Capítulo 10
A Rome le gustaban los colores oscuros. Desde siempre. Por eso cuando compró esa casa se encargó personalmente de ayudar al decorador. Por supuesto, dejó que Baxter opinara sobre sus propios aposentos y la cocina, pero el resto de la casa era suya. Y en lo único que insistió fue en los tonos oscuros, o como el decorador los llamaba, colores cálidos.
La sala de reuniones estaba en el primer piso, al lado de los comedores. Era lo suficientemente grande para albergar una mesa de dos metros y medio con sillas con el respaldo de cuero negro. Las paredes eran de un color arándano oscuro, con la moqueta gris ceniza. En las paredes había cuadros del bosque, de su hogar. Eran de sus padres y los había puesto allí para sentirse cerca de ellos. Además, resultaban muy convenientes cuando celebraba reuniones porque les recordaban a todos de dónde venían.
Baxter se aseguró de que la cafetera estuviera llena. Al lado había jarras de agua con hielo en las mesas de presentación que estaban apoyadas en las paredes.
A los lados de la mesa, y con adustas expresiones, estaban los guardaespaldas: Eli, Ezra y otros que vivían en la zona de Washington. Sentados frente a ellos se hallaban los oficiales a las órdenes de Rome, cuatro jaguares que también se habían integrado en la comunidad con trabajos como maestro, dueño de una tienda y médico. Rome se sentó en la cabecera, con sus comandantes, Nick y X, a derecha e izquierda. El otro extremo permanecía vacío para cuando un miembro de la Asamblea asistiera a alguna de sus reuniones.
En el centro de la mesa había dos unidades de conferencia telefónica. Cada líder de Facción de cada zona estaría presente en esta reunión. Lo que pasaba les incumbía a todos y tenían que hablar antes de la reunión de la Asamblea, programada para la semana próxima. Los veteranos querrían saber qué pasaba y cómo planeaban solucionarlo porque, aunque estaban a kilómetros de distancia en el bosque, lo que estaba ocurriendo allí acabaría afectándolos también a ellos.
—Están cogiendo velocidad —dijo una voz desde la unidad de llamada. Era Jace Maybon, el líder de Facción del Pacífico—. Ha habido algunos incidentes aquí en Los Ángeles que apestan a actividad rogue.
—Parece que se están envalentonando —comentó Ezra. Eli y un par de oficiales asintieron con la cabeza.
—Pero ¿cuál es su objetivo? Una vez que averigüemos eso sabremos cómo detenerlos —añadió X.
—Creo que es muy simple: quieren mandar. Lo mismo que intentaron hacer en el bosque, quieren mandar en Estados Unidos. —Esta afirmación la hizo Sebastian Perry, el líder de la zona de la Montaña. Rome se inclinaba a pensar lo mismo.
—Quieren mandar, creen que tienen derecho al control. —Rome asintió, se reclinó en su silla y se frotó la barba de chivo, pulcramente recortada—. Aquí estamos viendo movimiento, hay movimiento en Los Ángeles. ¿Qué hay de las demás zonas? ¿Ha pasado algo extraño allí?
Cole Linden, líder de la Zona Central, fue el primero en hablar.
—Aquí definitivamente ha aumentado la violencia de bandas. Los asesinatos brutales se están convirtiendo en sucesos cotidianos.
Sebastian lo interrumpió.
—Ha habido unos cuantos incidentes que han desconcertado a las autoridades locales. No parecen tener una verdadera conexión: un pez gordo de los negocios fue asesinado, un congresista ha desaparecido y entraron a robar en un laboratorio financiado por el Gobierno. He estado pendiente de las noticias por si había novedades, pero hasta ahora no he oído nada que tenga relación con la actividad rogue.
—¿Has dicho un laboratorio del Gobierno? —preguntó X—. ¿Cuál?
—Laboratorios Comastaz. Está en Sedona.
X asintió con la cabeza.
—Lo conozco. Investigaré para ver qué ha pasado. Pero me suena a que se están preparando para algo. Haciéndose con todo para alguna gran jugada por el poder, y me temo que Estados Unidos es su campo de batalla.
—Entonces ¿quién está al mando? —preguntó Rome—. Un felino los tiene que estar liderando a todos. Si lo encontramos desactivaremos su juego.
Dicho así, parecía simple, pero Rome sabía que no lo sería. Encontrar al rogue que posiblemente controlaba a cientos no iba a ser fácil.
—Matemos a ese cabrón y caerán todos como fichas de dominó —añadió Nick.
—En eso estoy contigo —dijo Jace.
Ezra y los oficiales asentían con la cabeza. Rome aún tenía la esperanza de poder mantener el derramamiento de sangre al mínimo.
—Los que nos encontramos anoche parecían centrados en un objetivo específico.
—Kalina —dijo Nick, y el sonido de ese nombre en sus labios le arañó la piel a Rome como un abrasivo.
—¿Qué tiene que ver ella en todo esto? —preguntó Eli.
Los guardaespaldas eran una parte importante de la jerarquía superior entre los Shifters estadounidenses. Eran los siguientes en el escalafón después de los comandantes y los líderes de Facción. Su trabajo resultaba importante, eran como el Servicio Secreto de los Shifters. Por lo tanto, si se diseñaba una estrategia de batalla, ellos eran una parte activa en la discusión.
—He vigilado su casa toda la noche y he dejado a otro de los guardas con ella para poder asistir a esta reunión, pero he estado intentando encontrar su conexión con este asunto toda la noche. Y estoy en blanco. —Ezra se encogió de hombros.
Y Rome también lo estaba. Mientras sentía una atracción extrema hacia ella, aún no tenía ni idea de por qué la buscaban los rogues. El hecho de que la estuvieran persiguiendo le sacaba de sus casillas, así que a pesar de su esperanza de derramar poca sangre, mataría a cualquiera que se atreviera a tocarla.
—¿Qué sabemos de ella? —preguntó Eli.
—Empezó a trabajar en la empresa hace un par de semanas. Rome y yo la conocimos hace unos días. Puedo preguntar en Recursos Humanos y conseguir su expediente para ver de dónde salió —dijo Nick.
X asintió con la cabeza, mientras se pasaba una mano por la calva.
—Yo buscaré su nombre en la base de datos del FBI, a ver qué encuentro, y os informaré del resultado —le dijo a Rome.
—Mientras tanto, quiero a alguien con ella en todo momento. No debe estar sola en ningún lugar. ¿Queda claro? —Rome les estaba hablando directamente a los guardaespaldas y a los oficiales, pero sabía que Nick y X también estaban tomando nota de sus órdenes—. Hasta que averigüemos quién está controlando a los rogues estamos todos en situación de alerta. La discreción sigue siendo una prioridad. A los rogues les importa una mierda dónde se transforman o quién los ve. A nosotros no. Mantened los ojos abiertos y pasad desapercibidos. Están ahí fuera, esperando a que caigamos en la trampa que están tratando de tendernos. Somos más listos y conocemos nuestros territorios mejor que ellos. Capturar e interrogar es la mejor opción —dijo, pasando la mirada de X a Nick—. Pero si la amenaza es demasiado grande, haced lo que sea necesario.
La reunión finalizó con un acuerdo unánime. Los otros líderes de Facción se desconectaron de la conferencia telefónica. Baxter, que había salido discretamente de la sala en cuanto comenzó la reunión, estaba de vuelta, recogiendo los vasos de agua y las tazas de café de la mesa en silencio.
Baxter era así. Alto y delgado, de piel curtida color café, se movía en silencio; no se notaba su presencia, pero siempre estaba donde era necesario. Rome no conocía a nadie que supiese más sobre los Shifters y el Gungi, y podía blandir su preciado machete con golpes eficientes cuando la ocasión lo requería. Además, era una parte de la vida de Rome. Y Rome lo quería como a un padre.
—¿Crees que el líder puede estar aquí, en Washington? —preguntó Nick, mientras se acercaba a Rome.
X fue hacia ellos mientras los demás salían en fila de la sala de reuniones.
—No lo sé. Pero apuesto a que Kensington sí —dijo.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Nick.
—Jace dijo que Kensington apestaba a rogue en Los Ángeles este mismo año. ¿Cómo es posible? Él es humano.
X asintió con la cabeza.
—A no ser que tuviera contacto con ellos. Contacto íntimo.
—Es verdad —dijo Rome.
Cuando los humanos intimaban con un Shifter se les quedaba el aroma de ese Shifter. En las mujeres se mezclaba con el de su propia feminidad, así que se podía rebajar un poco. Pero a los hombres, el aroma de la mujer Shifter los rodeaba, dándole un nuevo significado a la palabra calzonazos. Durante el tiempo en que el hombre mantenía relaciones sexuales con la mujer Shifter, estaba consumido por ella; sus pensamientos, sus actos, todo giraba en torno a esa Shifter. Kensington podía fácilmente haber sido seducido por una mujer rogue que estuviera utilizándolo en su propio beneficio.
—Averigua qué está pasando en el bando de Kensington —le dijo Rome a Nick—. Yo conseguiré el expediente de personal de Kalina y me aseguraré de que está bien protegida.
—Ezra se encargará de coordinar a los oficiales para formar una red a su alrededor, Rome. Nosotros nos tenemos que centrar en encontrar al líder —protestó Nick.
—Tú consíguenos información sobre Kensington y eso nos dará una pista. X, averigua cuál es la conexión con ese laboratorio. Lo último que necesitamos es que el Gobierno estadounidense nos descubra.
—Lo haré —dijo X, mientras asentía.
Rome ya se estaba yendo hacia la puerta. Ya había esperado bastante para verla. La necesidad de darse más prisa se estaba intensificando en su interior, lo golpeaba.
—¿Dónde vas? —preguntó Nick.
—A asegurarme de que Kalina está a salvo —dijo, cortante, mientras seguía caminando.
Cuando se fue, X miró a Nick de manera inquisitiva.
—Sí, yo también pienso lo mismo. ¿Por qué no investigas también a la señorita Harper? Averigua todo lo que puedas sobre ella. Tengo la sensación de que está relacionada con esta situación de más formas de las que sabemos.
—¿Y qué hacemos con él? —preguntó X, refiriéndose a Rome.
—Yo estaré pendiente de él. Rome no está buscando pareja. Nunca ha querido una. Pero hay algo en esa mujer que lo está comiendo por dentro. Me di cuenta aquel primer día en el despacho.
X se encogió de hombros.
—Podría ser lujuria. Ella es una mujer hermosa y ya conoces nuestros apetitos.
Nick asintió con la cabeza.
—Lo sé. Me la puso dura como una piedra el primer día que la vi, y su aroma es más que embriagador. Por eso voy a vigilar a Rome. Si lo está engatusando, quiero asegurarme de que se puede confiar en ella.
—Rome es demasiado listo como para caer en una trampa, pero te entiendo. Si se está dejando llevar por el deseo puede que no piense con claridad —añadió X—. Iré a la oficina y me pondré con esto.
—Llámame luego al móvil con las novedades.
—Hecho. Y ten cuidado.
Nick sonrió de oreja a oreja.
—Siempre.
No lo dijeron pero ambos cuidarían de Rome. Eran amigos desde hacía demasiado tiempo como para no ver las señales de advertencia. Rome estaba distraído y eso no era normal. Y lo más importante: no era seguro para ellos ni para la mujer a la que parecía estar empeñado en proteger.
Él había dicho que era solo para ella. Pero eso era mentira. Nada en la vida de Kalina había sido solo para ella. Los padres que pensó que le pertenecían la habían abandonado en un orfanato. Los padres de acogida solamente fueron un préstamo y no le dieron más que lo que les exigía el Estado. Tenía su trabajo y su vida pero no eran suyos de verdad. Trabajaba para la ciudad, haciendo el bien a la gente de la ciudad, pero ¿qué ganaba ella con eso? Era un pensamiento deprimente y contrarrestaba todas las sensaciones placenteras que le había dejado el sueño. Pero era su vida, real, sin cortes y sin censura. Había aprendido hacía tiempo a aceptarlo sin más.
Abrió los ojos lentamente, rezando para que las palabras desaparecieran de su cabeza. En vez de eso se esparcieron por la habitación. No, no estaba viendo visiones, estaban en el aire, como una especie de letanía. Algo más flotaba en el aire.
La ventana estaba cerrada y aun así su cuerpo seguía sintiendo una brisa. Una brisa cálida de verano que calmaba su piel pero también la hacía ruborizarse. Sentía el sudor en todo su cuerpo. Estaba sudorosa. Y desnuda. Sentía el ardor de la excitación entre las piernas.
Había sido un sueño.
Un sueño verdaderamente realista y supersexy que la había excitado hasta límites dolorosos, pensó mientras se esforzaba por salir de la cama.
Su cuerpo estaba dolorido como si de verdad hubiese estado echando un polvo de pie junto a una ventana abierta. Y las palabras en su cabeza sonaban ahora fundidas en la voz de él. La voz grave y sexy que la había seducido hasta el clímax. La voz que había escuchado en la vida real en un Tahoe negro la noche anterior.
La voz de Rome.
¡Maldición! Se pasó los dedos por sus cortos mechones y se preguntó si realmente quería estar loca. ¿Y qué pasaría si de verdad quería escuchar voces y tener sueños raros el resto de su vida? ¿Y si estaba trastornada y esta era la única forma en la que sería capaz de tener un orgasmo?
—Eso sí que es una locura —dijo entre dientes mientras salía de la cama y miraba el reloj de la mesilla. Era casi mediodía. Había dormido hasta tarde, algo que normalmente nunca hacía. Pero bueno, tampoco gritaba nunca de placer por un pene grande y empalmado.
¿Qué demonios le estaba pasando? Todo lo que sabía sobre sí misma estaba cambiando últimamente.
La ventana estaba abierta, solo una rendija, no tanto como en el sueño. Aun así, se le pusieron los pelos de punta, de modo que atravesó silenciosamente la habitación con los pies descalzos para cerrarla. Luego bostezó y se estiró, hasta que escuchó al menos un hueso crujir aliviado. Lo siguiente era una ducha; después tenía algo que investigar. Quería meter las descripciones de los hombres que había visto la noche anterior en la base de datos de la policía y ver si salía algo.
Parecían letales, hambrientos de algo y con aspecto criminal, aunque no había una manera de mirar a alguien y saber sin más si era un criminal. Ella lo comprobó cuando detuvo al pastor de una iglesia local por venta de éxtasis. Las apariencias definitivamente engañaban, pero Kalina apostaba a que esos tres no tramaban nada bueno.
Y a propósito, ¿qué demonios le había pasado a Rome la noche anterior?, pensó al entrar en el baño. En un momento se había plantado en su apartamento actuando como James Bond, registrándolo todo como si fuera él el que tuviera una placa y una pistola y no ella. Claro que él no tenía ni idea de que ella era poli, pero dudaba que hubiera actuado de otro modo de haberlo sabido. Roman Reynolds era definitivamente el tipo de hombre controlador. Su mera presencia inspiraba atención, lealtad, miedo en cualquiera que alguna vez pensara en engañarlo. Era, para ella, todo lo que un capo de la droga debía ser.
La noche anterior, después de encontrar esas malditas fotos, había salido volando de su apartamento para ver qué hacía Rome. Quería saber si esos tres matones la habían seguido y si Rome era lo suficientemente engreído como para pensar que podía con ellos él solo.
Pistola en mano, había salido de su edificio y había oído los horrorosos sonidos.
Armada y preparada para enfrentarse a lo que fuera, Kalina había parado en seco en las escaleras de la entrada, alarmada por algo que solo podía describir como una serie de rugidos y resoplidos en el aire tranquilo de la noche.
Inmediatamente regresó a aquella noche que siempre se repetía en sus sueños. Aquella en la que el enorme felino con ojos sobrecogedores rugió sobre el cuerpo de un hombre muerto.
Imposible. No podía ser y lo sabía. Estaban en Washington, no en la selva. No había felinos enormes vagando por las calles y matando a los malos. Pero sus pies paralizados no se atrevieron a bajar los escalones. Mientras su cabeza luchaba por diferenciar lo que era real y lo que no, ella no se movió. Adentrarse en la noche a investigar no era una posibilidad.
De hecho, cuando estuvo segura de haber oído de nuevo ese sonido volvió a entrar corriendo en el edificio y no se paró hasta que estuvo encerrada y a salvo en su apartamento, acurrucada en su cama. Le costó horas conciliar por fin el sueño, y cuando lo hizo, soñó.
Sorprendentemente no con el gato, sino con el hombre.
El agua caliente le enjuagaba la piel y tarareaba con la cadente sensación de sus músculos relajándose. Estaba tensa, sexualmente frustrada y se estaba volviendo loca con pensamientos de felinos gigantes y capos de la droga. Necesitaba unas vacaciones, pensó; cogió la esponja y la enjabonó con gel con aroma de vainilla.
Acababa de cerrar el grifo y de salir de la ducha cuando escuchó algo. Era como una puerta cerrándose. Su puerta principal.
Se le despertó el instinto. Aunque estaba en el baño con solo una bata que ponerse y sin armas, su cabeza ya estaba pensando en cómo defenderse. Había unas tijeras en el cajón del tocador. Kalina lo abrió y las empuñó. Alcanzó la bata que estaba colgada en la puerta, metió los brazos en las mangas apresuradamente y se ató el cinturón. Estaba a punto de girar el pomo cuando escuchó otro golpetazo. A quien fuera tan osado como para entrar en su apartamento un sábado a mediodía más le valía ser también atrevido para enfrentarse a ella. Tenía que llegar a la sala de estar o a su dormitorio, porque en esos dos sitios guardaba una pistola. Pero por ahora tenía que arreglárselas con las tijeras.
Estaba intentando abrir la puerta despacio cuando de repente la empujaron adentro. Tropezó hacia atrás pero rápidamente se enderezó y levantó el brazo con las tijeras en la mano, lista para golpear.
El movimiento fue tan rápido que solo vio una imagen negra borrosa. No atisbó una cara ni distinguió si era un hombre o una mujer; le agarraron la muñeca con una mano mientras la empujaban contra la pared con un golpe seco tremendo que la dejó sin aire.
Parpadeó, intentó inhalar y exhalar; aún tenía los dedos aferrados al mango de las tijeras.
—¿Qué? ¿Roman? —dijo cuando levantó la vista y se encontró con sus ojos oscuros y su ceño fruncido.
Él suspiró, aflojó la mano y fue a quitarle las tijeras.
—Hola, Kalina.
Ella le apartó el brazo de un tirón y se quedó con las tijeras.
—¿Hola? ¿Eso es todo lo que tienes que decir después de irrumpir en mi cuarto de baño y atacarme?
—No te he atacado —dijo en un tono que la dejó pasmada.
Hablaba tan despreocupadamente como si fuera normal estar allí en ese momento. Como si ella lo hubiese invitado.
—¿Cómo te has metido en mi apartamento?
—He abierto la puerta y he entrado.
—¿Con qué llave?
—¿Por qué no tienes un sistema de seguridad? Una mujer joven que vive sola debería protegerse mejor. Necesitas un sistema de alarma. O un edificio más seguro.
Ahora era él quien estaba saliendo del baño, con el descaro de parecer cabreado. Bueno, cabreado y excepcionalmente guapo con sus pantalones vaqueros y su camiseta negra. Por muy enfadada que estuviera por su intrusión, no perdió la oportunidad de mirarlo otra vez. En el aire saltaban chispas de la tensión sexual; cuando tragaba saliva, Kalina podía sentirlo.
Rome irradiaba sexualidad. El mero hecho de estar apretada contra su cuerpo esos breves momentos había provocado que su sexo palpitara y que se le endurecieran los pezones.
Sus pies mojados aporrearon el parqué cuando lo siguió hasta la sala de estar, donde estaba jugueteando con la puerta.
—¿Qué estás haciendo?
—Esta cerradura es lo peor. Apenas la toqueteé un poco y se abrió. ¿Te das cuenta de que podrían matarte mientras duermes?
—También podría salir por la puerta y recibir un disparo o subirme en el metro y sentarme justo al lado de un terrorista suicida. Lo que tenga que pasar pasará —dijo ella bruscamente.
Él sacudió la cabeza y la miró, mientras se le contraía un músculo de la mandíbula.
—Tienes que protegerte. No es negociable.
—¿Y tú quién te crees que eres? —Ese rollo machista de «Yo soy el amo del universo» era más que excesivo, incluso para un arrogante y rico abogado como Rome—. Podría echarte a la policía encima por allanamiento.
Él se puso de pie y empujó la puerta hasta que se cerró mientras en la comisura de sus labios se esbozaba una media sonrisa.
—Bueno, eso sería irónico porque yo podría hacer lo mismo contigo.
Ah, sí, casi se le había olvidado.
—¿Qué estás haciendo aquí, Rome? —preguntó ella, que decidió que era mejor dejar a un lado las amenazas con las autoridades, aunque ella era la autoridad.
—He venido a ver cómo estabas.
—¿Vas a ver a todos tus empleados los fines de semana? Además, no necesito que nadie esté pendiente de mí.
—No todos mis empleados llaman la atención de personajes indeseables en una fiesta.
—Eso no lo sabes —se apresuró a decir mientras se cruzaba de brazos. Él la estaba recorriendo con la mirada, empezando por las puntas del pelo y trazando un acalorado sendero hasta los dedos de los pies, todavía mojados.
—Vístete. Quiero enseñarte algo—. Lo miró fijamente—. No veo que te muevas —dijo él, sacando firmemente su móvil de la funda que llevaba en la cadera.
—No has dicho «Simon dice»1.
Ese tira y afloja era interesante, probablemente la prueba de que ella era tan testaruda como él. Se preguntó si a él le sorprendía. Quizá pensara que sería muy fácil meterse en su apartamento y darle órdenes después de haberla hecho llegar al orgasmo. No podía olvidarse de esa parte.
—Kalina, lo digo en serio.
—Yo también. No puedes presentarte aquí y darme órdenes. Puede que mandes en la oficina con tu aspecto amenazante y tu tono serio, pero esta es mi casa. Ahora estás en mi territorio.
—No quiero discutir contigo —dijo despacio—. Solo estoy intentando protegerte.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Por qué estás tan empeñado en estar en mi vida? No te he pedido tu protección y probablemente ni siquiera la necesite. Pero estás aquí. Siempre estás aquí. —Esto último lo dijo bajito porque era verdad. Hasta cuando no estaba físicamente junto a ella.
Odiaba ser consciente de ello, sentía que era una debilidad, una debilidad que no quería reconocer.
—No lo sé —contestó él, y Kalina se dio cuenta de que era sincero—. Siempre he sentido la necesidad de proteger. Forma parte de mi personalidad.
Lo miró fijamente y le preguntó:
—¿Quién eres exactamente? —La pregunta sonó rara pero de verdad quería una respuesta—. Sé que eres un abogado de éxito y que tienes una vida social muy activa. Pero tengo curiosidad por saber quién es el verdadero Roman Reynolds, el hombre que se oculta tras esa fachada.
Él se frotó la barbilla con la mano.
—No creas todo lo que lees —contestó.
—Entonces por qué no me lo cuentas tú. Háblame sobre ti, sobre quién eres y lo que quieres.
—A ti —dijo al instante—. Quiero que estés a salvo y quiero estar dentro de ti. No puedo dejar de pensar en ti, en tocarte, en saborearte. Eso es lo que quiero. —Dio un paso hacia ella—. ¿Qué sientes al escucharme decir estas cosas, Kalina? ¿Cómo reacciona tu cuerpo a estas palabras?
Era diferente, eso estaba bien claro. Había sentido la atracción en su despacho, y la noche anterior en los confines del coche. Pero justo allí, de pie en mitad de su sala de estar, con el cuerpo desnudo secándose bajo la fina tela de la bata y sus palabras flotando en el aire, los sentimientos que se arremolinaban en su interior eran diferentes. Las nuevas sensaciones que experimentaba eran definitivamente sexuales, de eso no cabía la menor duda.
Los pezones le empezaban a doler al rozarse contra la tela de seda. Tenía la piel sensible, como si cada partícula de aire que la tocaba llevara algo vivo dentro.
—No me intimida tu franqueza, si es eso lo que buscas —dijo ella, pero solo la mitad de esa afirmación era verdad—. Ahora estás en mi territorio, Rome.
—¿Y cuáles son las reglas en tu territorio? —Cruzó un brazo sobre su pecho musculoso y levantó el otro para darse golpecitos con el móvil en la barbilla. Tenía las piernas ligeramente abiertas y la joven no pudo evitar fijar la mirada en el bulto que había entre ellas.
Estaba excitado, y mucho. Y aparentemente no estaba avergonzado. Joder, con la mirada tan tórrida que le estaba echando en este momento ella casi esperaba que se la sacase otra vez. Se le hizo la boca agua al pensarlo.
—Regla número uno: no me digas lo que tengo que hacer. Puedes pedírmelo y esperar mi respuesta —dijo ella con una voz que sonó fuerte, segura. Fortaleza y seguridad, dos cualidades que siempre había dado por hecho que poseía.
—¿Y?
Kalina tragó saliva al ver su bíceps contraerse mientras hablaba. Sus labios sensuales y su mandíbula cincelada le daban un aspecto amenazador. Su piel era varios tonos más oscura que la de ella, como un vaso de cerveza. Su cuerpo era de primera, excelente por lo que podía ver. Lo deseaba, pensó con un sobresalto. Desesperadamente.
Mierda, estaba en un buen lío.
Rome quería tirársela allí mismo, en aquel mismo instante.
Sabía que estaba desnuda bajo esa bata, sabía que su cuerpo seguía húmedo de la ducha, su sexo húmedo de excitación. Con cada respiración recogía el aroma de su lujuria y quería enterrarse cada vez más dentro de ella. Quería hacerle preguntas pero no podía concentrarse en nada que no fuera la atracción que existía entre los dos.
—¿Qué estabas haciendo en la ducha?
—¿Qué? —La chica ladeó la cabeza, sus ojos se entrecerraron mientras lo miraba con curiosidad—. ¿De qué estás hablando?
—Cuando estabas en la ducha. —Él hablaba despacio, mientras volvía a meter el móvil en su funda; luego dio un paso hacia ella—. ¿Qué hacías?
Kalina pestañeó, dejó caer los brazos a los lados y dijo:
—Ducharme. ¿No es eso lo que hace la gente normalmente en la ducha?
—¿Te has tocado? ¿Te has corrido?
Por una fracción de segundo pareció que Kalina iba a admitir que había algo de verdad en sus palabras. Entonces apretó los labios y la furia apareció en sus ojos dorados.
—¿Pero quién demonios te crees que eres? Esto está más que fuera de lugar. Todo lo que me dices es ofensivo o descaradamente ordinario. ¡Ya que has encontrado la forma de entrar estoy segura de que podrás encontrar fácilmente la forma de salir!
Le volvió la espalda, preparada para irse airada a su dormitorio, supuso él. Gran error.
En cuestión de segundos Rome estaba agarrado a ella y sus brazos envolvían su cintura, llevando su culo contra su rígida erección. La sangre bombeaba rápida y ardientemente por sus venas, le latía con fuerza en las orejas.
—Te corriste. Anoche —susurró él, con los labios justo en su oreja. Inhaló profundamente—. Y esta mañana. No intentes mentirme. Tu aroma es denso y fuerte, me está acechando por todo el apartamento. Me está volviendo loco.
Sus costillas recibieron un codazo cuando ella trató de escapar.
—¡Eso es porque estás loco!
Su resistencia fue inútil. Rome no la iba a dejar escapar.
—¿No te corriste anoche? —preguntó mientras llevaba la mano a su estómago y la deslizaba despacio por la abertura de la bata.
—Estaba borracha. Demasiado champán.
Él gruñó.
—Mentirosa. Estabas excitada. Igual que ahora.
—¡Eres un gilipollas!
—Tú eres adictiva.
Rome le lamió el cuello, dejó que sus dedos siguieran vagando hasta que tocó el calor húmedo de su monte de Venus.
Ella respiraba con dificultad.
—¿Por qué me haces esto?
Rome le mordisqueaba la suave piel de la nuca y cerró los ojos por las sensaciones que lo inundaban, el deseo, el hambre. Era más grande que nada que hubiese sentido antes, lo consumía cada segundo que estaba cerca de ella. Su pene se moría por estar dentro de ella, por hacerla suya.
¡No!
No. Rome no hacía suya a ninguna mujer. Él no creía en la unión, en la filosofía de los veteranos de una sola pareja verdadera para cada Shifter. El deseo desesperado y el hambre insaciable que se decía que se sentía cuando por fin se encontraba a la pareja ideal para él eran mitos, algo que se habían inventado para idealizar el oscuro apetito sexual de la especie Shifter.
Rome tenía ese apetito. Esa oscuridad formaba parte de él. Estaba viva, lo recorría justo debajo de la superficie de su piel cada día de su vida. Sus ansias sexuales no eran nada comparadas con las de la mayoría de otros Shifters de las tribus. Aun así, eran más oscuras de lo que los humanos podían siquiera imaginar. Sentía esa oscuridad arremolinarse dentro de él ahora, amenazaba con desbancarlo, con verterse sobre esa mujer.
Ella se movió ligeramente y él deslizó los dedos entre sus pliegues aterciopelados.
—No sé por qué está pasando esto —admitió entre dientes—. Pero no va a parar.
Le rozó el tenso clítoris y ella gimió, se relajó en sus brazos. Aplicó la mínima presión y jugueteó con él, le encantaba el tenue sonido de sus gritos ahogados en la silenciosa habitación.
—No puedo parar de tocarte. De desearte.
—No quiero esto —susurró ella a la vez que de manera contradictoria separaba los muslos.
—No puedes evitar quererlo. Ninguno de nosotros puede.
—No.
—No va a desaparecer. —No, se iba a hacer más fuerte.
Siguió con el dedo la untuosidad de su vagina, encontró su entrada y metió un dedo dentro ávidamente. Ella dio una sacudida, su cabeza cayó en el hombro de Rome y él le besó el escote, le mordisqueó la piel, le metió otro dedo y gimió.
—Te deseo. Aquí. Ahora —gruñó, presionando su abultada erección contra la hendidura de su trasero.
—No —dijo ella entre suspiros y con el corazón latiendo frenéticamente—. No.
Sus palabras se ahogaron en el ruido que hizo alguien al llamar a la puerta y Rome soltó un taco. Entonces ella se apartó de él y lo fulminó con la mirada mientras se cerraba la bata.
—Te estoy diciendo que no, Rome. Y quiero que te vayas. ¡Ya!
—Esto no ha terminado —susurró él—. No puedes hacer que desaparezca así como así. Sé lo que digo, ya lo he intentado.
—¡Se ha terminado! A pesar de lo que te hayas convencido a ti mismo, no quiero que me toques así. No es apropiado. Quiero conservar mi trabajo.
Rome se pasó la mano por la cara.
—Tu trabajo no está en peligro. Pero tu vida podría estarlo.
Nada más acabar de pronunciar esas palabras ya se había arrepentido de haberlo hecho. No quería asustarla. El miedo probablemente llevaría al descuido, y él no podía permitirse que Kalina descuidara su seguridad en esos momentos.
—¿Qué? ¿Me estás amenazando porque no me quiero acostar contigo?
Rome apretó los dientes, frustrado.
—No. No es eso lo que estoy diciendo. —Respiró hondo y volvió a soltar un taco por los persistentes golpes en la puerta.
—Tengo que abrir.
—¿Quién es?
—Si digo que mi novio, ¿te irías más rápido? —dijo por encima del hombro.
—Para nada. Sería él el que se fuese —dijo Rome mientras su móvil vibraba en su cadera.
—Eres un arrogante... —El resto de su comentario se perdió mientras Rome leía el mensaje.
Kalina abrió la puerta. Una mujer mayor estaba allí de pie, con un gato en brazos.
El gato vio a Rome y bufó, le enseñó los dientes y arqueó el lomo a la defensiva.
Kalina dio un grito ahogado y se apartó de la puerta, sobresaltada.
—Tranquila, minina —arrulló la señora—. Kalina, no te va a hacer nada. Te lo digo todo el rato. Probablemente la estés asustando tú a ella.
Pero Kalina no estaba escuchando. Ya se estaba adentrando cada vez más en el apartamento, de modo que el sofá quedaba entre ella, la puerta y la señora con el gato.
—Señora Gilbert. ¿Qué puedo hacer por usted?
—La minina y yo hemos oído gritos —dijo la mujer, observando a Rome con sospecha—. Queríamos venir y asegurarnos de que estabas bien.
—Estoy, eh... —Kalina tartamudeó y miró a Rome—. Estoy bien.
Rome se aclaró la garganta y dio un paso hacia la puerta a pesar de que el gato aún seguía bufando como un loco, con los ojos verdes entornados.
—No pasa nada, señora. Ya me iba.
—Ah, ¿sí? —dijo la mujer, que seguía mirándolo mal—. Bueno, pues venga, vete. Yo me voy a quedar un rato.
Rome le dedicó una sonrisa tensa cuando ella entró en el apartamento y él salió. Por el camino el gato le lanzó un zarpazo con su patita. Rome solo lo miró enfurecido un segundo antes de que el gato se achicara en los brazos de su dueña.
—Oh, Dios mío —dijo la mujer abrazando al gato.
—Que tengan un buen día. Nos vemos pronto, Kalina. —La miró una última vez antes de darse la vuelta y alejarse por el estrecho pasillo.
Kalina volvió a dar un grito ahogado. No por el gato de la señora Gilbert, sino porque los ojos de Rome parecían distintos.
—Deberías tener más cuidado, no puedes dejar entrar en tu casa a cualquiera —estaba diciendo la señora Gilbert mientras cerraba la puerta de Kalina. Su gato aún estaba haciendo ruidos pero no se atrevía a bajar de los brazos de su ama. Kalina mantuvo la distancia y su pecho se llenó con una sensación desconocida. No era del todo miedo, pero definitivamente sí angustia, como si algo estuviese a punto de pasar, algo que no estaba segura de si era bueno o malo.