioteca, era inútil buscar entre ladrones y peristas.
Mientras Colette Moulin estuvo desaparecida, cabía la esperanza de que se hubiese vuelto loca y hubiera huido con el dinero de Bonancieux y las joyas de su madre. El descubrimiento de su cadáver no ayudaba a resolver el misterio, al contrario, lo complicaba. Si no había robo, había odio, y entonces la cosa apuntaba a venganza, a castigo por un antiguo pecado; y eso significaba que había que conocer el pasado de la víctima, rebuscar entre sus papeles… Sería un camino arduo y las pistas podían conducir tanto a uno de los criados indochinos del comerciante Javrès como a la esposa del subprefecto Deschambres.
Montsagasse y Pelousse protestaron airadamente. Ambos tenían una habilidad especial para intuir hacia dónde soplaba el viento y situarse a su favor. A pesar de odiarse a muerte, en público ocultaban sus diferencias y se trataban con una cortesía empalagosa. Por detrás, no dejaban de asestarse puñaladas y aprovechar la cuestión más nimia para intentar cobrar ventaja sobre el otro. Clouet tenía mejor opinión de Lépine: durante sus años de gobernador en Argelia se había visto en situaciones difíciles y tenía la esperanza de que, en raras pero felices ocasiones, defendería la verdad y ayudaría a la justicia.
Mientras los directores se levantaban y se encaraban con el comisario, acusándole de incompetente, Lépine había permanecido callado, reflexionando.
—Señor prefecto, ¿de verdad quiere el ministro otro caso Dreyfuss?
Se hizo un incómodo silencio al recordar la injusta persecución de un inocente que había dividido el país en dos bandos irreconciliables. No, nadie quería que le explotara en la cara otro asunto igual: aunque no fuese lo mismo un militar alsaciano que un diletante cubano, las heridas no habían cicatrizado todavía.
—Lástima, no es mal sospechoso ese negro —se lamentó Lépine—. Haga lo que tenga que hacer, Clouet, y no se demore con este asunto o al final se nos irá de las manos.
El comisario obvió la mal disimulada amenaza y tomó esas palabras por una invitación a abandonar el despacho. Al salir a la calle aceleró el paso, conocía a Rochedure y sabía que tenía el tiempo justo para llegar al Quai des Orfévres e impedir una desgracia.
Encontró a los dos sargentos tomándose un descanso. Fumaban un cigarrillo con el inspector Fayard y le contaban, entre risas, que el chófer se había cagado en los pantalones en cuanto se vio en la sala de interrogatorios. En su descargo cabía decir que allí dentro el miedo se olía, que el ambiente estaba saturado de dolor y que las paredes rezumaban culpa. Périgord afirmaba que, en aquella habitación, hasta el Santo Padre, vestido de blanco inmaculado, habría parecido un forajido.
—¿Qué tenemos?
—Nada, comisario —reconoció Rochedure—. Yo creo que la coartada del negro es buena, pero le he pedido a la gente del Decimoctavo que la comprueben. No sé lo que tardarán, ya sabe usted lo poco que les gusta ir allá arriba.
—¿Y el chófer?
—Limpio como una patena. —Sus dos compañeros lanzaron una carcajada que cortó el comisario con la mirada—. Bueno, es un decir.
—¿Se han resistido? —Era una forma elegante de preguntar cuánto les había zurrado Rochedure.
El sargento se encogió de hombros e hizo una mueca: «según como se mire —pareció decir—, y en cualquier caso, lo justo». Estaba por ver que alguien entrara con él en un calabozo y saliera sin un recuerdo.
Clouet decidió retener a los dos hombres hasta que llegara la respuesta de la comisaría de Clignancourt. Pretendía evitar que abogados y familiares se plantaran en la puerta reclamando su liberación —le aclaró a Périgord; aunque en realidad lo que deseaba evitar era la mirada acusadora de Violeta—. Ordenó que al chófer le dieran ropa limpia, algo de comer y un poco de vino, y añadió:
—Y que Trifon me traiga al negro al despacho. Mientras subía las escaleras, libre de grilletes, sujeto sólo por la manaza del inspector, Ulises pensó que no estaba muy seguro de quién le daba más miedo, si el sargento Rochedure, que hacía honor a su nombre, o ese policía bajo y grueso, con un bigote tan sucio que parecía no haber conocido el agua.
—Siéntese —le invitó Clouet cuando entró, y él lo hizo, vigilando de reojo a Trifon, que se había quedado de pie junto a la puerta, en la aleta de babor, como decían los marinos, por si el detenido se desmandaba en algún momento—. Creo que podrá irse pronto. ¿Le han tratado bien?
—¿Qué quiere que le responda? —Contrajo hombros y cabeza, suspicaz; preguntas así solían acabar con un guantazo y él todavía tenía el cuerpo revuelto y la crisma dolorida de los golpes.
—Ya veo. Mi gente está nerviosa con este asunto.
Ulises guardó silencio: no le pareció prudente mostrarse ofendido ni reclamar una disculpa pública, tampoco serviría de nada exigir el castigo del policía que le había golpeado o pedir compensaciones por el maltrato recibido. Era evidente que no iban a tener miramientos con un negro, ni él estaba en una posición sólida; sin olvidar que la presencia del comisario podía muy bien ser una trampa para que se confiara.
—¿Conocía a la muerta?
—Es la criada de Bonancieux, ¿verdad? —Y como Clouet se limitó a asentir, Ulises se vio en la obligación de continuar—: Sí, la conocía de vista, nos cruzábamos a menudo en la escalera.
—Echó la primera papilla ahí abajo, según he oído.
El comentario le pareció desagradable, bastante mal lo había pasado para que le restregaran por la cara que tenía un estómago delicado, como si encerrarlo en un calabozo e interrogarle a base de golpes no fuera suficiente humillación. Se mordió la lengua para no replicar que en su situación también más de un policía habría vomitado el almuerzo.
Clouet le ofreció un cigarrillo y se lo encendió, luego hizo lo mismo con el suyo. Parecían camaradas de milicia, pensó; de un momento a otro compartirían una petaca de cognac o un vasito de aguardiente, se dijo con sorna. Aunque, a lo mejor, el detenido interpretaba el gesto como el pitillo de gracia, el que se ofrecía al reo camino del paredón.
—¿Qué me puede contar de ella y de su patrón? —preguntó.
Ulises dio una larga calada antes de responder:
—Nada que usted no conozca ya. —Casi no los había tratado, porque desde que llegó a París con su madrina, había pasado más tiempo escapándose de las escuelas que en la casa. Hasta donde sabía, Bonancieux y el letrado Riquet, el del primero, aclaró, aunque imaginaba que no hacía falta, eran los decanos del inmueble y también los más huraños. No es que la víctima fuese maleducada, todo lo contrario, era muy cordial en la escalera, pero no se relacionaba con los vecinos, parecía un ermitaño y siempre recibía más visitas de las que deseaba. En la última semana se habían oído muchas exageraciones sobre su fortuna: que era dueño de media Bretaña, que tenía acciones de minas y ferrocarriles, o que poseía plantaciones en Siam. Ulises hizo un gesto vago, era imposible saber qué había de cierto en aquellas historias—. Últimamente se oye de todo.
—¿Por ejemplo?
—Hasta que tenía un laboratorio en su casa, se ha dicho.
Según lo dijo, se dio cuenta de la metedura de pata. En condiciones normales no se habría pasado de listo, pero le costaba pensar con la claridad habitual, tal vez por el zumbido en las sienes o por las náuseas después de la paliza. Parpadeó, como si se le hubiera metido algo en el ojo, con la esperanza de que eso distrajera al comisario y le apartara de la pregunta inevitable.
—¿A quién se lo oyó?
—No sé decirle, no me acuerdo. —Trifon dio un paso amenazador hacia él y sólo la mirada de Clouet le contuvo antes de que soltara la mano—. Eh, se lo digo en serio, no me acuerdo.
El lunes, nada más cruzar el portal, la portera le puso al corriente de la investigación como si ella misma estuviera a su cargo; luego lo había hecho su marido, Luden; y por el camino, de subida o de bajada, se despacharon Berliot —el criado del jurisconsulto Riquet—, mademoiselle Boileau, la esposa del profesor Fontanelle… Todo el mundo opinaba de la muerte de Bonancieux y discutía con los demás vecinos sobre lo que habían escuchado a los guardias y lo que se había encontrado en su vivienda; en cuanto oían voces en la escalera, salían como si tal cosa a intercambiar rumores. Hasta madame Deschambres, la mujer del subprefecto, que normalmente le miraba por encima del hombro por ser negro, le detuvo en el descansillo y le hizo pasar al salón, muy amable, para contarle su versión de los hechos.
—¿Que era…?
—Que Bonancieux no se llamaba así, sino Morel, el asesino de Dijon, y que le había ajusticiado el familiar de una de sus víctimas. Está un poco ida, ya debería saberlo, y es una cotilla incorregible.
Clouet asintió y se guardó para sí que la señora Deschambres le había contado eso mismo al despedirse durante su primer interrogatorio. Había aprovechado un descuido de su marido para bajar corriendo por la escalera de servicio y abordarle en el portal, muy misteriosa; y después de susurrárselo al oído, la buena mujer había mirado hacia todas partes con ojos desorbitados, como si quisiera asegurarse de que nadie más había escuchado su gran secreto. Considerando que la cabeza de Morel llevaba más de quince años separada de su tronco, el comisario tuvo que hacer entonces un esfuerzo para contener la risa. La parte menos graciosa era que la señora Deschambres, si se lo proponía, podía arruinarle a Clouet la poca carrera que le iba a quedar cuando el Viejo terminara de despedazarlo.
Sin embargo, el comisario no se quedó del todo tranquilo, le había parecido que el detenido se mordía la lengua al mencionar el laboratorio de Bonancieux. Había sido una mueca demasiado fugaz para asegurar que no había estado sólo en su imaginación, pero le había parecido un gesto de fastidio, de arrepentimiento por algún desliz. Lo malo —se lamentó Clouet— era que no podía enviarlo al calabozo sólo con meras suposiciones. Ni siquiera el Viejo y los directores, después del revuelo, aceptarían un mohín como base de la acusación. El negro le ocultaba algo, pero de ahí a asegurar que era un asesino, mediaba un abismo.
—Ahora explíqueme lo que guarda aquí dentro.
Clouet colocó el morral sobre la mesa con cierta displicencia y le taladró con la mirada.
Ulises sintió el espanto de un viejo marino ante una vía de agua. Sólo en ese momento, cayó en la cuenta de que había olvidado los cuadernos y cartas de Bonancieux. Buscó febrilmente alguna excusa para justificar por qué estaban en su poder, pero sólo se le ocurrieron tonterías que no resistirían el menor envite. Extendió la mano, sorprendido de conservar el pulso firme, aunque comenzaba a sentir en el cuello el frío filo de la guillotina. Tanteó con los dedos el interior de la bolsa, resignado a sacar a la luz la prueba de su incursión furtiva en el gabinete del alquimista.
«¡No están!», estuvo a punto de gritar. Contuvo la alegría como pudo, ¿y si todo era una celada del comisario y le estaba dando cuerda para que él solo se ahorcara? Con cautela, extrajo del zurrón el documento de compraventa que le había entregado el abate Rounguen, lo desdobló y se lo mostró al comisario.
—Aquí dice bien claro que esto lo he comprado —se aclaró la garganta, para que no se le notara el miedo—, y si no me cree, seguro que algún gendarme de Landévennec puede confirmar que es auténtico.
André Clouet leyó el papel con desgana y a punto estuvo de romperlo y arrojar los pedazos a la cara del negro. La imagen de ese cura bretón, como se llamara, testificando en el juicio que, efectivamente, había firmado un recibo, le contuvo. Si el juez le preguntaba qué había hecho con la prueba de descargo, se metería en un buen lío. Después de aquello, ni poniéndole en las manos una navaja manchada de sangre conseguiría condenar a ese insolente.
—Creo que yo sí me he ganado el derecho a una explicación. —Ulises decidió que era el momento de atacar y, al menos, caer con dignidad—. Me lo he ganado porque me han zurrado la badana sin motivo, me han pegado sólo por ser negro. Si hubieran escondido a Colette en la bodega del coronel Montluison, a él no le habrían arrastrado hasta aquí.
Por mucha razón que tuviese, Clouet no se lo iba a reconocer; ni podía ni quería.
—Lo habríamos hecho igual, si hubiésemos encontrado esto en su dormitorio. —Dio un golpe y puso sobre la mesa el manuscrito de Basilio Valentín—. Estaba en su arcón. ¿Qué tiene que decir?
—Que es como si yo ahora señalo su estilográfica y le pregunto lo mismo. No sé de qué va esto.
—Tenemos razones para creer que pertenecía a Bonancieux, así que insisto, ¿qué hacía en su poder?
—¿Pues qué va a hacer en mis manos, si es mío? Es usted quien tiene que explicar por qué lo ha traído aquí.
—Proteste lo que le dé la gana, yo no me juego la vida.
—Este es el manuscrito original de Las Doce Llaves de la Filosofía y me lo regaló mi padrino poco antes de morir —respondió al fin Ulises—. Él lo ganó en una apuesta en Inglaterra cuando era estudiante. Mi madrina conserva cartas de sus compañeros de entonces en las que bromean sobre el asunto, cartas de duques y lores ingleses y otra gente igualmente sospechosa. Así que, ahora le pregunto de nuevo: ¿qué hace este libro aquí?
Clouet no pestañeó, que el chico llevase razón no significaba que se la fuera a dar. Bonancieux había estampillado su ex libris a todos los libros de su biblioteca, incluyendo uno con el mismo título, y aquél no lo tenía.
—Y de todas formas —continuó Ulises, envalentonado—, ¿a quién pretende engañar? Ustedes lo han encontrado después de arrestarme, no antes, así que difícilmente pueden justificar sus sospechas con esto. Acusarme es fácil, soy negro.
Clouet se revolvió en su asiento. Aunque él era un tipo honesto y tranquilo, casi echó en falta a Rochedure, para que le enseñara modales. Claro que Trifon habría hecho lo mismo a la menor indicación, pero el comisario estaba enfadado con él. Era un glotón y un descerebrado: ¿a quién se le ocurría olvidarse el testamento del muerto en la pescadería? Cuando recuperaron todas las páginas del documento se encontraron algunas ilegibles y todas, todas, arrugadas y con un inconfundible olor a pescado. No quería imaginar lo que dirían el juez y el fiscal cuando lo aportaran como prueba. Los gritos se oirían en los Pirineos.
Sin olvidar que la criada había aparecido en un sótano que el inspector juró haber registrado. Y, para colmo, la detención había sido una iniciativa suya, se le calentó la boca y ni siquiera le había consultado. Trifon, normalmente tan sagaz, se había pasado de listo. La cuestión era que les había detenido, a él y al chófer, en lugar de emplear algo de mano izquierda y pensar un poco. A Clouet no le quedaba más remedio que apoyar a su gente y asumir la detención como propia para no dar a entender que era incapaz de controlarlos.
Tanto escándalo para nada. El ministro maldeciría y blasfemaría al saber que, después de aguantar las quejas de la oposición, las llamadas indignadas, las acusaciones de prevaricación, racismo, falsedad e ineptitud, la policía no tenía pruebas contra el sospechoso y debía ponerlo en libertad. Combes despellejaría al Viejo y el Viejo le despellejaría a él; y si no lo hacía Lépine, los directores se presentarían voluntarios con gusto.
—A ver, Trifon, explíquele a este angelito por qué está arrestado.
El inspector sintió una sacudida:
—¿Yo? —balbució sorprendido. Sintió que el mundo giraba de pronto como una noria, que cambiaban las tornas y ya no era el detective, sino el criminal. ¿Desde cuándo tenía que aclarar las razones de una detención? Había sido así siempre, desde antes de que él entrara en el cuerpo. Se ponían los grilletes al sospechoso, se le cocía bien en el calabozo, se le interrogaba una vez, se le ablandaba como al pulpo; se le volvía a interrogar, se le hacía firmar una confesión y luego, todo junto, se enviaba al juez para que le mandase a la Santé o a un penal de ultramar, según conviniera. No había más misterio. Claro que no parecía muy prudente decirlo con tanta crudeza, seguro que no era eso lo que quería oír el comisario.
Sonó el teléfono y Trifon respiró aliviado. Clouet escuchó la información que Périgord había recibido de la comisaría de Clignancourt. Se había vendido un cuadro, efectivamente, de un tal Ardengo Soffici, italiano, y en la celebración había participado toda la calle Ravignan y, posiblemente, medio Montmartre, porque aquel lugar era un auténtico falansterio desde tiempos inmemoriales. Esos ácratas se disculpaban unos a otros en cuanto olían a la policía, juraban en falso, se inventaban coartadas, retorcían testimonios… Sin embargo, no era fácil que tanta gente se pusiera de acuerdo en los pequeños detalles de aquella celebración y los policías tenían buenas razones, por una vez, para creer que la coartada era cierta.
—Estupendo —gruñó Clouet al colgar, y se veía en su cara que pensaba cualquier cosa menos eso—. ¿Y bien, Trifon?
—Por el artículo treinta y tres del reglamento, señor.
—Exacto, Trifon —asintió con un tono gélido—, este chico está detenido por el artículo treinta y tres, y ahora le vamos a dejar libre por el artículo uno. ¿Lo recuerda, Trifon?
El inspector asintió, pero no llegó a enunciarlo. «El que la hace, la paga», dijo para sus adentros; ésa era una regla que se aplicaba por igual a policías y ladrones. Cuando se quedaran solos, el comisario le iba a crucificar, y bien que se iban a alegrar los demás inspectores y, sobre todo, los sargentos: Boulin, Didérac, Edmond, Rochedure, Périgord, Courtivron… la lista era inmensa. Una comisaría era como un estanque de tiburones, se respetaban unos a otros mientras nadie daba muestras de flaqueza, pero bastaba que uno se hiriese, para que el resto se arrojase contra él para devorarlo. Ya podía uno revolverse y plantarle cara a los rivales, que siempre había alguien que atacaba por la espalda. Trifon se temía que en las próximas semanas no quedaría hueco en sus costillas donde clavarle un puñal o dos. Movió el bigote a un lado y a otro, por no aflojarse el cuello de la camisa, que es lo que en esos momentos necesitaba.
Si no hubiese estado en una situación tan precaria él también, Ulises habría encontrado la mueca muy graciosa. ¿Le soltaban, entonces? No se atrevió a preguntarlo y, bien pensado, si aquel gordo sucio era el culpable de su detención y de la tunda que le había dado el poli de cara de hueso, no le importaba seguir allí un rato y disfrutar del rapapolvo que iba a recibir.
—No crea que se va de rositas, joven. —Clouet parecía haberle leído el pensamiento—. Usted nos está ocultando algo. Ahora mismo no sé si es un chulo, un estúpido, un ladrón o un asesino y, ¿sabe qué?, me da exactamente igual, porque al primer descuido, a la primera cosa que no me guste, yo en persona le enviaré al calabozo de una patada. Va a tener a toda la policía de París pendiente de su negra jeta, no va a poder ir a cagar sin que lo sepamos, y cuando vaya a por usted no necesitaré que Rochedure le dé una somanta de palos para conseguir su confesión, porque la montaña de pruebas en contra será tal que ni el presidente de la República se atreverá a indultarlo. Así que llévese sus cosas y olvídese para siempre de lo que ha pasado aquí, porque como oiga la más mínima queja, le envío a la cárcel el resto de su miserable vida.
—Al menos me ha avisado, es usted un tipo honesto.
Clouet captó el tono burlón y se le hincharon las venas del cuello.
—Lléveselo de aquí, Trifon, o este idiota acaba saltando por la ventana —gritó. Probablemente era más sencillo justificarle eso al Viejo que explicar por qué lo soltaba.
Ulises metió el Duodecim Claves Philosophicæ en el morral, sostuvo la mirada del comisario durante un larguísimo segundo, y se retiró. Ahora estaba seguro de que la policía no poseía los cuadernos de Bonancieux; de haberlos tenido en su poder, no le habrían dejado salir libre, se habrían dado el gustazo de devolverlo al calabozo y acusarle del asesinato del vecino. Con mucho menos se había enviado un hombre al cadalso.
La pregunta, se dijo al salir del edificio, con la vista perdida en las aguas del Sena, era quién los había cogido.