Capítulo 22
ESTA vez a Kalina la ayudó a salir de la furgoneta otro hombre. Era tan alto como Rome, pero con una complexión aún más grande. Su piel era oscura y se fijó en que sus ojos eran más oscuros todavía cuando la cogió de la mano para bajar. En cuanto pisó el suelo, Rome se situó a su lado y el otro hombre le soltó la mano como si se tratara de brasas calientes. Rome hizo un gesto con la cabeza y el hombre se dirigió a la parte de atrás de la furgoneta. La joven supuso que iba a coger las maletas. La mano de Rome se deslizó hasta su codo mientras la guiaba hacia las puertas de la entrada principal.
Se sentía como de la realeza, pero de una realeza un poco rara. Todos los hombres que tenía a su alrededor se esforzaban en atenderla, pero no decían una palabra, como si simplemente tuvieran esas órdenes. No era un mundo que ella entendiera y no sabía si en realidad quería entenderlo. Lo que tenía absolutamente claro era que Rome no era un abogado o un ciudadano normal, como tampoco lo era ninguna de las personas de su alrededor.
Se trataba de una finca descomunal y le parecía aún más palaciega que anteriormente. Kalina no se había fijado bien la noche anterior, pero ahora absorbió cada detalle. Desde los mullidos arbustos que flanqueaban los cinco escalones que subió hasta las enormes y brillantes puertas dobles que se abrieron lentamente a medida que se acercaban.
Otro hombre, alto, con la piel curtida y los ojos vivos, la miró al recibirla.
—Señorita Harper, es un placer conocerla por fin. —El tipo tendió la mano hacia ella. Por un minuto le pareció que miraba a Rome para pedirle permiso, pero este no dijo nada, solo se apartó un poco de ella para dejarla saludar libremente. Kalina le estrechó la mano al hombre mayor y balbuceó un tímido «hola».
Aquel hombre impresionante sabía quién era, eso era obvio, pero ella no tenía ni idea de lo que Rome pudiera haberle dicho sobre ella. No sabía, en realidad, ni por qué le habría hablado de ella. Todo aquello parecía surrealista: estaba con su principal sospechoso, en su casa, en su territorio. La DEA no podría haber planeado un operativo mejor.
—Llámeme Baxter —dijo el hombre mayor mientras la acompañaba a través del vestíbulo—. Yo me encargaré de todo lo que necesite. Aquí estará muy cómoda.
—Gracias, Baxter. —La joven se preguntó cuánto tiempo pensaba ese hombre que se iba a quedar.
—Lleva sus maletas a mi habitación —dijo la voz de Rome por detrás.
—¿No puedo elegir dónde dormir?
Por toda respuesta sus tres acompañantes la obsequiaron con una mirada seria. Ninguno contestó. Rome se limitó a hacer un gesto con la cabeza y el hombre mayor se fue con las maletas. ¿Cómo es que daba órdenes, incluso con simples gestos? ¿Y por qué todos le obedecían tan fácilmente?
Baxter interrumpió sus pensamientos.
—¿Tiene hambre?
—No, gracias.
—Entonces le traeré algo de beber. Señor Roman, parece cansada. Debería descansar —dijo Baxter segundos antes de desaparecer.
«Así de fácil», pensó ella. Tenía la sensación de que en ese lugar reinaba una autoridad silenciosa a la que ella se imaginó que estaría sometida mientras permaneciese allí.
—Ni siquiera me ha preguntado qué clase de bebida me gusta —dijo Kalina cuando le pareció que Rome y ella estaban solos.
Seguían en el vestíbulo de brillantes y oscuros suelos de mármol y paredes pintadas de color arándano. No había fotos ni cuadros en las paredes, pero a lo largo de una de ellas se elevaban peanas con estatuas de mármol encima, cada medio metro. Se acercó a una y tocó la cabeza redondeada de un felino negro.
—Ya sabe lo que te gusta beber. —La profunda voz de Rome no hizo más que aumentar su desconcierto.
Sus dedos recorrieron el frío objeto, por la línea del lomo, alrededor del hocico.
—No me conoce.
—Baxter sabe cosas de todo el mundo.
Esas palabras le hicieron darse la vuelta.
—Vaya, ¿y qué es él?
—No es un Shifter —contestó Rome.
—¿Es como un vidente?
—En realidad no lo sé. Siempre ha estado aquí, conmigo, así que me he acostumbrado a su sexto sentido. Tú también te acostumbrarás.
—No cuentes con ello —dijo entre dientes mientras se giraba hacia la estatua otra vez—. Por cierto, tengo más preguntas.
Rome no lo dudaba. Durante todo el camino hasta la mansión se había regañado a sí mismo por decirle la verdad, pero no había tenido más remedio que hacerlo. No pudo contener del todo a su lado felino cuando vio al hombre intentando hacerle daño. Igual que aquella noche en el callejón. Se había mostrado ante ella una vez más. Y aunque pondría en peligro a todo su pueblo, sabía que le contaría más cosas.
—Vamos arriba.
La mujer se detuvo. Ir arriba con él significaba algo. Significaba que no solo estaba aceptando permanecer en la casa con él, sino quedarse siempre con él.
¿Era eso lo que quería? ¿Quería ser la novia de Roman Reynolds?
Si le hubiesen hecho esa pregunta esa mañana o incluso al comienzo de esa tarde, probablemente habría dicho que sí al instante. Pero después de lo que había visto hacía una hora, no estaba tan segura.
—Tú sabías quién era yo, ¿verdad? —preguntó ella.
Roman se acercó a ella y Kalina se mantuvo firme. Se movía con una fluidez que ella antes pensaba que era simple síntoma de confianza en sí mismo. Ahora parecía ser algo más. Aquella manera grácil de desplazarse debía de tener relación con su más íntima naturaleza, no con un simple rasgo de carácter.
—Digamos que es como si te conociese desde siempre.
Ella suspiró para sí misma, sin que se notara. Era importante que él no se diese cuenta de sus flaquezas.
—¿Qué quieres decir? —Estaba lo suficientemente cerca de su hombre como para que el cuerpo empezara a pedirle una vez más que se desnudara e hicieran el amor al instante—. ¿Por qué me salvaste a mí? ¿Y por qué no me lo dijiste aquel primer día en tu despacho?
—Es complicado...
—La vida suele serlo —bromeó, de mala gana.
—Aquella noche, hace dos años, yo estaba allí por casualidad. Entonces no te estaba siguiendo.
Eso podía ser verdad, se dijo ella. Pero ¿qué probabilidades había de que dos años más tarde él acabara siendo el sujeto de su investigación? Teniendo en cuenta dónde estaba en ese momento, debían de ser elevadas; pero hubiera jurado lo contrario.
—Me salvaste la vida.
El hombre le acarició la mejilla.
—Me alegro de haberlo hecho.
La inmediata respuesta de su cuerpo a aquellas caricias disipó cualquier duda de la joven. No tanto el intenso calor que abrasaba su interior, sino la tierna aceptación que parecía despertar en su piel. Tenía ganas de entregarse a él, de aceptarlo plenamente, por fin.
Tras sonreírle, la joven se apartó, le dio la espalda y se dirigió hacia las escaleras. Mientras subía los primeros escalones notó que recordaba muy bien la distribución de la casa, que sabía que su habitación estaría a la izquierda en cuanto llegase arriba; y que al final del pasillo se encontraría la puerta. Se dijo que no era bueno entregarse a ciegas, sin saberlo todo... Pero mientras caminaba sabía que él estaba cerca, y se sentía deseada, necesitada, poderosa. Lo demás no importaba.
Rome caminaba detrás de ella con pasos lentos y silenciosos. Apenas se notaba su presencia, pero estaba allí, con ella, casi como en espíritu, olía su aroma, era como una esencia de hombre... Kalina se dejó llevar por esa sensación y se dio cuenta de que la disfrutaba; le entusiasmaba aquel caminar, mitad erótico y mitad fantasmal, de una pareja que por fin se había unido.
Una vez dentro, volvió a mirar a su alrededor mientras daba pasos comedidos por la habitación de su hombre. Lo había estudiado durante tanto tiempo, había leído cada artículo, cada informe del departamento sobre sus andanzas, y sin embargo solo en ese momento sintió que acababa de conocer al verdadero Roman Reynolds.
Las paredes eran oscuras, como parecía serlo todo el interior de la casa. Tenía muchos libros, desde Shakespeare a Carl Weber. Había muchos manuales de Derecho y obras de investigación. Sonrió cuando sus dedos acariciaron el lomo de Meditación para idiotas. Decididamente podía imaginarse al reservado y pensativo Rome meditando allí.
Daba la impresión de ser un santuario más que una habitación, un lugar solitario donde él podía ser exactamente lo que quería ser. Una cama enorme encima de una plataforma ocupaba el centro de la estancia. Desde luego, recordaba esa cama y lo que hicieron en ella. Avanzó y pasó junto al escritorio rumbo a las puertas que daban al patio. Había unas pesadas cortinas brocadas que sospechó que no dejaban entrar nada de luz cuando se cerraban. Era última hora de la tarde y estaban parcialmente abiertas. Las abrió del todo y tomó aire al descubrir las soberbias vistas.
Parecía una casa de campo, dada la exuberante vegetación y las copas de los árboles que se avistaban. Un gran espacio abierto y luego bosque. Se trataba, sin duda, de un lugar en donde a un gran felino le gustaría correr.
Se dio la vuelta y no se sorprendió de verlo a menos de un metro detrás de ella. Su postura era informal, con las manos en los bolsillos de los pantalones. Su pecho se movía regularmente con cada respiración. Parecía una especie de dios con aquella cara perfectamente cincelada, de un bello color, y unos ojos penetrantes. La lujuria se apoderó de ella como si se hubiese tomado una pócima afrodisiaca. Pero no deseaba que nada menoscabara ese momento, de modo que trató de controlarse. Quería que le dijera toda la verdad. Tal vez no había estado tan loca como creía durante los últimos dos años. Quizá de verdad había un felino grande que la protegía. Y si lo había, su siguiente pregunta sería por qué.
—¿Por qué estás siempre presente cuando... necesito ayuda? —A punto estuvo de decir «cuando te necesito» pero aún no se sentía del todo cómoda admitiendo eso.
—Déjame empezar por el principio. Nuestra especie viene del bosque tropical del Gungi, en Brasil. Nacemos y normalmente nos criamos allí.
—¿En la selva? —Sabía que había tribus humanas que vivían en los bosques tropicales, pero que él procediese de allí le resultaba inverosímil.
—Somos una especie que existe desde hace aproximadamente doscientos años, una compleja combinación de ser humano y animal. Como comprenderás, esto no es del dominio público.
—¿Quién más conoce vuestra existencia?
—Nadie, quiero decir entre los humanos. Y nos gustaría que siguiera siendo así.
—Quiero verte —dijo ella de repente, sin vacilar—. Quiero ver lo que eres. Aquí y ahora. —Él frunció el ceño y ella supo que se estaba preparando para decir que no. Respiró hondo, se humedeció los labios y continuó—: He soñado contigo. Desde aquella noche de hace dos años te he visto en mis sueños. Tus ojos, tu cuerpo. El cuerpo musculoso de un felino. Te he llevado conmigo todo este tiempo y me... —La voz le tembló un instante—. Me gustaría comprobar aquí mismo, a la luz del día y mientras estoy completamente despierta, que no estoy lo..., que no estoy loca.
El hombre felino esbozó una mínima y seductora sonrisa y Kalina quiso gemir por la oleada instantánea de excitación que recorrió su cuerpo. Eso también tenía que ser locura, puro delirio. Semejante manera de desearlo continuamente, incluso sabiendo lo que ahora creía que sabía de él, tenía que obedecer a un trastorno mental.
—No estás loca.
El hombre dio unos pasos para acortar la distancia entre ambos. Ella se rio, nerviosa.
—No estoy nada segura de eso. Hablo en serio; primero me están atacando en un callejón, luego..., no sé. Oigo rugidos. ¿Te lo imaginas? Como en la selva o algo similar. Luego veo..., no, realmente no lo veo... —Era como si estuviese otra vez en la consulta del psiquiatra, sentada en aquel diván de imitación de piel intentando profundizar lo suficiente en sí misma como para decirle al viejo con barba lo que de verdad había pasado. Pero en la consulta no podía. Y sin embargo ahora sí—. Estabas encima de mí y te vi cogerlo del cuello. —Rome ahora se encontraba justo delante de ella y su estatura sobrepasaba la suya varios centímetros. En otro momento podría haber sentido que con esa proximidad la estaba agobiando, pero hoy no. Su presencia, tan cerca, le hacía mucho bien—. Vi unos dientes, una mandíbula gigantesca y la cara del hombre pasó del susto al miedo absoluto. Cuando me topé con tus ojos, cerré los míos. —Su voz era cada vez más baja, al tiempo que las palabras salían más rápido y el corazón le latía con más fuerza—. Escuchaba los ruidos y sentía la lluvia, que me salpicaba la cara y los brazos. Mi blusa estaba rasgada, de modo que sentía el frío por todo el cuerpo. Quería levantarme, correr tan rápido como pudiera, pero mi cuerpo no respondía al principio. Hubo otros ruidos, como pequeños gruñidos, y abrí los ojos otra vez. —Contar la historia después de tanto tiempo la hacía temblar. Rome la cogió en sus brazos y le acarició la espalda de arriba abajo. Ella ladeó ligeramente la cabeza y miró al hombre directamente a la cara—. Eras tú, tú estabas allí, andando de un lado a otro, emitiendo esos sonidos. Casi como si tú también quisieras correr, salir de aquel callejón y correr.
—Te asusté. —Le acarició los labios y le besó los dedos.
—No —contestó ella—. No creo que te tuviese miedo a ti. Temía aquella extraña sensación. —Una sensación que nació de algún lugar situado en lo más profundo de su ser en el momento en que miró al felino a los ojos.
—Lo siento.
Ella negaba con la cabeza.
—No. No fue culpa tuya. Por Dios, tú me salvaste la vida.
Él aún le sujetaba la mano y con la otra le acariciaba la mandíbula.
—Siempre te protegeré, Kalina. Siempre.
Ella empezó a sentirse mareada, todo a su alrededor le daba vueltas. Por dentro su cuerpo ardía de deseo. Pero su mente ansiaba más. Necesitaba aquella confrontación, necesitaba acabar con las dudas y las especulaciones de una vez por todas.
—Por favor —susurró, y giró ligeramente la cara para rozar sus dedos con los labios.
Él no dijo nada, solo se apartó y le mostró su espalda mientras se alejaba. Cuando estuvo cerca de la plataforma de la cama se detuvo. La joven contuvo la respiración, expectante. Primero se deshizo la camisa, y ella pudo ver, extasiada, los músculos de su espalda contraerse cuando se agachó para quitarse los zapatos y los calcetines. Se le endurecieron los pezones cuando vio los pantalones caer de las caderas, por los muslos, junto con la ropa interior. Si al verlo vestido pensaba que era un espécimen magnífico, sin ropa no había palabras para describirlo. Solo con verlo de espaldas, desnudo, se le humedeció el sexo. Y más cuando vio que le salieron hoyuelos en las nalgas cuando sus fuertes muslos se movieron para darle una patada a la ropa y alejarla de él.
Y entonces sucedió lo que tanto había esperado. Ante sus ojos, el hombre de un metro noventa se tiró al suelo y se transformó en un enorme felino.
La transición fue rápida: un alargamiento de huesos que apenas produjo leves crujidos. El pelo oscuro se expandió por la superficie que segundos antes era de piel suave. El formidable animal era tan largo como Rome, con un cuerpo descomunal que daba la impresión de ser muy pesado. Pero eso era solo la parte física.
Aunque su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que Baxter lo oiría desde cualquier punto de la casa, Kalina caminó hacia el felino, que sacudía su larga cola y se había vuelto hacia ella.
La mujer continuó su avance hasta que se quedó a unos pocos centímetros de él. No le salían las palabras. Se había quitado un tremendo peso de encima. Se arrodilló y luego, relajada, se sentó sobre sus talones. Simplemente, se quedo mirándolo.
Era hermoso. Majestuoso. Regio. Potente.
Fascinada, alargó la mano y tocó la enorme circunferencia de la cara felina; sus dedos temblaron solo ligeramente cuando la suavidad del pelo le hizo cosquillas en la piel. El pelo oscuro, suave y espeso que lo cubría era como el ónice, pero se podían ver puntos más oscuros aquí y allá. El animal emitió un gruñido y la calidez del aliento que salió del hocico ensanchado vagó deliciosamente por la piel femenina.
Kalina siempre había tenido miedo a los gatos. Si veía un gato caminando por su lado de la calle cruzaba rápidamente a la otra acera. El gato rechoncho de la señora Gilbert la asustaba cada vez que lo veía. Y sin embargo, allí estaba, con la cabeza de lo que suponía era un jaguar negro en la palma de la mano.
Le acarició más allá de la cabeza. Sus pequeñas manos temblaron a lo largo del lomo y los costados. Había una mancha, como un rosetón muy marcado, que le daba un aspecto exótico muy característico. Decir que estaba fascinada era decir poco.
Todo en él era fuerza y dominio y... lujuria. De esto último se dio cuenta por la reacción de su cuerpo. Y no sintió pesar alguno. Algo, en algún lugar en su interior, se levantó, se puso firme. Su mirada encontró la del felino una vez más y la sostuvo. Eran los ojos que había visto en su sueño, los que conocía tan bien, y ahora la estaban mirando en la realidad, cara a cara. Él resopló y restregó la cabeza por la palma de su mano y a ella se le aceleró el pulso. Las fosas nasales aplanadas de su hocico se ensancharon cuando la olfateó. Entonces la cabeza se acercó más, siguió por la mano y se restregó por la parte interna del brazo. El pelo era tan suave que le provocó escalofríos por el brazo, que rápidamente se propagaron por la espalda.
Volvió a olfatearla, esta vez más cerca de los pechos, y Kalina notó que sus propias fosas nasales también se movían en busca de un aroma que pudiese reconocer. Y lo encontró, ahí estaba, y no exactamente para su sorpresa. Un leve aroma se expandió en el aire a su alrededor. Era una especie de almizcle dulce, que una vez que se introdujo en su cuerpo hizo que entrara en calor. La parte de ella que pareció despertarse para conocer la faceta animal de su amante estaba ahora totalmente atenta y empujaba las barreras de su piel humana con una urgencia que Kalina no podía contener.
Dejó caer los brazos a los lados mientras la cabeza del jaguar continuaba moviéndose por su pecho y hacia abajo, por su torso. Cuando llegó al abdomen dio un pequeño empujón y ella instintivamente abrió las piernas. Él se acercó más y resopló contra la parte interna de sus muslos. Cuando la cabeza del felino se acomodó entre sus piernas, el hocico en su sexo, Kalina se estremeció; se le cortó la respiración, se le endurecieron los pezones. El aroma que impregnaba el aire pareció fundirse en su interior, como una droga líquida, y sintió su cuerpo caer al suelo, sin fuerzas.
Se estiró y miró cómo el gran felino estaba de pie por encima de ella, acechando a su alrededor, con movimientos lentos y lánguidos. Los ojos del animal resultaban intensos mientras inspeccionaban su cuerpo. Cuando se detuvo a sus pies, Kalina se preguntó qué sería lo siguiente. Le costaba diferenciar entre los pensamientos sensatos de una mujer humana y unas sensaciones desenfrenadas propias de otro ser.
Tan rápido como se había transformado de hombre a felino, el animal volvió a ser un hombre en todo su desnudo esplendor. Rome estaba de pie, por encima de ella, y rodeaba con una de sus fuertes manos el enorme pene erecto. La joven se relamió. Su lengua se mostraba impaciente por lamer aquel miembro viril lúbrico, irresistible, por recorrer toda su formidable envergadura.
Él se puso de rodillas, estiró el cuerpo a lo largo de ella y evitó que cargara con su peso apoyándose sobre los codos. Kalina tenía los brazos pegados a los lados, pero levantó la cabeza, esperando su beso.
—Esto es lo que soy. —La miró mientras las palabras parecían caer de sus labios.
Era el guapo e inteligente abogado, que llevaba trajes elegantes y nunca perdía un caso. Era el amante dominador pero considerado que la había hecho correrse con solo tocarla. Era la bestia que se le aparecía en sus sueños. Y era exactamente quien ella quería.
Se movió para levantar una mano y le tocó la mandíbula con los dedos, que deslizó hasta que le acariciaron los labios.
—Y es lo que quiero —contestó.
Él bajó la cabeza y los labios colisionaron en un hambriento beso. Kalina le agarró la nuca y lo empujó hacia ella, intentando profundizar más y más. Ansiaba su sabor, quería devorarle la lengua entera, necesitaba saciarse de hombre.
Y Rome se lo dio todo: labios, lengua, gemidos, aliento; la mordisqueaba y la hacía levitar con cada contacto. Su cuerpo temblaba, deseaba que lo tocara, que lo hiciera suyo. Como si le leyera la mente, Rome empezó a acariciarla, sus manos comenzaron a moverse frenéticamente por su cuerpo y rompió el beso. Le quitó rápidamente los pantalones y las bragas mientras ella se descalzaba. Luego la desnudó de cintura para arriba, dejando al aire los excitados pechos. Sus dientes encontraron la delicada piel del cuello y trazaron un sendero punzante de calor hasta la hendidura entre los senos. Con el corazón palpitando, la mujer arqueó la espalda y se topó con el ataque del macho.
Rome se metió un pecho desnudo en la boca y lamió tan fuerte que el erizado pezón ardía. Simultáneamente cogió el otro pecho con la mano y lo apretó con la misma fuerza. Los muslos de Kalina temblaban, su sexo se derretía y ardía, llevándola a un éxtasis increíble. Soltó un grito ahogado y se aferró a los hombros de su amante mientras él continuaba su ataque.
«Mía», creyó oírle decir entre dientes mientras sus labios se movían desde los pechos hacia el abdomen, donde su lengua acarició el ombligo con ansia.
Aún tenía las manos en sus pechos y ella levantó las suyas y le sujetó las muñecas para mantenerlas allí. Con cada lametón sobre su piel, Kalina sentía que le arrancaba una nueva capa de sí misma. Nada era lo mismo, ni el sonido de su voz, ni el efecto de sus besos, ni las sensaciones que le arrasaban el cuerpo. Todo era diferente, nuevo, vibrante, cada vez mejor, como ella nunca había imaginado.
Cuando le mordisqueó el pubis ella gritó su nombre y se dio cuenta de que estaba ronca, como si hubiese chillado sin cesar durante horas. Movía la cabeza de lado a lado y parecía ir a cámara lenta mientras asombrosas imágenes se filtraban por su mente.
Una selva pintoresca. Felinos majestuosos que se mantenían unidos. Una colonia. Todo un mundo nuevo.
Sus manos abandonaron los pechos para desplegar los carnosos pliegues de su vagina hasta que el aire fresco acarició la protuberancia contraída de su sexo. Cuando la presionó con la lengua, todo el interior de Kalina se desató, embravecido, mientras un bramido de cataratas retumbaba en sus oídos. La lamió una y otra vez, utilizando toda la longitud de su lengua. Ella se arqueó en el suelo, jadeando y gritando mientras cada lengüetazo la empujaba más y más hacia el abismo, hasta que finalmente se sintió en caída libre hacia el placer infinito. Cayó y cayó..., para aterrizar sin más en la felicidad sublime.
El aterrizaje fue como un despertar y el cuerpo de Kalina respondió plenamente, pidiendo más placer. Le agarró de la cabeza y movió las caderas sobre su boca, dirigiendo la lengua y suplicando más, más, más.