Capítulo 1

DOS AÑOS DESPUÉS

Anoche volvió a suceder.

El sueño, eso es.

Con su habitual terror sombrío ese sueño había llenado la noche de una oscuridad sobrecogedora que seguía presente durante las primeras horas del día. Esta vez le había costado más de lo normal deshacerse del confuso recuerdo, como se demostró por lo tarde que entró a trompicones en la ducha.

Con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos cerrados, Kalina dejó que el agua caliente le recorriera la cara. Durante un segundo se vio de nuevo en aquel callejón, tirada en el suelo helado mientras la lluvia empezaba a caer. Aquellos minutos le habían parecido horas y el miedo a que le hiciera daño, a que la pudiera matar, se había convertido en parte de su existencia. El corazón le taladraba el pecho pero se negaba a abrir los ojos, se negaba a aferrarse a la ayuda que sabía que estaba ahí.

Fue hace años; ya debería haberlo superado. Había intentado convencerse a sí misma y a todas las personas de su entorno de que así era. Pero el sueño seguía repitiéndose. El hombre que le había salvado la vida aparecía en las sombras de la noche. Y también la bestia. Podía diferenciarlos, pero no sabía con certeza si debía hacerlo. Solo sabía que era una locura seguir teniendo un recuerdo tan vivo de aquella noche. Apenas recordaba el nombre del imbécil que la atacó y después murió, pero se acordaba de los ojos de la bestia.

El sueño siempre era el mismo, el que había tenido un sinfín de veces antes con el enorme felino negro que tanto la aterró.

Vale, a decir verdad, todos los felinos, hasta el rechoncho gato tricolor de su vecina de al lado, la señora Gilbert, la ponían nerviosa. Nunca le habían gustado los gatos, nunca. De pequeña cruzaba la calle cada vez que veía uno dirigirse hacia ella. No conocía la razón de esa aversión a los felinos: solo sabía que no le gustaba mirarlos ni oírlos.

Pero en su sueño hacía las dos cosas.

Escuchaba su rugido amenazante como si estuvieran en una caverna, el eco hacía que su cuerpo se estremeciese. Lo había visto, lo había mirado a los ojos amarillo verdosos, le había parecido incluso que le hablaba, y siempre se quedaba con la misma sensación de angustia. Aparte de su terror por el peligroso animal, la atracción era innegable. Su rugido era como un llanto desgarrado, una petición extrema de algo que ella no sabía si le podía dar. Eso era ridículo, claro, y normalmente le restaba importancia, diciéndose que lo verdaderamente importante era que siguiera teniendo ese sueño aterrador. O pesadilla, rectificó. Aun así, había algo que mantenía vivo en su mente el recuerdo de la bestia matando al gilipollas del camello de poca monta (al que se le había metido en la cabeza que su trato se debía cerrar con sexo en lugar de con buenos y limpios dólares americanos).

Las seis semanas de terapia durante su baja por enfermedad en el Departamento de Policía Metropolitana, y lo que parecieron sesiones interminables en las que se guardaba para sí sus verdaderos sentimientos, revelaron que despreciaba demasiado al traficante como para albergar emociones profundas sobre el ataque. El hecho de que de alguna forma se las arreglara para romperle el cuello y escapar quedaba bien en su historial laboral. Tan bien que, dos años después del suceso, había recibido esta golosa misión secreta que podría sacar a la luz un emergente cártel de Sudamérica. Suponía que algo le tenía que agradecer al cabrón del traficante.

Bien pensado, quizá debería agradecérselo a la bestia, porque estaba claro que había sido el verdadero asesino. Algo que intencionadamente nunca le había contado a nadie, jamás. Nadie la creería. O peor, seguro que la habrían bajado de categoría y asignado un trabajo de oficina. O incluso la habrían despedido por loca. Y todo por lo que había trabajado, el tipo de vida y la seguridad que se había construido, se habría echado a perder. Ni se lo planteaba. Así que el gran felino de ojos sobrecogedores era su secreto, uno que nunca revelaría a nadie.

El agua caliente que caía por su cuerpo mientras se estiraba lánguidamente en la ducha casi la tentó a quedarse más tiempo, pero tenía un trabajo importante que hacer, de modo que decidió que ya iba siendo hora de salir de la ducha.

Acababa de atarse el cinturón de la bata y de abrir la puerta del baño cuando escuchó el timbre. Era muy pronto para tener visita, así que mientras atravesaba en silencio la sala de estar para ir a abrir la puerta, supuso que sería la señora Gilbert, que iba a pedirle algo prestado.

En el momento en que su mano tocó el pomo Kalina sintió algo. Un cosquilleo por la espalda, como un aviso que la hizo detenerse. Tras girar el pomo, abrió y se sorprendió al ver a un hombre y no a la señora Gilbert.

—Buenos días, traigo una carta para Kalina Harper. ¿Es usted?

Aunque los labios del hombre se movían, ella no lo escuchaba; estaba más pendiente del calor que aumentaba en su cuerpo. De repente la bata le picaba en la piel; se le erizaron los pezones y sintió un escalofrío. Fue de lo más extraño, como un torrente de excitación o de conciencia repentina de su feminidad.

—Oh. —Se aclaró la garganta y se cerró la bata—. Sí, soy yo. Gracias.

Él sujetaba un sobre con el brazo extendido. Kalina se acercó a cogerlo. Sus dedos se tocaron y su mirada capturó la de la joven. Era alto y delgado, su piel de color oliva, sus ojos oscuros. Más oscuros de lo que había visto nunca.

—De nada —dijo él, y una lenta sonrisa empezó a formarse en su cara.

Kalina apartó la mano, dio un paso atrás y cerró la puerta. Sus ojos eran diferentes y su sonrisa era..., no lo sabía bien. Todo había sido muy extraño.

—No, tú eres la rara —se reprendió a sí misma.

Todos esos recuerdos de bestias en la noche y felinos al otro lado del pasillo hacían que se asustara de su propia sombra. No tenía tiempo para esas tonterías; ya llegaba tarde. Y si se retrasaba no iba a quedar muy bien ante sus superiores.

Se vistió deprisa y salió de su apartamento directa a la oficina, a la que llegaría media hora después. Este era su mundo, en el que era una importante agente de la ley cuyo trabajo contribuía a mejorar las vidas de los demás. Este era su propósito, un propósito que nunca habría soñado que alguna vez llegaría a tener en la vida. Pero así era. Hacía tiempo que había dejado de ser la huérfana a quien nadie quería ni aceptaba, que vivía dando tumbos de un hogar de acogida a otro. No, ahora estaba exactamente donde quería estar. Si últimamente había sentido la candente necesidad de algo más, eso no importaba. No había nada más, al menos para ella. Intentar alcanzar lo imposible era una pérdida de tiempo, una distracción que no se podía permitir. Nada aparte de su compromiso con su trabajo era importante.

El sobre que había recibido esa mañana, sin embargo, lo podría ser. Así que entró en el aparcamiento, aparcó el coche y lo abrió.

Algo cayó en su regazo. Era una foto. Al darle la vuelta, Kalina sintió que se le paraba el corazón unos segundos para luego ponerse a latir alocadamente en su pecho. Era una foto suya tomada la noche que la atacaron. De hecho, recordó mientras seguía mirando la foto, parecía haber sido tomada justo antes de que se produjera el ataque.

Cinco minutos, eso era todo lo que se iba a permitir. Cinco minutos para preocuparse, incluso asustarse un poco. Con la frente apoyada en el volante, respiró profundamente. No iba a pasar, el miedo no iba a dirigir sus actos. Otra vez no.

Transcurrieron otros quince minutos hasta que Kalina atravesó las puertas de cristal de Reynolds & Delgado, el nombre escrito en mayúsculas justo encima del mostrador de recepción. La decoración era elegante, suntuosa pero no exagerada, profesional pero sin ser aburrida. Caminó por el lustroso suelo de madera hasta la recepción vacía, atravesando un arco que daba paso a la alfombra azul oscura que silenciaba el sonido de sus tacones.

Contabilidad se encontraba al final del pasillo a la derecha, en el quinto piso del edificio Reynolds situado en el centro de la ciudad. Los pisos sexto y séptimo también albergaban a miembros del despacho, mientras que los primeros cuatro estaban reservados para aparcar y los últimos siete los ocupaban arrendatarios. Su escritorio se situaba justo enfrente del despacho del director financiero, pues su puesto era el de técnico de facturación. Esto significaba que procesaba todos los gastos de la empresa. Era exactamente donde necesitaba estar para rastrear el dinero que salía hacia Sudamérica. Todos los cursos nocturnos que había hecho de economía, finanzas y contabilidad por fin habían dado sus frutos.

Cuando se acomodó en su escritorio ya había empezado a convencerse a sí misma de que la foto era algún tipo de broma. Tal vez de sus compañeros de trabajo de la comisaría, ya que en la unidad de narcóticos siempre habían tenido un sentido del humor bastante macabro. Satisfecha con su improvisada explicación, puso el bolso en el cajón y encendió el ordenador.

Mientras esperaba a que el ordenador se pusiera en marcha, se le secó la garganta. Era como si su lengua fuera demasiado gruesa para su boca; incluso las muelas le dolían un poco. Esta era otra de las cosas inexplicables que le pasaban desde hacía un par de semanas, otro asunto extraño que se negaba a considerar importante. Se levantó y decidió que un café le vendría bien para empezar. Dan Mathison, el director financiero y su jefe directo, no llegaría hasta dentro de una hora, y los otros dos miembros del departamento todavía no estaban allí, así que aún tenía tiempo.

—Para mí que es el hombre más sexy del mundo —dijo con un suspiro Pam Winston, la recepcionista de la quinta planta.

Cuando entró en la oficina hacía unos minutos Pam no estaba en su puesto de trabajo; al verla ahora, Kalina aceleró el paso con cierto temor a medida que se acercaba a la recepción.

—Como mínimo el más sexy de la ciudad —continuó Pam.

—Sí, señora, estoy totalmente de acuerdo. —Esta era Ava Jackson, la asistente legal del departamento de patrimonios y fideicomisos, que trabajaba en el otro lado de la planta.

Casi siempre que Kalina iba a la cocina veía a las dos mujeres hablando en el mostrador de recepción. Odiaba tener que pasar por esa zona para llegar a la cocina y a su deseado café. Los cotilleos de la oficina eran otra de las cosas que hacían de esa misión en particular un dolor de cabeza. Y siempre que pasaba por delante de esas dos estaban hablando de hombres. Hoy no era diferente.

—Pero está muy enfadado todo el tiempo —estaba diciendo Ava.

—Yo no diría enfadado, solo que es un poco gruñón. —Pam reflexionó un segundo—. De todas formas, es el jefe, así que puede permitirse actuar como quiera. Y sigue siendo guapo. ¿Lo has visto ya esta mañana?

—Mmm. ¿Qué lleva hoy? —preguntó Ava a la vez que sus ojos con lentillas grises se agrandaban.

—El traje azul marino, el de rayas —dijo Pam, mientras cogía del montoncito del correo un sobre que debería estar abriendo y distribuyendo pero que en cambio utilizaba para abanicarse.

—Y la corbata azul claro con la camisa blanca almidonada. Chica, así es como lo veo cada noche en mis sueños. Me encanta cuando lleva ese traje. ¡Me encanta!

Las dos se echaron a reír cuando Kalina se dispuso a pasar por delante mientras pensaba que desearía soñar con un hombre en vez de con un felino. Ese trabajo no iba a ser permanente, así que hacerse amiga del personal, de esas empleadas en particular, no era un requisito. Aun así, intentaba ser lo más cordial posible, a pesar de que al oír sus cotilleos incesantes le daban ganas de sacarles los ojos.

—Buenos días, señoritas —dijo con una sonrisa que era tan falsa como la que le dedicaron las dos mujeres.

Pam era una mujer corpulenta que le prestaba muchísima atención a la ropa, el pelo, las uñas y el maquillaje. Siempre iba impecable y, tal como había observado Kalina, todo lo que llevaba hacía juego, hasta las puntas de sus uñas postizas. Hoy el color era el naranja, y no habría estado mal si el conjunto hubiera sido más discreto; pero ese era siempre el problema de Pam: su estilo era demasiado recargado. Entonces cogió uno de sus rizos negro azabache entre los dedos y empezó a darle vueltas, de modo que las uñas postizas chasqueaban al tocarse entre sí.

—Buenos días, Kalina.

Era un simple saludo, pero Kalina detectó cierto tono de impertinencia. Lo ignoró e intentó seguir caminando.

—Entonces ¿a ti qué te parece? —le preguntó Ava, vestida con un traje pantalón blanco de lino y con unos tacones de aguja de color turquesa que eran más apropiados para una barra de striptease que para la oficina.

—¿Perdón?

—Como eres nueva, nos preguntábamos qué te parece el jefe —le explicó Pam.

—¿Cuál? —preguntó distraída, como si no hubiera escuchado su conversación.

Ava asintió con la cabeza.

—El señor Delgado está muy bien, también, pero estábamos hablando del señor Reynolds.

—Creo que los dos son unos abogados fantásticos.

Los labios pintados de color melocotón de Pam esbozaron una sonrisa mientras Ava dijo entre dientes:

—Sí, claro.

Kalina no se quedó allí lo suficiente como para oír el resto de la conversación, y no podía importarle menos lo que pensaran de ella. O lo que pensaran de Roman Reynolds. Puede que fuera su jefe, pero era su sospechoso. Y punto.

Cuando se encontró nuevamente frente a su escritorio con un café humeante en la mano, se reprendió a sí misma por pensar en el hombre alto, de piel morena, ojos color de medianoche y complexión de jugador de fútbol americano. Mientras sus dedos se movían sobre el teclado, ignoró la tensión entre sus muslos al imaginarse sus labios sensuales, sus brazos fuertes y sus manos grandes.

Había investigado mucho sobre Roman Reynolds, que tenía treinta y cinco años, era soltero e indecentemente sexy. Era conocido por ser una persona introvertida, con una enorme cuenta corriente y cientos de mujeres compitiendo por su atención. Era un abogado litigante de éxito que vivía en el distrito de Forest Hills y conducía un elegante Mercedes deportivo GL550 negro.

Además, a fin de cuentas era su sospechoso, no su amante. Por mucho que fantaseara con lo otro.

Había personas que nacían para sufrir. El bien o el mal no importaban demasiado. El resultado final era lo importante.

Roman Reynolds suspiró, se sentó en su silla de respaldo alto de cuero y miró las calles de Washington por la ventana. Se preguntaba si era allí donde debía estar.

Había llegado muy lejos en sus treinta y cinco años de vida. Había pasado muchas dificultades y sentía, muy dentro de sí, que aún tendría que pasar muchas más. La responsabilidad que caía sobre sus hombros era muy grande, empezando con la muerte de sus padres hasta llegar a la idea de futuras muertes. Dependía de él hacer algo, proteger a las personas que le importaban, poner fin a la locura. Rome no se tomaba esta responsabilidad a la ligera.

Para desgracia de quienquiera que fuese su enemigo.

El trabajo era su vida, y había dedicado su vida a la seguridad de su gente. Si hubiera tenido elección, las circunstancias serían distintas. Pero no la tuvo y así estaban las cosas.

—¿Querías verme?

La voz que lo devolvió a la realidad era la de Dominick Delgado, su socio y mejor amigo. Al girarse y ver a Nick en la puerta de su despacho, Rome asintió con la cabeza.

—Entra y cierra la puerta.

No iban a hablar de asuntos del despacho de abogados y Rome no quería que algún empleado entrara y los escuchara.

—¿Qué pasa? —preguntó Nick mientras andaba con firmeza por el suelo enmoquetado y se sentaba en una de las sillas reservadas a las visitas. —¿Alguna noticia más sobre los ataques?

El senador Mark Baines y su hija habían sido asesinados tras salir de un acto benéfico para recaudar fondos hacía tres semanas. Los cuerpos, que encontraron dos días después de que se denunciara su desaparición, estaban mutilados. La noticia había inquietado a Rome y convertía a otros Shifters en sospechosos.

—Rogues —dijo Nick sin más—. Lo he consultado con otros líderes de Facción y están denunciando casos similares en sus zonas. Definitivamente están interviniendo.

Rome suspiró. Esta noticia no le sorprendía. Pero no era lo que quería escuchar. Conocían a los rogues, todos los líderes de Facción de todas las zonas horarias los conocían. Eran un grupo de Shifters, desertores de todas las tribus, que en vez de intentar vivir en paz entre los humanos se creían una especie superior. Querían dinero y poder y desde hacía tiempo habían llevado su movimiento rebelde contra la Asamblea y las tribus fuera del bosque.

—¿Los tenemos identificados?

Nick se encogió de hombros.

—Suposiciones. Nada definitivo. Pero esto podría ser un problema.

—Podría ser un gran problema. ¿Alguna idea de cómo cortarlo lo antes posible?

—Encontrarlos y matarlos —dijo Nick con frialdad.

—Haces que parezca muy fácil eso de matar gente.

Su amigo se encogió de hombros.

—Instinto de supervivencia. Eso es todo. Tenemos que ser un frente unido o no seremos nada en absoluto. No sé tú, pero yo estoy a favor de despertarme cada mañana y respirar libremente.

—Es así de serio. —Era una afirmación, no una pregunta, porque Rome sabía que lo que su viejo amigo estaba diciendo era categóricamente cierto—. Nuestros padres afrontaron este problema con valentía y pusieron las cosas en su sitio. Quizá deberíamos seguir sus pasos.

Los padres de Nick habían muerto, justo igual que los de Rome. Fallecieron en un accidente de coche hacía unos cinco años. Nick no hablaba mucho de ello y Rome entendía el porqué, así que normalmente no sacaba el tema. Los dos tenían pasados oscuros, secretos que probablemente era mejor dejar ocultos. Pero si desenterrar alguno de esos viejos asuntos podía ayudar a solucionar el problema, no tenían elección.

—No sé si fueron por el buen camino. Quiero decir, ¿intentar crear una especie de democracia entre las tribus, un sistema penal para una especie que ni siquiera se supone que existe? No veo cómo puede funcionar eso.

No podía ver más allá de la ira, eso era lo que básicamente estaba diciendo Nick. Rome lo conocía demasiado bien. Sus padres lo habían decepcionado y Nick no podía olvidarlo; por eso aún estaba enfadado con ellos, a pesar de que ya habían muerto. Mientras respiraba profundamente, Rome consideró cómo proceder. Nick y él tenían muchas cosas en común; la profundidad de su dolor solo era una de ellas.

Aunque Rome no estaba enfadado con sus padres, había secretos que no habían compartido con él, cosas que le hubiera gustado saber antes de que murieran. No podía recuperarlos, no tenía acceso a ninguna línea telefónica con el más allá para llamarlos. Todo lo que podía hacer era seguir adelante. Algunos días era más difícil que otros. Hoy estaba intentando que fuera lo más fácil posible.

—Es hora de actuar, y nos convendría tener algunas directrices que seguir —dijo finalmente.

—Tenemos la Ètica —fue la respuesta de Nick.

El código ético de los Shifters, conocido tradicionalmente como la Ètica, era su Declaración de Derechos, por así decirlo. Resumía todo lo que podían y no podían hacer como Shifters. El código fue un mandato de la Asamblea, formada por tres veteranos de cada tribu que constituían un consejo de quince miembros. El mayor problema era que vivían en las profundidades del bosque tropical brasileño, en el apartado Gungi. Las normas y limitaciones que se aplicaban a la vida en el bosque no eran demasiado útiles para la vida convencional que Rome y otros líderes de Facción estaban intentando llevar.

—Creo que necesitamos algo más.

—¿Así que quieres seguir donde nuestros padres lo dejaron? ¿Intentar construir una especie de gobierno para nosotros? ¡No somos como ellos, Rome! ¡No somos humanos!

La ira de Nick era evidente, y cualquier otro día Rome la podría haber compartido con él. Pero esa mañana estaba intentando mantener la concentración; quería impedir a toda costa que sus tumultuosas emociones gobernaran su buen criterio. Si los rogues planeaban algo, solo una cabeza fría podía mantener vivos a los suyos frente a la amenaza. Un plan bien pensado y perfectamente ejecutado podría ayudarlos a alcanzar la unidad que deseaban. Ese era el estilo de Rome, tranquilo, frío y excesivamente sereno. Podía ser peligroso, y así era normalmente si lo provocabas, pero había sido precisamente la manera delicada y a la vez implacable de solucionar sus problemas lo que le había hecho ganarse el título de «litigante letal».

La idea de que hubiera unos Shifters rebeldes le gustaba tan poco como a Nick, pero no quería tener las manos manchadas de sangre; eso solo conduciría a lo que querían evitar desesperadamente: que los Shifters fueran expuestos y acusados de ser asesinos peligrosos, animales que no merecían convivir con los humanos.

—No levantes la voz, el despacho no está tan protegido como nuestras casas. Te entiendo, Nick. Sabes que sí. Pero no estamos en el bosque, tenemos que usar la cabeza y no solo nuestra habilidad para luchar y matar. Capturar a esos Shifters es la mejor opción. Averiguar cuáles son sus propósitos y si hay lugar para la negociación.

—¿Cómo vas a negociar con alguien que quiere el control? Quieren mandar, Rome. Ese es su propósito. Creen que son la especie dominante de la Tierra. ¿De verdad podemos permitirnos invitarlos a comer e intentar disuadirlos? —Nick hizo una pausa; luego añadió—. No olvidemos que son los responsables de la muerte de tus padres.

Ese comentario fue una puñalada mortal. Y Nick lo sabía. No había nada, absolutamente nada, que Rome deseara más que encontrar al rogue que mató a sus padres.

Vance y Loren Reynolds habían sido brutalmente asesinados y Rome sospechaba que la causa de su asesinato había que buscarla en sus actividades, en lo que estaban intentando hacer entre los Shifters. Algunos de los viejos documentos que había encontrado (notas de reuniones con veteranos y otros líderes de Facción) le habían llevado a creer que sus padres y sus ideas de democracia entre los Shifters habían influido en algunas personas de una forma equivocada. Y seguía tan cabreado como hacía veinticinco años, cuando ocurrieron los asesinatos en el dormitorio de sus padres.

Él se había quedado escondido en un armario, impotente ante los hechos, sin poder hacer nada para salvar sus vidas. Una corriente continua de ira le hervía a fuego lento bajo la superficie de una piel, la de abogado de éxito, que tenía que mostrar cada día de su vida. Se vengaría de los asesinos de sus padres, no tenía ninguna duda. Ese sería el momento, la ocasión en la que dejaría de lado el código moral que había aprendido como humano, la justicia que había estudiado en la Facultad de Derecho, y se convertiría en un cazador, en el jaguar asesino, tal y como era visto este animal por la gente.

Para Rome la venganza era un motivo para vivir y respirar, pero no podía dejar que dictara cada una de sus acciones.

—Sabes que eso no es lo que estoy sugiriendo. Y no te equivoques: cuando encuentre al rogue responsable del asesinato de mis padres, su muerte será lenta y muy dolorosa. Pero esa es mi batalla personal. Esa sangre solo manchará mis manos.

Nick negó con la cabeza.

—Es cosa de los dos —contestó—. Sabes que estamos juntos en esto.

Rome asintió con la cabeza pero no dijo nada.

Más muertes estaban en camino, tal como le había advertido su instinto. Esta batalla solo era el principio.

Y... Un momento. Inhaló profundamente. Exhaló con un poco más de inestabilidad de la que quería admitir. Algo más iba a venir, algo o alguien...

Llamaron a la puerta y antes de que dijera una palabra, antes de que Nick atravesara la habitación para abrir, Rome sabía quién era.