Capítulo 14

UMBERTO Alamar salió lentamente de su jet privado y caminó hasta el todoterreno negro que esperaba en la pista. Un tipo nuevo de brisa le golpeó la piel desprotegida y el inquietante aroma de una tierra indómita y peligrosa se filtró por su nariz. Se acercó a la puerta abierta del vehículo, se desabrochó los dos botones de la chaqueta y entró.

La ropa humana, pensó, picaba endemoniadamente.

El interior del vehículo estaba oscuro. Se encontraba solo, como le ocurría la mayor parte del tiempo, como había estado la mayor parte de su vida adulta. Excepto durante los tres años en los que su madre jaguar se había quedado a su lado, Umberto no había tenido familia. Lo acogieron las mujeres de la tribu, y los hombres lo entrenaron para que se convirtiera en el líder que era hoy.

A sus cincuenta y dos años ya tendría que haber encontrado algún tipo de consuelo en la vida que habían elegido para él casi antes de que pudiera siquiera respirar.

Pero no lo había hecho.

Estaba donde tenía que estar, hacía el trabajo para el que estaba destinado. Pero no era suficiente. Lo sabía. Como supo tres días antes que ese viaje a Estados Unidos era inminente.

Las cosas estaban cambiando; las viejas reglas empezaban a mostrarse insuficientes en esta nueva batalla que se avecinaba. Y era en suelo extranjero donde habría que buscar el primer botín de esta guerra.

Con un profundo suspiro se recostó en el asiento, mientras se preguntaba cómo habían llegado a semejante trance. Sabía instintivamente que su resolución no dependería solo de él.

X dio la bienvenida al veterano y sujetó la puerta abierta del todoterreno que lo había llevado desde la pista de aterrizaje privada de Virginia, en realidad propiedad de los Shadow Shifters pero registrada a nombre de un par de accionistas falsos de la empresa de Rome y Nick. Rindiéndole el honor y el respeto que merecía, X se inclinó ante él y se mantuvo en esa posición mientras esperaba a que el veterano saliera del vehículo; por fin una mano firme le dio una palmada en el hombro, dándole permiso para que se incorporara.

Solo hacía una hora que había recibido el aviso de la Asamblea de que el veterano Alamar iba a llegar. También le habían dicho que mantuviera en secreto la hora y el lugar de su llegada, hasta que le ordenaran lo contrario.

X hizo lo que le dijeron.

Como casi siempre.

La de esta noche era una de esas ocasiones en que había hecho caso a uno de los veteranos y había mantenido la boca cerrada sobre la llegada de Alamar. Lo había hecho por dos motivos. Primero, porque tenía instrucciones de llevar a Alamar a casa de Rome, lo cual significaba que no tendría que ocultarle nada a su amigo y líder de Facción. Y segundo, porque si no salía de su apartamento para recoger al veterano tendría que sentarse allí y dejar que las paredes se le vinieran encima, sepultando los últimos despojos de vida que le quedaban.

Normalmente a X le gustaba la soledad, que calmaba las terribles tempestades de su alma. Pero esa noche necesitaba algo distinto.

Los 160 kilómetros que había del aeropuerto a casa de Rome le dieron tiempo para pensar, o mejor dicho, para no pensar en las carencias, las necesidades que se acumulaban en su atormentado interior. Él no era un simple hombre, ni una simple bestia. No, la dotación genética de X no era lo único diferente, fuera de lo común. Había mucho más. Desde la primera vez que fue consciente de los oscuros deseos que hacían hervir su sangre, había tenido extremo cuidado de mantener el secreto. Solo una clase de Shifters anhelaba las cosas que ansiaba X, solo una rama de su especie disfrutaba con el lado más oscuro del sexo.

Los rogues.

Pero él no era un rogue. Cada día al levantarse por la mañana se convencía a sí mismo de que no era como esos traidores, esos asesinos.

Él era diferente. Siempre lo había sido.

X frenó frente a la casa de Rome, salió del coche, caminó hasta la parte de atrás y abrió la puerta.

—¿Dónde está Roman? —preguntó el veterano Alamar sin rodeos.

—Si no está en casa, lo encontraré, señor —respondió.

Se acercaron a la puerta principal. Baxter estaba allí y la mantenía abierta.

—Bienvenido, veterano Alamar. Pase, señor.

El veterano Alamar asintió con la cabeza y se dispuso a entrar en la casa. X iba a marchar tras él, pero Baxter levantó su delgada mano para detenerlo.

—Debe irse. El señor Roman recibió una llamada y salió volando. Creo que es la mujer.

La mujer de la que tanto X como Nick sospechaban y cuyo expediente estaba bloqueado cuando intentó investigarla. La mujer que comenzaba a jugar un papel esencial en lo que estaba pasando, fuera lo que fuese.

—¿Dónde fue y cuánto hace que se marchó?

—A la calle cuarenta y cinco oeste. Unos cinco minutos antes de que usted llegara.

—Llama a Nick y asegúrate de que lo sabe.

Baxter asintió.

—Sí, señor Xavier.

X volvió al coche sin hacer más preguntas. No hacía falta; todo lo que necesitaba saber era que Rome estaba allí afuera, posiblemente luchando en la noche, solo, por una mujer de la que seguían sin saber nada.

Ella gritaba, y su nombre rebotaba en las paredes en forma de agudos gemidos. Nick empujaba con las caderas, embestía frenéticamente. Y así continuó hasta que densos riachuelos de semen llenaron el preservativo que llevaba en el pene, metido muy dentro de su encendida vagina.

Tenía los dedos enroscados en el largo pelo y tiraba de su cabeza hacia él mientras la penetraba desde atrás. Los músculos de sus brazos y de su espalda se contrajeron mientras embestía de nuevo; su cuerpo buscaba aliviarse y su mente se aferraba a los recuerdos.

Así era como Nick poseía a las mujeres, con golpes rápidos y violentos, poniéndolas de espaldas y cerrando los ojos.

De esa forma no podía verlas.

Porque no quería ver a la mujer con la que estaba, sino a la que no podía tener.

Pasaban los años y ella aún le obsesionaba, llenaba su mente y su alma como si nunca se hubiesen separado. Como si nunca los hubieran obligado a separarse.

Un gruñido furioso vibró en su pecho y abrió la boca con gesto feroz mientras obligaba a su cuerpo a alejarse del de ella. La mujer le había ayudado a eyacular; eso era todo lo que quería de ella. Desde el instante en que la mujer restregó su voluptuoso cuerpo contra la barra del bar, supo que acabarían así. Ella quería acostarse con él, él necesitaba una distracción. Perfecto.

No la había besado, no le había dicho cosas bonitas. No se había tratado de una seducción, sino más bien de un acto, si se le podía llamar así. Meter y sacar, ese era su lema. No podía ser de otra manera.

De lo contrario, acabaría mal.

La mujer a la que acababa de conocer esa misma noche no lo había llevado a la cumbre. Solo lo había ayudado. Pero él había alcanzado el éxtasis gracias a la otra. El sueño de la otra mujer, que lo excitaba continuamente, que lo empujaba hacia ese precipicio de placer incluso estando a millones de kilómetros de distancia.

—Dios —dijo la voz femenina—. Vamos a darnos una ducha, cariño. —La desconocida lo siguió. Sus manos recorrían su espalda desnuda.

Aún tenía el pene duro, sus dientes se apretaban dolorosamente, su mente estaba en guerra con su alma.

—No —contestó Nick muy serio—. Ya puedes irte.

El silencio que siguió dejó claro que la había herido, pero a Nick le daba igual. Sus sentimientos se habían mantenido a raya durante demasiado tiempo como para salir a la luz por semejante fruslería.

Sin alterarse, empezó a andar hacia el baño, solo.

Cuando terminó de ducharse y el agua caliente había arrastrado todo el flujo vaginal y todo el semen segregados unos minutos antes, Nick se encontró con un apartamento vacío.

Se había ido. La mujer cuyo nombre apenas podía recordar y sin duda nunca volvería a ver ya no estaba. Y se alegró.

Su móvil sonó y soltó un taco.

—Delgado al habla —contestó bruscamente, y tras una pausa añadió—: Estaré ahí en diez minutos.