10
Cosas que pasan

«Tenía que haberlo imaginado», gruñó el forense Bertold, mientras lamentaba no haber pospuesto la autopsia hasta última hora de la tarde. Tal y como estaba el cadáver, unas horas más no habrían supuesto diferencia alguna y la disección no le habría amargado la comida; o mejor dicho, no se la habría arruinado por completo.

No era el cuerpo en peor estado que le llevaban, pero sí —de los que alcanzaba a recordar en toda su carrera— uno de los que peor olían. Normalmente no necesitaba ponerse parafina en la nariz ni protegerse la boca con una máscara.

—Por el amor de Dios, un muerto de una semana no huele tan mal —dijo en voz alta, como si buscase que alguien se lo rebatiera.

Nadie lo hizo, hasta su ayudante había tenido que abandonar la sala, mareado.

Movió la cabeza de la mujer hacia un lado. Podía olvidarse de usarla para comprobar su teoría. Después de tantos días no esperaba ya rigor mortis, pero tampoco que la carne se le descompusiera entre las manos. La causa de la muerte estaba clara, aparentemente: fractura en la base del cráneo con un objeto pesado. El resto, las otras marcas y las mordeduras de las ratas, eran post mortem, sin duda. «Pero este olor…», se repitió.

Abrió el cuerpo y tuvo que retirarse inmediatamente. Sólo la fuerza de voluntad y un concienzudo entrenamiento le salvaron de vomitar allí mismo. Ahogó la arcada y se dio la vuelta, no muy seguro de poder resistir; aunque cerró los ojos, las vísceras verdosas, cubiertas por miles de minúsculos gusanos, continuaron impresas en su retina.

«No es posible —se dijo, sin dar crédito a lo que veía—, no puede serlo». Tomó aire y regresó a su puesto. Se obligó a sí mismo a un examen minucioso, porque las circunstancias eran tan extrañas que no debía pasar por alto ningún detalle.

Al cabo de un rato ya no notó el hedor, ni sintió asco; pudo más la curiosidad. En treinta años de ejercicio había abierto cientos de cadáveres —por no decir algunos miles; afortunadamente, él no había caído en la aberración de contarlos, como hacían algunos colegas—; por sus manos habían pasado muertos de todas las razas, edades y sexos, había visto todo tipo de sucesos, pero nada como aquello…

Tenía autopsias memorables, algunas incluso divertidas. Sin ir más lejos, recordaba la de un luchador de sumo que había acompañado a la legación japonesa, un tipo curioso, más de doscientos cincuenta kilos de músculo y grasa, unos muslos que no se abarcaban con los brazos, unas tetas enormes, una tripa en la que cabía una ballena… Se había asfixiado con un trozo de chuleta en la garganta. Un tipo capaz de tragarse sin masticar un pajarito frito y se le atravesaba la esquirla de un hueso. «Cosas que pasan», le había dicho un funcionario del Quai d’Orsay al embajador nipón, como consuelo, al ofrecerle el pésame; y el plenipotenciario, un hombre pequeñito y frágil, había contado entre lágrimas que el luchador era una gloria nacional, un héroe que estaba apenas un peldaño por debajo del emperador y que se había empeñado en viajar a Europa.

Para levantar el cuerpo necesitaron la ayuda de cuatro matarifes y uno de los carros del matadero, porque la camilla se rompió bajo su peso. Cuando Bertold le quitó el taparrabos, en lugar de pene encontró una vagina enorme, primorosamente afeitada. El embajador, que se había empeñado en presenciar la autopsia, pasó de la incredulidad a la vergüenza. Comenzó a chillar que estaba deshonrado, que no podía volver a su país y sólo le quedaba hacerse seppuku. Bertold, que no entendía nada, apenas si podía contener la risa, haciendo más hiriente el escarnio del japonés. Afortunadamente, el diplomático logró convencerle de que el hara-kiri sólo avivaría el escándalo y causaría el sonrojo de toda su nación. Su muerte no lavaría el deshonor, le advirtió, al contrario, provocaría el sonrojo de sus compatriotas. Vivir debía ser su castigo, le exhortó, y a cambio, él se comprometía a silenciar aquel hecho, a enterrarlo discretamente en el cementerio de Montparnasse y juramentar a ese forense bocazas para guardar el secreto para siempre. Fue una situación embarazosa y deliciosa, recordó Bertold con una sonrisa, si uno dejaba a un lado que había estado a punto de concluir en tragedia.

Movió la cabeza. En realidad, había visto las muertes más extraordinarias y variopintas, las más sangrientas y estrafalarias. Sin embargo, hasta ese día, no había asistido a una necropsia tan peculiar. Cerró el cadáver como pudo, aunque siempre dejaba esa tarea a los aprendices. Ya que le había tocado el mal trago, lo pasaría completo y le ahorraría el sofoco a sus ayudantes, demasiado tiernos para ese postre.

La cuestión —se planteó mientras encendía allí mismo el cigarrillo, a riesgo de prender los vapores del formol e incendiar el laboratorio— era cómo explicarle a Clouet que a la mujer la habían matado dos veces, una a golpes y otra envenenada.

Ulises arrojó el sombrero sobre la cómoda, con una mueca de hastío que pasó desapercibida en la penumbra. El canotier cruzó la habitación girando sobre sí mismo, describiendo una parábola en el aire. Era ya una costumbre, un gesto instintivo adquirido en sus primeros días de inquilino, y disfrutaba de ese momento en que el tiempo se detenía, igual que el sombrero, y parecía que hubiese desaparecido la fuerza de la gravedad, justo antes de que se posara suavemente sobre el mueble. Aquella tarde, sin embargo, le pareció un acto pueril y vacío, la diversión de un chiquillo caprichoso.

Le dolía el orgullo y se sentía humillado y vejado. Le habían dolido los golpes, el policía conocía bien su oficio y era capaz de hacer cantar a los mudos, pero él nunca había temido demasiado el daño físico, sabía cómo encajarlo. En cambio, el desprecio, la injusticia y los abusos…, con ellos no había podido jamás. Había vivido demasiados desde su llegada a Francia para olvidarlos. A veces lamentaba que la madrina le hubiese arrastrado lejos de casa, de los suyos, para convertirle en un bicho raro, en un negro desarraigado, un mono de feria. Sólo allí, en Montmartre, se sentía uno más.

Se echó sobre la cama y cerró los ojos, dejando que le envolviera la oscuridad. La madrina se enfadaría por no haber acudido directamente desde la comisaría a su casa. Imaginaba que Blanche habría preparado alguna cena especial, o tal vez un postre, esos canutillos de crema que tanto le gustaban, o su tatin de manzana. Apartó con un mohín el recuerdo de la comida; había perdido el apetito en el sótano, ante el cadáver de Colette, y pasadas las horas aún sentía las quemaduras en la garganta y el regusto amargo de la hiel. En cambio, el recuerdo de Pauline despertó en él un esbozo de sonrisa. Deseó sentir su mano, contemplar su rostro de cerca, apartarle el mechón rubio de sus ojos azules y aspirar el olor a espliego de su cuerpo. «La madrina me mata —murmuró—. ¿Y ahora qué?».

No había dejado de repetírselo desde su salida de la comisaría. Había caminado toda la noche sin rumbo, sin fijarse en las calles, ni en los escaparates de las tiendas, ni en las personas que se cruzaban con él y le miraban con curiosidad o condescendencia. Recordaba haber bordeado la estación de Austerlitz y preguntarse, por un instante, si debía visitar a Augustine, la criada, ingresada en la Salpétriére. En algún momento, ya bien entrada la mañana, había pasado también por la Bastilla; y en otro —no recordaba el orden— había cruzado los jardines del Luxemburgo. Y ahora que lo pensaba, ¿la muchacha que estaba en un rincón del parque, medio oculta tras su sombrilla, no era Anabelle Boileau? Lo descartó inmediatamente con un movimiento de cabeza, porque el hombre sentado junto a ella se parecía al policía bueno, al más joven, y la simple idea resultaba ridícula. Sin duda, alguno de los golpes le había afectado a la cabeza.

Una cosa había decidido durante las largas horas del calabozo: iba a descubrir al asesino de Bonancieux y de Colette; y, antes de entregarlo a la justicia, él mismo, él, iba a devolverle multiplicados por ciento los golpes que le habían soltado en la brigada criminal. La cuestión era cómo descubrirlo. Necesitaba un plan, un buen plan.

Seguía furioso. No se había calmado con la caminata y estaba demasiado enfadado para dormir. No le apetecía hablar con nadie ni rendir cuentas de su viaje a los camaradas del Lapin Agile, tenía las ganas de pelea demasiado a flor de piel.

—¿Qué haces a oscuras? —le reprochó Pablo, entrando sin llamar, como siempre.

Ni siquiera le había oído abrir la puerta. Y en cuanto a la pregunta, sobraba: estaba por ver que alguno de los inquilinos del Bateau-Lavoir consumiera más petróleo de la cuenta en el quinqué.

—Pensar —respondió, lacónico.

—Pues no lo hagas tanto. —Antes de que se diera cuenta, llenó un vaso de borgoña y se lo puso en la mano; en la confusión de los interrogatorios y las detenciones, se había adueñado de las botellas como parte del botín—. Tu madrina está preocupada.

—Luego la llamaré, ahora no me apetece.

—¿Qué ha pasado?

—No merece la pena hablar de ello.

—Te han zurrado más que a una estera.

—Ni te lo imaginas.

—Son unos hijos de puta, unos sicarios. Un día recibirán lo que se merecen.

—Voy a encontrar al culpable, te lo prometo; y, cuando lo haga, se lo haré tragar. El problema es que he perdido los cuadernos de Bonancieux.

—Ah, sí, los cuadernos —sonrió su amigo, llenó los vasos de nuevo y comprobó al contraluz el contenido de la botella, que a ese paso no iba a durar mucho; había lavado escrupulosamente las botellas para eliminar el olor a muerto y el vino estaba en su punto, entraba como si fuese agua.

Sí, los policías habían estado especialmente pesados —le explicó—, no se habían conformado con registrar el cuarto de Ulises y husmear en su baúl, habían escudriñado cada rincón, rebuscado en el morral, debajo de su cama, en el cuarto de servicio… Ese gordo, Trifon, había sido muy concienzudo, se había molestado en comprobar los tubos de colores uno a uno y hasta los había olido por si eran otra cosa y encontraba un motivo para apresar también al artista.

—¿Y qué importa todo eso? —se desesperó Ulises—. Te digo que han desaparecido los cuadernos, ¿cómo vamos a resolver el crimen ahora?

—Bueno, has tenido suerte de que no los encontrara la policía. No habría sido fácil explicar por qué los tenías, ¿no?

Ulises se incorporó a medias. Los penetrantes ojos del artista brillaban, eran tan azabaches que reflejaban el único rayo de luz que se filtraba por la ventana. A pesar de no verle el rostro, supo que se estaba divirtiendo y lucía una sonrisa de oreja a oreja.

—Idiota, fuiste tú.

—Pues claro.

Comprendió que estaban en un apuro en cuanto le vio la cara, pálida y desencajada. Sin pensarlo dos veces, aprovechando la confusión, Pablo sacó del morral los papeles de Bonancieux y los escondió entre el bastidor del cuadro y el cartón del caballete. De camino a casa, tras ponerse a disposición de Violeta para lo que pudiera necesitar, los ocultó en el bolsillo interior del gabán y envió recado al Polichinela, el cabaret donde Madeleine redondeaba la paga bailando, para que acudiera a sacar de la calle Ravignan todos los documentos del muerto, por si se les ocurría registrar el inmueble. Ahora estaban a buen recaudo en su casa, a salvo de la policía.

—Te has librado por un pelo, ¿eh? Y no hace falta que me des las gracias, no seas tan efusivo.

Ulises movió ligeramente la cabeza, no estaba de humor para bromas. Sabía que le debía la libertad a su amigo, tal vez, la misma vida, y de no haber estado tan enfadado con el mundo, se lo habría reconocido.

—No llegué a contarte lo que hemos descubierto de Bonancieux.

Madeleine había logrado reconstruir el resto de cartas. Para ella había sido un pasatiempo, un entretenimiento más honorable que posar desnuda o bailar el can-can en un antro de la plaza Pigalle; y había hecho un gran trabajo, digno de un tenaz sabueso. La chica apenas leía de corrido y no destacaba por su elocuencia, pero sabía cómo camelar a un hombre: el bibliotecario de Le Matin, rendido a sus encantos, rebuscó en los archivos del periódico la identidad de los corresponsales y descubrió que el muerto se carteaba por igual con insignes científicos y con un puñado de locos.

El discreto y aburrido Ferdinand Bonancieux, a juzgar por su correo, era una especie de consejero áulico de sabios y académicos. Ese conde de tantos nombres y apellido de vino blanco —Hilaire Chardonnay o algo así—, por ejemplo, le consultaba todo sobre la fabricación industrial de la seda; y el tal Jules Violle, un tipo algo prepotente, solicitaba su opinión antes de acometer cualquier experimento sobre la radiación solar. Con todo, lo más interesante era que Bonancieux ejercía de mentor en un círculo de heterodoxos que se reunía en casa del editor Pierre Dujols. Éste era el perejil de todas las salsas de lo Oculto: magia, espiritismo, metempsícosis y la Piedra Filosofal. En las últimas cartas de Bonancieux, la tensión con Dujols era evidente, parecía más rival que amigo y le acusaba de traicionar un secreto, algo sobre un tesoro.

—Joder, ¿por qué no me lo has contado antes?

—¿Cuándo?

—No sé, ayer, cuando llegué.

—¿Quién propuso almorzar primero?

Ulises se levantó, el cansancio había desaparecido. No le cabía ninguna duda de que Madeleine había encontrado el móvil del crimen, la razón oculta que se le escapaba a la policía y, con un poco de suerte, al asesino.

—Tengo que leer esas cartas —le tiró de la manga—, y no me vendría mal comer un poco, si a tu chica no le importa.

Cuando se empeñaba en algo, era terco como una mula. Hasta que no llegaron a casa de Madeleine, no soltó el brazo de su amigo. Pablo titubeó antes de llamar a su puerta con los nudillos, no acababa de confiar en que ella estuviera sola.

—Ah, Pabló —se empeñaba en acentuar la «o»—, y el rey de Montmartre.

Ulises se quitó el sombrero e hizo una reverencia. Sospechaba que en el barrio le recordarían durante mucho tiempo la marcha hasta el Sacre Coeur y su coronación como césar de la colina, lo que no dejaba de tener su punto de ironía en republicanos tan viscerales. La fiesta del Lapin Agile, que había comenzado como una kermesse, concluyó con hechuras de revolución. La traca final de aquel carnaval fue la huida a la carrera, perseguidos por los policías de Clignancourt, que habían subido echando el bofe, cuando vigilantes de la basílica avisaron de la restauración de la Comuna.

—Necesitamos ver los documentos, ¿podemos pasar?

Ella se encogió de hombros, se anudó la bata con un recato insospechado y les franqueó la entrada. Estaba orgullosa de su papel en la investigación, por una vez podía presumir de algo más que de un cuerpo bonito y saborear la gloria.

—¿Tenéis hambre? —preguntó; no quería perderse ningún detalle de la investigación.

Naturalmente, los dos aceptaron encantados compartir una tortilla y un trozo de pan. Pablo sacó del bolsillo de su abrigo la botella de borgoña y le sirvió a ella el último resto. Era mucho más de lo que ninguno de los dos solía cenar.

Madeleine sacó los documentos, los colocó metódicamente sobre la mesa y cruzó las manos en el regazo, vigilándolos atenta, como buena guardiana. Ulises se enfrascó en la correspondencia, ordenada por fechas. La serie que les interesaba —corta, de sólo dos cartas— era muy reciente.

París, 23 de mayo de 1904

M. Pierre Dujols

F...O...E... de la G...L...H...T...

47, Prolongación de la Av. Denfert-Rochereau (antigua calle del Infierno)

Paris, 14eme

Distinguido amigo,

Esperamos con fuerte anhelo que, al recibo de la presente, usted y su amable familia se encuentren bien y que su encantadora esposa se haya recuperado de las migrañas que tanto la atormentaban el día de nuestra última visita. No es vano consuelo saber que ese dolor es el precio de su inestimable don. Permítasenos recordar, no obstante, que, si bien sería injusto no aprovecharlo, es menester que sea administrado con sabiduría y cautela, pues la vela que se enciende por ambos extremos se consume en la mitad de tiempo. Sepan, en cualquier caso, que todos ustedes están en nuestras oraciones.

Gracias a Dios, también ha quedado atrás el penoso trance que nos mantuvo alejados de las reuniones recientes de nuestra Hermandad, aunque con el alma menos serena de lo que debía, ávida de noticias en relación con los manuscritos que enviamos, hará ya más de un mes. Y también, es fuerza confesarlo, turbada por las noticias que nos llegan de nuestro F...O...E... Ch., que se muestra entusiasmado sobre la posibilidad de dar a conocer al mundo la lengua de las piedras. Qué gravísimo error sería esa revelación. Las atrevidas bóvedas, la nobleza de las naves, la armonía de sus proporciones, no son, no deben ser consideradas una obra dedicada sólo a la gloria de Nuestro Señor, y así como sus vidrieras esconden más sabiduría de la que Salomón dejó escrita, el Aprendiz debe inquirir, calcular, reflexionar, buscar el perdón de los pecados y el consejo de los doctos antes de convertirse en Iniciado. No podemos compartir esa nefasta idea. La primera piedra de sus cimientos aguarda, resplandeciente, más preciosa que el mismo oro. Muchos, henchidos de presunción, se creen capaces de modelarla. ¡Necios! ¡Cuan raros son los humildes que pueden lograrlo! Nuestro propósito no era dar a conocer el secreto a quienes no lo merecen aún, sino alentar a los bravos espíritus que ansían abrazar el Sol.

La obra que debe perdurar está hecha de roca, no de papel. Cuanto ha sido escrito en la lengua de los hombres está de más y debe correr la suerte del fuego purificador. Proceda, pues, hermano, a retornarnos cuanto le fue confiado.

Quedamos a la espera de sus noticias.

Suyo affmo.

FERDINAND BONANCIEUX

A...H...S...

Ulises se frotó la nariz y la leyó de nuevo.

—Menudo imbécil —murmuró, y Madeleine asintió: había pensado lo mismo, no había quien entendiera a ese tipo. Claro que ella había aprendido a leer a ratos sueltos entre los bastidores del Moulin de la Galette y del Polichinela, sus cartillas escolares habían sido gacetillas, folletines o periódicos atrasados, y sus maestros, pintores, camareros y fulanas—. Déjame ver alguna de las que envió al conde —se le ocurrió a Ulises.

—¿Cuál?

—La que quieras, es sólo para compararla con ésta.

No tenía nada que ver con las cartas al conde Chardonnet o a Jules Violle, concluyó al cabo de un rato, era un Bonancieux completamente distinto. El primero, el corresponsal de los científicos, era minucioso y preciso, empleaba un vocabulario culto y elegante sin sobrecargar el texto, hablaba en primera persona y mostraba una exquisita educación, una distancia cortés. El otro, el que escribía a los ocultistas, utilizaba el plural mayestático, rebuscaba las palabras, construía las frases con una sintaxis oscura y alambicada y, sobre todo, mostraba en el trato un punto de soberbia, un deliberado afán de recordar a su interlocutor que estaba por encima de él. «Escribe para la posteridad, disfruta escuchándose», se le ocurrió.

—Tú sigue, sigue —le animó Pablo, que había devorado su ración de tortilla y planeaba no dar cuartel a la de su amigo.

Él no le prestaba atención, leía en voz baja y se pellizcaba la barbilla mientras reflexionaba. Tomó la segunda carta, fechada sólo unos días después. La letra era apresurada, alterada por la angustia o la ira; y el estilo, más directo y sin tantos adornos.

[…] De nuevo ha llegado a mis oídos un comentario suyo, confío que inexacto o quizá realizado sin la debida reflexión, abundando en la conveniencia de publicar mi manuscrito y dar a conocer tan valiosa obra a cientos de eruditos necesitados de luz. Entenderá, señor mío, que no era ésa mi intención cuando puse en sus manos mi legado, y que actuar así resultaría un grave abuso de mi confianza. El tesoro de la catedral es demasiado importante para que su secreto esté al alcance del vulgo. La Obra no puede exponerse a ojos que aún no están preparados.

Debo pedirle, por tanto, que proceda inmediatamente a devolverme mis escritos y que no traicione la confianza que deposité en usted. Son notas personales que quise compartir con Pierre Dujols, mi discípulo, no con el editor Dujols. Nunca debieron ver la luz, nunca debí mostrar tan claramente el camino a nuestro gran tesoro. El lunes le visitaré en su librería para recoger mis documentos.

De su consideración, suyo affmo.

FERDINAND BONANCIEUX

—¿Es o no es un motivo? —le preguntó Madeleine, golpeando con el dedo la fecha de la última carta, para que comprobase que estaba datada la víspera del asesinato—. Ese tipo, Dujols, se quiere quedar el tesoro y por eso le ha matado. Como una urraca que se apropia de todo lo que brilla.

Ulises balanceó la cabeza, dubitativo. Sí, tal vez… —indicó con un gesto. No quería contrariar a Madeleine; a fin de cuentas, escondía los documentos y, aunque Pablo no le hubiese dejado ni las raspas, les había invitado a cenar.

En la primera carta, Bonancieux aseguraba que no había podido asistir a algunas reuniones por culpa de una enfermedad. La segunda nota era más franca, más espontánea —al menos, todo lo que podía serlo alguien que necesitaba escribir antes un borrador—; era evidente que el muerto se sabía acuciado por un daño irreparable. También tenía algo de súplica, Bonancieux omitía el tratamiento hermético y apelaba al igual, no al acólito, para que no le traicionase publicando algo que era privado y personal.

Sin embargo, a diferencia de la certeza que mostraba Madeleine, no estaba tan seguro de que aquellos documentos fueran el móvil del crimen. Ignoraban si hubo respuesta de Dujols e, incluso, si había recibido la segunda misiva antes del asesinato. Tampoco había ningún indicio de que Dujols se negase a devolverle los manuscritos. En realidad, no había pruebas de nada y sospechaba que aquel tesoro —por mucho que Madeleine lo deseara— no contenía joyas, ni diamantes, ni perlas.

—¿Qué quiere decir A...H...S... y F... O...E...? Y esos puntos tan raros, ¿qué son? —se interesó Pablo, con la boca llena del último bocado de pan.

—Son eso mismo, tres puntos en forma de triángulo.

Ulises decidió no mencionar los tres grados masónicos y los ritos, no era momento ni lugar para compartir secretos; sólo iba a conseguir enredar más a sus amigos, llenarles la cabeza con historias de otro mundo. Por lo demás, estaba seguro de dos cosas: que G...L...H...T... era la abreviatura de Gran Logia Hermes Trismegisto y que ésta no formaba parte de la Obediencia masónica. Bonancieux, Dujols, Champagne y compañía jugaban a pertenecer a una hermandad secreta que no lo era en absoluto. Ningún masón —hasta donde sabía Ulises— escribía a sus compañeros de aquella manera. Bonancieux aparentaba ser un Maestro, pero no lo era.

—¿No me has dejado nada? —se fijó, de pronto, en el plato vacío.

—Parece mentira que seas de familia numerosa. ¿Sabes lo que dice mi padre? Camarón que se duerme, la corriente se lo lleva.

Madeleine trajo, por misericordia, otro mendrugo. Ulises se lanzó sobre él antes de que el pintor se lo arrebatara.

—La cuestión —meditó en voz alta— es que no podían entregárselas a la policía. Después de mi arresto, no me apetece explicar al comisario que he sustraído pruebas para imitar a los detectives, no iba a gustarle escuchar que la culpa es de sus policías, por negligentes. —Las anteriores bofetadas de Rochedure iban a parecerle caricias.

—Sólo podemos hacer una cosa: entrar en el círculo de Dujols y descubrir al asesino.

—¿Qué dices? —Pablo saltó de su asiento.

Ulises recordó la promesa hecha al abate. De nuevo, el azar se sometía a sus deseos. Una promesa había convencido a Rounguen de que le cediera su legado y esa misma promesa le exigía traspasar el umbral de la hermandad secreta de Bonancieux. Abrió el morral y vació su contenido sobre la mesa. No tenían más arma que aquélla, le expuso a su camarada, tendrían que ofrecérsela al librero Dujols y emplearla para entrar en la Gran Logia.

—Perderemos dinero —se horrorizó Pablo.

—Son cosas que pasan.

El comisario Clouet colocó la silla justo en el umbral del gabinete. Por precaución —y porque sospechaba que sus subordinados no lo habrían hecho— revisó detrás de la puerta. Sentado frente a los alambiques y morteros, pensó que era mejor no haber encontrado nada nuevo: prefería seguir a oscuras en la investigación que descubrirse rodeado de un hatajo de incompetentes.

En realidad, había ido a la avenida Montaigne a disculparse con Violeta. No existía ninguna razón, oficialmente no había hecho nada malo; sin embargo, con el paso de las horas, se le había instalado en la boca del estómago un sentimiento de culpa que no le dejaba tranquilo. Sin duda, los golpes de Rochedure a Ulises no habían sido los peores que uno había dado y el otro recibido, así que su conciencia no tendría por qué estar molesta, pero ahí estaba, reprochándole la detención del ahijado de Violeta. Se detuvo en la puerta un minuto largo, muy largo; y, en el último momento, cuando estaba a punto de llamar, le faltó valor y se refugió en casa de Bonancieux.

En el laboratorio había una extraña paz, la de una cripta o un mausoleo, y todo estaba envuelto de un manto de silencio y penumbra. Notó que el cuerpo se hacía pesado y le invadía una profunda apatía, que los brazos y piernas dejaban de obedecerle. Sus ojos se movieron perezosamente de un lugar a otro, mirando sin ver, hasta detenerse en los dos grabados de la pared. El instinto, más que la razón, le advirtió de la incongruencia de aquellas imágenes; algo en ellas le turbaba profundamente, no podía evitar la sensación de que atentaban contra las leyes naturales tanto como las lágrimas de una estatua de piedra. Se acercó, atraído y horrorizado al mismo tiempo.

El primer grabado consistía en dos círculos concéntricos. Entre ambos se podía leer un largo texto de letra apretada compuesto sobre los radios de las circunferencias. En la parte superior aparecía escrito con letras mayúsculas «Naturam Nosce». Tras un momento de perplejidad, comprendió que lo que de verdad le incomodaba eran las figuras dibujadas dentro del círculo interior: el torso de un hombre con dos cabezas que sujetaba una esfera envuelta en llamas y, debajo de ésta, un globo terrestre parcialmente oculto por un eclipse; y, claro, el cuervo de azabache posado sobre las cabezas, a punto de echar a volar, que extendía unas alas irisadas y la cola de un pavo real.

Al acercarse, Clouet descubrió que nada era lo que parecía a simple vista, el grabado estaba lleno de complejos detalles que resultaba imposible asimilar: la orla con una inscripción en latín, el sol en lo alto con las letras hebreas, los textos que se entrelazaban con las nubes y el viento, las frases difuminadas que adoptaban formas sinuosas, como olas de un lago levantadas por un soplo de viento, la figura humana… Si es que podía considerarse humano a ese monstruo compuesto de dos mitades unidas, una de varón y otra de mujer, cada una con su respectiva cabeza coronada y a las que les manaba del pecho un chorro de no sabía qué.

Con un gesto de fastidio, se fijó en el otro grabado. Lo que había tomado por un santo ermitaño o una monja que abría los brazos en alabanzas hacia el cielo —un cielo inquietante, sospechosamente en llamas— tenía también dos cabezas en un único cuerpo. Alrededor, con letras encarnadas y formando un triángulo, se leía: «Spiritus, Corpus, Anima». Ese latín le resultaba más familiar: espíritu, cuerpo, alma.

—Qué obsesión por los monstruos —gruñó—, qué raro era este tipo.

Buscó en los cuadros algunas palabras que dieran sentido a aquel galimatías. Las que más se repetían eran «Lapis Philosophorum» y las anotó cuidadosamente. ¿Qué tenía que ver la filosofía con un laboratorio? Volvió a sentarse y suspiró: por mucho que le pesara, el propósito de aquella habitación secreta le venía demasiado grande; y lo peor era que no sabía a quién pedir ayuda.

¿Quién era Bonancieux, un científico, un loco o un visionario, o las tres cosas a la vez? ¿Y cómo podía juzgar un simple policía qué se escondía en el interior de aquellos frascos y tubos o qué se calcinaba en el horno? Clouet sabía leer y escribir y conocía las cuatro reglas, claro, pero no había sido el mejor estudiante de la escuela, casi todo lo había aprendido de la vida y un poco, sólo un poco, de sus lecturas en la biblioteca.

«Libros», se dio una palmada en la rodilla. Bonancieux tenía miles de libros en su casa, pero cabía suponer que los del laboratorio tendrían algo que ver con la actividad que realizaba allí dentro. Se levantó de nuevo e inspeccionó las estanterías. Tres Tratados de Filosofía Natural, era el título del primero. Otra vez la filosofía, se desesperó, ¿qué relación existía entre Aristóteles y las tenazas de orfebre que reposaban junto al mortero?

Y ese otro, Duodecim Claves Philosophicæ?, ¿de qué lo conocía? Cerró los ojos tratando de recordar y se vio a sí mismo sacando el libro de un zurrón. «El chico negro», recordó. Había insistido en que era un regalo de su padrino y Clouet no había encontrado pruebas para rebatírselo. Abrió el ejemplar que tenía en las manos y comprobó que estaba marcado con el ex libris de Bonancieux; el volumen del muchacho, en cambio, presentaba un aspecto virginal a pesar de ser mucho más viejo. «Me ha dicho la verdad, después de todo; o, al menos, no lo había robado de aquella casa», se dijo, y descubrió sorprendido que se sentía aliviado por su inocencia.

«Seguro que lo ha leído», se le ocurrió. Durante un instante —no duró más—, le pareció buena idea preguntarle a Ulises por aquel laboratorio; no conocía a nadie más que pudiese iluminarle sobre los negocios que ocupaban al muerto allí dentro.

Repasó con el dedo los demás volúmenes, hasta que llegó a los cuadernos. ¿Por qué nadie había reparado en ellos? Abrió el primero. Estaba fechado treinta años atrás y tenía una caligrafía elegante y esmerada. Bonancieux había dibujado los útiles de su laboratorio, los frascos de farmacia marcados con símbolos, y dos columnas con las palabras paciencia y experiencia. Comenzó a hojear el resto, buscando alguna pista, sin encontrar otra cosa que símbolos y comentarios cifrados en un lenguaje incomprensible. «Algo no está bien aquí», se dijo, y dio un paso atrás para darle una nueva perspectiva a las estanterías.

En ese instante oyó un ruido, un pequeño crujido, casi imperceptible, llegado desde el fondo del pasillo. Clouet permaneció inmóvil y, cuando lo oyó por segunda vez, sacó su arma muy despacio. Alguien había entrado en la casa. Se emboscó en un rincón del dormitorio, entre la pared y el armario ropero, donde las sombras eran más espesas.

Aguardó pacientemente, como un cazador. El intruso se aproximaba; a veces lo hacía con paso firme, a veces con cautela, si pisaba una baldosa suelta se detenía y esperaba a que se hiciera el silencio antes de continuar. Pasó de largo por el pasillo y entró en el salón; allí el fisgón ya no pudo evitar hacer ruido al abrir y cerrar los cajones, al hacer chocar sin querer dos copas de cristal, al girar la bisagra de una vitrina a la que le faltaba aceite. Clouet, sigiloso como un gato, se acercó hasta la puerta con la pistola en alto y encendió la luz.

—Quieto o te vuelo la cabeza —le gritó.

El ladrón hizo un ademán de salir corriendo y en el último instante, no muy seguro de sus propias fuerzas, se lo pensó mejor. Al volver la cabeza vio frente a su cara el cañón del revólver y no necesitó más para dejar de tentar a la suerte. Levantó las manos, aún con parte del botín en ellas.

—¿Quién es usted?

—Un vecino, oí ruidos.

—Y por eso se está llevando la plata, ¿verdad?

—¿Y a usted qué más le da? Hay para los dos.

—No lo dudo, pero es que yo soy comisario de policía.

—Joder. —Hizo una mueca de fastidio y se le torció la boca al comprender que el suelo se abría a sus pies.

—Mala suerte, joven, son cosas que pasan.