Capítulo 4
HOY era un nuevo día.
Kalina se despertó con tiempo, se duchó, se vistió y entró en el coche camino del trabajo antes de que los primeros escalofríos de recelo le recorrieran la espalda. Salió del vehículo y miró a su alrededor, asegurándose de que nadie la seguía antes de entrar en el ascensor.
Ya se había sentido así antes, pero hoy notaba algo diferente. Respiró hondo y se recordó a sí misma que ese era su trabajo. Tenía experiencia en la policía secreta. No tenía por qué temer que sucediera algo para lo que no estaba preparada.
Cada vez que participaba en una operación vestida con ropa de calle y su chaqueta negra del Departamento de Policía Metropolitana, pistola en mano y objetivo a la vista, sentía algo. Ansiedad. Orgullo. Adrenalina. Actuaba con cautela, siempre. Sabía que le cubrían las espaldas, sabía que estaban combatiendo uno de los peores males de la sociedad: las drogas. Abatía a los tipos malos sin pestañear. Apuntaba su arma, daba órdenes, esposaba y procesaba a delincuentes para ganarse la vida. Era un trabajo importante, necesario. Y se le daba pero que muy bien.
Así que entrar en un ascensor para dirigirse a un despacho de abogados no debería ponerla nerviosa o hacer que mirara hacia atrás. Y sin embargo, al salir del ascensor eso fue justo lo que hizo.
Céntrate.
De camino a su mesa, la conversación que mantuvo consigo misma consistió en un discurso motivacional. A pesar de lo que había pasado la tarde anterior, había vuelto a la oficina a terminar el trabajo para el que la habían contratado. Cuando hablaron por teléfono, Ferrell le había dicho que tenía que encontrar algo. Y más tarde, cuando se pasó por la comisaría, vio cómo caminaba nervioso de un lado a otro de su despacho. Ella recordó haber pensado que parecía una especie de animal enjaulado tras una puerta de cristal moviéndose insistentemente de arriba abajo, hablando entre dientes como si estuviera en su pequeño mundo. Por supuesto que esa actitud no le extrañó en absoluto, puesto que Jack Ferrell no era exactamente la persona más cuerda que conocía.
Y, en su opinión, se podría decir lo mismo de muchos agentes de la ley que llevaban trabajando veinte, treinta y hasta cuarenta años. Había algo en el trabajo al servicio de la ley que tendía a crispar a la gente si no se andaban con cuidado. Ese trabajo podía llegar a ser absorbente, hacer que cualquier parecido con una vida normal fuera prácticamente imposible. Con una mueca de horror se dio cuenta de lo peligrosamente cerca que estaba de esa misma descripción y ni siquiera llevaba diez años en el cuerpo.
Aun así, el comportamiento de Ferrell le había parecido raro, pero no lo suficiente como para olvidar la que era su verdadera prioridad. Dejó el bolso en el cajón del escritorio y encendió el ordenador sin dejar de pensar en la otra cosa que había descubierto el día anterior.
Roman Reynolds besaba como nadie.
Ese dato no lo pondría en su informe, pero lo recordaría igualmente.
También ocultaba algo, de eso estaba más que segura. Pillarla en su despacho de la forma en que lo había hecho exigía más acciones directas que lanzarla encima de la mesa para un poco de sobeteo. En realidad, el sobeteo estaba fuera de lugar, pero no iba a quejarse, ya que ella había cometido allanamiento. Roman, sin embargo, no había llamado a la policía ni la había despedido. ¿Por qué?
Tecleó la contraseña de la base de datos financiera y siguió pensando en otras posibilidades. Él no podía saber quién era o por qué estaba realmente en la empresa. Su tapadera era impecable; según le había dicho Ferrell, sus superiores se habían asegurado de que pareciera una chica trabajadora normal cuando entregaron su currículum y referencias para la entrevista con el despacho. Tampoco podían seguirle la pista hasta la DEA porque ni siquiera la tenían oficialmente en nómina. Entonces ¿por qué Roman la miraba como si supiera sus secretos más oscuros? ¿Y por qué esa mirada la hacía querer contarle todo lo que no sabía?
—¡Buenos días!
Kalina se sobresaltó por el sonido alegre de una voz femenina.
—Ah —dijo, con los dedos quietos en el teclado para después levantar la mirada y toparse con la imagen de una mujer que había visto todos los días durante las últimas dos semanas—. Buenos días.
—Siento haberte asustado —se excusó Melanie Keys con su habitual sonrisa. Llevaba en la mano una taza con la imagen de Piolín que también denotaba alegría.
Melanie era una mujer de cuarenta y tantos, de alrededor de un metro sesenta, con el pelo rojo fuego alborotado y la piel marfil y lechosa con una fila de pecas a la altura del caballete de la nariz. Era secretaria legal. La secretaria legal de Roman.
Había una pequeña cocina en cada planta de la empresa donde había cafeteras, un pequeño fregadero y todos los utensilios para preparar una bebida caliente mañanera. Ella trabajaba en la planta principal, que contaba con la cocina más grande, adonde asumió que Melanie se dirigía. Pero Kalina no estaba segura del porqué.
—¿Café? —preguntó como si le hubiese leído el pensamiento a Kalina al tiempo que agitaba la taza.
Lo único que Kalina había aprendido hasta ese momento en la empresa era que los empleados formaban grupos. Todo el mundo parecía emigrar de un círculo a otro. Estaba segura de que si trabajara allí de forma permanente, continuaría buscando la soledad, pero como su principal objetivo era obtener la mayor información posible sobre Roman y sus negocios, tomarse un café con su secretaria era una oportunidad excelente.
—Claro —dijo mientras apartaba la silla de la mesa—. No tengo taza.
—No pasa nada, hay tazas de la empresa en los armarios —dijo Melanie cuando empezaron a caminar una al lado de la otra por delante de los escritorios vacíos de los compañeros de trabajo, que aún no habían llegado a la oficina—. Pero te recomiendo que traigas una mañana. Solo porque llenen el lavavajillas no significa que de verdad lo pongan en marcha, o que funcione bien, no sé si me entiendes.
Kalina asintió con la cabeza.
—¿Y por qué has venido a esta planta a tomar el café? —Esa era una pregunta que tenía que hacerle a la secretaria. Presentía que Melanie no había pasado por su escritorio por casualidad.
—Puf, alguien ha echado tres paquetes de café en la cafetera. Parece aceite de motor y huele tan fuerte como para mantenerme despierta durante el resto de la semana. No, gracias.
—Entiendo —Kalina se rio—. Soy Kalina —dijo, ya que nunca las habían presentado formalmente.
—Lo sé. Yo soy Melanie, pero puedes llamarme Mel. El señor Reynolds me hizo recuperar el correo que nos mandaron cuando empezaste. Cada vez que un nuevo empleado llega a la empresa, Recursos Humanos manda un correo electrónico para presentárselo a todo el mundo. El señor Reynolds dijo que debió de haber pasado el tuyo por alto. Si quieres saber mi opinión, yo creo que ni siquiera lo vio, probablemente ni siquiera revisó sus correos ese día.
—¿Eso lo hace a menudo? ¿No mirar su correo?
—No. Normalmente está pendiente de todo. Pero estas dos últimas semanas... —Mel fue dejando de hablar a medida que se acercaban al mostrador de recepción. La recepción principal estaba situada en el centro de la planta, justo enfrente de donde se abrían las puertas de los ascensores. La cocina se encontraba en el otro lado, así que tenían que pasar por delante de la cuna del cotilleo para llegar hasta allí.
—Eh, Melanie —dijo Pam mientras le lanzaba a Kalina una mirada hostil—. Buenos días. —Saludó a Kalina con la cabeza, pero sus ojos decían algo distinto.
Kalina pensó que esa mujer controlaba mucho desde su puesto y debía de tener muchas cosas que decir. Si no fuese tan chillona y escandalosa podría haberle sacado información, pero algo le decía que era mejor mantenerse alejada de ella.
—Buenos días.
—¿Estáis trabajando en algo juntas? —preguntó Pam.
—Vamos a la cocina a tomar un café, Pam. Si alguien nos busca, allí es donde estaremos —dijo Melanie con una voz dulce y almibarada.
En cuanto doblaron la esquina y dejaron a Pam y su entrometimiento detrás del mostrador de recepción, Mel hizo un sonido de arcadas.
—Es la reina de los numeritos.
—¿Te cae bien? —preguntó Kalina.
—Sí, me gusta estar con ella tanto como meterme agujas en el ojo mientras ando sobre brasas calientes.
Kalina se estaba riendo cuando atravesaron las puertas de cristal. Le empezaba a gustar Melanie Keys.
—¿Entonces decías que el señor Reynolds quería saber cuándo me contrataron? —Kalina se había acercado a la encimera y estaba extendiendo el brazo para abrir un armario y buscar las tazas.
—Aquí están —dijo Mel mientras abría otro armario y sacaba una taza. Cuando se la ofreció a Kalina inclinó la cabeza como si la estuviera examinando—. Llevo aquí diez años, conozco este lugar como la palma de mi mano.
—Este es mi primer trabajo en un despacho de abogados.
—¿De verdad? ¿Dónde has trabajado antes?
Kalina ni siquiera pestañeó antes de decir:
—En una empresa de contabilidad en Baltimore. Me trasladé a Washington hará unos seis meses. Necesitaba cambiar de aires, ya sabes.
Mel asintió con la cabeza.
—Te entiendo. Ojalá yo pudiera escaparme. Llevo aquí toda mi vida, mi familia está aquí, mi trabajo. Dios, a mi madre le daría algo si le dijera que me mudo a otro estado y me llevo a los niños.
En ese momento Kalina flaqueó. Podía mentir sin problemas cuando la mentira era superficial, algo que había memorizado del expediente que le habían dado en la DEA. Pero Mel había hablado de su familia, de sus raíces, y eso era muy distinto. En cierto modo ella tenía sus raíces aquí, en Washington; el Departamento de Servicios Sociales del centro fue el que le asignó a todos sus padres de acogida. Eso significaba que era de aquí, ¿verdad?
—Qué bien que tengas familia. —Se aclaró la garganta e intentó volver a centrarse—. No pareces tan mayor como para tener varios hijos —dijo con una sonrisa mientras metía la bolsa de té en el agua caliente.
Mel ya se había puesto el café y estaba sujetando el azucarero mientras caía un torrente de azúcar en la taza. A Kalina también le gustaba echar mucho azúcar en el té. Tener algo en común con alguien le hizo sonreír.
—Tengo a los gemelos, Matthew y Madison, de ocho años, preciosos al nacer, diablillos de pequeños y más que traviesos ahora en el cole. Jonathan tiene trece: móvil, Facebook y chicas, eso es todo lo que le interesa ahora. Y Addy, guapísima, de dieciséis años, juega al hockey sobre hierba como una profesional pero no sería capaz de entender el álgebra ni aunque le fuera la vida en ello. —Paró de echar leche y dejó el azúcar en la encimera con brusquedad. —Pete y yo llevamos veintidós años casados, éramos novios en el instituto. ¿Y tú? ¿Hijos? ¿Algún hombre en tu vida? No veo ningún anillo —apuntó mientras arqueaba su ceja oscura.
A Kalina se le encogió el pecho. ¿No era ella la que tendría que estar sacándole información a Mel? Además, la respuesta que tenía a esa pregunta, sinceramente, era un poco deprimente.
—Ni niños ni marido. —Se encogió de hombros—. No tengo tiempo.
—Bueno, no será por el trabajo. Y menos aquí. Aunque dicen que trabajar con Dan es brutal. —Mel parecía pasar de un tema a otro sin mucho esfuerzo, lo cual era un alivio para Kalina.
Después de añadirle azúcar a su té, Kalina levantó la taza para dar un sorbo de prueba. El cálido líquido la llenó como a un recipiente vacío. Pestañeó, intentando no pensar en lo triste que era que una taza de té caliente y una conversación banal con una compañera de trabajo pudieran hacer que se sintiera más completa.
—Hasta ahora se ha portado bien. ¿Cómo es trabajar para el señor Reynolds? Parece un poco estricto. —Tan estricto e implacable como un pitbull.
—Oh. —Mel agitó la mano, su pulsera de plata con colgantes bailándole en el brazo izquierdo—. Está bien una vez que te acostumbras a sus cambios de humor. Llevo con él el tiempo suficiente para saber cómo tratarlo. Hoy, por ejemplo, tiene declaraciones toda la mañana, pararán para comer y se encerrará en su despacho. Luego, si las sesiones matinales no han concluido, volverá a la sala de conferencias y se comerá al otro abogado con patatas. Luego volverá a su despacho, donde se comerá el coco hasta las seis y luego se irá a casa. Y mañana, veamos... —Mel siguió hablando mientras se dirigían hacia la puerta, tazas en mano—. Mañana es viernes. Tiene que ir a una gran gala en el hotel Linden. Ya han llamado de la tintorería para decir que su esmoquin está listo. Lo recogeré hoy a la hora de comer.
—¿Le gusta ir a eventos políticos? —Kalina barajaba la posibilidad de que Roman estuviera protegido por algún alto cargo del Gobierno estadounidense, de ahí que no hubiera podido encontrar nada todavía. Además, así era como funcionaba Washington: yo te echo una mano, tú me echas otra a mí. Sí, no sería una sorpresa que tuviera algún contacto en el Gobierno que le estuviera ayudando—. ¿Suele ir acompañado?
Mel se detuvo. Volvió a inclinar la cabeza y a mirarla de esa forma que Kalina empezaba a darse cuenta de que significaba que iba a hacerle preguntas.
—¿Estás interesada en él? Por supuesto que sí —se contestó a sí misma—. Cualquier mujer con ojos en la cara se volvería loca por Rome. Pero deja que te dé un consejo: no le gustan las mujeres tímidas. Así que si te gusta, ve a por él. No pierdas el tiempo. Éntrale.
Para entonces estaban de vuelta en la mesa de Kalina, así que se paró, miró a Melanie Keys y admitió para sí misma que le había caído bien.
—No le voy a entrar. No es mi tipo. Solo es que recuerdo haber leído artículos en el periódico sobre su activa vida amorosa.
—Mentiras —dijo Mel rápidamente antes de dar un trago a su café—. Publican lo que quieren, lo que creen que venderá ejemplares. En realidad es muy discreto cuando sale con alguien. Eh, vayamos a comer hoy. Hay un sitio donde hacen unos bocadillos muy buenos en la avenida Pensilvania y está cerca de la tintorería.
Comer con Mel. Probablemente hablaría de sus hijos, de la última reunión de padres, del entrenamiento de fútbol, o de alguna otra cosa... normal. Kalina se sintió un poco mejor pero no sabía si era por el té o por el plan que le esperaba.
—Claro. Salir a comer suena bien.
—Nos vemos en el ascensor a la una. No me gusta salir temprano, así la tarde pasa más rápido.
Kalina asintió con la cabeza.
—A mí tampoco.
—Pórtate bien hasta entonces —dijo Mel, y le sonrió mientras se alejaba.
«Pórtate bien», pensó Kalina al sentarse. Espiar a un hombre y utilizar a la mujer más simpática que había conocido en su vida para ello... ¿Era eso portarse bien?
La tarde siguiente, Rome se sintió como un acosador. Aunque en realidad no debería sentirse así. Estaba dentro de su propiedad, haciendo algo que no se salía de lo normal para un jefe. Ninguna ley decía que no podía pasearse por su oficina, dar una vuelta por lo que él mismo había creado.
Si se había parado en el departamento de contabilidad, justo a unos centímetros de la mesa que ocupaba la empleada más reciente y más sexy de su empresa, bueno, eso era una mera coincidencia.
Escuchó su voz segundos después de captar su aroma. Un aroma al que suponía estaba un poco enganchado, a pesar de que no lo había olido durante dos años. Aún recordaba, como si fuera ayer, la primera vez que ella estuvo cerca de él, tan cerca como para sentir como si una parte de ella le estuviera tocando.
—Podrías dejar de agobiarme un poquito, ¿de acuerdo? —estaba diciendo ella.
Los instintos protectores de Rome se despertaron rápidamente. No permitiría que alguien de su empresa se lo estuviera haciendo pasar mal. Si era así, sin duda iba a tener que ajustarle las cuentas. A pesar de su pequeño encuentro en su despacho la otra noche, o posiblemente a causa de ello, esta vez quería asegurarse de mantenerla cerca.
Dio un paso hacia su mesa, preparado para intervenir y reprender si era necesario. Pero ella continuó.
—Estaría mucho mejor si dejaras de llamarme cada cinco minutos y me dejaras hacer mi trabajo.
Así que estaba al teléfono, supuso, ya que la conversación parecía unilateral. Se acercó aún más; un olor a hostilidad parecido al del amoniaco le impregnó los sentidos. Quienquiera que fuera la persona con la que estaba hablando, Kalina no le tenía mucho aprecio.
—¡Pues vale! Pero no me vuelvas a llamar.
Sus palabras eran cortantes, y las decía en serio. Cuando él dobló la esquina de su mesa se encontraron frente a frente y ella no se alegró de verlo.
—¿Problemas con el novio? —dijo él sin vacilar.
No parecía sorprendida, solo más nerviosa.
—Pasearse a hurtadillas por la oficina fuera de horas no va mucho con usted —bromeó.
—No, eso va más contigo, ¿verdad? —Ella frunció el ceño. Había hecho que se enfadara más, lo que de verdad no era su intención. Joder, Rome no tenía ni idea de cuáles eran sus intenciones respecto a esa mujer. Lo que sabía seguro era que no quería otro enfrentamiento. Era obvio que se atraían y sabía por experiencia que era mucho más fácil dejarse llevar por la atracción si no se tiraban los trastos a la cabeza cada vez que estaban juntos.
Así que respiró lentamente, pensó en la situación otro segundo y dijo:
—¿Va todo bien? —Miró el teléfono que ella estaba metiendo en el bolso mientras se levantaba.
—Sí —dijo Kalina con los dientes apretados—. Divinamente.
Mentira. Pero él sonrió de todas formas.
—¿Quieres ir a tomar algo y hablar de ello?
—No, gracias. Ya tengo planes para esta noche.
Se aseguró de que el ordenador estaba apagado y luego pasó por delante de él para salir. Rome también tenía planes, pero no le importaba llegar un poco tarde si eso significaba que podía pasar más tiempo con ella.
—Entonces por lo menos déjame acompañarte —continuó, un paso detrás de ella.
Era alta para ser una mujer, no tan alta como él, pero casi podía mirarle directamente a los ojos. Caminaba con seguridad y determinación, sus tacones devoraban la alfombra a su paso. No hubo problema en seguirle el ritmo hasta doblar la esquina para llegar a los ascensores.
—¿Has aparcado en el garaje?
—Sí —dijo ella. Rome pulsó el botón del panel de mármol para llamar al ascensor.
—Si tienes algún problema puedo ayudarte —dijo cuando ella se cruzó de brazos. Hoy llevaba pantalones que cubrían sus largas piernas de la forma en la que él querría hacerlo. Su blusa era de una tela blanca ceñida con la suavidad justa para que sus manos se murieran por tocarla. Su pelo liso hacia los lados, de punta en la parte de arriba, resaltaba la exótica forma rasgada de sus ojos, que no estaba seguro de haber observado bien el otro día en su despacho.
El cuerpo de Rome irradiaba calor y tenía la polla tan dura que estaba seguro de que podría empujar a Kalina contra la pared y follársela allí mismo, en el vestíbulo. Pero eso sería vulgar, y Rome no lo era. Él no se acostaba con sus mujeres en lugares públicos, no si podía evitarlo. Con Kalina Harper no estaba seguro de que el autocontrol fuera a ser su amigo.
—No necesito a ningún héroe —dijo ella cuando llegó el ascensor y se metió dentro. Se fue hasta el fondo, se apoyó en la pared y suspiró—. Mire, lo siento si le parezco una maleducada. —Él dejó ese comentario en el aire durante unos segundos porque lo cierto era que rozaba la grosería. Sin embargo, sentía que era más un mecanismo de defensa que un desaire intencionado—. Supongo que estoy teniendo un mal día.
Rome asintió con la cabeza, apretó el botón del garaje y se quedó de pie junto a ella mientras el ascensor comenzaba su suave descenso.
—Los viernes suelen ser duros. —Ella no contestó—. Pero has dicho que tenías planes para esta noche. Quizás el fin de semana se arregle después de todo.
Entonces ella lo miró. Rome se dio cuenta porque no podía quitarle los ojos de encima. Una vez más se sintió como un acosador; cada vez que tenía la oportunidad se quedaba mirándola fijamente y se acercaba a ella más de lo que probablemente sería lo correcto. Pero la forma en que Kalina lo miraba demostraba que su interés no era menor.
—Eso espero. —Esta vez su tono fue bastante más distendido, incluso esbozó una leve sonrisa.
Al abrirse las puertas del ascensor, Rome puso el brazo para mantenerlas abiertas y le hizo un gesto con la cabeza para que saliera primero.
—¿Dónde tienes el coche?
—En esta planta al fondo. Pero no pasa nada, puedo arreglármelas sola.
Rome negó con la cabeza.
—Mi madre no estaría contenta si supiera que dejo a una mujer ir sola hasta su coche en un aparcamiento desierto. Vamos —le dijo.
Ella caminó a su lado, mirándolo de reojo de vez en cuando. Lo único que consiguió fue que su erección aumentara.
Cuando se detuvieron delante de un Honda azul oscuro, él espero a que encontrara las llaves.
—Gracias —dijo ella con otra tímida sonrisa—. Por esto, quiero decir, y por la otra noche.
No pensaba que ella fuese a mencionarlo pero se alegraba de que lo hiciera. Su pequeña cita en su mesa había sido uno de los pensamientos predominantes en su cabeza.
—De nada. De hecho debería ser yo el que te diera las gracias.
—¿A mí? ¿Por qué?
Había encontrado la llave y fue a meterla en la cerradura de la puerta del conductor. Cuando ella se movió, Rome también lo hizo y se quedó de pie justo detrás de ella, tan cerca que podía oler los productos que se había echado en el pelo esa mañana.
—Por despertar algo en mí que pensaba desde hacía mucho que estaba enterrado. —Las palabras eran más sinceras de lo que pretendía, pero ella no sabría el verdadero significado que escondían. «Esperemos», pensó mínimamente arrepentido.
Ella no se movió, ni siquiera parpadeó. Pero su temperatura corporal se disparó, mezclándose con la de él.
—No era mi intención —dijo.
—Puede que no —replicó él, tocándole por fin el brazo con la mano—. Pero ahí está. —Se inclinó hacia delante y le besó la nuca—. Y aquí estamos.
Estaban en un lugar muy público. Aunque el garaje estaba vacío, había cámaras por todas partes por sus propias exigencias de seguridad. Por no hablar del hecho de que sus vigilantes siempre estaban por ahí. Aunque no veía a los dos Shifters asignados a su destacamento personal, estaban allí, sin ninguna duda.
Pero por mucho que lo intentara, Rome no podía mantenerse alejado de ella. Y eso lo desconcertaba tanto como lo excitaba.
—Esto no es una buena idea —dijo ella mientras metía la llave en la cerradura y la giraba. Tuvo que retroceder para abrir la puerta. Rome se movió con ella, estaba lo suficientemente cerca como para mantener elevada la temperatura de sus cuerpos.
—Yo también lo he pensado un par de veces. Eres mi empleada y apenas nos conocemos, pero dime sinceramente que no sientes lo que hay entre nosotros.
Entonces ella se dio la vuelta de modo que le dio la espalda a la puerta abierta y se situó frente a él.
—Siento el deseo, señor Reynolds. No soy un cadáver y no estoy tan loca como para negarlo. Pero dejarme llevar sería abrir la caja de Pandora.
Kalina apoyó las palmas de las manos en el pecho de Rome y el contacto desató una carga eléctrica a través de su cuerpo que casi lo dejó sin aliento. Entonces lo empujó hacia atrás, de manera que ahora estaba a un brazo de distancia de ella.
—Sé que un hombre cuya madre lo educó para ser tan caballeroso como para acompañar a una dama a su coche también sabe aceptar un no por respuesta.
Bajó los brazos y se metió en el asiento delantero sin pensárselo. Rome aguantó la puerta para que no se le cerrara en la cara. Se inclinó hacia delante y se acercó lo justo para rozarle la oreja con los labios.
—No te he oído decir que no, Kalina.
Su cuerpo se tensó; el único movimiento era el de su pecho al respirar. Pensó que iba a besarla o al menos a intentarlo. Pero no lo hizo. Solo se quedó ahí, inhalando su aroma, dejando que cada matiz de ella se filtrase en él. No había dicho que no y no iba a decirlo. Él dudaba que fuera capaz de hacerlo.
Al final, suspiró.
—Buenas noches, señor Reynolds.
Rome se retiró, cerró la puerta y la miró mientras arrancaba.
—Buenas noches a usted también, señorita Harper.
—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó Nick en cuanto Rome se metió en el asiento trasero de la limusina.
Dando un golpe en el cristal, Rome le hizo a Eli la señal para que arrancara.
—En el cuello de mi chaqueta.
—¿Esta noche?
Asintió muy serio, recordaba el momento en que se pasó las manos por las solapas de la camisa y por detrás del cuello. El aparato era pequeño, diseñado para pasar desapercibido en una inspección. Por un minuto pensó que era un alfiler que se habían dejado en la tintorería, hasta que se le pusieron de punta los pelos de la nuca.
—Es un rastreador. ¿Por qué no lo has destruido? —preguntó Nick mientras continuaba toqueteando el pequeño artefacto en forma de diamante.
—Porque quienquiera que sea tan atrevido como para acercarse a mi ropa quiere acercarse a mí. Supongo que no puedo hacer otra cosa más que corresponderle. —Rome podía ser una persona tranquila, pero cuando lo atacaban se defendía con firmeza. Si alguien quería saber dónde estaba no iba a ponérselo difícil.
—Que empiece el juego —añadió Nick mientras se abría la parte izquierda de la chaqueta lo suficiente para revelar la pistola que llevaba enfundada.
Rome rara vez llevaba un arma a una recepción, pero Nick siempre iba armado. Así que no fue una sorpresa ver la pistola y no dudaba de que su amigo la utilizaría en cuanto fuese necesario.
—Esta noche tenemos que pasar desapercibidos. Ralph Kensington necesita que este evento salga bien y recaude fondos.
—Sé lo mucho que aprecias a Ralph Kensington.
Rome lo odiaba, aborrecía el hedor de sus mentiras y su hipocresía como un niño odia ir al dentista. Aun así, le convenía mantener las apariencias. Además, Jace Maybon, el líder de Facción del Pacífico, había notado olor a rogue cuando Kensington visitó Los Ángeles el año anterior. Estaban seguros de que Kensington no era un Shifter, pero obviamente había estado en contacto con uno. Si el renombrado legislador lo sabía o no, aún no estaba claro. Con esa información Rome se propuso mantenerse en contacto directo con el hombre que esa noche iba a anunciar su candidatura al Senado de Estados Unidos.
—Kensington trama algo. Conocía a Baines personalmente, dieron una cena este mismo año.
—¿Crees que puede saber algo sobre el asesinato de Baines? —El tono normalmente refinado de Nick estaba cambiando, el matiz salvaje de su voz revelaba al animal que llevaba dentro. Era un cambio sutil pero Rome lo conocía bien.
Este negó con la cabeza, tamborileaba con los dedos sobre el tirador de la puerta.
—Ahora mismo no me voy a basar en lo que creo. Sé que a Baines y a su hija les aplastaron el cráneo y los hicieron pedazos con algo que el médico forense solo pudo describir como un arma punzante atroz. Esa no es una técnica de asesinato normal. Jace percibió el olor a rogue en Kensington el verano pasado. Cuando vi a Kensington hace cuatro semanas yo también lo noté.
Nick dio un puñetazo contra el asiento.
—Debiste decírnoslo. Podríamos haber empezado a actuar mucho antes.
—No voy a matar a Kensington. Quiero respuestas.
—Si está confabulado con los rogues no creo que te vaya a dar respuestas, Rome.
Rome giró bruscamente la cabeza para mirar a Nick; los colmillos afilados se le clavaban en el labio inferior.
—No tendrá más remedio.
Los líderes de Facción tenían programada una reunión el fin de semana siguiente, pero el asesinato del senador los había conducido a todos una semana antes hasta allí. La necesidad de detener la maldad que se estaba gestando entre los Shifters era imperativa. Su objetivo era vivir tranquilos entre los humanos de pura raza, no ser descubiertos por miedo a que los consideraran asesinos natos. Pero cada vez que Rome pensaba en la forma tan escabrosa en que el senador y su inocente hija habían sido asesinados, se sobrecogía. Había un pequeño elemento de verdad en llamarlos asesinos natos. Cuando pensaba en ello sentía como si algo le recorriese la espina dorsal. Si se encontraba frente a frente con el rogue que perpetró las muertes, Rome no estaba seguro al cien por cien de que no fuera a partirle el cuello con sus propias manos. Pero esa era su mitad animal, la parte de él que intentaba reprimir lo máximo posible mientras vivía en este mundo. Estaba empezando a pensar que la técnica de represión no le iba a durar mucho.
El hotel Linden estaba a mitad de camino del lujo. Pararon enfrente y Eli, uno de los guardaespaldas Shifters de Rome, salió del coche primero. Su hermano gemelo, Ezra, otro guardaespaldas a las órdenes de Rome, había aparcado el Tahoe con el que había ido y ya estaba esperándolos en la acera. Como líderes de Facción y comandantes, tanto Rome como Nick debían llevar guardaespaldas cada vez que viajaban. Eli y Ezra eran Shifters que se criaron en el Gungi pero llegaron a Estados Unidos de adolescentes. Su complexión robusta, su mirada asesina y su aura letal les bastaron para conseguir el trabajo de guardaespaldas. Llevaban casi diez años con Rome, quien aparte de Nick, Baxter y su otro amigo Shifter, Xavier, no se fiaba de nadie más que de sus hermanos jaguares.
Al salir del coche, Rome empezó inmediatamente a escudriñar la zona. Parecía haber gente en todas partes, saliendo de limusinas, subiendo por las escaleras de piedra hasta la puerta principal, saliendo por las puertas que llevaban escaleras abajo. Era como un evento de Hollywood repleto de estrellas. El aire estaba en calma, hacía un poco de bochorno, pero no mucho. El aire por la noche debería haber sido más fresco, pero así era Washington en verano. El hecho de que no estuviera sudando bajo el traje probablemente significaba que la noche no podía ser más fresca.
Había vivido en la ciudad el tiempo suficiente para saber que con el calor venían los problemas. La violencia siempre parecía intensificarse en los meses de verano, cuando aumentaban los delitos en un lugar ya de por sí peligroso e infestado de drogas y otras adicciones indeseables. En pocas palabras, era un caldo de cultivo para los rogues, una potencial fosa séptica de posibilidades que tenían que aprovechar en busca de la supremacía.
Rome aún se preguntaba cómo habían llegado ellos, los Shadow Shifters (así los llamaban las tribus humanas que vivían a las afueras del Gungi), a este lugar. Ni siquiera los miembros de las tribus sabían con seguridad si los Shifters existían, por eso los llamaban «sombras». Lo único que tenían eran casos notificados de humanos que se habían convertido en animales en las profundidades del bosque. Pero la mayoría de los miembros de las tribus no se atrevía a adentrarse en el bosque, les daban miedo los animales desconocidos y la posibilidad de acabar muertos. Casi la mitad de los humanos creían en el supuesto mito; la otra mitad se oponía totalmente a dicha teoría, y sin ninguna prueba real los creyentes quedaban como bichos raros. Así que el secreto estaba a salvo. Por el momento.
Los rogues querían cambiar eso. Creían que eran la especie superior y habían salido a demostrarlo de la forma que fuera necesaria. Eso les convertía en el enemigo público número uno de Rome y los Shifters estadounidenses.
Esa noche, sin embargo, Rome pensaba que podía haber otro enemigo al acecho.
Al entrar en el enorme vestíbulo con suelo de mármol, todo su cuerpo se puso tenso. Los músculos se contrajeron bajo su ropa, lo que provocó que la tela le picara en la piel. De los altos techos colgaban lámparas de araña doradas y brillantes; los adornos áureos de las paredes y los muebles recargados hacían que el lugar pareciera un ostentoso palacio barroco. A la izquierda había un amplio mostrador de mármol donde los invitados podían registrarse en una de las quinientas habitaciones del establecimiento. A la derecha, hacia donde se dirigían ahora Rome y Nick, había otro vestíbulo. Muchos hombres de esmoquin y mujeres con traje de noche y diamantes en abundancia iban en esa dirección.
Todos se encaminaban a la misma recepción, a uno de los mítines políticos más importantes del año.
Se rumoreaba que Kensington iba a presentar su candidatura al Senado para ocupar el lugar que quedó vacante tras la muerte de Baines, pero la mayoría pensaba que era solo un rumor. Rome era de esa última opinión. Ralph Kensington era un bocazas perteneciente a un grupo de presión. Había conseguido su oportunidad después de dirigir el departamento de TI de Slakeman Enterprises. La historia era que Kensington le encontró un comprador a Bob Slakeman para sus últimos rifles militares, a pesar de que los oficiales del ejército ya habían declarado que las armas no eran seguras. El comprador era extranjero y muy pocos detalles se conocieron sobre la venta. Kensington se convirtió de repente en un hombre rico con aspiraciones políticas. No se había podido demostrar nada, y que Rome supiera no había ninguna investigación en curso. Era una pena porque estaba seguro de que esa historia podía dar más de sí.
El segundo mejor amigo de Rome, Xavier «X» Santos-Markland, trabajaba para el FBI. Como Shifter que era, X estaba pendiente de las actividades del Gobierno y se dedicaba en especial a los seres sospechosos. Informaba directamente a la Asamblea y también presentaba informes a los líderes de Facción cada vez que había algún tipo de movimiento o investigaciones especiales en sus regiones. Vivía en Washington, pero viajaba constantemente por su trabajo como director especial del Departamento. Hasta ahora, X no había informado de nada sobre la conexión Kensington- Slakeman, aunque Rome le había avisado de la situación hacía casi un año. Eso solo significaba que el Gobierno, como siempre, sería el último en enterarse de lo que pasaba en su propio patio trasero.
Eli y Ezra estaban detrás de él, inadvertidamente cerca, y Rome sospechaba que había otros guardaespaldas haciendo lo mismo con sus jefes en el gigantesco salón de baile en el que acababan de entrar. Esa noche iba a reunirse en aquel lugar gente muy poderosa, poderosos con mucho dinero. Eso parecía ser lo único importante últimamente. Pero Rome estaba allí por un motivo diferente. Había ido para ver a Josef Bingham, el abogado de sus padres.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos? —preguntó Nick mientras giraba la muñeca para mirar el reloj.
—¿Tienes otra cita? —inquirió Rome al tiempo que miraba la habitación. No quería estar aquí más tiempo del estrictamente necesario. Cuanto antes encontrara a Bingham y consiguiera lo que necesitaba de él, antes se podrían ir.
—No, esta noche no. Es solo que no me gusta la compañía que tenemos. —Nick frunció el ceño al mirar a su alrededor—. Demasiados fanfarrones en una misma habitación para mi gusto.
Rome asintió con la cabeza.
—Estoy contigo en eso. Pero es un medio para lograr un fin. Kensington nos quería aquí, nos mandó una invitación especial, ¿recuerdas? —Invitación que Rome habría ignorado respetuosamente si no hubiera sido por el mensaje posterior de Bingham solicitando ese encuentro.
—Lo recuerdo. No me gustó entonces y no me gusta ahora. Me da mala espina. —Nick se estaba frotando la barbilla, se pasaba los dedos sobre la fina barba de chivo que se había dejado crecer. Su cuerpo irradiaba tensión y su felino se asomaba a la superficie, listo para la batalla.
Rome lo había sentido también, la tensa necesidad de luchar, de proteger. Los Shifters estadounidenses no luchaban a menudo. No estaban en la selva y se esforzaban por actuar más como humanos que sus homólogos del Gungi. Pero esa noche algo los estaba provocando, algo estaba irritando a las bestias que llevaban dentro hasta ponerlas de los nervios.
—Sé cómo te sientes. Mantén los ojos abiertos. Tengo que ver a alguien. —Rome había empezado a alejarse cuando Nick lo cogió del brazo.
—Que vaya Eli contigo.
Rome asintió con la cabeza, se dio la vuelta para hacerle a Eli una señal imperceptible y se alejó. Nick sabía que Rome estaba buscando a los asesinos de sus padres. Sabía que Rome quería buscarlos él solo en caso de que encontrara alguna información que pudiera ser delicada para la memoria de sus progenitores; así podría mantenerlo en secreto. Por eso tanto él como X intentaban darle a Rome espacio para que se ocupara de esa situación. Pero no estaba solo. Él y X le cubrían las espaldas como sabían que Rome haría por ellos.
Nick sabía que se estaba gestando una batalla, igual que era consciente de que se verían involucrados sin tener ninguna culpa. A Nick no le importaban las razones; esa clase de chorradas sobre el entendimiento y la cooperación era cosa de Rome. Para él, era lo que había. Si sus padres la habían cagado con algo durante su vida y ahora era el momento de que sus hijos se enfrentaran a las repercusiones, que así fuera. Ya iba siendo hora de que se enfrentaran a esa situación de todas formas.
En cuanto a Rome y su cruzada, Nick lo apoyaba y haría todo lo que pudiera para protegerlo cuando llegase el momento. A veces los lazos de sangre no tenían que ser los más importantes.
El despacho de abogados de Josef Bingham había empezado a funcionar hacía cuarenta años gracias a la fortuna de su familia y era un negocio próspero, que generaba más dinero que en la época de sus fundadores. En circunstancias normales Binghan debería haberse jubilado hacía unos diez años, pero Rome tenía que admitir que a sus setenta y seis años, el hombre seguía siendo tan luchador como siempre.
Después de Baxter y Henrique Delgado, el padre de Nick, Bingham fue lo más parecido a un amigo que Vance Reynolds había tenido nunca. Al menos eso era lo que Baxter le había contado a Rome. Para los Shifters no era fácil confiar en alguien, y menos aún en un humano, pero, según Bingham, su padre había roto esa norma con él.
Rome encontró al abogado cerca de la barra, exactamente donde sospechaba que estaría, con una copa ya en la mano.
—¿Señor Bingham? —dijo mientras le daba una palmada en el hombro antes de hacerle una seña al camarero para que le trajera una copa.
—Ah, Roman, amigo. No estaba seguro de si vendrías esta noche... —Se interrumpió a causa de un ataque de tos que hizo que le temblara la piel sobrante del cuello y probablemente la mayoría de su cuerpo por dentro.
—Me han invitado —contestó Rome—. Y rara vez rechazo invitaciones como esta.
—Sí, creo que esta noche promete ser especial.
Rome vio por encima del hombro de Bingham a una rubia cuyos pechos parecían estar pasando apuros por mantenerse dentro de su vestido con sus dedos de uñas largas posados en el hombro del anciano. Podría ser fácilmente la hija de Bingham, pero Rome no era tan inocente como para pensar eso ni por un minuto.
—¿Y eso? ¿Por qué lo dices?
—Ralph va a hacer su anuncio, ya sabes. A la gente de Hill puede que no le guste. Va a agitar la escena política, eso seguro.
Rome no podía negar la verdad de esas palabras. Pero el tipo de agitación que sospechaba que Kensington iba a provocar no era el mismo al que se refería Bingham.
—Estoy de acuerdo. —Rome dio un trago a su bebida y dejó que el calor del alcohol se deslizara por su garganta. ¿Qué estaba tramando realmente Kensington y qué tenía que ver con los rogues? Numerosas preguntas se agolpaban en su cabeza, pero eso no era un problema. Rome sabía cómo ocuparse de varias cosas a la vez—. ¿Lo has traído?
—No te andas por las ramas, ¿verdad? —Bingham se rio y luego se bebió de un trago lo que le quedaba en el vaso. Levantó la mano, que estaba llena de venas azules, y movió los dedos para pedir otra copa.
Rome atrajo la mirada del camarero justo a tiempo para que le leyera en los labios la palabra «no». El camarero se encogió de hombros, siguió a lo suyo y Rome miró a Bingham.
—Dijiste que tenías algo para mí, algo que yo tenía que ver.
Birgham asintió con la cabeza.
—Sí. Lo tengo. —Metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó un disquete—. Tu padre tenía una caja fuerte.
—Creía que todas las cajas fuertes se vaciaron tras su muerte —dijo Rome mirando el disquete, sin querer aún tenerlo sus manos. Baxter, el mayordomo de sus padres y el hombre que se había hecho cargo de Rome cuando murieron, había revisado todas sus cosas. Le había dicho a Rome que le había dado todas sus posesiones. Ahora su cabeza estaba dando vueltas sobre lo que podía estar almacenado en ese disquete y su corazón latió con fuerza, invadido de expectación y terror a la vez. Ese nuevo descubrimiento podría llevarle un poco más lejos, darle otra pista para encontrar a los asesinos.
—Esto estaba a mi nombre. Se me había olvidado por completo hasta que mi ayudante se jubiló y la chica nueva que contrataron me dio los papeles con los datos. Fui allí yo mismo y vacié la caja fuerte.
—¿Y esto era lo único que había dentro?
Bingham asintió.
—Y una nota que decía que debía asegurarme de que esto te llegara si le pasaba algo a Vance.
Y definitivamente le había pasado algo. Había sido brutalmente asesinado por alguien de su propia especie. Rome solo esperaba que ese disquete le dijera el porqué.
Kalina pensó por millonésima vez esa noche que aquello era de locos. Asistir a esa recepción era peligroso por muchas razones. La primera, porque podría echar a perder su tapadera, dedujo mientras paraba el coche en un stop a la vez que golpeaba el volante con los dedos. Greer Culverson, el jefe de policía, seguro que estaría allí. Sus conexiones con el ámbito político no eran un secreto; ya se rumoreaba que iba a intentar llegar a la alcaldía en la próxima legislatura. Por no hablar del número de sospechosos que podía encontrarse, porque a pesar de lo que se podía pensar, las drogas y los traficantes estaban presentes hasta en los edificios de oficinas más altos y en las casas más caras de la ciudad. Esa epidemia no se limitaba a las calles o a lo que se conocían como clases bajas. A través de los años había investigado e incluso detenido a bastantes hombres de negocios y aspirantes a políticos por su implicación en el tráfico de drogas.
Además, ¿y si Rome la veía? ¿Qué le iba a decir? ¿Por qué motivo había asistido a este evento? La decisión de ir la había tomado rápidamente, igual que la de colarle el aparato de rastreo en el cuello del esmoquin y la de seguirlo a su casa la noche anterior. No podía dejar pasar la oportunidad, lo decidió cuando Mel la invitó a comer. La secretaria había mencionado de pasada que tenía que recoger el esmoquin de Roman de la tintorería y ella había urdido ese plan. Había vuelto rápidamente a su escritorio para llamar a Ferrell y decirle lo que quería hacer. En menos de una hora se dirigió al aparcamiento para encontrarse con Ferrell, que le llevó el equipo.
—Intentaremos conseguirte entradas para la recepción de mañana. Quiero que vigiles a todas las personas con las que hable y que tomes nota. Puede que vaya a ese acto por algo más que por motivos políticos. Podría haber una transacción en marcha y no quiero pasarla por alto.
Pero Ferrell ni siquiera sabía que Rome iba a asistir a la recepción hasta que ella se lo dijo. Le había hablado rápido, con esos oscuros labios agrietados de tanto fumar. Llevaba un gorro de lana que le tapaba la calva incipiente y tenía unos ojos brillantes y sagaces que la miraban como si ella fuese la investigada.
—No la cagues, Harper.
Ella le arrancó la bolsa con el receptor de las manos.
—Sé cómo hacer mi trabajo.
—Ya, bueno, te estás tomando tu tiempo para hacerlo.
Kalina quiso darle un puñetazo. Nunca antes había tenido un compañero de trabajo o un oficial que le cayera tan mal como Ferrell. Había algo en su personalidad que le provocaba ganas de vomitar, de limpiarse la boca a continuación y darle una patada en el culo por buscarle tantos problemas.
—Conseguiré la información. Tú consigue que pueda entrar a la recepción.
—Claro —dijo él, dándole la espalda como si le tuviera asco.
Con unas quesadillas de pollo y una coca-cola light, Mel y ella habían hablado sobre la familia de Mel, el tiempo que llevaba en la empresa y sobre lo mucho que le gustaba trabajar para Rome. Kalina había tenido cuidado de no hacer demasiadas preguntas sobre él. No quería que la secretaria se llevara una impresión equivocada, aunque probablemente ya era tarde para eso. No deseaba que Mel pensara que estaba intentando liarse con el jefe, pero mucho menos que descubriera que lo estaba investigando.
Tan pronto como activó el aparato, encendió el trasmisor y lo escondió detrás de la pantalla de su ordenador en su mesa hasta que terminó su jornada laboral. Cuando él estuvo allí mientras ella recogía para irse a las cinco, temió que lo encontrara. Si Rome la pillaba otra vez perdería definitivamente su seguridad en sí misma como poli.
Pero al quedarse ahí plantado mirándola como si literalmente se la pudiera comer allí mismo, sospechó que se había pasado por allí por una razón totalmente distinta. Que la acompañara al coche había sido una sorpresa. No tenía a Reynolds por un caballero, y sin embargo ese tipo de gesto le quedaba bien. El aura dominante que desprendía también parecía algo natural en él. Roman Reynolds era definitivamente un hombre que conseguía lo que quería. Kalina solo tenía que asegurarse de que lo que realmente quería no fuera ella.
Aunque había salido del garaje antes que él, había esperado hasta que salió su coche y lo había seguido hasta lo que supuso que era su casa. Se trataba de una finca enorme en uno de los barrios más lujosos, cerca de la frontera con Virginia. Solo conocía el barrio de haberlo visto en las páginas de sociedad, pero ahora se dio cuenta de que los periódicos no hacían justicia a las fincas palaciegas de la zona. La casa en sí era inmensa, los jardines parecían interminables, con el césped más esponjoso y verde que había visto nunca. Él paró frente a una puerta negra de hierro, marcó un código y esperó mientras las puertas se abrían. Naturalmente, se cerraron y ella no pudo recorrer el sinuoso camino de entrada detrás de él. Pero mejor así. No quería acercarse demasiado.
Su cuerpo reaccionaba de una forma extraña cuando estaba cerca de ese hombre. Bueno, no exactamente extraña... Kalina reconocía la atracción sexual que sentía. Solo que no quería sentirla por Roman Reynolds. Aun así, cuando lo observaba andar hasta el coche, con el maletín y la chaqueta en una mano mientras la tela de la camisa moldeaba su espectacular torso, se le hizo la boca agua. Incluso ahora, sentada en el coche pensando en él, se le habían endurecido los pezones y su sexo palpitaba ansioso. Un ansia que no había sentido durante años.
Se puso tensa de pensarlo, el calor se movía en lentos riachuelos por sus venas. Un calor que no había sentido desde..., un calor que no había sentido nunca antes en su vida. Así era esta atracción hacia él, nueva e inoportuna; odiaba sentirse así. Él era un delincuente y como tal merecía ser tratado. ¿Cómo podía querer que tocaran su cuerpo las mismas manos que intercambiaban dinero con los cárteles, que a su vez mandaban a las calles drogas que estaban matando a chavales? ¿Cómo podía estar ahí sentada y preguntarse cómo sería caminar hasta esa gran casa con él, pasar la noche en su cama, bajo su cuerpo musculoso, y dejarlo hacer lo que quisiera para darle placer? Era deplorable y absurdamente inapropiado pensar en él de esa manera.
Pero no podía parar.
De modo que allí estaba, en el primer banquete político de Ralph Kensington para apoyar su candidatura al Senado. Ella no lo apoyaba, ni a él ni a las personas deshonestas que trabajaban para él, con quienes no podía relacionarlo realmente. Kensington estaba metido en el negocio de la droga hasta el cuello de su carísima camisa, pero era bueno tapando sus negocios menos limpios. Esa noche, sin embargo, no podía permitirse estar preocupada por la corrupción del Gobierno. Estaba allí para vigilar a Rome y no había vuelta atrás.
Salió del coche y le dio las llaves al aparcacoches, que parecía lo suficientemente joven como para seguir en el instituto. Él le sonrió al pasar, esa sonrisa tipo Quiero enrollarme contigo. ¿Me das tu número? Kalina se sintió halagada pero en absoluto tentada a probar suerte como asaltacunas. Los hombres más jóvenes definitivamente no eran su estilo. De hecho, ningún hombre (al menos durante los dos últimos años) era su estilo. Tenía gracia que pensara en eso ahora, en el hecho de que no había estado con ningún hombre en mucho tiempo.
Esos pensamientos se agolpaban en su mente mientras caminaba hacia el hotel, por el vestíbulo y justo en la línea de visión de un Roman Reynolds muy sexy y muy enfadado.
Entonces se detuvo a pensar unos segundos, se dio media vuelta y se fue en la dirección opuesta. No fuera del salón, sino hacia el otro lado de la sala. No quería que Rome la viese, a pesar de que él no tenía ni idea de que lo estaba siguiendo. Haberlo visto solo un segundo había hecho que el corazón le latiera con fuerza y que otras vibraciones se expandieran hacia su sexo. Atravesó el salón echando pestes; odiaba el hecho de que pudiera excitarla con apenas verlo. Odiaba que su cuerpo se sintiera atraído hacia él, como si él cantara una canción para que solo bailara ella. Era una locura, lo sabía, pero así era como se sentía. Incluso ahora, mientras se alejaba de él, esa fuerza seguía ahí, ese impulso en su interior de ir hacia él, de estar con él de todas las formas posibles.
Lo ignoró y cogió una copa de champán de una bandeja que llevaba una mujer vestida con unos pantalones, camisa y una chaqueta que la hacían parecer más un hombre. Apenas lo probó; quería integrarse pero sin sacrificar su buen criterio. El champán, o para el caso cualquier bebida alcohólica, se le subía rápidamente a la cabeza, y no hacía falta mucho. Así que había aprendido hacía tiempo a dar sorbos cortos y superficiales.
No veía a Rome pero sentía su presencia, sabía que estaba allí y que estaba cerca. ¿No era una locura? Estaba allí para vigilarlo y, sin embargo, se dedicaba a huir de él. ¿No era una contradicción?
«Contrólate, Harper». Sus propias palabras resonaban en su cabeza y dio otro sorbo al champán. Agarró su bolso y pensó en su trabajo en el Departamento de Policía y en lo mucho que deseaba el puesto en la DEA. No iba a conseguirlo huyendo de Roman Reynolds. Fuera lo que fuera lo que hubiese entre ellos, podía controlarlo. Había tratado con asesinos y escoria de traficantes durante los últimos seis años de su vida; desde luego que un tío cañón no podía ser para tanto.
Cuando su copa se vació la miró sorprendida; entonces imaginó que estaba preparada para enfrentarse a él. Se giró y escudriñó la habitación, pero no vio a Rome.
Sin embargo, alguien la vio a ella. Mejor dicho: la vieron, porque se trataba de un trío de desconocidos a los que avistó cuando giró la cabeza en la dirección opuesta. Estos tres hombres iban de esmoquin y tenían pinta de estar pendientes de algo totalmente distinto a la recepción. Sintió algo bajo la piel, una advertencia, que le recorrió lentamente los brazos.
Fijó la mirada en el hombre de en medio, el más grande y el que parecía más peligroso. Era moreno y su piel parecía ónice brillante. Tenía los labios gruesos y la nariz ancha y plana. Pero eran sus ojos los que llamaron su atención, su inquietante forma rasgada que le hacían parecer más inhumano de lo normal. Los otros dos la miraban de manera diferente, o probablemente debería decir que no le quitaban ojo. Y todos ellos la estaban fulminando con la mirada.
Ni con todo su entrenamiento estaba Kalina preparada para el torrente de ansiedad que fluyó por sus venas. Empezaron a caminar hacia ella y todo a su alrededor pareció ralentizarse de tal forma que fue como si solo esos tres hombres se movieran en aquel enorme salón. El ritmo salvaje de su corazón resonaba en sus oídos, le picaba la piel de un modo que no había experimentado antes. ¿Quiénes eran y por qué iban a por ella?
Como las respuestas tardaban en llegar se dio la vuelta y optó por largarse de allí y dejar el análisis para después. Pero cuando se giró no vislumbró una escapatoria fácil. Por desgracia chocó con una fuerza inamovible, una fuerza que podía resultar más difícil de tratar que los tres extraños que estaban detrás de ella.
—No te muevas. —Su voz era grave y más siniestra de lo que había oído nunca.
También era una voz familiar.