Capítulo 5

—Q... —empezó a decir ella, pero entonces las manos que le agarraron los hombros se deslizaron por sus brazos hasta detenerse en su cintura. El calor se clavó en su cuerpo y la dejó sin palabras.

Él la giró para ponerla a su lado y le pasó los brazos por la cintura, agarrándola bien.

La fiesta pareció volver a la vida. Podía oír las voces de la gente a su alrededor, el tintineo de los tacones en el suelo, el sonido de las conversaciones susurradas. Buscó entre la multitud y enseguida divisó a los tres hombres, que habían dejado de acercarse pero seguían mirándola amenazantes.

—¿Haciendo amigos? —preguntó Rome a su lado.

—No los conozco —contestó ella mientras intentaba desesperadamente esconder lo nerviosa que estaba en realidad.

No tenía ni idea de por qué la asustaban tres hombres desconocidos. No, eso no era verdad. Sabía exactamente por qué la asustaban y el saberlo le tocaba las narices. No importaba el tiempo que había pasado o cuántas visitas había hecho al psiquiatra: los sucesos de aquella noche todavía la atormentaban. Cuando trabajaba era una dura detective secreta de narcóticos, con su placa y su pistola siempre a mano. Estaba entrenada para matar si era necesario, para hacer justicia a cualquier precio. Pero aquella noche nada de eso pudo ayudarla. Se encontraba sola, vulnerable y asustada. Y lo odiaba. Odiaba aún más que esas emociones la asaltaran y se hicieran con ella.

—Ya puede soltarme —dijo; la bravuconería trataba de imponerse.

—¿Y si te dijera que me gusta tenerte agarrada?

—Le diría que me da igual. Suélteme —insistió, y le dio en el costado. Él era mucho más fuerte de lo que parecía vestido con su esmoquin de corte perfecto, una prenda que aún lo hacía mucho más atractivo. Justo otra razón por la que necesitaba escapar.

—Aún no —susurró él, pero esta vez no la miraba a ella, sino hacia el otro lado de la sala.

Ella siguió su mirada y no se sorprendió al ver que estaba dirigida a los tres tarados que la habían estado insultando con sus ojos inquietantes y su físico de jugadores de rugby.

—No sé quiénes son.

Kalina se sorprendió de haberle dicho eso a Rome. ¿Por qué lo había hecho? Podía ser porque aún estaba intentado averiguar la razón de esas miradas amenazadoras. No debía actuar con tanta inseguridad mientras trabajaba en una investigación; entonces se dio cuenta de que no estaba de humor para investigar y que, además, lo estaba haciendo rematadamente mal. Él no tenía que saber que ella se encontraba allí, y ahora lo sabía. Esos hombres la habían asustado, lo que tampoco tenía que haber pasado, pero así había sido. Y ahora prefería irse a casa y maldecirse por ser tan tonta y tan débil. ¿Cómo esperaba ingresar en la DEA si no podía encargarse de seguir a un hombre y conseguir información sobre él?

Roman apretó la mandíbula y a ella le pareció escuchar un débil gruñido. Pero no tenía ánimos para tratar de averiguar el porqué. Estaba cansada, sus emociones fuera de control y solo quería irse a casa. Obviamente, acudir a esa recepción había sido una mala idea.

—Mire, ¿me puedo ir ya?

Entonces él se giró hacia ella con una mirada inquisitiva.

—Te llevaré a casa.

Ella negó con la cabeza.

—No se moleste, he venido en mi coche.

—Haré que te lleven el coche a casa —dijo, alejándose de los tres matones y llevándola con él mientras caminaba con decisión a través del abarrotado salón.

—No necesito que me lleven —replicó Kalina cuando finalmente consiguió que le soltara el brazo de golpe. La acción la sobresaltó incluso a ella y dio un pequeño traspiés hacia atrás, solo para volver a sentir algo tan duro como el acero detrás de ella.

—Nos volvemos a encontrar, señorita Harper.

Su voz era más suave, su cara solo una pizca más fina que la de Rome. Se volvió para mirar a Nick Delgado, sus ojos risueños color avellana también se posaron en los de ella. Era un hombre guapo, de eso no había duda. Empezando por el pelo sedoso y tan negro como la tinta hasta las cejas espesas y la mandíbula marcada. Era de complexión perfecta, no era voluminoso pero estaba bien definido. El atractivo sexual le brotaba por los poros. Y Kalina sospechaba que él conocía todos sus atributos sin que ella tuviera que hacer una lista mental. Pero no era Rome.

¿Y por qué demonios le importaba?

—Hola —dijo ella con firmeza—. Y buenas noches —concluyó, dirigiéndose a un Roman que en ese momento no parecía demasiado contento.

—Llama a Ezra. —Rome miró a Nick por encima del hombro de Kalina—. Dile que traiga el coche. Nos vamos.

—Cinco minutos —escuchó Kalina decir a Nick por detrás.

—Vamos —dijo él como si acabara de recordar que ella estaba allí.

—Cuando las ranas críen pelo —dijo ella bruscamente, y se apartó de los dos con una rapidez que no sabía que poseía.

Tras hacerle un gesto a Eli con la cabeza, Roman la siguió. El guardaespaldas lo adelantó y se acercó más a Kalina. Justo al lado de la enorme barra había una puerta, y tras ella un pasillo y unas escaleras que los llevarían a la planta más baja del aparcamiento y de ahí al callejón de al lado del hotel. El trabajo de Eli y Ezra consistía en inspeccionar todas las instalaciones a las que él acudía. Y reconocer todas las entradas y salidas era una de las partes más importantes de su trabajo.

Los que habían ido a por Kalina no eran Shifters, tal como Roman había olido nada más entrar. Los rogues despedían un revelador hedor a maldad y corrupción. Tenían un tinte más amargo que el olor normal de felino que envolvía a los Shifters, y esa característica hacía posible que se identificaran unos a otros en el mundo de humanos en que vivían. Rome se había estado preguntando toda la noche dónde estaban y qué tramaban. Incluso después de haber hablado con Bingham le asediaba la sensación de que había alguien que no debía estar ahí y que se movía con sigilo entre ellos. Quería averiguar quién era, así que en lugar de marcharse enseguida hizo que Nick y Ezra cubrieran una mitad del salón mientras él y Eli se encargaban de la otra.

Rome los había visto primero. O mejor dicho, había visto a su presa.

Kalina destacaba como una manzana madura en una caja de manzanas podridas entre los cientos de mujeres más influyentes y atractivas de todo Washington que habían acudido al acto. Por un minuto pensó que era por el vestido gris ahumado que le ceñía las caderas, los muslos y el trasero. ¿O era la forma en la que el vestido le dejaba la espalda al descubierto y le sostenía los pechos tan provocativamente que las palmas de sus manos se morían por tocarlos?

En medio del deseo sintió una tensión en su pecho que hizo que sus instintos de protección se despertaran. Su mirada deambuló más allá de ella y se posó en los tres shifters que la acechaban. No los conocía personalmente pero sabía lo que querían. El hambre y la lujuria invadían sus miradas mientras sus cuerpos se preparaban para abalanzarse sobre ella. No les importaba ser tres contra una. La utilizarían juntos hasta que uno de ellos demostrara ser el dominante. Entonces se la quedaría para él solo, la violaría hasta destrozarla y la mataría. Así hacían las cosas, así era la vida sin límites que preferían los rogues. Cazaban y mataban, tan simple como eso. Y, de alguna forma, Kalina había caído en su cepo.

A Rome le inundó un sentimiento de posesión que nunca había sentido y antes de que pudiera pensarlo dos veces estaba avanzando firmemente a través del salón decidido a alcanzarla antes que ellos. Faltó poco, el olor del miedo de Kalina lo empujaba hacia la locura. Si hubieran conseguido cogerla, si uno de ellos le hubiera puesto un dedo encima..., sus sienes latían con fuerza, su corazón palpitaba frenético. Tenía que sacarla de allí.

Averiguar qué estaba haciendo ella en la recepción tendría que esperar hasta después.

Kalina estaba a punto de pasar por delante de la barra cuando Eli se colocó delante y la detuvo. La joven lo miró, probablemente con la intención de insultarlo, cuando Rome apareció detrás de ella y le puso las manos firmemente en la cintura. Se inclinó y le susurró al oído:

—Si gritas o tratas de escapar harás un numerito. Vendrán a por ti. Tu elección es simple: venir conmigo o que te cojan ellos.

Su cuerpo se puso tenso y sus nalgas estaban apoyadas en su erección palpitante. Ella se lo estaba pensando; dudaba entre el enfado que le despertaba él y el miedo que les tenía a ellos, a esos desconocidos. Lo que no sabía era que Roman no pensaba permitir que los rogues se acercaran ni a un metro de ella, y mucho menos que se la llevaran.

—No te haré daño —dijo Rome, a quien se le hacía la boca agua al estar tan cerca de su piel. Quería lamerla, probarla una vez más para que le resultara imposible olvidar nunca su dulzura.

Ella hizo un mínimo gesto afirmativo con la cabeza. Eli iba delante. En cuestión de segundos se adentraron por la puerta lateral y Rome solo miró atrás una vez para asegurarse de que los rogues no les seguían el rastro. No se rendían fácilmente, sobre todo cuando estaba involucrada una mujer. Pero no los habían seguido; de hecho se retiraron en el momento en que lo vieron. Sabía que no había sido por respeto a su rango entre los Shifters. No les importaba lo más mínimo el título que ostentaba; los rogues eran defensores de su supremacía y tenían el ego más grande que cualquier humano o Shifter había conocido nunca. El hecho de que no fueran tras él le dio que pensar.

Eli se dirigió el primero a las escaleras; Kalina iba tras él y Roman cerraba la fila.

—Vamos a bajar —le habló al transmisor que él, los guardaespaldas y Nick compartían.

Al final de las escaleras Eli abrió la puerta. Con una mano en la parte baja de su espalda, Rome empujó a Kalina para que la cruzara. Ezra se acercó primero con el Tahoe negro, la puerta de atrás ya abierta. Eli la agarró y se hizo a un lado con un rápido movimiento de cabeza a Rome. Tras la señal, Rome cogió a Kalina por la cintura y la metió en la parte trasera del vehículo. La puerta se cerró de un portazo tras ellos; estaban en marcha antes de que Rome estuviera completamente sentado.

Eli conduciría ahora la limusina, que Nick se había quedado y había dejado justo detrás del Tahoe. Irían en la dirección opuesta a Ezra y Rome por si acaso alguien decidía seguirlos.

Kalina se deslizó por el asiento, hasta quedar con la espalda pegada en la puerta del lado contrario.

—Lléveme a casa —dijo sin titubear.

—Tus deseos son órdenes —contestó él, mientras se acomodaba en el asiento. Sacó su teléfono móvil, tecleó su dirección y le mandó un mensaje de texto a Ezra en el asiento delantero, así como a Nick y a Eli. Luego se volvió a guardar el teléfono en el bolsillo—. Ya puedes relajarte, estás a salvo.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho y dijo enfurruñada:

—Eso no está tan claro. No pareces menos peligroso que aquellos tíos. Oh, y por cierto, no soy ninguna damisela en apuros. No necesitaba que nadie me rescatara, muchas gracias.

No, no era una damisela en apuros. Era más una fiera esperando que la desataran.

—Estabas en problemas. Yo simplemente llegué en el momento justo.

—Lo que sea —dijo ella—. Pero lléveme a casa.

Rome podía oler su nerviosismo e inquietud. O quizá estaba mosqueada porque él se había hecho cargo de la situación. Daba igual; lo importante era que se sintiera segura y su instinto le decía que aquel trío era cualquier cosa menos seguro para ella.

—¿Qué estabas haciendo aquí?

—¿Qué pasa? ¿No puedo ir a un evento político de recaudación de fondos?

—No pareces del tipo que apoya a Kensington en su carrera hacia el Senado.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Acaso ahora llevo mi afiliación política escrita en la frente?

—Pensé que eras una calculadora andante. Parece un poco fuera de lugar que estés en una recepción política.

Lo miró como si quisiera pegarle. Los labios de él temblaron de pensarlo. Esta mujer tenía muchas agallas y eso despertaba algo en él.

—Soy muy versada en política, así como en otros asuntos, señor Reynolds. El que trabaje en contabilidad no significa que no pueda pensar en nada más.

Él tenía el título de abogado, era un líder de Facción para más de tres mil Shifters de la costa este y le correspondía heredar un puesto en la Asamblea si alguna vez decidía volver al Gungi. Pero en ese momento, en lugar de estar diseñando estrategias o analizando lo que acababa de pasar, no podía pensar en otra cosa más que en desnudarla.

—¿Conocías a esos hombres? ¿Era alguno de ellos con quien estabas hablando por teléfono esta tarde? —Se le había pasado por la cabeza que uno de esos fantoches podría haber sido el que se lo estaba haciendo pasar mal antes y quería saber si se enfrentaba a un novio celoso o a algo mucho más peligroso. Porque definitivamente eran rogues y, por razones que no estaba del todo preparado a reconocer, rezaba para que no fuera la opción del novio celoso.

—No sé quiénes eran ni por qué me miraban de esa manera. Y usted debería intentar meterse en sus asuntos. Mi llamada era privada.

—Parecía más que privada ¿Te está acosando alguien?

—¿Aparte de usted? —dijo bruscamente mientras le dedicaba una de sus miradas furiosas.

—Vamos a ponerlo de otra forma. Para tu información, Kalina, no voy a pasar esto por alto. No hay duda de que esos tíos iban a por ti y quiero saber por qué. O me lo dices tú o lo averiguaré por mi cuenta.

Ella espiró profundamente.

—No los conozco.

—¿Y el tipo con el que hablabas por teléfono? ¿Es un problema?

—Es mi problema.

Rome apretó la mandíbula. No era la respuesta que quería, pero tal como había dicho iba a llegar al fondo de ese asunto a su manera. No hacía falta que Kalina le contara nada.

También necesitaba ocuparse de su dolorosa erección antes de que su humor empeorara aún más. Parecía que la hostilidad entre ellos solo había conseguido avivar el fuego que le brotaba de la boca del estómago.

De repente el interior del vehículo era mucho más cálido que antes. Con las prisas de meterla en el coche y ocultarla se le había subido el vestido por las piernas de manera que ahora enseñaba una tentadora cantidad de piel. Las piernas que recordaba haber admirado cuando entró en su despacho el otro día estaban ahora expuestas como un manjar. Tragó saliva e intentó ignorar la creciente erección que amenazaba con volverlo loco. Había sido así desde que ella entró en su despacho, cada vez que pensaba en ella, recordaba su voz, cuando rememoraba la sensación de ella retorciéndose debajo de él. La deseaba; y la palabra desesperadamente se quedaba corta para describir cuánto.

—Estás muy sexy cuando te cabreas —dijo, y extendió el brazo para rozarle el hombro desnudo con los nudillos.

Normalmente le gustaban las mujeres con el pelo largo, suponía que las hacía parecer más femeninas. Pero el pelo corto y de punta de Kalina tenía algo especial, y armonizaba a la perfección con su fuerte carácter. Ella lo miró con los ojos entornados, como una mujer lista para pelear. Tras su cremallera su erección protestaba y luchaba por liberarse.

—Ya hemos discutido el tema del acoso sexual, señor Reynolds. Y se lo repito: no significa «no».

—Llámame Rome. Suena bastante inusual referirse a un futuro amante tan formalmente. —Él iba a ser su amante, Rome estaba tan seguro de eso como de su propio nombre. Había algo que los empujaba a estar juntos; si eran solo las circunstancias o había algo más, no lo podía saber con seguridad. Y tampoco le importaba en esos momentos.

—¿Qué? ¿Usted..., nosotros? —Ella se detuvo, respiró hondo y luego soltó el aire en lo que solo podía entenderse como una actitud apenas comedida—. Usted es el jefe y yo soy la empleada. Ni somos ni seremos amantes nunca. —Se apartó de él y el calor se disparó en su cuerpo.

El desafío estaba claro y la bestia que llevaba dentro actuó enseguida. En cuestión de segundos estaba en el otro extremo del asiento, la había agarrado de la nuca y la había empujado hacia él hasta que se quedó medio tumbada en su regazo. Ella lo fulminó con la mirada y abrió los labios a causa de la sorpresa justo antes de que él los reclamara y pasara la lengua sobre su boca con un golpe rápido.

—Dime que no, Kalina. Di no y pararé.

Se inclinó sobre ella y lamió sensualmente sus labios hasta que notó cómo Kalina se estremecía. Entonces abrió la boca y se sumergió en el beso con todo el feroz deseo que se encerraba en su interior.

Hacía meses que no estaba con una mujer. Por supuesto que había sido por elección propia. Los Shifters eran conocidos por sus insaciables y a veces oscuros deseos sexuales. Habían sido creados para reproducirse y si no era la lucha por la supervivencia lo que ocupaba su mente, lo más probable era que fuese el hambre de sexo lo que los consumía a diario. Rome no había deseado a nadie en particular durante semanas, así que no había estado con nadie. No hasta ahora, no hasta Kalina.

Le atraía todo de ella a un nivel en el que nunca antes se había aventurado. Era raro pero le gustaba la sensación. Su madre lo llamaba destino. Para no arriesgarse, Rome lo calificaba de oportunidad. Su cuerpo era voluptuoso y deslizó las manos por su espalda desnuda para agarrarle el carnoso trasero. Ella suspiró, gimió en su beso el placer que sentía por su forma de tocarla. Rome le levantó la pierna y la ajustó hasta que quedó sentada a horcajadas sobre él; entonces dejó que sus palmas le acariciaran las nalgas y sus dedos se deslizaron por la suave piel hasta que el calor de su sexo le hizo cosquillas en las puntas de los dedos.

—Di no —susurró él.

Debería haberle dado otra patada en los huevos. Podía clavarle los dientes en los labios y hacerle sangre. Los recuerdos de la noche en que la agredieron sexualmente se cernían en la lejanía de sus pensamientos, las reservas acerca de que la tocara íntimamente un hombre se enfrentaban a las sensaciones más dulces que él despertaba en ella. Podía rendirse al miedo, al oscuro odio que albergaba hacia ese ser que se había atrevido a tocarla sin permiso.

O... podía simplemente sumergirse en esta sensación, en esta extraña reacción hacia un hombre al que apenas conocía. Podía dejar que los recuerdos de la última vez que la tocó se fundieran con los acalorados sueños que había tenido con él desde entonces. Y podía disfrutarlo.

No era algo que hiciera a menudo, normalmente no tenía mucho que disfrutar en su vida privada. Pero eso, sus caricias, el murmullo ronco de su voz en el oscuro interior del coche la afectaba, la empujaba hacia lo que no pensó que pudiera volver a ser.

Una mujer.

Desde el momento en que se había encerrado con él, Kalina se había sentido más sexy que en toda su vida. Su cuerpo hervía de expectación. La forma en que sus ojos barrían su cuerpo decía sexo, pura y simple lujuria que ahora manaba de cada uno de sus besos, cada vez que sus manos le tocaban la piel desnuda. Las puntas de sus dedos rozaron su sexo a través de la fina tela del vestido y ella contuvo la respiración. Esa acción elevó sus pechos e hizo que sus sensibles pezones rozaran la camisa de Roman. Con respiración errática y unos dedos que parecían tener voluntad propia le agarró por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia ella mientras abría la boca y le besaba.

Profundizó aún más y despejó todas las dudas de su cabeza, se prometió aceptar, por una vez en su vida simplemente aceptar. Cuando sus manos fueron más allá de la tela del vestido para tocar la piel desnuda de sus nalgas ella jadeó, arqueó la espalda y suspiró.

—No puedes decirme que no porque serías tú la que te lo perderías —susurró él con los labios en su escote mientras ella echaba la cabeza hacia atrás—. ¿Te has puesto este vestidito tan sexy para mí? ¿Querías que te viera y me muriera de ganas de tocarte?

—No —susurró ella.

—¿Quieres que pare? —Unos dientes afilados le mordían el cuello y mandaban punzadas de deseo directamente a lo más profundo de su ser, que ahora se derretía a sus órdenes silenciosas. Como si supiera que esa sería su reacción, sus dedos se deslizaron más allá de la fina barrera del tanga y viajaron a lo largo de los pliegues humedecidos que se abrieron a su deseo. En el segundo en que él sumergió un dedo dentro, el mundo de Kalina se transformó. Todo lo que pensaba que sabía sobre el placer, lo que había aprendido por su cuenta con la mecánica y la imaginación, se desmoronó. Lo que él estaba haciendo, lo que parecía una simple caricia, demostró que todo lo que sabía era drásticamente erróneo.

—No —jadeó ella.

—¿Quieres más?

Su respiración se aceleró, su cuerpo ardía por su forma de tocarla.

—Rome.

—Sí —contestó él mientras deslizaba más el dedo y luego lo retiraba.

Ella gimoteó por la pérdida y se apretó contra él inmediatamente.

—No pares.

Su risa era ronca, retumbaba en su pecho mientras volvió a abrirse paso dentro de ella.

—Tú no quieres que pare. Está bien, yo tampoco quiero parar, nena. Estás tan mojada y deseosa de mí... Quiero sentirte, saborearte.

Y ella quería todo lo que él pudiera darle. O al menos se permitió pensar que era así. En ese instante solo importaba que él continuase dándole placer, que sus dedos siguieran moviéndose dentro de ella, empujándola hacia una cumbre que anhelaba alcanzar.

Su espalda se arqueó aún más mientras cabalgaba en su mano con vehemencia. Se sentía demasiado bien para parar, el viaje hacia ese excitante abismo era demasiado tentador para ignorarlo. Así que viajó, con los ojos cerrados, la boca abierta para liberar cada sonido que se desgarraba de ella instintivamente. Se sujetó en sus hombros, sus pechos se mecían con el movimiento, sensibles y ansiosos por que los tocara. Él estaba diciendo algo, le susurraba palabras que sonaban a película porno y sumamente inapropiadas para dos personas que apenas se conocían y que trabajaban juntos, pero la excitaban igualmente.

—Eso está bien, nena. ¿Quieres más?

—Sí. —Ella dejó que la respuesta se cayera de sus labios sin pensárselo dos veces y gimió cuando él sacó un dedo e introdujo dos más.

La sensación era intensa y su cuerpo se estremeció de placer. Se mordió el labio inferior mientras rezaba por culminar antes de hacerse sangre.

—Tan caliente y tan mojada por mí. Sabía que lo estarías.

—Por favor. —Estaba suplicando, el corazón le golpeaba el pecho y el ansia persistente la arañaba.

Si tan solo pudiera llegar allí, si sus pies pudieran por fin caer desde el borde del abismo hasta el éxtasis, estaría bien. Recuperaría la compostura y volvería al trabajo. Pero hasta entonces, hasta ese momento, estaba perdida. Pura y simplemente perdida en las caricias de Rome.

Sus dientes afilados tiraron de un pezón y ella gritó. La estaba volviendo loca de deseo, el calor la envolvía como si hubiese estado andando por el infierno y por desgracia hubiese sobrevivido.

Con estocadas persistentes exprimía sus senos. Ella cabalgaba en su mano, le encantaba sentir cómo la satisfacía. Y entonces estaba allí. Una ingravidez absoluta la rodeaba, ráfagas de luz la llenaron en su caída libre.

Durante unos segundos eternos le pareció flotar con la cabeza recostada en su hombro mientras luchaba por recuperar el aliento.

Lo siguiente que notó fueron sus manos en la cintura, acariciando la tela del vestido a la altura de los muslos.

—Estás en casa —susurró él, y le dio un beso en la sien.

Ella asintió con la cabeza para confirmar que lo había oído. Había dicho que estaba en casa. El vehículo había dejado de moverse y oyó cómo se abría la puerta en la distancia; entonces sintió una brisa tibia.

Estaba en casa.

Pero de repente el mero hecho de estar en casa le parecía muy diferente.