15
Algunas piezas más
Anabelle Boileau comprobó que nadie la seguía. A Odile Loumel no le gustaba que saliera sola, no era propio de una dama —decía— y corría el riesgo de que la gente comenzara a sospechar. Mucho más que eso, le preocupaba perderla de vista. La falsa ama de llaves recelaba de todo y de todos, un hábito de otra época que se había acentuado con la edad.
Odile había pasado por todos los grados en la escala de la alcahuetería, más sórdida cuanto más se avanzaba en ella; había aprendido el oficio muy joven en las calles, había reinado en los salones y, finalmente, había sido despojada de su belleza y su dinero. La diferencia con sus antiguas compañeras era que ella había sobrevivido a la decadencia medrando como meretriz. Vivía de la hermosura de sus pupilas y sabía que, inevitablemente, algún día, ellas intentarían liberarse de su yugo; por eso Odile ataba en corto a sus muchachas. No le importaba demasiado que Francine y Pascale hicieran ocasionalmente algún dinero extra en los alrededores de Les Halles con algún frutero borracho, pero Anabelle, su mirlo blanco, no podía salir sola de casa. Con madame Loumel, de nada servían los pucheros, ni las sonrisas, ni las promesas; era inmune a los halagos y se sabía todos los trucos.
Tal vez no todos, pues Anabelle había encontrado un resquicio. Aunque la bruja se empeñaba en que durmiera muchas horas y se levantara tarde, para que su piel se conservase rosada y sin ojeras, ella insistía en ir a misa algunas mañanas. Todavía sonreía al recordar lo que se había asustado la vieja celestina la primera vez que le propuso ir a la iglesia: temió perder a su pupila por una crisis de fe, que el presbítero quisiera devolverla al buen camino y a ella la dejara sin mano de obra. Todo era un truco, claro, Anabelle no pretendía ser salvada de ningún modo ni tenía problemas morales; y en tanto no se volviera a la antigua costumbre de obligar a las rameras a vestir de bermejas o a marcarlas a fuego con la flor de lis —¿eso era verídico, no se trataba de una leyenda ni se lo había inventado Dumas padre?—, ningún cura podría imaginar que esa niña de rostro virginal era una de las cocottes más reputadas de París.
Odile Loumel la acompañó a la iglesia durante dos meses hasta convencerse de que no sufriría una crisis de conciencia y luego delegó la escolta en Pascale. Después de todo, esa apariencia de respetabilidad no les venía mal, enmascaraba ante el barrio la verdadera naturaleza de su negocio; y Anabelle, vestida de negro, cubierta por el velo y embelesada en la homilía, era la imagen viva del recato y la decencia.
En cuanto las criadas se ocuparon de la vigilancia, Anabelle supo que había roto la férrea defensa de su patrona. Pascale se aburría en misa, no entendía lo que decían ni cuando hablaban en francés, así que aceptó de buena gana esperarla en un café próximo, como le ofreció la joven. Pudiendo tomar un ajenjo, por qué escuchar a un cura gordito criticar los vicios, si ella vivía de ellos.
Mademoiselle Boileau utilizaba ese tiempo para escabullirse por la puerta lateral y ocuparse de sus pequeños negocios. Había abierto una cuenta en un banco y guardaba también allí las joyas y el dinero que lograba escamotearle a Odile Loumel. Rara vez se escapaba de la iglesia si no era para ir a la sucursal, no quería arriesgarse y sabía que aún necesitaba al ama de llaves.
No le hacía mucha gracia citar a Périgord en la iglesia, no quería que se aficionase a buscarla allí y le fastidiara el único momento que tenía de libertad para ocuparse de sus propios asuntos; pero la escapada a los jardines del Luxemburgo había sido una locura. Si ya le había gustado poco a la madama que se parase a hablar con el policía, la excursión en solitario la sacó de sus casillas.
—¿Quién te has creído que eres? —le gritó a su regreso.
Luego la arrastró por el pasillo hasta su propia habitación, la lanzó contra la cama y se arrojó sobre ella. Con la destreza de muchos años en la calle, sacó una navaja de la nada y se la puso en la garganta.
—Eres sólo una puta, una pequeña puta —le susurró al oído—; y eres mía, ¿lo entiendes? Harás lo que yo te diga, cuando te lo diga y sin rechistar.
Anabelle sintió el filo de la navaja deslizarse a contrapelo sobre su nuez, como si le afeitaran un vello inexistente; un poco más de presión sobre la piel y la hoja habría cortado la carne como el papel. Odile la deslizó hacia la barbilla y llegó a los labios y luego hasta la nariz.
—¿Crees que alguien pagaría por una puta chata? —se rió. La suya era una risa de loba y sus colmillos parecían más afilados que cualquier cuchillo—. ¿O sin orejas? —se burló, deslizando la hoja por la mejilla—. Nadie pagaría un ochavo por una puta tuerta y sin orejas. Muchachas bonitas como tú las hay a cientos. —La liberó—. Recuérdalo la próxima vez que creas que me importas algo.
Sentada en el banco de la iglesia, Anabelle sintió un escalofrío. «No lo olvidaré», murmuró. Odile tenía sus armas y las había enseñado, ahora le tocaba a ella usar las suyas.
Pauline, por ser la más joven, sirvió el café a las demás y se sentó en un extremo de la mesa. Los viernes por la mañana, cuando la vizcondesa salía a su inspección general por los ateliers del Faubourg hasta la hora de su aperitivo frente a la Ópera, el servicio se reunía en sesión plenaria y clandestina para chismorrear. La lavandera, la planchadora, la peinadora, una limpiadora y la pinche de cocina, se sentaban animadamente en la cocina durante media hora, presididas por Blanche, como decana, en tanto Augustine se recuperaba.
Hacía tiempo que se habían dejado de preguntar por qué doña Violeta —que no era tacaña, bien lo sabían ellas— se resistía a tener el servicio doméstico que su rango y aquella casa justificaban. Era normal que la peinadora sólo acudiera por las mañanas; y hasta podían entender que la lavandera y la planchadora no fueran internas; pero no acababan de comprender su reticencia a que el chófer, la limpiadora y la pinche vivieran en la casa. «Por el amor de Dios, un hombre siempre hace falta —protestó durante un tiempo Blanche—, aunque sólo sea para abrir las latas». Sin embargo, la vizcondesa se mostraba inflexible en eso: los mayordomos, chóferes y criados en general, mejor fuera de la casa, ya había tenido suficientes doncellas embarazadas.
—Hacía mucho que no venía el señorito —comentó la planchadora, y la lavandera asintió, con la boca llena de bizcocho: las dos temían como a un nublado sus apariciones repentinas, con un cerro de ropa sucia que igual olía a pescado que a sudor o a vino tinto.
—Ahora vive en Montmartre —informó Blanche—, en una casa que parece uno de esos lavaderos. Bateau-Lavoir, lo llaman.
—Ahí vive también el pintor, el otro día me invitó a visitar su estudio. Decía que me pintaría como nadie lo había hecho —informó la lavandera; nadie la creyó, claro, era una mujer rolliza y hombruna, con una sombra sospechosa bajo la nariz—. Yo me negué, claro.
—Pues a mí me parece muy guapo —comentó Pauline a media voz—; y el señorito también.
—Cuidado, jovencita —la advirtió desde la cabecera la cocinera—, esos dos gallos tienen muchos espolones.
—¿Sabéis que le va a prohijar? —La peinadora bajó la voz y echó el cuerpo hacia delante, haciéndose la interesante—. Le oí hablar con un abogado por teléfono, ya le ha nombrado heredero universal y ahora quiere darle el título. No pretendía escuchar, naturalmente, pero no pude evitarlo.
—Bueno, Monique —la regañó la cocinera—, hay cosas que es mejor no contarlas, ni siquiera en esta cocina.
Rochedure se acomodó en la zona de atrás del tranvía, hundido en el asiento para que su cabeza no sobresaliese demasiado y volvió la cara hacia el cristal. «Creo que nos estamos quedando sin sospechosos», se lamentó.
Su favorito era el profesor; no concebía que un hombre hecho y derecho se quedara quieto cuando alguien le amenazaba a él y a su familia. Claro que Lontanelle era un mingafría, un blandengue, y a Rochedure le fastidiaba esa gente. Javrès le caía bien, se vestía por los pantalones y era jovial, un buen compañero de juerga. Ojalá hubiese podido seguirle al interior de los garitos que frecuentaba, pero ni el comisario le iba a aprobar los gastos, ni era prudente que el comerciante se lo encontrara en todos ellos; acabaría por reconocerle y sospechar.
En cambio, el coronel Montluison le resultaba indiferente; ni le caía bien, como Javrès, ni mal, como Lontanelle. Era un sieso y un estirado, de esos que tanto abundaban en el ejército. Rochedure no se lo imaginaba degollando a Bonancieux, ni mucho menos envenenando a Colette. A Lontanelle sí lo imaginaba preparando una pócima. Por eso no acababa de entender el afán del comisario para que se concentrasen en los otros dos.
Al principio, Périgord y él se alternaban con los dos sospechosos y luego comparaban notas, hasta que Trifon, finalmente, les asignó uno a cada uno. A Rochedure le había tocado el militar y casi lo prefería, así no se le pondrían los dientes largos en los burdeles. «Me he librado de revisar su historial», se consoló. Eso lo había hecho el comisario, que se había presentado en el cuartel general del ejército para pedirle el favor a un general amigo del Viejo. «Un vistazo rápido, una formalidad», le dijo con un gesto de aburrimiento, como si le hubiesen obligado a hacer la gestión.
—De descartarlo, nada, Rochedure. —Le lanzó a la mesa sus notas sobre el expediente, a su regreso—. Este tío esconde algo. ¿Se acuerda de las condecoraciones? Todas falsas, estaba en intendencia y sólo le han dado menciones sin importancia. Y hay algo en su informe… Algo hay ahí que me da mala espina.
—Déjeme preguntarle por las navajas de afeitar, señor comisario. —El sargento hizo crujir sus nudillos—. Verá cómo le ablando.
—Joder, Rochedure, que es un coronel retirado, ¿quiere que los militares nos fusilen?
Sí, tenía razón. Y por eso le seguía por todo París, en lugar de sentarle en la banqueta del cuarto de interrogatorios, la que cojeaba y ponía de los nervios a todos los sospechosos.
Montluison se apeó y el policía esperó hasta el último momento para hacer lo mismo confundido entre los demás pasajeros. De camino hacia Porte d’Ivry, el coronel entró en el portal de una casa grande, más señorial que las otras de la avenida. Rochedure apretó el paso y le siguió al interior.
—¿Qué desea? —le cerró el paso el portero.
—Discúlpeme, ¿sabe si el caballero que acaba de entrar es un coronel?
—Sí, un héroe de guerra.
—Eso me había parecido, creo que serví con él. Si me lo permite, voy a intentar presentarle mis respetos.
«Por eso hay tantos robos en París», gruñó mientras subía las escaleras procurando no hacer ningún ruido. Montluison llamó al timbre del tercero derecha y Rochedure se detuvo en un descansillo, pegado a la pared, hasta que se abrió la puerta. El coronel saludó, muy obsequioso, y entró.
—Se conserva ágil mi coronel, ¿eh? —bromeó Rochedure con el portero al salir—. He llegado demasiado tarde y no me ha parecido educado llamar a la puerta. ¿Quién vive ahí, algún compañero de armas?
—No, la señora viuda de Colterre.
—Ah, no tengo el placer. ¿Antigua amiga?
—Muchas preguntas hace usted.
—Es la emoción de encontrar a mi coronel después de tanto tiempo. Si lo ve más tarde, salúdelo de parte del cabo Rochelle, un veterano de su regimiento.
Rochedure sonrió para sus adentros, seguro de que el portero no se molestaría en decirle nada a Montluison. Era uno de esos tontainas que hacían lo contrario de lo que se le pedía. Si hubiese intentado ocultar su interés, le habría faltado tiempo para irle con el cuento.
Y ya que estaba por allí, por ahorrar tiempo, investigaría quién era la viuda Colterre. Era la tercera que visitaba en dos días. «Parece que les tiene afición, el muy bribón».
Juliette Clouet oyó el timbre por segunda vez.
—Marie, ¿no lo ha oído? —gritó con impaciencia. Esa muchacha, siempre tan perezosa para todo. Si no espabilaba, la mandaría de vuelta a su pueblo. Dejó a la niña en el suelo para que se moviera un poco y fue hacia la puerta.
—El cartero, madame —escuchó desde el otro lado.
—Ya estoy aquí, señora. —Marie se acercó con desgana por el pasillo.
—Vigile a Catherine un momento.
La sirvienta fue hacia el salón moviéndose como si llevara plomo en el culo. «De esta semana no pasa —suspiró—, la mando al pueblo y busco otra».
El cartero escondió la tripa, hinchó el pecho y sonrió. Si no hubiese sido la esposa de un comisario la habría piropeado, pero en la profesión había una regla no escrita que prevenía contra las mujeres de policías y militares. No era una cuestión de solidaridad con el uniforme, sino de no correr riesgos: por hermosa que pudiera ser, ninguna justificaba el riesgo de un disparo o de una herida de sable. Aunque los ojos lo decían todo, se limitó a entregarle la correspondencia.
Juliette le dio las gracias, lacónica. Ese cartero con ínfulas de Don Juan la ponía nerviosa. Al dejar las cartas sobre la consola para que las revisara André, la última —un sobre grueso, de color crema, demasiado elegante para ser del ministerio— atrajo su atención. «¿Una invitación?», se ilusionó, no recordaba cuánto tiempo había pasado desde la última. El papel era lujoso, de mucho gramaje y tenía una pequeña corona grabada en la cabecera; la letra era trabajada y el francés resultaba tosco, pero no dejaba lugar a dudas: la vizcondesa de Penosequé les invitaba a merendar el sábado.
—¿A mí? ¿Y qué me pongo? —se asustó—. ¿Y qué hago con los niños?
Marie tendría que esperar una semana para regresar al pueblo.
Madame Dujols sonrió a su marido.
—Estoy bien, de verdad —le regañó. Era una batalla perdida: en cuanto mostraba alguna señal de migraña, él se empeñaba en que reposara en la cama y le llevaba allí el desayuno. Aunque intentara ocultarlo, Pierre lo leía en su cara.
—Otro sueño, ¿no es cierto?
Marie-Louise no se atrevió a negarlo. Aunque a veces pareciese más un castigo que un don y los incrédulos se burlaran de ella, estaba orgullosa de su clarividencia y asumía que las jaquecas eran el precio que debía pagar por no ser como los demás. Sólo lamentaba que Pierre y las niñas sufrieran tanto por su culpa.
—Vi un ángel negro —intentó que su voz no sonara débil ni fatigada.
—¿Un demonio?
—No, era un ángel, sólo que negro.
—¿Negro de piel? —Pierre Dujols sintió un escalofrío, conocía a uno vestido de blanco inmaculado y sombrero canotier—. ¿Cómo era?
La señora Dujols titubeó, normalmente su marido no se turbaba tanto cuando le hablaba de sus sueños.
—Grande y joven, no recuerdo su cara, era toda luz —dijo al fin.
En otro tiempo, el librero habría preguntado cómo sabía que era negro si su rostro estaba bañado en luz, pero había renunciado a encontrar la lógica en las visiones oníricas de su esposa.
—¿Tenía un libro?
—No, Pierre. ¿Significa algo para ti?
—Puede, es algo que me pasó ayer —confesó Dujols—. Anoche estabas tan cansada que preferí no molestarte.
El editor le relató la visita de Ulises a la tienda y el ofrecimiento del Pantagruel. Había dormido mal, obsesionado por tomar una decisión. Sabía de sobra que oportunidades así aparecían una sola vez en la vida —y no siempre—; pero aquel hombre le había impresionado y no acababa de entender por qué le había escogido a él. ¿Quién en su sano juicio le vendería esa joya a un librero de segunda fila? La Biblioteca Nacional o el Louvre le ofrecerían el doble o el triple.
—Invítale a cenar este sábado —le propuso Marie-Louise Dujols—. A lo mejor es el ángel de mi sueño.
El teléfono sonó en el despacho del comisario Clouet. Lo miró con aprensión y esperó al cuarto timbrazo antes de descolgarlo. Normalmente era el heraldo de las malas noticias: un cuerpo flotando en el Sena, un borracho rajado en un callejón junto a la rue de la Huchette, un cadáver sin nombre en el puente Tolbiac… Hasta sus hombres, cuando lo veían muy enfadado, buscaban cualquier excusa para ir a la Prefectura y darle la mala nueva por teléfono. «Gritar, grita lo mismo, pero al menos no le vemos la cara», decían.
—Comisario Clouet, dígame.
—Es una llamada de la gendarmería de Quintín, en Bretaña —le informó la operadora.
—Bueno, páseme —se resignó.
Tratándose de Trifon, lo más probable era que hubiese quemado todo el dinero en la taberna o en un lupanar.
—¿Señor? Soy el gendarme Foix, del puesto de Quintín. Tengo aquí a alguien que dice ser inspector de su brigada, un tal Trifon.
—Sí, sí, ¿está bien? ¿Le ha pasado algo?
—Pues ése es el caso, señor, le detuve ayer por asalto. Estaba blasfemando y dando patadas en la puerta de las monjas de Saint Joseph de Cluny. Pensé que estaba borracho.
Por un instante, sólo por un instante, deseó que Pelousse le hubiese destituido.
Ulises cerró el último cuaderno de Bonancieux y lo arrojó sobre la mesa con un gesto de desgana.
—No era tan difícil, después de todo —dijo en voz alta con falsa modestia—, y ni siquiera era original.
El muerto no se había complicado demasiado a la hora de cifrar sus escritos, utilizaba la simbología de Paracelso con algunos adornos propios. El azufre era el sol, el mercurio era la luna y los principales metales estaban representados por sus respectivos planetas y colores. Si no se había leído a los clásicos, uno se enfrentaba a un galimatías sin solución, ya que un profano no podía encontrarle sentido alguno a las metáforas alquímicas: «Luna, que reinas sobre lo húmedo, da luz al rey inmaculado, con su túnica de púrpura, la tintura roja que cura todos los males…», y otras charadas parecidas. Al menos, Bonancieux no era un seguidor de los Rosacruces; Ulises no aguantaba esas hermandades secretas de bobos y cuentistas.
Lamentó no haberse llevado todos los cuadernos para comprobar la evolución de los experimentos a lo largo del tiempo. Las primeras notas estaban fechadas unos treinta años antes, en Rennes; de todas formas, no las necesitaba y no iba a ser él quien volviera a casa de Bonancieux a rescatarlas: por mucho menos le habían puesto los grilletes al estudiante de la buhardilla. Continuaba en la cárcel, señal de que la policía no se andaba con bromas.
Lo que le desconcertaba era que, entre el último experimento del cuaderno XIII y el primero del XIX, sólo mediaban dos días.
Eso significaba que aquellos cinco libros intercalados tenían una naturaleza diferente; no eran un diario de las calcinaciones y transmutaciones, sino una obra en sí misma, un tratado escrito por Bonancieux en paralelo con sus trabajos alquímicos. Las referencias a los cuadernos perdidos abundaban.
«Es el roble hueco a cuyo pie hierve la fuente, con los ciegos (XIV)», escribía en una de las últimas entradas. Ulises recordaba perfectamente esa imagen en un libro de su padrino. ¿Eran ocho o nueve los ciegos? Todos buscaban la fuente pero sólo uno la encontraba y había rosas, también, blancas y rojas —azufre y mercurio—, con las hojas de oro. Hizo memoria cerrando los ojos con fuerza: ¿el Toisón de Trismosin? No, no era ése, aunque también tuviera un roble hueco; los ciegos estaban en las Figuras Simbólicas.
Sonrió, feliz. Quizá era el momento de rescatar los libros de su padrino. Durante muchos fines de semana, recién llegado a París, solo y aburrido, sus tratados de alquimia fueron el único entretenimiento que tuvo. Les tenía cariño porque en ellos había aprendido latín, él solo, sin más ayuda que el viejo Diccionario de Valverde; pero, sobre todo, porque le evocaban la isla de Siracusa y la colina de Maragay, erguida sobre la rada de la ciudad, de la que su padre había adquirido el apellido al mismo tiempo que la libertad. Aquellos libros olían al jazmín y la buganvilla de la entrada, al aguamiel que preparaba la abuela Mandolina y que padre y el padrino se bebían, inclinados los dos sobre la mesa, mientras conspiraban en voz baja e ideaban un puente que uniría las islas y el ferrocarril que las cruzaría, un malecón nuevo en el puerto, un barco grande como ningún otro…
Nunca le interesó la alquimia; sin embargo, el recuerdo de aquellos viejos grimorios y la nostalgia despertaban su curiosidad. Después de todo, ¿por qué no…?
Abélard Javrès cerró la puerta y saludó a todos los presentes con la alegría de quien ha recibido una herencia.
—Salud, camaradas, una ronda por mi cuenta —gritó, abriendo los brazos. El local era mitad taberna, mitad burdel, y en él sólo se encontraban dos clientes, el camarero y cuatro mujeres jóvenes, muy pintadas. Al oírle, salió el encargado, un hombre moreno, anodino, con una cara corriente en la que ni siquiera destacaba el bigote espeso y descuidado. Javrès fue a abrazarle con muestras de júbilo y le besó las mejillas—. Me sigue la bofia —le susurró al chulo.
—¿El Astilla?
—No, el Pimpollo.
—¿Quiere que mande a alguien a pincharle, patrón?
—No, llamaría la atención. Me basta con darle esquinazo un rato.
—Lo que usted diga. —Le abrió las cortinillas de la trastienda y luego descorrió los cerrojos de la puerta trasera—. ¿Sospechará algo?
—No, andan perdidos.
Trifon miró la puerta lateral del Palacio de Justicia y tragó saliva. «Verá, comisario, la culpa fue de la puta portera —ensayó—, yo ya me estaba marchando, y eso que casi me rompe el pie, pero entonces me dijo que volviera a por otra y lo vi todo rojo y fue cuando saqué la pistola».
Sin contar con la maldita casualidad de que el gendarme pasara por allí en ese momento. «Detenido por un gendarme, hay que fastidiarse —maldijo desesperado—, y con las manos vacías». El comisario le iba a decir de todo menos bonito. Arrastró el pie, todavía hinchado, y se armó de valor para cruzar el umbral.
—Hombre, Trifon, ¿te ha pisado una monja? —le gritó Valcroix.
—Has metido la pata, ¿no? —se burló Fayard.
Trifon, rojo de vergüenza, o de ira, subió como pudo la escalera. Bien pensado, prefería la bronca del comisario.
Violeta decidió en el último momento no ir al Faubourg Saint-Honoré; hacía varios días que no visitaba a Augustine en la Salpétriére. Seguía muy débil y con la lengua y la garganta inflamadas, pero los médicos eran optimistas sobre su recuperación: parecía estar fuera de peligro y su alta era cuestión de pocas semanas. Habría que vigilar su hígado, nada de huevos ni encurtidos, ni —desde luego— indulgencias con el anís de hierbas de los benedictinos.
—¿Cómo estás? —Le tomó la mano y se sentó junto a ella, en la cama. Augustine asintió, era su forma de decir que se sentía mejor. Seguía sin poder hablar y, de no comer, se había quedado cadavérica; hasta tragar el agua le suponía un suplicio—. Venga, tranquila, lo peor ha pasado.
Périgord sintió que tocaba el cielo cuando Anabelle le tomó de la mano y le pidió ayuda. Aunque la iglesia estuviera prácticamente vacía y se hubiesen refugiado en una pequeña capilla, hablaba en susurros; no quería llamar la atención de los feligreses.
—Me vigila día y noche. —Su voz se quebraba, a punto del llanto—. Para ella soy la gallina de los huevos de oro. Me obliga a recibir a esos viejos ricos y sacarles los cuartos. Comer, pasear, ir al teatro… Si pudiera, me haría acostarme con ellos.
—Entonces, usted… ¿no se…? —Périgord sudaba, no sabía cómo preguntarlo.
—Pues claro que no, ¿por quién me ha tomado? —Anabelle Boileau levantó su naricilla respingona y retiró la mano, muy ofendida.
—Perdóneme, mademoiselle, perdóneme.
—No soy una…, eso, una furcia. Soy una cocotte ¿nadie le ha explicado la diferencia?
Périgord movió la cabeza, sintiéndose el más torpe y bruto de los hombres, y ella condescendió a olvidarlo.
—Claro, viendo a madame Loumel entiendo que haya pensado lo peor —le disculpó con una sonrisa—, ella fue ramera antes, ¿sabe?, y ahora es la alcahueta de las criadas, pero yo me mantengo al margen, no se lo permito. —Odile Loumel le daba miedo, si hubiese sabido quién era y qué pretendía, jamás se habría puesto bajo su protección. Ya era demasiado tarde, la había amenazado con desfigurarla si la abandonaba—. No me deja ver a nadie —sollozó—, sólo quiere que reciba a sus viejos y les saque dinero y regalos. —Y le contó con todo detalle cómo la había amenazado por citarse con él.
—¿Con una navaja, una navaja de afeitar?
—Afiladísima. —Se pasó una punta del pañuelo bajo los párpados, a pesar de que allí no había lágrimas—. Y no sólo me amenazó a mí, también a ese pobre, Bonancieux. Con él no se atrevió a sacar la navaja, sólo le chilló y juró que lo mataría. Pascale y Francine no lo reconocerán, le tienen demasiado miedo, pero yo lo vi.
—¿Cómo fue? ¿Cuándo ocurrió?
—A finales del mes pasado, en la escalera. Subíamos y él salió a la puerta y le dijo que la denunciaría y haría que la echaran de casa. Nos dijo, muy serio, que no consentiría que la casa se convirtiera en un lupanar.
—¿Hace dos semanas?
—Sí. —Se tapó la boca de fresa con las manos para ahogar un grito—. Dos semanas, claro, fue justo antes de que él apareciese muerto. Y ahora lo recuerdo, Odile presume de saber preparar todo tipo de pócimas.
—¿Lleva la navaja encima?
—Siempre.
Périgord besó sus manos. Él se ocuparía, Anabelle no tenía que temer nada.
—Querría ver al señor notario. —La voz le tembló un poco a Dujols; a pesar de su pasado de periodista no estaba acostumbrado a los despachos señoriales—. Es en relación con un libro…
—Monsieur Chagrell le esperaba —dijo el pasante—, le recibirá inmediatamente.
El editor se quedó con la boca abierta y no supo qué decir, ¿cómo podía saberlo? Le siguió hasta una pequeña sala donde había un cuadro con la figura de un viejo campesino. Dujols era un clásico y no aprobaba las nuevas tendencias del arte, esos locos que rasgaban el lienzo con sus pinceles. Sin embargo, por mucho aprecio que le tuviera, tenía que reconocer que había en aquella figura más vida que en el mejor de los cuadros de Julien.
—Es un Goya —le informó el pasante.
Aún estaba admirándolo cuando llegó Chagrell.
—¿Le gusta? —sonrió orgulloso—, me lo consiguió nuestro común amigo.
El notario era un hombre bajo, de pelo cano, nariz un poco afilada y ojos profundos, que habían presenciado muchas cosas. Su bigote y su perilla eran de otro tiempo, igual que su levita, pero irradiaba una confianza juvenil. Llevaba bajo el brazo un paquete envuelto en un paño de terciopelo rojo.
—Aquí tiene el Pantagruel —se lo ofreció—. Es una auténtica joya, si le permite el comentario a un modesto profano. Y esto es un affidavit ante mi corresponsal en Landévennec en el que el abate Rounguen manifiesta que el recibo de compra es verdadero.
—¿Conoce usted a monsieur Maragay?
—Es un muchacho sorprendente, ¿verdad? —sonrió Chagrell—. Llevo los asuntos de su madrina, la vizcondesa de Peñagrija.
—¿Vizcondesa de qué?
—No intente repetirlo, amigo mío, es una dama española que me llegó recomendada por los Poincaré.
—¿El senador?
—Su primo, el matemático. Bueno, monsieur Maragay me pidió que le diera absoluta libertad para revisar el libro. Tómese el tiempo que necesite.
—Espere. —El librero le sujetó del brazo y lo retiró inmediatamente, cohibido—. Perdóneme, ¿no me puede contar algo más de él?
—Podría, señor Dujols, pero ¿qué le dejaríamos entonces a la fe?
Juliette acabó de cepillarse el pelo y sólo entonces se dio cuenta de que su marido la miraba desde el otro lado del espejo, apoyado en el quicio de la puerta del dormitorio.
—¿Has cenado? —trató de ser severa, sin conseguirlo.
—No tengo hambre —sonrió él—. Ha sido un día muy largo.
—¿Cuál no lo es? —suspiró, haciéndole un lado en el banco.
Clouet asintió, el matrimonio consistía en esos pequeños sobreentendidos. Se sentó junto a ella y se aflojó el lazo de la corbata. La besó en la comisura de los labios y resistió la tentación de contarle lo inútil que era Trifon, lo ingenuo que era Périgord y lo tosco que podía llegar a ser Rochedure. Sin embargo, eran buenos policías, lo mejor de su brigada, los únicos de los que cabía esperar unas migajas de fidelidad.
—Te he dejado la correspondencia sobre la mesa.
—La he visto.
—¿Y? —Le miró, muy seria.
Clouet dejó la carta de Violeta sobre la cómoda; le habría gustado poder responder algo ingenioso, pero la cara de Juliette no se prestaba a las bromas.
—Es una anciana encantadora —se limitó a decir—. Te gustará.
—¿Este sábado, André? Íbamos a casa de mis padres, ¿recuerdas?
—Iremos el domingo.
—Sabes que no se trata de eso. ¿Qué hago yo tomando el té con una marquesa?
—Vizcondesa, vizcondesa de Peñagrija.
—Lo que sea. —Su rostro pecoso pareció incendiarse, como prendido por el pelo rojizo—. No la conozco, ¿de qué voy a hablar con ella? ¿Y qué me pongo? Pareceré una trapera a su lado. Lo siento, André, no pienso ir.
—A ella no le importará nada cómo vistes, te lo aseguro, es una mujer muy sencilla.
Juliette dejó el cepillo con brusquedad y se acostó, enfurruñada.
—Hombres, no entienden nada —gruñó. Él se levantaba con el alba y no regresaba hasta la noche, raro era el día que podían cenar juntos, no veía a sus hijos y ella tenía que educarlos por los dos. Y ahora quería que fuese a tomar chocolate con esa condesa, o lo que fuera.
—En realidad no es sólo una invitación —suspiró el comisario—, es un mensaje: dice que me ha perdonado la paliza que Rochedure le propinó a su ahijado y que me va a ayudar. Por eso tenemos que ir.
—Ah, muchacho, ¿tú por aquí?
—Buenos días, monsieur Riquet, ¿sale usted solo?
Ulises le estrechó la mano. El anciano del primero izquierda renqueaba y daba pasitos muy cortos, apoyándose en el bastón.
—Sí, Berliot está en la cama con reuma. —No dejaba de ser normal, pues el criado tenía más años que el amo, y ya eran muchos—. ¿Tienes algo que hacer?
—Hasta la hora de la merienda, no. ¿Le acompaño en el paseo?
—Sí, casi no veo ya. —Le tomó del brazo—. Además, precisamente quería charlar contigo.
—¿Le preocupa algo?
—No hablemos aquí —señaló disimuladamente la puerta de los Deschambres—, las paredes oyen.
Hasta la plaza de l’Alma, la conversación del letrado fue convencional, se limitó a interesarse por su nuevo domicilio, la gente con la que trataba y sus últimas andanzas. «Menuda pieza estás hecho, jovencito», fue su conclusión. Sin embargo, al llegar a la esquina, el honorable Riquet levantó la mano con una firmeza insospechada y un coche de caballos que aguardaba junto a la acera se les acercó.
—Ven conmigo —le invitó a subir el abogado. A Ulises le pareció una situación muy extraña: Philippe Riquet, medio ciego, no había necesitado mirar para saber dónde estaba el landó, ni le había dado dirección alguna al cochero; además, los cristales cegados de las ventanillas y la mortecina luz del interior no lo hacían más tranquilizador.
—¿Le estaba esperando el coche? —Intentó que su voz aparentase indiferencia.
—Sí, no te asustes. —Al reírse, Riquet mostró dos dientes de conejo—. Y también te esperaba a ti. Tu madrina me dijo que vendrías y quería hablar contigo.
—¿Tiene usted algún problema, puedo ayudarle de algún modo?
—No, creo que eres tú el que está metido en un lío.
A Ulises se le escapó una carcajada: ya había trascendido su arresto, por lo visto; ¿o se refería a su coronación como emperador de Montmartre con desfile posterior por los calabozos? Ninguna de esas dos aventuras se registraría en los anales de la épica policial, pero ya estaban olvidadas por todos y no merecía la pena darles más importancia.
—No es eso. —El anciano le taladró con su mirada ciega—. Tengo entendido que te has visto con el librero Dujols y le has ofrecido una pieza excepcional.
—No sé cómo le ha llegado esa información.
Ulises intentó esconder su malestar. La única explicación, que el notario Chagrell se hubiese ido de la lengua, le resultaba inimaginable.
—El señor Dujols ha querido hacer unas averiguaciones antes de aceptar tu propuesta y al final ha llegado a nuestros oídos.
—¿Nuestros?
—Los míos y los de unos amigos. —El abogado Riquet esbozó una sonrisa—. De hecho, vamos a visitar a uno de ellos, si no te importa.
Ulises contuvo la respuesta. «Pues sí, sí me importa —querría haberle dicho—, y, además, prefiero bajarme aquí, porque me parece que el lío viene ahora». Sin embargo, tenía cierta curiosidad por saber cómo acababa aquella extraña excursión. El coche había girado varias veces a izquierda y derecha y parecía haber regresado sobre sus pasos en más de una ocasión, así que ya no había modo de averiguar el recorrido. «Tengo que esperar a la vuelta», se resignó.
Cuando se detuvieron y se abrió la puerta, se encontró en el patio de una casa. El portón exterior estaba cerrado y era imposible reconocer la calle. El cochero, con media cara oculta tras una bufanda y la otra media bajo el sombrero, sujetaba la portezuela sin decir palabra, señalando una entrada lateral. Ulises aprovechó para mirar detenidamente el edificio sin alcanzar a observar nada que indicara el vecindario; era una de esas magníficas casonas palaciegas que igual podían estar junto al Elysée que en los Invalides. Los grandes ventanales tenían las cortinas echadas para que no se pudiera ver el interior. Al menos creía saber en qué lado de la ciudad estaba, porque —por el sonido del pavimento, distinto en los puentes del pavés de las calles— estaba seguro de que sólo habían cruzado el río una vez.
—No te asustes —le volvió a tomar del brazo Riquet—, mis amigos valoran mucho la discreción.
—No me asusto, sólo me sorprende que no haya querido vendarme los ojos también —replicó con sorna y echó una última ojeada al patio antes de seguirle al interior.
Por la falta de mobiliario y la pobreza del suelo, dedujo que le llevaba por un pasillo del servicio, donde no había cuadros ni objetos que pudieran ayudarle a identificar al dueño. Salieron a un salón grande con el techo artesonado en maderas nobles y el suelo enlosado con grandes piezas de mármol de tres colores. En las paredes había espejos de estilo versallesco, grandes y viejos. De nuevo, nada que ofreciera una pista de dónde se hallaban.
—Éste es el salón de los pasos perdidos —le confió Riquet.
—Siempre me ha hecho gracia ese nombre, ¿por qué se llama así?
—Porque los pasos que se dan aquí no conducen a ningún sitio, supongo. De todas formas, yo estoy ya muy mayor para perder alguno más, prefiero sentarme, aunque no esperaremos mucho.
Ulises renunció a hacer más comentarios; estaba seguro de que el anciano le había dicho ya todo lo que estaba dispuesto a revelar. Percibía en la puesta en escena algo marcadamente simbólico, envuelto en formas de ritual o de prueba de iniciación: un viejo ciego que venda los ojos a un joven y le conduce a través del laberinto, un salón de pasos perdidos, un ejercicio de paciencia… «Estoy condenado a encontrarme con todos los locos de París», suspiró, y se dedicó a calcular el número de baldosas y a contar los espejos sin azogue que se reflejaban en una sucesión infinita de paredes.
—Si tienen la bondad.
La puerta se había abierto y una voz grave les invitó a cruzarla. La sala estaba desprovista de detalles personales, no había fotografías enmarcadas ni retratos; parecía la antesala de un despacho, y su único mobiliario era un tresillo y una pequeña lámpara. Les recibió un hombre alto y delgado, con ojos de un gris metálico y nariz aguileña; aunque el pelo y las cejas eran grises, su rostro apenas tenía arrugas. La forma de su cara era llamativa, un triángulo con el vértice hacia abajo acentuado por una perilla de chivo. Sus maneras desprendían una determinación y liderazgo que sólo eran posibles tras muchas generaciones de mando.
—Monsieur Lemaître, permítame presentarle al señor Maragay.
Al estrecharle la mano, notó que se la había tendido de una forma peculiar y que los dedos índice y meñique habían hecho un movimiento extraño —¿y el pulgar, no le había presionado también un nudillo?—, o quizá sólo habían sido ilusiones suyas. No estaba acostumbrado a tanta formalidad y consideración; normalmente, en aquellos salones, de un negro sólo se esperaba que sirviera las bebidas.
—He oído hablar mucho y muy bien de usted —le sonrió el anfitrión—. Me aseguran que es una persona instruida y de muchos recursos.
—Me considero sólo afortunado.
—El honorable señor Riquet, aquí presente, opina que es algo más, dice que usted, en lugar de hacer lo que es justo, convierte en justo lo que hace.
—La última vez que me acusaron de algo parecido, me preguntaron después si había estudiado con los jesuitas.
A Lemaître pareció molestarle un poco el sarcasmo, o acaso no lo entendió. Miró al abogado Riquet y carraspeó para retomar el hilo.
—Pues sí, tiene buena opinión de usted a pesar de su historial de insubordinación en la escuela —frunció el ceño—. En fin, supongo que no es fácil crecer lejos del hogar, sin el consejo de un padre. Amigo mío, hay momentos, y lo descubrirá usted mismo con el tiempo, en que nos encontramos en una encrucijada. Desgraciadamente, la vida no tiene caminos de ida y vuelta; muchas veces, ni siquiera tiene un sendero lateral que nos saque de un mal paso. Somos libres de hacer lo que hacemos, pero no de deshacerlo. La mejor semilla no siempre da el mejor fruto y, si la naturaleza no lo protege del viento, un árbol puede troncharse en la tormenta. Si el jardinero no riega el rosal, si no lo abona, no florecerá. El buen jardinero, cuando un árbol crece torcido, le coloca un tutor y vigila que siga recto, para que sea el más frondoso, el más alto y reciba la luz. En el bosque, en cambio, sin la mano gentil del jardinero, se torcerá y nunca verá la luz. ¿Me explico?
«¿Me han traído aquí para darme una clase de botánica?», estuvo a punto de responder, y sólo le contuvo una llamada de prudencia.
—Usted vive en el bosque ahora, señor Maragay, lleva una vida demasiado licenciosa, frecuenta compañías poco recomendables, artistas, bohemios y mujeres de dudosa reputación. Quizá sea el momento de preguntarse qué camino desea seguir, qué árbol quiere ser usted, es joven y no sabe la importancia de las decisiones de hoy.
—Agradezco sus consejos —dijo cortés—. La verdad es que sólo me pregunto qué interés puede tener un jardinero en un árbol del bosque.
Lemaître sonrió y concedió con la cabeza un tanto a su invitado. Su mano buscó la seguridad de la leontina y jugó con ella un instante, haciendo un gesto mil veces repetido. Sin darse cuenta, dejó al descubierto un pequeño dije de oro que colgaba de la cadena y lo guardó apresuradamente. Ulises distinguió que el colgante era una escuadra y un compás. El anfitrión, como si nada hubiese sucedido, siguió hablando.
Él representaba a un club de filántropos y filósofos que se preocupaban por el bienestar de la humanidad; creían en la libertad de todos los hombres y los consideraban sus hermanos, cualquiera que fuese su raza, religión o idioma. Ellos eran, por así decirlo, jardineros del mundo. El único requisito para pertenecer a esa sociedad era ser hombre de bien y creer en el Sumo Hacedor.
—¿Cree usted en un ser supremo, señor Maragay?
—¿Se refiere a Dios?
—Si prefiere llamarle así, bien está. El nombre es lo de menos. Nosotros preferimos referirnos al Gran Arquitecto del Universo.
—Ah, ya entiendo, son francmasones.
Lemaître torció el gesto sin querer. Aunque le complacía que el candidato fuera un hombre ilustrado, le preocupaban los prejuicios que los clérigos y cierta prensa pudieran haberle formado.
—Espero que no se deje impresionar por las habladurías.
—En absoluto, me gusta leer al hermano Kipling.
—Ah, sí, ese escocés. —Puesto que Kipling era inglés y nacido en la India, obviamente se refería al rito y no a su bandera—. Ahora entiendo a monsieur Riquet, usted sabe mucho más de lo que su juventud hace creer, así que no ofenderé su inteligencia: efectivamente, soy masón. No tema, no le estoy confiando un secreto, tenemos prohibido revelar el nombre de un compañero, pero somos libres de revelar el nuestro. Simplemente, le ruego discreción.
—Agradezco su confianza. En realidad no me ha dicho su verdadero nombre: monsieur Lemaître es «el señor maestro». Eso es un grado, según creo, no un nombre.
—Le gusta decir la última palabra, ¿verdad? Suele ser síntoma de indisciplina. Me parece que tiene usted un problema con la autoridad, señor Maragay, y lo siento —suspiró—. Ni obligamos a nadie a unirse a nosotros, ni invitamos a todo el mundo a hacerlo. Sinceramente, no estoy seguro de que encaje con nosotros.
—Yo tampoco, monsieur Lemaître. —Algo le hizo refrenarse en el último instante y dulcificar la respuesta—. No en este momento.
—En ese caso, me gustaría hablar de otro asunto. —La voz del maestro cambió, dejó de ser benevolente y se hizo dura, la de un hombre poderoso acostumbrado a que otros cumplieran sus órdenes—. Nos gustaría comprarle el Pantagruel.
—Si sabe que lo tengo, también sabrá que se lo he ofrecido al señor Dujols.
—El editor de la calle Trévise, sí. ¿Cómo se llama su local, la Librería de lo Maravilloso? —Para ser un filántropo, su despecho era evidente—. ¿De verdad cree que deja ese tesoro en buenas manos? ¿Él y su grupo de sopladores?
—¿Perdone?
—Sopladores de botellas, boticarios, barberos, así se suele llamar a esos alquimistas de nuevo cuño —resopló, con cierta impaciencia—. Ha puesto un tesoro nacional en manos de un loco.
—¿Qué debería haber hecho, entonces?
—Hay cientos de libreros serios en París, señor, cientos —bufó Lemaître—. Por favor, fije usted mismo el precio y denos la oportunidad de adquirirlo.
—Si el señor Dujols declina mi oferta, estaré encantado; y si no lo hace, siempre podrán ustedes comprárselo a él.
—Veo que no lo comprende, ese hombre no entiende su valor, se lo venderá al mejor postor. Es hora de que ese libro esté en las manos adecuadas.
«No necesariamente las suyas», estuvo a punto de decir, pero se contuvo: no debía ahondar en la sima que ya comenzaba a abrirse entre los dos. Le indignaba que aquel hombre creyese indigno al abate Rounguen y sus esfuerzos por compaginar el Arte con la Fe. Si el clérigo lo había cedido no era sólo porque en el lecho de muerte las claves filosofales valieran para él menos que la reliquia de un santo, sino porque deseaba también que el destino del libro quedara en manos de la Providencia.
—Lo siento, señor, estoy acostumbrado a cumplir mi palabra: se lo he ofrecido a monsieur Dujols y esperaré a su respuesta.
Ulises habría podido justificar su decisión en el honor, o explicar que aquel libro era su entrada al círculo de sopladores locos que buscaban la Piedra; pero dijo que no porque Lemaître le caía mal, porque tras su discurso de libertad, igualdad y fraternidad, había leído en sus ojos un profundo desprecio por un muchacho negro. Si aquel masón prepotente se había dignado a ofrecerle la iniciación en la logia, no había sido por su inteligencia o su potencial —en el que, claramente, no creía—, sino para pedirle después, como la dote de una novia, que entregase el Pantagruel a sus superiores.
—Creo que está todo dicho. —Lemaître contuvo como pudo un gesto de ira—. El coche le llevará a la avenida Montaigne. Sólo le pido su palabra de que no mirará por la ventanilla para averiguar dónde nos encontramos.
—La tiene.
Le sostuvo la mirada, muy digno. A fin de cuentas, el maestro masón ya le había proporcionado, sin saberlo, su nombre y dirección.