24
Culos y sillas
Mientras ardían las cartas de Bonancieux, Ulises reflexionó una vez más sobre su inmensa suerte. Périgord y un guardia le habían escoltado hasta el Bateau-Lavoir con la idea de recuperar los dietarios del alquimista, pero a Ulises no se le escapaba que su verdadera intención era requisar cualquier papel que encontraran en su casa.
—Y bien ¿dónde están?
—Ya le he dicho que no los guardo yo. Tengo que mandar a buscarlos.
—Escriba una nota para que se los den al agente.
—Vamos, sargento, que esto es Montmartre —se burló Ulises—, ya puede llevar una instancia con póliza redonda que aquí no le dan a un guripa ni los buenos días. Usted déjeme hacerlo a mi manera. Yo escribo una nota, si quiere, y se la enseño, para que vea que no hay trampa ni cartón.
Périgord aceptó a regañadientes, con la condición de estar presente en cualquier conversación que tuviera Ulises. Así que, flanqueado por los dos policías, llamó a la puerta de Pablo. No le sorprendió que le abriera Fernande, con la blusa suelta y el pelo enmarañado.
—No estamos —dijo, con una sonrisa pícara, pero al ver el uniforme del policía comprendió la gravedad del asunto y recuperó la compostura.
Périgord empujó la puerta con cierta rudeza; en los últimos días era inmune a los encantos femeninos. Apenas hizo caso de Pablo, acostado y desnudo, cubierto sólo por una sábana, y se acercó a las pinturas a curiosear.
—¿Están aquí?
Périgord dio a su voz un tono grave y serio para enmascarar su juventud, aunque las marcas de su pelea con los oficiales del Deuxiéme Bureau endurecían sus rasgos y le hacían parecer menos infantil.
—Claro que no, necesito que alguien vaya a recogerlos.
—Iremos con él.
—No pueden, no se lo darán a nadie si ven a la policía.
—¿Darme qué? —gritó Pablo desde la cama.
—Tienes que ir a por los cuadernos de Bonancieux.
—¿Estás loco? ¿Ahora? —protestó el pintor, en español.
—Disimula, hazte de nuevas y tráete sólo los cuadernos, —insistió Ulises, también en su lengua.
—No me los dará, no me habla. Ayer me vio con Fernande y quería sacarme los ojos.
—Pablo, haz lo que quieras, pero consígueme esos cuadernos, y trae nada más que los cuadernos, por favor.
Refunfuñando, el artista se puso los pantalones, se calzó y se abotonó la camisa. El guardia salió tras él, a una prudente distancia, aunque eso no le preocupó: ya tenía pensado hacer una escala en el Lapin Agile para despistarle.
Cuarenta minutos después —una eternidad para Périgord, porque Ulises y Fernande le ignoraron y se sentaron en la cama a charlar, como si estuviesen merendando en la ribera del río—, Pablo y el policía regresaron de la expedición con los dietarios de Bonancieux. Cuando se quedaron solos, el pintor se plantó en jarras en demanda de una explicación y su amigo, recordando su estómago vacío, se acercó antes a la alacena y partió un trozo de pan de una barra dura.
—¿Y las cartas?
—Descuida, entendí el mensaje y envié a Max a casa de Madeleine. Dime, ¿a qué ha venido todo esto? Desapareces durante días y cuando vuelves lo haces con la policía.
—La madrina y yo hemos pasado la noche en la comisaría. Tuve que confesar que tenía los cuadernos. No quise hablar de las cartas para no incriminar a Dujols. Imagínate si le detienen y nos dejan sin comprador. —Estaba seguro de que Pablo admitiría mejor esa excusa que cualquier motivo sentimental.
Rápidamente, le puso al tanto de lo sucedido desde su último encuentro, la tarde que el pintor declinó acudir con él a la sesión espiritista.
—Ya veo que tú no has perdido el tiempo —dijo en español, mirando de reojo a Fernande.
Pablo salió a la escalera rezongando y regresó con las cartas, todas ordenadas y pegadas sobre un papel muy fino. Se las arrojó sobre el regazo, en muda invitación a que se marchara y le dejase regresar a las galanterías con Fernande.
—¿Estás loco? ¿Las has traído aquí? ¿Y si te registra el poli?
—No las he traído yo, sino Max —replicó Pablo—. Le dije que recogiese todo por si acaso Madeleine las rompía. Está que trina conmigo y, de rebote, contigo. Ahora, si no te importa…
Ulises suspiró y se resignó a bajar a su casa. Lo primero que hizo fue quemar las cartas. Al dispersar las cenizas en el patio, respiró tranquilo: ya no existía más prueba de la correspondencia entre Bonancieux y Dujols que los originales y, si el editor era listo, los habría destruido inmediatamente. Estaba convencido de la inocencia de los tres discípulos, como lo estaba también de que el comisario les haría sudar sangre antes de soltarlos. Al dependiente le esperaba la peor parte por no haberse presentado en comisaría para explicar el viaje a Orleans y, seguramente, recibiría un coscorrón o dos; pero no creía que la acusación pasara a mayores contra ninguno de ellos, las únicas evidencias eran circunstanciales.
Lo malo era que no quedaban más sospechosos y, a ese paso, Clouet tendría que explicar a la prensa que la muerte de Bonancieux había sido un accidente, que se había cortado él mismo al afeitarse, o que Colette se había intoxicado ella sola y que se había escondido en el sótano de la vecina para fastidiar a la policía.
«Eso ya no es asunto tuyo, chico —se dijo—, ya has dicho bastante». Desde luego, no podía presumir de su carrera como detective aficionado. Su único éxito había sido salvar a Emma Calvé de una estafa, porque encontrar a Dujols, Faugeron y Champagne ni siquiera podía considerarse mérito suyo.
En cuanto Violeta regresara de Bretaña, se olvidarían para siempre del affaire Bonancieux. No le gustaba que Clouet hubiese reclutado a Violeta en sus pesquisas pero, después de lo ocurrido, no podía negarse: era un sacrificio menor si lograba que ambos salieran indemnes del desastre. La buena noticia era que el comisario parecía decidido a explorar la vida privada de Bonancieux y olvidarse de las exóticas conspiraciones de alquimistas.
—¿Por qué yo? —le había preguntado Violeta a Clouet, al escuchar lo que se necesitaba de ella.
—Porque usted conoce la naturaleza humana —fue su respuesta—, y confío en que llevará luz a la oscuridad.
Así que ahora le tocaba esperar. Ulises se había ofrecido a acompañarla, pero el comisario no quiso, dijo que le necesitaba en París, por si precisaba más información sobre la pista alquímica —la Vía Seca, había dicho, con guasa—; y a continuación le había enviado, sin desayunar y custodiado, a por los papeles de Bonancieux.
En realidad, sí había algo más que él podía hacer. Violeta se lo había pedido obstinadamente y Ulises le había dado largas una vez tras otra. Ya no había excusa para aplazarlo más, tendría que volver a la avenida Montaigne y penar por el pasillo llorando la ausencia de Pauline. Al menos tendría el magro consuelo de cenar caliente y descansar toda la noche. Salió del Bateau-Lavoir y bajó hasta los Campos Elíseos en el pescante del tranvía.
Cerca de casa —cómo no, le habría extrañado lo contrario— se encontró con el abogado Riquet, que regresaba de su paseo matinal.
—Ah, joven, tengo una noticia para usted —le dijo, con un punto de sarcasmo.
—Me imagino que monsieur Mesureur ha comprado el Pantagruel.
—Será mejor que vayamos a tomar el aperitivo en casa y hablemos a resguardo de oídos indiscretos.
La mención del gran maestre le había hecho palidecer.
—Siempre que no me lleve con los ojos cerrados…
Si a Riquet le molestó la ironía, no lo demostró. Se apoyó en el brazo de su joven acompañante y le señaló el portal con el bastón.
—¿Sabe las novedades de la casa?
—¿Se refiere a las detenciones? Sí, estoy al tanto.
—Parece ser que el coronel Montluison se suicidó en su celda. Los periódicos no han dicho nada —añadió, misterioso.
—¿Por el deshonor? —replicó, escéptico.
Últimamente, en lo tocante a la honra, los militares franceses dejaban mucho que desear. Riquet se encogió de hombros.
—Efectivamente, monsieur Lemáitre ha comprado su libro. ¿Quiere saber por cuánto?
—Eso es asunto de Dujols, el mío es por cuánto lo vendí yo.
—¿Y no tenía una participación en el beneficio de la operación?
—Me pregunto cómo consigue estar tan bien informado. Y no le despreciaré ese aperitivo que me ha ofrecido antes.
—¿Un borgoña? Aunque probablemente, en las circunstancias actuales, un champagne es más adecuado —se rió mostrando unos dientes de conejo.
Ulises no respondió al retruécano, y esperó pacientemente a que Berliot abriera la botella y se marchara como había entrado, arrastrando los pies.
—¿Por qué ese interés en el libro? Ya es suyo y puede confesarlo.
Riquet sonrió y saboreó el vino espumoso, dejando que las burbujas se deshicieran en su boca. Quería castigar la insolencia de su visitante, pero no podía dejar de admirar su inteligencia. «Qué desperdicio —pensó—, qué lástima que sea negro».
—Vivimos tiempos revueltos en la masonería, ¿lo sabía? —apuntó al fin.
—No tenía la menor idea.
—Sí, tiempos de unificación, de liderazgo, pero también de disputas que requieren de mucha diplomacia y alta política.
—Entiendo, es una cuestión de culos y sillas.
—No hace falta ser tan zafio, joven.
—Se trata de eso, ¿no, monsieur Riquet? En esta vida todo es una cuestión de cuántas sillas quedan para los culos que hay, porque siempre hay más de unos que de otras.
El abogado hizo una mueca de disgusto, sin que quedara claro si le molestaba el lenguaje o la agudeza del comentario.
—Lo que no entiendo —continuó Ulises— es la hostilidad hacia Dujols.
—No es contra él, sino contra lo que representa. Es gente impía, husmean entre los arcanos del mundo sin entenderlos y se sienten orgullosos de divulgarlos cuando sólo crean confusión. Créame, no son dignos de poseer libros como el Pantagruel.
—No creo que nadie tenga el privilegio de decidir quién merece leer o poseer un libro.
—Entonces no ha entendido nada, muchacho.
—Probablemente —se levantó—. De cualquier forma, gracias por el aperitivo.
—Siempre a su disposición, joven —le despidió el abogado—, nunca abandonamos a un espíritu noble.
Ulises asintió con la cabeza, pero Riquet ya no le prestaba atención. Subió al segundo piso, donde la cocinera le recibió con los ojos todavía húmedos.
—Menos mal que ha venido, señorito, no sé qué está pasando —gimió—. Madame no vino anoche a dormir y temimos que le hubiese ocurrido algo. Y esta mañana, según ha llegado, se ha vuelto a ir con Pauline y equipaje para cuatro o cinco días, sin decirme ni a dónde van. ¿Qué hago ahora con el asado? Tengo comida para un regimiento.
—No se preocupe, Blanche, mañana invito a unos cuantos amigos y nos lo comemos. Ahora, si no le importa, voy a echarme un rato.
El comisario Clouet resopló y arrastró la maceta mientras el Viejo, en mangas de camisa, se tomaba un descanso y rebuscaba en el armario de las herramientas. Esta vez, el prefecto sacó un cognac centenario y dos vasos. Era un aguardiente que, en otras circunstancias, habría merecido copa de balón, flambeo y la compañía de un grueso cigarro; desgraciadamente, la señora Lépine odiaba el olor a tabaco y le regañaba cuando bebía.
—¿Me cita aquí para tener un ayudante gratis? —resopló el comisario.
—No me viene mal su visita —admitió el prefecto de policía—, pero no crea que traigo aquí a cualquiera.
El comisario prefirió no responder: no le había gustado su llamada y, menos aún, la forma de hacerlo. La nota anónima, en la que se le convocaba en el pabellón para mover tiestos, era prepotente y desafortunada. Sabía que, con ella, Lépine sólo buscaba ser gracioso y hacer las paces, pero él se sentía traicionado y le roía en las entrañas un enfado sordo y doloroso contra políticos, generales, y hasta contra Violeta y Ulises.
El Viejo no había mencionado aún la muerte de Montluison y, sin embargo, era algo que se respiraba en el ambiente. El propio prefecto también estaba molesto, más por los modales de los militares al irrumpir en la comisaría y secuestrar al sospechoso, que por el hecho en sí. Después de todo, eran colegas y a él, un general —y no uno cualquiera, sino un héroe de Argelia, un hermano de sangre—, le debían la mínima consideración de avisarle con antelación. A Clouet, aparte de los golpes a sus agentes, lo que más le dolía era la sospecha de que el Deuxiéme Bureau había enterrado el caso a su manera y que el suicidio del coronel había sido sospechosamente oportuno.
—¿Qué tal el nuevo subcomisario? —sirvió una generosa ración a Clouet.
—No está nombrado, usted lo sabrá mejor.
Lépine saboreó el cognac con una sonrisa socarrona e hizo un gesto de disculpa por el lapsus. Claro que lo sabía; y no era ajeno a la pelea en la que se habían enzarzado los dos directores para colocar a su candidato. A su mesa llegarían dos gruesos legajos, uno de Pelousse y otro de Montsagasse, cada uno de ellos con sus respectivas propuestas; y también sendas cartas anónimas y confidenciales que ridiculizarían la opción del rival. Él, naturalmente, tenía ya pensada una alternativa, un profesional que no debiera favores a nadie y cuya lealtad pudiera asegurarse.
—¿Por qué ha solicitado el traslado Malesherbes? —Aunque el tono de la pregunta fuera inocente, estaba claro que Lépine tenía ganas de hurgar en la herida.
—Querrá progresar, supongo.
El prefecto sonrió bajo el bigote y revisó escrupulosamente una hoja de hortensia buscando algún rastro de pulgón.
—Usted, en cambio, ha estado a punto de hacer lo contrario. Ha sido interesante ver cómo ha manejado su pequeña crisis.
—No sé a qué se refiere, monsieur.
—Hace una semana se decía que estaba desahuciado.
—No suelo hacer caso de chismes, rara vez aciertan.
—¿Eso cree? —Lépine dio un sorbito y canturreó con voz grave:
«La calunnia é un venticello,
un auretta assai gentile
che insensibile, sottile,
leggermente, dulcemente
incomincia,
incomincia a susurrar…»[3]
—¿Le gusta la ópera, comisario?
—No lo sé, no me la puedo permitir.
—Haga un esfuerzo un día y lleve a madame Clouet, se lo agradecerá. Y si es de Verdi o Rossini, mucho mejor. Dejemos esto, no pretendía divagar, ¿usted se ha preguntado alguna vez de dónde surgen los rumores? A mí siempre me ha sorprendido cómo la mentira más burda, a fuerza de repetirse, acaba convirtiéndose en una verdad irrefutable.
—Supongo que la gente tiende a pensar que algo tendrá el agua cuando la bendicen.
—Supone bien; y también, a veces, alguien se ocupa de agitar el hisopo —apuntó, misterioso, Lépine.
—¿Y quién iba a tener interés en eso?
—¿Sabía que Malesherbes era el ojito derecho del director Pelousse?
Clouet no lo ignoraba, ni tampoco que era su chivato en la comisaría, como el oficial Volespine lo era de Montsagasse. Y ésos eran los conocidos, después estaban los que actuaban con sigilo y, por último los auténticos espías infiltrados. Si había que tratar algo en secreto, no había mejor lugar que una taberna recóndita en la calle Trois-Chandeliers.
—Así que quería mi puesto.
—Usted, que juega al ajedrez, debería saber que, a veces, la mejor forma de atacar una pieza es comerse primero a las que la rodean.
—Vaya, y yo que empezaba a sentirme importante.
Clouet hizo una mueca, no quiso darle a Lépine el gusto de preguntar a quién se refería, ya se imaginaba que el prefecto mantenía una sorda lucha con sus directores para conservar su sillón.
El Viejo se rascó la barbilla y rellenó los vasos. Le gustaba ese punto ácido, sin llegar a ser cáustico, que tenía el humor del comisario; y le gustaba, mucho más, su falta de ambición política.
—Pues siga creyéndolo, porque Malesherbes no habría pedido voluntariamente el traslado sin un pequeño empujón.
—Me pregunto quién se lo daría.
—Se lo merecía, un policía que no defiende a su gente no tiene sitio en la primera comisaría del país. Le di una patada a Pelousse en el culo de Malesherbes —se rió.
—Siempre es mejor que recibirla en el propio.
—Eso depende de qué sea más sensible, el ego o el trasero. Pelousse es un pavo real y acudió al ministro para interceder por su soplón. Ni siquiera lo hizo por lealtad hacia el subcomisario, él es de los que sólo quieren salvar la cara, pero Combes me llamó y me tocó las narices.
El primer ministro se había excusado diciendo que, como titular de Interior, quería informarse antes de firmar el traslado; y después insinuó que se negaría a autorizarlo si el prefecto no entraba en razón. Lépine contuvo la furia y le sugirió que no se metiera en semejante charco; hacerlo era la mejor forma de que el asalto de los militares a la comisaría y la repentina muerte de Montluison apareciesen en las portadas de los periódicos esa misma tarde.
—Al final tuvo que reconocer que Malesherbes no valía la crisis de gobierno que estaba desencadenando.
—No lo sabía.
—Pues claro que no, ¿qué creía, que soy una esfinge egipcia? ¿Sabe por qué tengo dos directores, con funciones tan cruzadas que es imposible que uno no pise al otro? Cuando llegué a este puesto, la Prefectura de policía era una jaula de grillos, había tantas facciones como ministros en el gobierno. De hecho, algunas más, porque también teníamos partidarios de la oposición, sindicalistas y hasta nihilistas. Así que elegí a los lameculos oficiales del ministro del Interior y del ministro de la Guerra y los nombré directores adjuntos, me aseguré de colocarles secretarios que me fuesen fieles y los enfrenté cuanto pude. Usted creerá que es una barbaridad romper la unidad de mando, ¿verdad?
—Sí, señor, una estupidez según todos los manuales.
—Lo sé, lo sé, soy militar —levantó el vaso para brindar—. El caso es que me obliga a trabajar un poco más y a llamar continuamente a los comisarios, pero no me importa, al final me entero de todo. Sé, por ejemplo, cómo los lidió usted. Le echó valor, amigo mío, si Pelousse llega a llamar a Combes, usted ya no sería policía.
—Por lo que veo, conoce la conversación palabra por palabra.
—Sí —concedió con una sonrisa displicente—, y sigo pensando que tuvo mucha suerte de que Pelousse se achantara.
—No fue suerte, señor prefecto. Si el director hubiese llamado al ministro para preguntarle dónde estuvo la noche del 2,8 de mayo, se habría llevado una buena reprimenda. Habría creído que le espiaba y le habría echado inmediatamente después.
—¿De verdad estaba en el piso de esa cocotte? Debería llamarle para preguntárselo, me divierto sólo de pensar en el sofoco que le entrará.
—No se lo aconsejo, señor. Créame, en ciertos charcos es mejor no chapotear —dejó que el prefecto meditara la respuesta y respiró aliviado cuando se convenció de que su superior no llamaría al palacio de Beauvau—. Dígame, ¿ahora qué?
Lépine apuró su vaso y volvió a llenarlo. Su mirada estaba perdida entre las plantas del invernadero y apenas dejaba traslucir sus pensamientos. No se los confiaba a nadie porque cualquiera podía ser un traidor y ayudar a que su cabeza, al día siguiente, rodara desde el cadalso.
—Usted recibirá la Legión de Honor, y nos olvidaremos de que hubo un coronel Montluison que fue sospechoso de haber asesinado a cuatro viudas. Sus dos sargentos recibirán una encomienda por el valor demostrado en el arresto de enemigos del Estado y, si no lo fastidian, ascenderán a inspectores. ¿No le parece un buen final? Se hará justicia, se recompensarán nuestros méritos y los delincuentes pagarán por sus culpas.
—Porque en el Deuxiéme Bureau no hay delincuentes, naturalmente.
—¿Acaso lo duda?
—No, señor prefecto, no lo dudo en absoluto.
—Mucho mejor, en ciertos charcos, como usted dice, es mejor no chapotear. —Lépine cambió el tono para pasar página—. ¿Qué ha pasado con el caso de la pescadera?
—Glenant está investigándolo, aunque esta vez ni los guardias hacen apuestas.
—¿El marido?
El comisario no se molestó en responder, asintió con la cabeza y dio un sorbo al cognac. No esperaba felicitación alguna, ni el prefecto se la concedió: en los crímenes pasionales no había gloria para la policía.
—He oído que esta mañana ha interrogado a algunas personas sobre el asunto Bonancieux.
—Sí, al misterioso hombre que le acompañó a Orleans.
Clouet también había interrogado al matrimonio Dujols, a Champagne, al abate Mugnier y a las poetisas, pero se atuvo a la máxima del propio Lépine: a un jefe sólo había que contarle lo que necesitaba saber. Pasó de puntillas sobre cómo habían surgido los nombres de Dujols y sus amigos, no quería que su superior entrase a juzgar el papel de Violeta y Ulises en aquella historia. Y, naturalmente, ni hablar de la misión que le había encomendado a ella. Se limitó a comentar el trabajo alquímico que el difunto llevaba a cabo en su gabinete, su obsesión por las catedrales, el hallazgo de los cuadernos y del aprendiz que le había acompañado hasta la ciudad del Loire.
—Por lo que dice, no avanzamos en ese caso —suspiró Lépine.
—Oh, sí, más de lo que parece.
Clouet estuvo a punto de arrestar a ese pobre infeliz, Louis Faugeron, un joven de buena familia venida a menos, obsesionado con hacer algo grande y demostrar a sus compañeros de escuela, en Saint-Pardoux le Vieux, que no era un zoquete. A nadie le habría extrañado la acusación y su defensa no habría sido fácil: era la última persona que había visto vivo a Bonancieux y su patrón, Pierre Dujols, tenía los cuadernos que faltaban en el laboratorio, cuadernos a los que había tenido acceso y que, tal vez, habría creído suficientes para obtener la Piedra Filosofal sin necesidad de un maestro. El comisario podía construir un argumentario muy poderoso contra el mancebo de la librería y el alegato del fiscal habría resultado contundente en el tribunal. Faugeron habría tenido mucha suerte si, con un caso así, los jueces se hubieran conformado con la perpetua en lugar de enviarlo a la guillotina.
—Salvo que no fue él —concluyó Clouet.
—Pues no veo que haya avanzado —protestó Lépine.
—Porque usted todavía está pensando como un militar, señor prefecto, ahora hágalo como un verdadero policía.
En otras circunstancias se habría enfurecido, pero desde su época de gobernador, el Viejo había aprendido a respetar a los pocos espíritus libres que le decían las verdades y que, como el esclavo que sujetaba la corona de laurel a los generales romanos en los desfiles triunfales, le recordaban que era mortal y podía equivocarse. Lépine se frotó el mentón y luego la coronilla, el cognac se le había subido un poco y una ligera neblina le envolvía el entendimiento.
—¿Se refiere a que ha eliminado sospechosos? Ya no le queda ninguno.
—Lo sé, señor prefecto. —A Clouet le brillaron los ojos, como al cazador que acecha a la fiera—. Sólo he despejado la maleza que nos impedía ver. Ahora sé lo que busco y dónde encontrarlo. Mañana, si todo sale bien, sabremos quién asesinó a Bonancieux y a su criada.
—¿Cómo que mañana? Quiero saberlo hoy.
—Yo también, señor, pero Némesis es una diosa que sigue sus propias reglas.
«Bretaña es preciosa, sí, y está en el quinto demonio», gruñó Violeta. Si el comisario Clouet había ideado aquel viaje a la península como una suerte de penitencia, había acertado de pleno. Ya era demasiado mayor —y como decía Ulises, también asquerosamente rica— para aceptar de buen grado las privaciones de una pensión pueblerina. Una noche en los calabozos del Quai des Orfévres sobraba para recordarle que no siempre había vivido rodeada de comodidades. Si hubiese dispuesto de más tiempo, habría buscado la manera de hacerse invitar al château de Quintín, que tenía un aspecto formidable. Estaba segura, además, de que una llamada a la madre superiora de un Choiseul-Praslin, duque de Lorges y barón de Quintín, habría eliminado cualquier suspicacia y le habría abierto todas las puertas.
Sin embargo, el comisario se había empeñado en que viajase inmediatamente. «Ya tendrá tiempo de dormir en el tren, madame», le había ordenado, y ella no supo si se trataba de un pequeño castigo por su traición o se ocultaba algo más tras la urgencia del mandato. «Y no le diga a nadie a qué va, nadie fuera de aquí debe saberlo», añadió. Eso sí que sonó misterioso, como si Henri o Raymond fueran sospechosos de algo.
Así que, después de ese ligero desayuno en un café de la calle Danton —cruzó el puente sin mirar hacia la catedral, avergonzada de que alguien la pudiera reconocer—, Violeta apenas tuvo tiempo de encargarle a Pauline que preparara ropa para cuatro días y que ella también hiciera su equipaje, porque iba a acompañarla.
Llegaron al andén por los pelos. Ahora, Violeta lamentaba la generosa propina al maletero, que había sido el artífice del retraso en la salida del tren de Rennes, justo los dos minutos necesarios para que ellas consiguieran embarcar en el coche.
—Estoy un poco cansada —le dijo a Pauline—, despiértame para la comida.
La muchacha se había ocupado de arroparla con una manta y había reclamado silencio cuando uno de los viajeros del reservado había reído a carcajadas un chiste de otro pasajero; y cuando decidieron compartir la pitillera, les mandó salir al pasillo para no ahumar a su señora.
Pasaron la noche en un hotel incómodo y pretencioso de Rennes y a primera hora de la mañana tomaron el expreso a Saint-Brieuc. Violeta maldijo su suerte entre dientes, mientras esperaba, a pie quieto en la plaza de la estación, a que la criada encontrara un coche que las acercase a Quintín.
El único alojamiento en el pueblo medieval, la pensión Cotes d’Armor, prometía con su nombre mucho más de lo que daba. El dueño le ofreció la habitación principal, que contenía la cama, una cómoda y un aguamanil. Violeta decidió acortar su visita a Bretaña cuanto fuese posible.
—Necesito mandar una nota a las monjas —le dijo al posadero.
—Nada más sencillo, las ursulinas están aquí al lado. No sé por cuánto tiempo, ya sabe los rumores que corren, dicen que las van a echar.
—No, no, me refiero al internado de Saint Joseph de Cluny.
—Ah, eso está en las afueras, puedo mandar al chico si quiere.
Violeta escribió una carta muy breve a la superiora, pidiéndole que la recibiera aquella tarde. Sabía —en eso tenía que dar la razón a Clouet— que su título de vizcondesa le abría puertas que ningún policía podría traspasar.
—Que espere la respuesta, por favor.
El viaje era una penitencia, sin duda, se dijo mientras dormitaba en su cuarto, frente a la chimenea. No había querido confesarlo, pero se encontraba agotada y torpe. Todavía le dolían los huesos tras la noche en los calabozos, tenía la cabeza abotargada por el sueño a deshoras y los músculos entumecidos por la fatiga de un largo día de tren.
—¿Qué te pasa, hija? —le dijo a Pauline; tenía la cara pálida, casi verdosa, y gotitas de sudor le perlaban la frente.
—No sé, madame, creo que la comida no me ha sentado muy bien.
—¿No era fresco tu pescado?
—No demasiado, madame.
—¿Y por qué no has dicho nada?
—Yo no soy quién para protestar, señora —bajó la vista—, y he comido cosas peores. Ahora va a pensar que soy una remilgada.
Violeta le sonrió. Le gustaba aquella cría, lástima que Ulises se empeñara en fastidiarlo todo. Porque la culpa era de él, naturalmente. No sabía cuándo, no sabía cómo, pero estaba segura de que se habían encamado; bastaba con observar sus miradas, sus gestos, la sonrisa boba que se les escapaba a los dos cuando coincidían en la misma habitación. «¿No estará preñada?», se le ocurrió de pronto, y a punto estuvo de contar con los dedos los días que podían mediar desde el asunto. «Bueno, si quiere seguir viéndola, que lo haga fuera de mi casa —decidió—, a la vuelta hay que arreglarlo».
—Está bien, quédate descansando esta tarde.
—Gracias, madame. —Pauline forzó la sonrisa, ocultando una mueca de dolor.
—Tu familia es de esta zona, ¿verdad?
—Mis abuelos eran aparceros en Saint-Brandan, no está muy lejos.
—Y a las hermanas del internado, ¿las conoces?
—Ya me habría gustado. —Pauline esbozó una sonrisa triste—. Las hijas de los campesinos no van a colegios como ése.
Violeta no insistió, aunque le habría sido de ayuda presentarse con el aval de alguien de la tierra y no como una entrometida extranjera llegada de la capital. El verano estaba a la vuelta de la esquina, pero agradeció el calor de la chimenea; lo malo de la edad era que, cada vez con más frecuencia, tenía frío y sueño a todas horas. «Dios mío, qué cortos se hacen los meses y qué largos se hacen los días», suspiró.
Cerró los ojos y trató de dormir un rato sin lograrlo. Le resultaba difícil conciliar el sueño, se sentía inquieta y molesta, agobiada por funestos presagios. Desde el día anterior, en el tren, tenía la creciente sensación de que alguien la observaba continuamente. A veces notaba a su espalda una presencia atenta y profunda, tan sólida como si tuviera peso; y ella se volvía de repente, levantaba los ojos del libro o de la ventanilla hacia donde, un instante antes, había creído intuir una silueta ominosa. En varias ocasiones volvió los ojos hacia un árbol o una columna, convencida de atisbar, fugazmente, un rostro que se escondía, una sombra que se ocultaba entre otras sombras, el movimiento imperceptible de una hoja de arbusto, el rastro de la brisa provocada por un cuerpo en fuga. Por más que la razón le decía que era una impresión infundada, ella empezaba a obsesionarse con ese fantasma que la vigilaba en la distancia.
Se durmió al fin, a pesar de la tensión, y la despertó el estrépito de la habitación contigua. Por alguna razón desconocida, el huésped había movido la cama y arrastrado una cómoda de un rincón a otro. «Ese imbécil no podía quedarse en su pocilga, no», gruñó. Se frotó los ojos y se miró en el espejo desazogado del armario. «Mejor no me maquillo», decidió. Se disponía a visitar a una monja e imaginaba que mostraría más simpatía por una mujer sencilla y de cara limpia que por una pedante enjalbegada.
Al salir al pasillo sintió la tentación de llamar al cuarto vecino y regañar a su ocupante, pero finalmente se conformó con lanzar una mirada fulminante hacia su puerta. El posadero la ayudó ceremoniosamente a subir al mismo coche desvencijado que las había traído desde la estación.
—¿Quién ocupa la habitación de al lado? —le preguntó.
—Un viajante, madame, es la primera vez que viene.
—Espero que no ronque, al menos —suspiró.
Salieron de la villa por el camino de La Manchette, que discurría entre campos sembrados y bosquecillos, y un rato largo después llegaron al convento de Saint Joseph de Cluny. El cochero, muy orgulloso de su papel, llamó a la campanilla y esperó pacientemente a que la hermana portera abriera el portillo.
—Es la vizcondesa de «Penagriha» —pronunció cuidadosamente la «h» aspirada—, solicita ver a la madre superiora.
—Pase, pase, la está esperando —dijo la monja con una ligera reverencia, que era todo lo que le permitía su cuerpo rollizo.
Violeta descendió del coche y sonrió a la hermana. Junto a la puerta vio un tiesto con flores blancas y decidió aprovecharlo para trabar conversación: en un convento, nadie sabía más que la portera sobre lo que ocurría dentro.
—Qué bonitas, ¿las ha cultivado usted misma?
—Sí, madame, son azaleas. ¿Le gustan?
—Muchísimo —se acercó a olerlas—. ¿Sería demasiada molestia pedirle un esqueje?
—Lo tendré preparado cuando salga.
Violeta se lo agradeció y siguió a la hermana hacia el despacho de la superiora. La madre Thérèse era delgada, de espalda firme como un mástil y una piel fina, curtida por el sol. La toca le ocultaba el pelo, que debía de ser rubio a juzgar por las cejas; los ojos eran duros, fríos como la niebla del país. Recibió a Violeta con calculado recelo y ésta comprendió la preocupación del comisario: «Es una mujer inteligente y difícil —le había dicho el comisario—, casi le rompe el pie al inspector Trifon y no quiso atender ni a los gendarmes de su propio pueblo».
La tarde anterior, en Rennes, había estudiado la historia de la congregación y de su fundadora. Pensaba ganársela con el argumento de su beatificación y, si eso le fallaba, recurriendo a un generoso donativo.
—¿A qué debemos el honor, madame? —dijo cuando la cortesía llegaba a su fin.
—Vengo a cumplir el encargo de un amigo mío, Ferdinand Bonancieux. Murió hace poco, ¿lo sabía?
—Me resulta familiar el nombre. —La madre Thérèse arrugó el entrecejo, como si tratara de evocarlo, y alguien menos experimentado que Violeta la habría creído sincera—. ¿De qué puede ser?
—Supongo que leyó su tragedia en el periódico: fue asesinado a finales del mes pasado.
—Qué horror. —La monja se santiguó; sin embargo, su rostro reflejó curiosidad.
Violeta decidió no escatimar detalles: si la hermana quería regodearse con lo macabro, le daría motivos para rebozarse en el fango como un chancho. Se presentó a sí misma como una débil viuda, todavía conmocionada por la trágica experiencia de encontrar el cadáver de su vecino bañado en sangre, y le describió la herida en el cuello, la cara macilenta, la aparición de Colette en el sótano y su cuerpo abandonado, comido por las ratas.
—Cada vez que me acuerdo me pongo mala —suspiró, y restañó una lágrima de cocodrilo en el borde del párpado—. Me dejó una carta entre sus cosas.
—¿Y qué decía?
—Que durante mucho tiempo estuvo enviando dinero a su congregación.
—Es posible que por eso me resulte familiar su nombre.
—Probablemente. —Violeta midió sus palabras—: En la carta también hablaba de una injusticia cometida en este internado.
La madre Thérèse se revolvió en su asiento, molesta e inquieta. En Saint Joseph de Cluny no se había producido ninguna injusticia —protestó—, al menos ella no la había conocido en los dieciséis años que llevaba entre los muros del convento.
Violeta contuvo un gesto de extrañeza: no podía ser casual que la hermana Thérèse llegase al convento el mismo año que Bonancieux abandonaba Rennes y se instalaba en París; pero en la vida del alquimista había demasiadas cosas extraordinarias. Nunca regresó a Bretaña, a pesar de sus numerosos viajes y de recorrer media Francia buscando los misterios de las catedrales, siempre evitó regresar a su tierra. ¿Qué se lo impidió, los remordimientos, el miedo, la vergüenza?
—¿Cuánto tiempo lleva de superiora? Si es usted muy joven. —Violeta envolvió la adulación en sorpresa para que la monja la engullera mejor.
—No, como superiora sólo dos años.
«Otra casualidad», pensó, porque no dejaba de ser insólito que Thérèse Darcy hubiera muerto al mismo tiempo que la hermana Thérèse se convertía en la superiora del convento; y empezó a comprender el interés que la vida privada de Bonancieux había despertado en el comisario.
«En 1888, Ferdinand Yprés de Bonancieux tuvo un desliz con la sirvienta de la casa, una muchacha llamada Thérèse Darcy», había iniciado Clouet su relato, la víspera, con la mirada perdida en las aguas del Sena.
El antiguo párroco de Nazareth afirmaba que le había dispensado la extremaunción en 1902; pero Trifon, terco como un sabueso, no se conformó con el certificado de defunción y pidió visitar la tumba. No la encontraron en el cementerio de Plancoët, ni tampoco en Le Tertre o Bourseul; el nombre de Thérèse Darcy no constaba en los registros y los sepultureros no recordaban su entierro. Esas cosas sucedían a veces en Bretaña —le advirtió entonces el comandante Artois— y así quedó la cosa. No había motivo para dudar del padre Basterre ni del Registro Civil, uno tenía una excelente memoria, a pesar de sus casi cien años, y el otro estaba hecho un desastre. No había ningún motivo para cuestionarse la muerte de aquella mujer, única heredera de la fortuna de Bonancieux, excepto el hecho de que a Clouet le molestaban los hilos sueltos y aquél lo era. El viejo párroco había sido uno de los pocos defensores de la mujer cuando regresó a casa de sus hermanos con una criatura en el vientre; y se había escudado en el secreto de confesión para no revelar todo lo que sabía. Aquello le molestaba, sí, y además, tampoco entendía esa reticencia de la madre superiora a hablar con policías y gendarmes sobre los donativos del difunto. ¿Qué había de malo en reconocer que la congregación recibía dinero de un benefactor de París? Salvo, claro, que no quisiera explicar el motivo del envío.
Así que, después de tantas idas y venidas, de enviar de viaje a Trifon, de perseguir a vecinos, malhechores y alquimistas, Clouet tenía que enfrentarse al único misterio que persistía en torno a Bonancieux: su vida privada. Y se le ocurrió que la madre Thérèse, tan empeñada en alejar a la policía del internado, tendría, más o menos, la edad de Thérèse Darcy; y que, quizá, cuando el padre Basterre hablaba de extremaunción, era sólo una metáfora. ¿Y si, a sus ojos, la muerte de Thérèse Darcy fue en realidad su resurrección, su bautismo como una mujer nueva, limpia de pecados?
Había que regresar al pasado porque allí estaba la razón del asesinato de Bonancieux, porque su muerte rezumaba odio, venganza y sangre fría. «Tiene que ir allí, madame —le había pedido—, necesito que averigüe por qué enviaba ese dinero y, sobre todo, por qué dejó de mandarlo».
Las protestas de la superiora devolvieron a Violeta al presente. La monja protestaba, indignada por la carta del difunto y la velada acusación lanzada por aquella extranjera.
—Lo siento, mi francés no es bueno y me he expresado mal. Me refería a que él fue el causante de la injusticia.
—No la puedo ayudar. —La madre Thérèse no estaba dispuesta a perdonar nada y se levantó para indicarle la salida.
—Él envió dinero durante muchos años —insistió Violeta—. A lo mejor puede informarme otra persona.
—No, nadie. Ahora tendrá que disculparme, es hora de oración.
—Puedo venir en otro momento.
—No obtendrá nada más, lo lamento.
Tras dos intentos más, Violeta se resignó a salir del despacho. Le dolía más el fracaso que el desplante de la monja, aunque sospechó que el recuerdo de aquella visita le escocería durante mucho tiempo. No se creía más hábil que un inspector de policía —salvo, tal vez, el inspector Trifon—, pero no se imaginaba volviendo a casa de vacío. Nunca, hasta donde ella recordaba, había fallado tan estrepitosamente a la hora de sonsacar información a alguien.
En la puerta, la hermana portera le ofreció el esqueje. Violeta le preguntó cómo plantarlo y si necesitaba agua y sol o era de esas plantas que sobrevivían a los cuidados de los peores jardineros. La portera se transfiguró, para ella era un orgullo que una noble extranjera viajase desde París y se detuviera a preguntarle por sus plantas. Sus dedos, gruesos como tenazas, sujetaban cuidadosamente la rama mientras presumía de sus conocimientos sobre hierbas y pócimas.
—Ah, ya veo. —Violeta aparentó un interés que no tenía; en aquel momento, lo que menos le preocupaba era el cultivo de las azaleas.
—¿Lo recordará en su casa?
—Sí, sí. —Y de repente, se le ocurrió una idea: aquella mujer llevaba en la portería seguramente más años que la propia puerta; si alguien podía ayudarla, era ella—. ¿Recuerda usted a Thérèse Darcy, de Plancoët?
—Claro que sí —respondió la monja.
—Dígame, ¿qué fue de ella? —A Violeta se le iluminaron los ojos.
—Pues…
—¡Hermana! —gritó la superiora desde la puerta del edificio—. La necesito urgentemente, venga aquí ahora mismo.
—¿Cuándo puedo hablar con usted de esa mujer? —susurró Violeta, y le sujetó el brazo para retenerla un instante.
—Mañana, durante el almuerzo, a través del portillo —respondió la portera, también en un voz baja, mientras se encaminaba fatigosamente al encuentro de la madre Thérèse.