Capítulo 6

—SABAR te va a dar una paliza.

—Cállate, Chávez —gruñó Darel, sin dejar de mantener su atención en la carretera mientras conducía por la ciudad. Iban de vuelta al cuartel general, a fichar, dar los detalles de la noche y, sí, a que Sabar los machacara.

No había excusa para lo que había pasado esa noche, ninguna en absoluto. Así lo vería Sabar. El tío era un animal, literal y figuradamente. No tenía sentimientos, ni reacciones excepto enfado y más enfado, crueldad y la máxima crueldad. Era el mismísimo diablo. Al menos eso opinaban los que creían en el diablo.

Y Darel creía. Su madre estaba convencida de la existencia del cielo y del infierno, un bien y un mal supremos. Murió cuando su padre perdió los estribos y le aplastó la garganta. No era de extrañar por tanto que Darel se hubiera desviado un poco del buen camino. Era el tipo de soldado que Sabar había estado buscando.

Llevaba trabajando para el líder de los Shifters rogues desde que tenía dieciséis años, después de matar a su padre. Ojo por ojo fue lo que le dio la fama a Darel. Sabar dijo que le gustaba eso de él.

Después de esta noche no sabía lo que Sabar pensaría de él. Sentía algo de pena ante esa idea, o la sentiría si fuera propenso a tomarse en serio los sentimientos, que no lo era. Al menos intentaba no serlo.

—Tiene su gracia. —Desde el asiento trasero del jeep, Chi, un Shifter de aspecto asiático de dos metros de alto, se rio—. La tenías y la dejaste escapar.

—Yo no era el único que la tenía —corrigió Darel.

—Sí, pero tú eres el que está al mando —señaló Chávez.

Era verdad, él era el ejecutor principal de Sabar. Su trabajo consistía en supervisar todas las misiones asignadas directamente por él. Esta misión en particular era más que especial. Sabar había dado órdenes específicas. Encontrar a la mujer llamada Kalina Harper y llevársela a él, ilesa. Darel no tenía ni idea de lo que Sabar quería de ella y no se atrevió a preguntar. Le habían dado unas órdenes y él tenía la intención de cumplirlas. Pero ocurrió algo.

Algo no, alguien.

—¿De dónde salió y por qué ninguno de vosotros me avisó de que venía? Estábamos tan absortos en ella que nos podría haber partido el cuello a todos y no nos habríamos dado ni cuenta —gritó Darel, zarandeando a sus pasajeros en sus asientos al dar un repentino giro a la izquierda a ciento treinta kilómetros por hora.

Chávez se encogió de hombros.

—No lo olfateamos.

—¿Y eso por qué? —Deberían haberlo olido. Era un Shifter de alto nivel, uno de los Shadows con una reputación que le precedía. Roman Reynolds podría ir por este mundo como un abogado humano pero en el suyo era mucho más que eso. Era uno de los líderes Shifters, un líder fuerte nombrado a dedo por la Asamblea. Se tomaba su trabajo muy en serio, cazaba rogues con una calma feroz que asustaba hasta a los soldados más diligentes de Sabar. Darel no tenía miedo, solo quería estar preparado cuando el hijo de puta del líder de Facción estuviera al acecho.

—Porque todos estábamos demasiado ocupados olfateándola a ella —añadió Chi, cuya habitual voz alegre resonaba en el interior del jeep—. Y joder, vaya si olía bien.

Ninguno lo negaba. Olía bien y eso los había excitado. El aroma los había alcanzado a todos al mismo tiempo y los había atraído como el imán a los metales. Darel se había puesto duro al instante, y cada vez que inhalaba su pene le apretaba dolorosamente contra el muslo. Podían poseerla entre todos, pensó, antes de entregársela a Sabar. Lo habían hecho antes y era muy satisfactorio. De hecho, los tres lo preferían así. Trabajar juntos los últimos años les había unido como hermanos, con vínculos que no eran normales o aceptables a los ojos de los humanos. Pero no vivían según las reglas de los humanos o sus códigos morales. Tampoco según los de la Asamblea. Ellos iban por su cuenta, como Sabar les repetía a menudo. Ellos eran los verdaderos líderes de la tierra, así que lo que quiera que hicieran no tenía consecuencias; tenían derecho a vivir por encima de todos los demás seres vivos.

Darel no tuvo ningún problema para adaptarse a esa forma de pensar. Si estaba empalmado por ese juguetito que quería Sabar, que así fuera. La poseería. Y luego se la pasaría a su jefe.

—¿Tienes ya su dirección? —le preguntó a Chávez, que estaba pulsando botones en el iPad que llevaba en la guantera.

Chávez era un genio de la informática, podía entrar en cualquier sistema para conseguir cualquier cosa que necesitaran los rogues. Por eso Sabar lo mantenía cerca. De lo contrario ese Shifter fornido y ligeramente confundido no tendría ninguna utilidad.

—¡La tengo! —le sonrió a Darel.

—Bien. Ponla en el GPS y vámonos.

—¡Sí señooooooooor! —gritó Chi desde el asiento de atrás—. ¡Esta noche nos vamos de fiesta!

Desde luego que se iban de fiesta, pensó Darel para sí. Y Kalina Harper iba a ser la atracción principal.

Kalina Harper tenía algo.

Sentado en el asiento de atrás de la limusina que estaba aparcada al final de la calle de Kalina, Nick observó a Rome salir de la parte trasera del coche con ella en sus brazos como si fuera un bebé y no una mujer adulta y excepcionalmente atractiva.

Le había sorprendido verla en la recepción y aún más ver a Rome sacarla del salón con una expresión de pura rabia en la cara. Enseguida supuso que habría algún tipo de problema, y el hedor a rogues en el edificio le dio un pequeño indicio de cuál era ese problema.

Pero Kalina Harper era una anomalía.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Y por qué estaba Rome encima de ella como si la tuviera que proteger a toda costa?

Abrió la puerta de la limusina él mismo y le dijo adiós con la mano a Eli cuando salió para ver lo que quería. Nick no necesitaba al guardaespaldas, solo quería quedarse allí de pie para mirar el edificio donde Rome había entrado con Kalina. Estaba pasando algo, había algo en el aire que hacía que él y su felino estuvieran alerta.

Nick caminaba despacio, sintiendo sus músculos de felino justo debajo de la piel. Quería transformarse, correr durante toda la noche y encontrar a su presa. Pero no estaba en la selva; hacía demasiado tiempo que no estaba allí. Los recuerdos del pasado irrumpían en su cabeza y él los reprimía porque no quería volver. Se había prometido a sí mismo hacía mucho tiempo que no había nada en el pasado por lo que valiera la pena mirar atrás.

Pero esa noche los sonidos de la calle de la ciudad, la sensación de peligro y el perfume de excitación femenina en el aire hacían que se preguntara si realmente debería romper esa promesa.

—¿Cómo sabías dónde vivo? —preguntó ella mientras abría la puerta de su apartamento.

—Trabajas para mí, ¿recuerdas? —Hablaba como si no la acabara de llevar a un increíble clímax; su tono era neutro, como si solo fueran compañeros de trabajo.

Pero eran algo más. Él era el sujeto de su investigación, y por eso no resultaba nada conveniente la atracción que había surgido entre ellos. De hecho, probablemente iba a hacer que su trabajo resultara muchísimo más difícil. Tal vez facilitaría las cosas que él actuase como si no hubiese pasado nada en el coche; sí, ese podía ser un buen plan. Joder, no tenía ni idea de qué plan era bueno o malo en ese momento. La había cagado tanto esa noche que no sabía cómo iba a dar marcha atrás el lunes por la mañana.

Lo único que sabía sin la menor duda era que estar en la misma habitación que Rome le impedía pensar con claridad. Respiró hondo y dejó el bolso y las llaves encima de la mesa; luego se volvió para darle las buenas noches. Pero él no estaba allí. Kalina atravesó su pequeña sala de estar y entró en la habitación del tamaño de un armario que hacía las veces de comedor. Roman se hallaba allí, mirando por la ventana.

—¿Qué haces aquí?

—Shh. —Se dio la vuelta hacia ella y le puso un dedo en los labios—. Tal vez deberías coger tus cosas y quedarte en mi casa.

Había un silencio sobrecogedor, la oscuridad de su apartamento los envolvía mientras la luz de la luna se colaba por las rendijas de los listones de las persianas.

—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Quién está ahí fuera? —Ella estaba en la ventana al instante, mirando lo que parecía una calle tranquila—. No nos han seguido —dijo, dando por hecho que ese «han» que acababa de mencionar se refería a los tres matones de la fiesta.

No podía estar muy segura, claro, porque obviamente había estado distraída durante el camino a casa, otro tanto que apuntarse para que la DEA la quisiera contratar desesperadamente...

—Algo va mal —dijo él, pero no la miró. Su mirada recorrió el apartamento como si estuviera intentando encontrar algo. No parecía pasar nada por alto.

Resultaba raro y no era así como había planeado terminar la noche cuando salió de casa, mirando a Roman Reynolds, el prestigioso abogado, soltero de oro, guapísimo y con un cuerpazo para caerse de espaldas, pasearse por su apartamento. Pero lo estaba mirando y se preguntaba qué se le estaría pasando por la cabeza mientras deambulaba. Parecía casi un depredador: la forma en que abrió el armario del pasillo, inspeccionó el dormitorio, abrió la puerta, el baño, la cocina... Era meticuloso en su registro, tranquilo y concentrado. Y la estaba acojonando.

—Mira, todo está igual que cuando me fui. Quizá deberías marcharte, Rome. —Y quizá ella debería tomarse un par de esos antidepresivos que su terapeuta pensaba que le ayudarían a recuperarse. Probablemente le haría mucho bien dormir toda la noche, tranquilamente y sin sueños; sobre todo esa noche en que las cosas no habían ido como tenía planeado.

—No hasta que estés a salvo. —Él lo dijo como si fuera lo más natural de mundo.

Ahora estaba en la sala de estar, otra vez mirando alrededor. Su ancho cuerpo parecía extrañamente fuera de lugar en ese espacio modestamente decorado, el espacio de Kalina. A ella le produjo claustrofobia al instante. No había suficiente aire para que respiraran los dos. Él no tenía que estar en su casa, con ella; estaba acostumbrada a estar sola. Le palpitaban las sienes y el dolor de cabeza hizo su aparición. Mierda, a este paso iba a tener una crisis nerviosa de verdad, tal como le había dicho su psicólogo que pasaría si se extralimitaba.

—Estoy bien y definitivamente creo que deberías irte. Ya. —La estaba poniendo más nerviosa por momentos.

Como si no hubiese escuchado una sola palabra, siguió andando y hablando.

—Hay algo... —Su voz se fue apagando—. Cierra la puerta con llave cuando salga —dijo de repente mientras pasaba por su lado.

Ella no se movió pero lo miró, sus miradas se encontraron. Por un segundo, solo una fracción de segundo, ella habría jurado que había algo diferente en sus ojos. El color había cambiado, y la forma...

—Debe... deberías irte —alcanzó a decir, a pesar de que la mirada de Rome estaba haciendo que el calor fluyera por su cuerpo mientras punzadas de alerta se deslizaban lentamente por su piel.

—Cierra la maldita puerta —dijo él con una voz grave, profunda, cercana a un rugido.

Y entonces se había ido. Durante un par de segundos Kalina se quedó mirando la puerta cerrada mientras se preguntaba qué demonios estaba pasando. Con su investigación. Con su cuerpo. Con ese hombre.

Así no era como se suponía que tenían que marchar las cosas. Ella era la que tenía que buscar información. El objetivo era él, no ella.

Fue a su armario, alcanzó el estante de arriba, bajó una caja de metal y sacó su 9 milímetros. Se dirigió hacia la puerta, dispuesta a seguir a Rome y a averiguar lo que estaba pasando.

Entonces se detuvo.

Justo allí, en la mesilla, junto a la puerta, había un sobre, un sobre blanco liso que se parecía sospechosamente al que le habían entregado hacía unos días. El de la foto.

Con movimientos lentos y precisos, Kalina fue hacia la mesa y miró el sobre como si pudiera abrirse y revelar su contenido solo con la fuerza de la voluntad. No podía ser el del otro día. Lo había quemado junto con la foto. No le habían entregado ninguno más; nunca lo hubiera aceptado. Y probablemente le habría disparado al cabrón que hubiese intentado entregárselo.

Pero allí estaba. Otro sobre. No sabía lo que tenía dentro, pero no pensaba que pudiera permitirse no averiguarlo.

Tenía la pistola en una mano, así que cogió el sobre con la otra. La solapa no estaba cerrada, de modo que al sujetarlo boca abajo el contenido cayó al suelo.

Más fotos.

Kalina no quería mirarlas, no quería ver ni aceptar que alguien la había estado observando aquella noche hacía dos años y que seguramente lo estaban haciendo ahora. Fue un encuentro casual, una venta de droga que salió mal. No tenía nada que ver con ella. No podía tener nada que ver con ella.

Pero cuando se arrodilló, recogió la primera foto y le dio la vuelta para verla se le cayó el alma a los pies. Era ella. Esa mañana, entrando al edificio de Rome para trabajar; esa tarde, cuando salió de la ducha y se puso el vestido gris que aún llevaba.

La pistola se le resbaló de la mano y cayó, produciendo un fuerte ruido metálico al chocar contra el parqué. Recogió otra foto, y otra más, hasta que tuvo delante diferentes imágenes de ella misma, desnuda en la ducha, de pie cerca del armario, poniéndose el vestido, saliendo de su apartamento, conduciendo su coche por la ciudad camino del hotel, entrando al hotel y finalmente en mitad del salón de actos con Rome.

Respiraba agitadamente, veía borroso y se volvía a fijar en las fotos. La habitación parecía venírsele encima. Ojos fantasmagóricos aparecían por todas partes, parpadeaban, la miraban fijamente y esperaban. Reprimió las lágrimas y tragó para evitar gritar. Kalina ya no sentía que estuviera loca o al borde de una crisis.

Se sentía perseguida.