4
El Bateau-Lavoir

—¿A ti no te han enseñado a llamar a la puerta? —chilló el joven desde la cama.

—Necesito los papeles que te dejé, ¿dónde están? —Aunque Ulises se dirigió a la única mesa de la estancia sin dejar que la mirada se desviara, no pudo resistirse a lanzar una pequeña pulla—. Bonjour, Madeleine, comment-ça-va?

Considerando que ella estaba a cuatro patas sobre el lecho con la cara oculta bajo la melena y que había escondido la cabeza bajo la almohada al oír la puerta, el reconocimiento tenía su mérito.

—¿Irás esta noche al Lapin? —se interesó Ulises mientras apilaba los documentos.

—Si no te marchas ahora mismo, el que no irá serás tú —le respondió Pablo, con un acento andaluz surgido de lo más hundo.

Ulises se apresuró a recuperar el legajo y salió, guiñándole un ojo.

Au revoir, Madeleine —se despidió de la muchacha, como si ella hubiera estado en el sofá, cosiendo o leyendo, y no en pleno acto de sodomía.

—Vete a la mierda —respondió el pintor.

Ulises no le hizo caso; tenía la cabeza en los cuadernos del alquimista.

Mientras bajaba la escalera hacia su estancia, observó que su amigo se había entretenido en reconstruir alguna de las cartas uniendo los pedazos y pegándolos con goma arábiga sobre papel cebolla.

Se sentó junto a la ventana y abrió el primero de los cuatro cuadernos, el número XII. Bonancieux utilizaba un lenguaje críptico, mezclaba frases en francés con otras en latín y a menudo lo complicaba con símbolos astrológicos o cabalísticos, probablemente empleados como ideogramas. Reconoció el mercurio, que se repetía obstinadamente, y también el sol y la luna. Ulises se frotó el mentón, ¿de quién escondía sus pensamientos ese hombre, de los ojos vulgares o de los entendidos?

Dejó a un lado el cuaderno y se concentró en los trozos de papel, buscando esquinas y formas simétricas que indicaran una misma procedencia. Perdió la noción del tiempo y sólo cuando le faltó la luz comprendió que la tarde agonizaba. Su estómago rugió, recordándole que no había probado bocado desde el desayuno.

Descubrió, con otro fuerte gruñido de sus tripas, que la despensa estaba vacía: con los vaivenes de los últimos días había olvidado comprar comida. En otras circunstancias habría subido a las habitaciones de algún vecino para asaltar su alacena, pero del malagueño no cabía esperar un buen recibimiento después de haberle interrumpido la coyunda y mejor no intentarlo con Max, que —como buen poeta— se alimentaba del aire. Tras repasar a los demás ocupantes del inmueble, concluyó que no le quedaban muchas más opciones: o se arrimaba a Ardengo y su cuadrilla de pintores italianos o se invitaba —otra vez— a casa de Ricardo Canals y le suplicaba a Benedetta, su compañera, que le hiciera un hueco en la mesa. Lo malo de vivir en el Bateau-Lavoir, rodeado de goliardos, era que sobraba el arte y escaseaba el pan.

La puerta se abrió y la silueta de Pablo se recortó en la penumbra. Entró sin llamar, como acostumbraba, y se acercó a la mesa con paso ágil y resuelto. En sus ojos oscuros brillaba una energía eléctrica, salvaje, que hacía que los demás rasgos, salvo su nariz abultada y el flequillo caído, pasaran casi inadvertidos. Tenía el pelo negro y liso, siempre despeinado, y una raya quebrada en el centro de la cabeza disfrazaba las entradas sobre las sienes y le daba un aspecto montaraz.

—¿Tienes algo de cenar? —le reprochó con una mueca adusta que sólo tras una segunda mirada se adivinaba fingida.

—Eso mismo iba a preguntarte yo.

Se sentó con las piernas abiertas y las manos en las rodillas. Madeleine le había dejado exhausto, gruñó. Para sellar la paz, Ulises sacó dos vasos nada limpios y una botella con los restos de una absenta turbia y milenaria. Su amigo, a cambio, partió en dos su último cigarrillo.

—Tienes mala cara, te llegan las ojeras al suelo.

—Como tú eres negro y no se te notan…

Señaló los papeles con un gesto de la barbilla y mucha socarronería. Ulises respondió a la muda pregunta extendiendo los documentos sobre la mesa.

—Has hecho un buen trabajo —reconoció.

—Fue Madeleine. Quién lo diría, ¿verdad?

Con esa paciencia que sólo una modelo de artistas podía tener, había reconstruido y clasificado buena parte de los trozos de papel. Eran notas, los borradores de lo que el difunto había transcrito en su último cuaderno; la letra cuidadosa que se veía en éste, un tanto antigua y pasada de moda, contrastaba con los rasgos desmañados y apresurados de los apuntes. Parecía que hubiese dos Bonancieux, uno febril y alocado y otro reflexivo y meticuloso. Había también algunos bosquejos de correspondencia llenos de tachones.

—¿Te has fijado qué tiquismiquis? —Pablo agitó los papeles, con una mueca de burla—. ¿A ti te parece normal escribir tres borradores de una carta antes de enviarla?

—Puede que le preocupase la posteridad.

Ulises había comenzado a estudiar la correspondencia, más sencilla de leer que de interpretar. En una animaba a un librero, monsieur Dujols, a editar una colección que difundiera el saber hermético; en otra, le comentaba a uno de los Lesseps el extraordinario color de las vidrieras de la catedral de Chartres y, pocos días después, desafiaba a un tal Julien Champagne, pintor, a encontrar la tonalidad exacta de sus colores y añadirla a su paleta.

—¿Conoces a ese Champagne? —le preguntó a su amigo, ya que era artista como él.

Éste negó con la cabeza y aventuró que sería un academicista, uno de esos que dedicaban tres semanas de pincel al pliegue de una falda en un lienzo de cinco por cuatro, de los que la crítica del futuro diría que había más vida en la tela y en el marco que en toda su obra pictórica. O a lo mejor se trataba, sencillamente, del pintor de brocha gorda al que había encomendado las paredes de su vivienda.

—Pues como ésta, todas las que llevo leídas —suspiró el joven negro.

Resultaba absurdo que alguien se tomase la molestia de redactar, corregir y pasar a limpio unas cartas tan anodinas.

—¿Quién es ese de nombre tan largo?

—… Conde Louis Marie Hilarie Bernigaud Chardonnet de Grange… Hablan de seda y tejidos, parece, pero está llena de sobrentendidos. No sé, no le he encontrado mucho sentido a lo que dice.

—¿Y el resto?

Ulises fue repasando la correspondencia: al joven René Guénon le animaba a instalarse en París y le aconsejaba el colegio Rollin como paso imprescindible para el ingreso en la Politécnica o en la Normal; en otra carta discrepaba cariñosamente con un tal Paul Le Cour, que veía la sombra de judíos y masones en todos los males del mundo; también debatía sobre la radiación con un académico, Jules Violle; y al ilustre Camil Flammarion, para profundizar en sus estudios sobre adivinación, le recomendaba entrevistar a Marie-Louise Dujols…

—Parece que la mujer del librero, entre otras virtudes, lee las líneas de la mano y es clarividente —se rió.

—Qué tontería —bufó el pintor.

—No subestimes el poder de la mente. Además, nunca se sabe lo que se puede sacar de todo esto.

—No estarás pensando en chantajear a esa gente, ¿verdad?

—Claro que no —se ofendió Ulises—, todo lo contrario: conozco a unos cuantos que irían encantados a consultarla.

Pablo se estiró sin ningún pudor.

—A lo mejor ella puede orientar a la policía —se burló, apurando la colilla del cigarrillo—, no estaría de más que nos dieran una recompensa por ayudar en la investigación.

A él le daba igual quién era el asesino, lo que deseaba era que Ulises se olvidara ya del asunto y se ocupara de vender sus obras, porque estaba sin un céntimo y se había quedado sin lienzos y sin pinturas. Llevaba dos semanas reutilizando material, desarmando el bastidor y pintando en el reverso de la tela, o incluso sobre cuadros anteriores; y eso le dolía aún más —se lamentó—, porque ya había perdido Últimos momentos, la obra que le había abierto las puertas de París, oculta ahora bajo La vida. Y, como ésa, otras cuatro o cinco se habían visto condenadas a desaparecer para dejar sitio a nuevas criaturas. Con todo, lo peor de la pobreza no era verse obligado a devorar sus propios cuadros, como Saturno a sus hijos, sino no hacerlo por no tener con qué: monsieur Tanguy, el fabricante de colores finos de la rue Clauzel, se había reído al pedirle que le fiara un par de tubos de azul.

—¿Y qué esperabas?

Ulises suavizó el comentario poniendo sobre la mesa las monedas que le quedaban. El ayuno de esa noche era sólo un anticipo de la hambruna que presagiaban los siguientes días. Por un momento tuvo la tentación de volver a casa de Bonancieux y sustraer el Vitulus: nadie lo iba a echar en falta ni había herederos a los que perjudicar.

—Naturalmente: ¡herederos! —se palmeó la frente.

—Deja en paz al muerto de una vez, hombre.

—No es eso, estaba pensando en el negocio con el abate. Creo que ya sé cómo convencerle.

Rebuscó entre un montón de periódicos viejos que guardaba para tapar los cristales rotos en invierno.

—Aquí está —exclamó con satisfacción, y le indicó con el dedo la noticia.

—¿Y? —replicó Pablo tras una segunda lectura—. ¿De qué te va a servir que esa vieja de Lille haya estirado la pata?

—¿No has visto que la familia anda a la gresca con la herencia?

Que la imaginación de Ulises solía ir dos pasos por delante de todos, no era ninguna novedad, pero en esta ocasión había ido demasiado lejos. Estudió de nuevo la reseña del diario, esta vez más despacio, tratando de adivinar qué se le escapaba. «Es sólo una beatona más», claudicó con una mueca displicente. De haber sido parisina, su muerte habría pasado desapercibida y, con suerte, la familia habría pagado una esquela; en provincias, en cambio, de gente así se escribían obituarios a tres columnas. Además, estaba para pocas bromas: la perspectiva de otro día más sin comer resultaba una prueba demasiado delicada para su estómago. Aunque el cuerpo le suplicaba reposo, se resignó a salir con Ulises en busca de alimento.

—Te confieso que no entiendo nada —gruñó, ya camino del Lapin Agile—. No sé qué tiene que ver la herencia de una meapilas con todo esto.

—Los huesos, querido mío, conquistaré al abate con un hueso.

—Cuesta creerlo; pero, por si acaso, recuerda que somos socios en este asunto.

—Descuida, si sale bien, esa beatona te va a permitir comprar todos los tubos de azul que puedas usar en tu vida.

El pintor lanzó un bufido despectivo: él podía consumir muchos, muchos tubos de azul —desafió—, no había lienzos suficientes en el mundo para todo el azul que pensaba gastar.

El Lapin Agile no era como los demás antros de Montmartre. A diferencia de sus vecinos de la parte baja del barrio, como el ya clausurado Chat Noir o el redecorado Moulin Rouge, en él no bailaban mujeres voluptuosas, ni se interpretaban las canciones de Paul Delmet. Era, por encima de todo, una taberna a la que acudía quien no tenía dinero para ir a un sitio mejor. Al otro lado de la colina, en los alrededores de la plaza Pigalle, abundaban los lugares canallas frecuentados por crápulas de la buena sociedad y también por damas que —con más asiduidad de la que conocían— satisfacían su curiosidad y se regocijaban en el escándalo que les producía mezclarse con los bebedores de absenta, las prostitutas y sus souteners, los malhechores y, en general, el lumpen más selecto de París.

La clientela del Lapin era menos variopinta y estaba compuesta de artistas que vivían en los alrededores porque allí los alquileres eran más asequibles y por los vecinos de siempre, los que recordaban aquel lugar como una antigua casa de comidas con el sugerente título de Cabaret des Assassins o antes incluso, cuando se denominaba, con toda justicia, Au rendez-vous des voleurs —La reunión de los ladrones—. El local debía su nombre a uno de esos afortunados juegos de palabras que entusiasman a los parisinos: el caricaturista André Gill había pintado en la fachada una liebre saltando de la cazuela con una botella de vino en su pata, de manera que el lapin-á-Gill —el conejo de Gill— se convirtió inmediatamente en el Lapin Agile, el Conejo Ágil, y así se quedó, por más que los distintos rótulos en la fachada dijeran otra cosa.

Aunque no escaseaban los personajes pintorescos, ninguno lo era tanto como el dueño, Frédéric Gérard, al que los parroquianos llamaban le père Frédé. Su apodo tenía mucho que ver con la anterior propietaria, Adéle Decerf, conocida por todos como la mère Adéle. Ella había sido bailarina de can-can y, al retirarse y comprar el local, arrastró a sus antiguos admiradores con la oferta de un cabaret genuino, en el que los aficionados podían mostrar sus habilidades en concierto los sábados por la noche y los domingos por la mañana.

El padre Frédé era un hombre extravagante y desharrapado, de sucia melena y larga barba descuidada. Como decía alguno de los clientes, parecía más un titiritero o un minero de los tiempos de la fiebre del oro que el dueño de un café-concierto. A esa semejanza contribuía su numerosa familia de animales: un asno, un mono, un cuervo, un perro y un sinfín de ratoncillos blancos. Era músico y poeta —o eso sostenía él, con amplio desacuerdo por parte de su público— y hacía sus pinitos con la pintura; tenía un extraordinario sentido del humor y había conseguido hacer de su local el corazón de la parte alta de Montmartre. Allí se acudía a cantar viejas canciones, a recitar poesías propias y ajenas, a beber con los camaradas, tan escasos de suerte como uno mismo y reírse con ellos de las historias disparatadas que narraban los comensales. Y además, el padre Frédé nunca negaba un trago al artista que sólo podía pagar con un retazo de su arte. No importaba que las mesas estuviesen sucias y pegajosas, porque tampoco el vino o el alcohol eran de los que exigían mantel. A veces saltaban chispas entre los artistas y los anarquistas o entre éstos y los chulos que subían a recoger a las rameras perezosas; en ocasiones, una banda de bravucones se adueñaba del local y, según les apeteciese, invitaban a beber a los bohemios o arrasaban las mesas a punta de pistola aprovechando que la ronda de los guardias no llegaba nunca a la cima de la colina. El padre Frédé, con mano izquierda, intentaba crear una entente cordiale entre todos ellos y hacer del lugar una tierra franca, de ambiente agradable, donde no importaran los pecados del vecino. Tenía sus preferencias entre los artistas, eso sí, y se decantaba más por los gustos tradicionales de Dorgelès que por los vecinos de Ulises, a quienes consideraba demasiado modernos.

—Bienvenidos, monsieur Maragay y compañía —les saludó al cruzar el umbral—. Salud al rey de Montmartre.

—¿Cómo está, monsieur Gérard? —Quizá Ulises era el único allí que le trataba de usted—. Andamos justos de dinero pero sobrados de ingenio.

—Pues conociéndoos, poco vais a sacar de aquí con eso —se burló.

—En realidad, venimos a proponerle un negocio.

—Aún vais más desencaminados, entonces. No hago negocios con mis clientes y así los conservo. Por esta vez os escucho y, si la cosa me hace gracia, os invitaré a un trago.

—Pues vaya sirviéndolos.

Cuando quería, no había en París nadie más lisonjero y embaucador que Ulises. Con su terno blanco, impecable, y el canotier ladeado, parecía un príncipe diletante que hubiese cambiado sus tierras lejanas y exóticas por las clases de la Sorbona. El padre Frédé, acostumbrado a la deslumbrante imaginación de sus parroquianos cuando tenían que ganarse un vaso de vino, reconocía que ninguno igualaba a aquel cubano divertido y sinvergüenza, que convertía un disparate en un plan cabal. Escuchándole, Lille parecía la tierra prometida y sus maquinaciones, un ingenioso duelo de ajedrez. Naturalmente, no creyó una sola palabra, pero el padre Frédé se atusó la barba y calibró lo poco que tenía que perder en aquella aventura.

—¿Y bien? ¿Nos hemos ganado el trago?

—Y doble —rió el dueño, y ordenó silencio con un toque de cornetín—. Atención todo el mundo, monsieur Maragay busca socios capitalistas para dar un sablazo en Lille.

Monsieur Gérard, tampoco es eso.

De nada sirvieron las protestas, la colecta ya estaba en marcha. Ulises era el único negro en la colina y todo lo que en otro lugar habría sido desprecio y humillación allí se consideraba graciosa ocurrencia. Los buscavidas de Montmartre le tenían por uno de los suyos y no miraban su piel, se engañaban a sí mismos diciéndose que no eran racistas, que en aquel barrio nadie era mejor que nadie y que un hombre valía por lo que era y no por lo que parecía. Apenas dos días antes, los vecinos le habían proclamado rey y le habían paseado por las calles, como si fuese uno más y llevase en Montmartre toda la vida. Así que, aunque no era una clientela fácil de convencer —pues la mayoría había hecho de la gorronería una forma de vida y del sablazo un arte—, si el padre Frédé avalaba la empresa costaba menos rascarse un sou y arriesgarlo en un negocio tan incierto que, con suerte, les procuraría un vaso gratis en un futuro muy lejano. «En fin, hoy por ti y mañana por mí», debieron de pensar al ver la gorra. Aun así, la recaudación tuvo más simpatía que cobre, las finanzas de la parroquia no estaban para grandes desembolsos y la suma reunida no alcanzó los dos francos.

—Con esto no llegas ni a Senlis —se lamentó su amigo.

—Nos da para el carpintero.

—No te entiendo.

—Ahora necesito alguno de tus cuadros, de esos que tienes pintados por los dos lados.

—O sea, que en lugar de buscarme el mecenas tú a mí, pretendes que yo te pague la expedición.

—¿No somos socios?

—Ah, ¿lo somos? —Empezaba a arrepentirse del pacto contraído con su amigo durante la memorable borrachera del sábado.

Regresaron al Bateau-Lavoir satisfechos por haber engañado al estómago con un vaso de vino y un pequeño trozo de pastel de liebre —o eso juraba el padre Frédé que era y sus parroquianos preferían no cuestionárselo—. De camino, compraron un par de panecillos duros en la tahona que estaba al pie de las escaleras de la calle de la Miré. Ulises le explicó el plan: colocarían un marco que permitiera darle la vuelta al lienzo y convencerían al carnicero de la plaza de Breda de que así obtendría dos obras por el precio de una; podría colgarlo del derecho o del revés, según le viniera en gana, y su carnicería se haría famosa en toda la ciudad. La gente bajaría del boulevard de Clichy o subiría desde la estación de Saint-Lazare para abastecerse en su tienda y contemplar aquella excentricidad.

—Es lo más absurdo que he oído nunca.

—Tú sí, pero a él le parecerá una idea estupenda.

—¿Y no sería mejor que, simplemente, te dedicaras a vender mis cuadros?

—Con tus cuadros no nos haremos ricos. Confía en mí.

La seguridad de Ulises en sí mismo era contagiosa, resultaba difícil no creer en él. Estaba acostumbrado a que se cumplieran los deseos más extravagantes pues, desde niño, había comprobado que siempre terminaba consiguiendo lo que quería de un modo o de otro. A veces, bromeando, presumía de poseer una lámpara maravillosa que satisfacía sus antojos, como el muchacho del cuento de Sherezade. Durante mucho tiempo creyó que la suerte milagrosa era algo natural y merecido. En su tierra, además de ser el ojito derecho de su familia y de los padrinos, media isla le veneraba por la marca de santero grabada en su paladar, reían sus gracias, se desvivían por halagarle y darle cualquier capricho. El verdadero milagro era que tanta carantoña no le hubiese echado a perder, que no se hubiera convertido en un chiquillo consentido, en un monstruo soberbio y orgulloso.

Tardó tiempo en descubrir que esa bendición no era gratuita ni casual. No le bastaba con desear las cosas para obtenerlas: si se quedaba quieto, no llegaban; pero si se esforzaba y estrujaba su ingenio, un sexto sentido le susurraba al oído qué hacer o qué decir, y entonces los astros se confabulaban para que un cúmulo de sucesos improbables se concatenaran hasta conseguir el éxito.

No tenía ninguna duda de que, a pesar de las reticencias —y seguramente de forma muy diferente a como lo había planeado—, regresaría victorioso. Sólo necesitaba encontrar un hábito de monje y su amigo podría comprarle la tienda entera a monsieur Tanguy.

—Y bien, Rochedure, ¿sabemos ya algo sobre las finanzas del muerto?

El comisario había elegido esta vez una tasca sombría en la rue de los Trois-Chandeliers. Los pocos parroquianos que bebían allí se fueron marchando, incómodos por la presencia de los policías.

—El director de su banco está de viaje, regresará a finales de semana. El contable dice que sin autorización no puede decirnos nada, pero es un tipo blandito; si usted me deja, le hago sudar un poco y…

—No, ni hablar —zanjó el asunto, conocía de sobra los sudores que provocaba Rochedure: al cabo de los días adquirían un fuerte color cárdeno—, podemos esperar al sábado. ¿Y usted, Périgord?

—No le va a gustar esto, señor, no tenemos nada sobre Bonancieux.

Efectivamente, salía todas las mañanas y muchas tardes, pero no había manera de seguirle el rastro. Périgord había solicitado su ficha de lector en la Biblioteca Nacional, donde iba con frecuencia. Solía pedir libros raros, como los que guardaba en su laboratorio, a veces un día tras otro durante meses. En las iglesias no supieron decirle si era feligrés habitual, allí acudía demasiada gente. Tenía a varios guardias peinando los clubes más selectos de París y también algunos menos recomendables, incluyendo los lugares de reunión de hombres… En fin, ya le entendían.

—Maricas, Périgord, se dice maricas —se burló Rochedure con una risotada que cortó Clouet con una mirada gélida.

—Bueno, por allí no se le ha visto nunca, ni se le conoce ninguna tertulia.

Eso tampoco era de extrañar, sólo en los distritos centrales de París había más de mil cafés en los que se reunían artistas, intelectuales, literatos, estudiantes… O iban a tiro hecho, o la búsqueda sería la de la aguja del pajar.

—¿Cómo puede ser que la vida de un hombre tan anodino resulte así de misteriosa? —maldijo el comisario.

—Los bretones son así —razonó Trifon, que tenía cuentas pendientes con alguno desde hacía años—. Son gente extraña, cerrados como ostras, se protegen entre ellos y desconfían de todos los demás.

—¿Y las pesquisas sobre el negro?

—La comisaría de Clignancourt nos enviará un informe esta tarde o mañana, aunque me sorprendería que averiguaran algo, ya sabe usted cómo es ese barrio.

Si los bretones y normandos eran poco amigos de la policía parisina, los habitantes de la colina lo eran aún menos. Allí arriba, nadie conocía a nadie cuando se le interrogaba.

Clouet repasó mentalmente los pisos y su cabeza, como un imán, se fue al segundo izquierda.

—¿Y de la española?

—Violeta de Guevara, vizcondesa de Peñagrija —leyó Périgord sus notas en la libreta—, ella y su esposo tenían tierras en Cuba, en una isla llamada Siracusa. Él nació en Sicilia y ella en España. Venían a Europa con frecuencia invitados por las universidades: estuvieron en Leipzig, Bolonia, Basilea, Viena, San Petersburgo… y parece que siempre aprovechaban para quedarse en París una temporada. Eran muy amigos de los Poincaré, sobre todo de Henri, el matemático. El marido murió hace unos años en la guerra con los americanos. Era un tipo muy listo, por lo que me han contado.

No le pareció relevante añadir que el viejo profesor de la Sorbona al que había preguntado le consideraba el científico más importante desde los tiempos de Newton y que, en su opinión, ganaba por cuatro cuerpos al inglés. Périgord apenas había entendido la larga disertación sobre los números irracionales, los conjuntos transfinitos, la hidrodinámica y las otras cuatro o cinco disciplinas de las que aquel italiano era piedra angular. «Ha sido el último sabio universal —había resumido el académico—, no encontrará otro como él».

En la ficha de la Prefectura no constaban otras anotaciones, pero había conseguido que un amigo de la familia echara una ojeada al dossier del Deuxiéme Bureau. Lo dijo medio avergonzado, porque los Périgord eran todos militares y a él se le consideraba la oveja negra por no haber continuado la tradición castrense. En las cenas navideñas aún se le reprochaba que hubiese elegido la academia de policía en lugar de ingresar en el Ejército. «Policía, ni siquiera gendarme», decía su padre con desprecio, aunque considerase a estos últimos militares de segunda clase.

—Viajaban con pasaporte diplomático, a nombre de Arquímedes y Violeta de Guevara.

—Vaya, eso es curioso —se sorprendió el comisario—. Creía que en España las mujeres conservaban su apellido; y, desde luego, ese «de Guevara» suena poco italiano.

—Pues en este caso no está claro quién tomó el nombre de quién. Además, evitaban los puertos británicos. El Bureau creía que tuvieron algún problema con los ingleses.

—No me imagino a una señora como ésa casada con un ratón de biblioteca —dijo Rochedure.

—Él era rico, ¿no? —apuntó Trifon.

—Sí, y ésa es una buena razón —admitió Rochedure.

A Clouet le molestaron los comentarios, no habría sabido decir por qué. Quizá porque Violeta le gustaba y no quería descubrir que era una de esas mujeres que debían su patrimonio al matrimonio.

—¿Algo más sobre ella?

—Muy poco.

El interés del servicio de contraespionaje se había centrado en él, no en su esposa. Lo único interesante era una nota marginal, escrita a lápiz, que sugería su adopción por don Jerónimo de Guevara, gobernador de esa isla, Siracusa. Según los informantes, le habían concedido el título de vizconde de Peñagrija poco antes de morir. Périgord había consultado la enciclopedia para averiguar que se trataba de una minúscula provincia insular de Cuba al oeste de Jamaica.

—Entonces su verdadero apellido tampoco es De Guevara —razonó el comisario.

—Si tuviéramos tiempo, podríamos pedirle a nuestro cónsul que hiciera alguna averiguación —sugirió el sargento.

—Olvídelo —gruñó Clouet—, en este asunto lo que nos va a faltar es tiempo. ¿Hay alguna forma de saber su verdadero nombre?

—A mí se me ocurre una —apuntó Trifon, y cuando todos se volvieron hacia él, se encogió de hombros y explicó lo obvio—: se lo preguntamos a ella.