Capítulo 13

¿CUÁNDO fue la última vez que había estado en una barbacoa?

Mientras se miraba en el espejo de cuerpo entero del interior de la puerta de su armario, Kalina suspiró.

—Nunca he estado en una barbacoa.

Tras mirarse de nuevo se dijo que iba bien con unos piratas negros y una camiseta gris. No hubiera estado mal una talla más grande, pero no le apetecía lo más mínimo ir de compras. Unas sandalias de tiras de tacón bajo completaban su atuendo informal. Se pasó los dedos por el pelo para ponerlo un poco de punta. Empezaba a tenerlo demasiado largo, de modo que los mechones de dos tonos eran más largos de lo normal por la parte de arriba..., pero una visita a la peluquería era otra de las cosas que no figuraban en su agenda. No llevaba el pelo corto por gusto, sino por razones prácticas; le gustaba arreglarse el pelo tanto como ir de compras. O sea, nada. Tal vez se debía a que de pequeña era pobre y no tuvo oportunidad de desarrollar ninguno de esos hábitos. Pero, por otra parte, una vez convertida en una adulta trabajadora, habría sido lógico que hiciera de buena gana todas las cosas de las que se había privado de joven. Sin embargo, no era el caso. Kalina las evitaba todas. Y era especialmente alérgica a las relaciones sociales.

Esta vez, no obstante, iba a ser diferente.

Se había pasado la noche, como quien dice, pensando en su vida, en las cosas que posiblemente podría querer en el futuro pero que nunca tendría si seguía por ese camino. Le encantaba su trabajo, quería destacar en él más que cualquier otra cosa..., pero de repente se estaba dando cuenta de que el trabajo podría no ser suficiente. Quizá fue la forma en que Mel hablaba de su familia o de sus hijos. Quizá fue la invitación a la reunión familiar lo que hizo que su mente se disparase. O tal vez fue la forma en que Rome la había besado, la forma en que la había mirado, como si fuera la única mujer en el mundo.

Pero todo eso eran estupideces. No había, no podía haber, un final feliz para ella; su vida era lo que era.

Fue hacia la cama, agarró el bolso de mano que había sacado del fondo del armario y sacó su teléfono móvil. Lo conectó. Sonó el tono que indicaba que había recibido un mensaje de texto. Era de Ferrell.

Necesito que me pongas al día. Pronto.

Dios, ¿es que nunca iba a parar? Era domingo por la tarde y lo último en lo que quería pensar era en que no tenía pruebas para condenar a Rome Reynolds.

Kalina ignoró el mensaje. No, no quería pasarse el día buscando como una loca algo contra el hombre hacia el que se sentía atraída.

Cuarenta y cinco minutos más tarde se detuvo delante de un dúplex de ladrillo rojo con contraventanas negras. Aparcó el coche y se quedó allí sentada. Por el camino se había sentido animada, escuchando su emisora favorita de R&B mientras conducía. Pero ahora que ya estaba allí le entraron los nervios. ¿O era ansiedad? De cualquier forma, el corazón le latía un poco más rápido de lo debido. Salió del coche y se llenó los pulmones con el aire húmedo del exterior. Debería haber empezado a andar hacia la casa, pero se detuvo. Se quedó totalmente quieta y esperó.

Kalina no sabía qué estaba esperando, pero había algo, en algún lugar, que la invitaba a detenerse. Era una intuición, quizá un presentimiento. El caso era que sentía algo indefinido. Solo tenía que esperar...

Pasó un coche a toda velocidad y ella se dio la vuelta para mirarlo. Se llevó la mano al bolso instintivamente, como si su pistola estuviera allí. Pero no estaba. Se había convencido a sí misma de que tocaba placer y no trabajo. Había una en la guantera de su coche, pero no llevaba arma alguna encima.

Escudriñó la calle arriba y abajo, pero su cuerpo no se movió. Entonces pasó otro coche, cuyo conductor se tomaba en serio el límite de velocidad de sesenta kilómetros por hora. De eso no había duda. Era un coche normal, un Toyota, pensó al verlo pasar. Memorizó la matrícula y observó que había conductor y copiloto. Era una información ridícula, pero se le quedó en la cabeza.

Se escuchó un chasquido detrás de ella y volvió a sobresaltarse. Alguien había pisado algo y lo había roto. Pero cuando se dio la vuelta no había nadie.

—¡Maldita sea!

Respiró hondo para tranquilizarse y se dijo que estaba perdiendo la cabeza. Bueno, ese problema tendría que abordarlo a la mañana siguiente. El manicomio, al que indudablemente iba a ir a parar, podía esperarla un día más. La habían invitado a una barbacoa y, por todos los demonios, ¡iría!

Con paso firme recorrió el corto camino que había desde la acera hasta la puerta y subió los escalones uno a uno, totalmente en guardia, con el pelo de la nuca erizado en todo momento. El aire estaba en calma y sin embargo algo le rozaba la piel. Levantó la mano para tocar el timbre y miró atrás, pero no vio nada excepto coches aparcados, la calle y una absoluta normalidad. Negó con la cabeza y se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo Mel abría la puerta y sonreía.

—¡Has venido! Me alegro mucho de verte. —Melanie ya estaba extendiendo sus largos brazos para darle un abrazo.

Se habían visto en el trabajo hacía solo dos días y en realidad se conocían desde hacía poco. Un reencuentro tan efusivo debería reservarse para una relación algo más estrecha.

Kalina también la abrazó, a ver si se establecía una conexión. Sin embargo no la hubo, la verdad es que no. Seguía sintiendo que eran dos mujeres opuestas.

De todas formas, al entrar en el vestíbulo revestido de madera Kalina se deshizo con alivio de la sensación de ser vigilada o perseguida, del presentimiento que la había mantenido asustada de su propia sombra.

—Tengo una gran sorpresa. Bueno, para mí no es una sorpresa, de hecho creo que es una idea genial. Por eso lo pensé. Pero Pete está en plan «no te metas», y bla, bla, bla. Pero yo le digo que sé lo que hago. Bueno, ¿cómo te encuentras? Estás muy guapa. Ojalá yo estuviera así de sexy solo con unos pantalones y una camiseta.

Todo esto lo dijo Mel de un tirón, sin coger aire, mientras acompañaba a Kalina desde el vestíbulo, pasando por una sala de estar y un comedor abarrotados de muebles y chismes, hasta una cocina con las encimeras rebosantes de comida.

—Estoy bien. Gracias —respondió Kalina cuando por fin pararon.

Melanie fue a la nevera y sacó otro cuenco.

¿Pero cuánta gente va a venir a este pequeño convite?, se preguntó la recién llegada.

—¿Necesitas ayuda? —Se ofreció por cortesía, pero sinceramente no sabía lo que podría hacer allí. Las tareas domésticas no eran uno de los puntos fuertes de Kalina. Sabía cocinar lo justo para no morirse de hambre y limpiaba la casa porque vivir en una pocilga no era algo muy agradable. Pero hasta ahí llegaba su vocación de ama de casa.

—Claro, coge otro paquete de cervezas de esa caja. Las podemos dejar en la neverita de fuera. Estoy segura de que ya casi se habrán terminado las que saqué antes.

—No hay problema. —Kalina fue hacia la esquina de la cocina, que parecía una tienda de bebidas, con un montón de paquetes de doce cervezas casi tan alto como ella. Cogió dos y se volvió—. ¿Dónde las pongo?

—Ahora te digo. —Mel destapó un cuenco de plástico lleno de fruta y metió una cuchara grande—. Sígueme. —Se encaminó con el cuenco y su alegre sonrisa hacia la puerta de atrás.

Kalina la siguió y salieron a una terraza que, como el interior, estaba llena de muebles, y ahora también de personas.

Mel señaló hacia la neverita con la cabeza, lo que alborotó sus rizos rojos. Kalina caminó hacia ese lado de la terraza, abrió la tapa de la nevera y empezó a descargar las cervezas. Unos segundos después, Mel le tiraba del brazo otra vez.

—Ven, que te voy a presentar. Ella es Kalina Harper, mi compañera de trabajo, y estos son Stephen Johnson y Eddie y Jamia Henderson.

Kalina sonrió, tendió la mano y se la dio a los tres, que la miraban con alegres sonrisas. Eddie y Jamia eran pareja, eso era evidente por la forma en que Eddie extendió el brazo para darle la mano y luego apresuradamente la devolvió a su sitio alrededor de la cintura de la joven. Stephen estaba solo, sin pareja..., como ella. ¡Dios, una encerrona! Solo tardó unos dos segundos en darse cuenta de lo que estaba pasando.

—Y ese es mi marido, Pete. —Dicho esto, Mel dejó a Kalina sola para dirigirse a la parrilla y abrazarse a un hombre alto y fornido con el pelo oscuro y un poco largo.

—Encantada de conoceros a todos —dijo Kalina, y se aseguró de que el apretón de manos con Stephen fuera el más corto de los saludos.

—Dice Mel que acabas de empezar a trabajar en la empresa, en contabilidad, ¿verdad? —preguntó Stephen Johnson. Con su cuerpo alto y atlético y sus ojos azules cristalinos, parecía un superhéroe. Su pelo era perfecto, negro y brillante, y tenía unos ojos tan luminosos que parecían de mentira. La cara estaba cincelada con una perfección casi artística. Era igualito que Superman, que daba la casualidad de que era su superhéroe favorito de todos los tiempos.

Por desgracia, eso era en el mundo de los sueños de una adolescente. Aquí y ahora, aquel Superman de carne y hueso era un tío inquietantemente atractivo.

—Sí, así es —contestó ella tardíamente—. En contabilidad.

—¿Y hasta ahora qué te parece?

—Es una experiencia interesante.

Jamia se rio.

—Eso significa que no le gusta.

Kalina sonrió.

—En realidad ni me gusta ni me disgusta. Digamos que el jurado aún está deliberando. —Se dijo que eso era aplicable a muchas cosas últimamente, incluido el jefe que estaba decidida a que no le gustase.

—Lo entiendo —dijo Jamie, que a continuación miró a Eddie con lo que Kalina catalogó de fuego en los ojos.

Hacían buena pareja. Él estaba rellenito, no era todavía gordo, pero sin duda tenía todas las papeletas para serlo. Ella era al menos treinta centímetros más baja que él, con unas trenzas largas, pelirrojas, que le llegaban casi al final de la espalda. No podían parar de tocarse, no podían resistirse a la enigmática fuerza de atracción que había entre los dos.

Kalina se preguntó qué se sentiría al estar enamorada. ¿Cómo sería eso de estar tan inextricablemente unido a alguien? ¿Y cuánto duraba?

Durante la siguiente hora Pete quemó dos hamburguesas antes de poder darle finalmente a Kalina una medianamente comestible. A Eddie y a Jamia les pareció gracioso y bromeaban sobre lo malo que era Pete con la parrilla y lo extraño que resultaba que Mel siguiera organizando esas reuniones. Los hijos de Mel iban y venían: los mayores, que tenían sus propios planes, solo cogieron algo de comer antes de irse; los gemelos tenían planes más apetecibles, que consistían en sentarse frente a la televisión en el sótano para ver un maratón de dibujos animados.

Cuando Kalina terminó de comer, Stephen le recogió su plato alegremente, fue a dejarlo con la vajilla usada y volvió para sentarse a su lado.

—A Mel debes de caerle muy bien si te ha invitado a su casa. Normalmente es una persona muy reservada cuando se trata de mezclar los negocios con el placer. —Sonreía, seductor, con un botellín de cerveza en la mano.

—Es muy simpática —respondió Kalina con sinceridad—. Yo normalmente no me relaciono mucho.

—¿No te gusta salir?

Ella asintió con la cabeza y él sonrió.

—A lo mejor yo puedo cambiar eso. ¿Quieres cenar conmigo?

Era guapo y simpático. Debería de hacerle tilín, se dijo, pero no notaba nada, aquel hombre solo le inspiraba cordialidad.

—Acabamos de cenar —dijo intentando mantener el tono distendido.

—No digo hoy, ya sabes a lo que me refiero. Hablo de una cita. Tú y yo.

Él y ella. Durante unos segundos Kalina intentó que la idea echara raíces. Pero por mucho que lo intentó no sirvió de nada. No podía verse con Stephen. Ni con Reed, su compañero de la comisaría. Solo podía ver a Rome.

—No creo que sea una buena idea.

No le hacía muy feliz pensar otra vez en el hombre que parecía empeñado en arruinar su vida. No solamente no encontraba nada contra él, sino que encima tenía que tocarla, que besarla, obligarla a desearle y a necesitar lo que jamás había necesitado ni creyó que necesitaría.

Nunca tenía relaciones serias. Sexo de vez en cuando, y durante mucho tiempo ni siquiera eso, salvo en solitario. Nunca se había imaginado que sería la mitad de una pareja..., ni siquiera estaba segura de que fuera capaz de convivir con alguien a largo plazo.

Tomó aire. ¿Qué demonios le estaba pasando? Que dos hombres le tiraran los tejos dos días consecutivos era algo completamente fuera de lo normal.

La voz del galán sacó a la mujer de sus pensamientos.

—Entiendo. Sales con alguien.

—No —respondió ella rápidamente—. Qué va, no tengo a nadie. Lo que digo es que ahora mismo no quiero citas.

—No quieres citas conmigo.

Ella suspiró.

—De verdad que no estoy saliendo con nadie.

—Pero te gustaría salir con alguien... ¿Lo sabe él? —La voz de Stephen era amable, aunque había un poco de pesar en su tono.

—¿Quién tiene que saber algo?

—El hombre por el que te interesas. ¿Sabe que te gusta?

—No estoy... —Se interrumpió de repente. ¿Qué estaba haciendo? Acababa de conocer a Stephen. Joder, en realidad no conocía bien a nadie gracias a su vocación de mujer solitaria. Podría hablar sobre eso con su terapeuta, pero tampoco le caía bien el psiquiatra y preferiría meterse palillos en los ojos y caminar sobre brasas calientes antes que sentarse en ese sofá y sincerarse ante su mirada enferma y recelosa.

La mujer se sintió fatal. Definitivamente, era un desastre. En realidad más que un desastre... Pero Stephen parecía dispuesto a escucharla, así que se dijo que por qué no iba a contarle sus penas.

—Creo que lo sabe.

Aún sonriente, pero no muy contento con su confesión, Stephen añadió:

—¿Y ha dicho algo? ¿Está interesado por ti?

—Creo que sí, en cierto modo. —Decir claramente que el tío en cuestión quería acostarse con ella no le pareció muy políticamente correcto. Además, ¿cómo explicarle que pensaba que eso era todo lo que Rome quería de ella?

Stephen se reclinó en su silla.

—Sería un idiota si no lo estuviera.

Ella no pudo contener una sonrisa por la seriedad con que lo dijo, como si de verdad viese en ella algo que todo hombre debería apreciar. La idea la animó. Además, la visión de las otras dos parejas juntas plantó una pequeña semilla de esperanza en su interior.

Después de todo, tal vez sí que estaba hecha para tener una relación. Se bebió su refresco, lo pensó mejor y se lo tomó a risa, porque en realidad esa idea era ridículamente estúpida. Stephen ya llevaba cuatro cervezas, podría decir cualquier cosa y no significaría nada. De lo que Kalina estaba segura era de que la huérfana que estaba intentando hacer algo con su vida no necesitaba el estrés añadido de enamorarse del hombre equivocado.

Así que decidió disfrutar del momento. Tenía muchas ganas de estar en aquella barbacoa, de formar parte de la normalidad de unos amigos un domingo por la tarde, solo eso, por una vez.

Mientras la noche se posaba sobre la terraza, abarrotada de sillas plegables y mesas cubiertas de platos, una ligera brisa comenzó a soplar. Kalina estaba sentada con Mel, Pete y Stephen.

Se acercó a los labios el refresco que había cogido y dio un sorbo. El líquido frío se deslizó por su lengua y por su garganta causándole una suave sensación. Dejó que el sabor a lima se mezclara en su boca.

Estaba a punto de decir algo cuando lo escuchó.

Era un gemido, o un gruñido, algún tipo de ruido procedente de un animal. Miró alrededor, pero no parecía que nadie más lo hubiese oído. A lo mejor uno de los vecinos tenía un perro muy grande que podía gruñir de esa manera. Pero Kalina desechó enseguida esa explicación. No sabía por qué, pero estaba segura de que no se trataba de eso.

Su cuerpo se tensó y se enderezó en la silla. El sonido volvió a escucharse, esta vez más cerca. Lamentó no haber encontrado la forma de meter la 9 milímetros de la guantera en su minúsculo bolso. Había peligro, no le cabía duda. Era esa sensación que conocía tan bien, que se le aferraba a las entrañas y mandaba rápidos mensajes a su cerebro para que estuviera alerta. Siempre había tenido ese tipo de intuición. Sabía que experimentaba sensaciones que no tenían los demás. Justo a su lado, la conversación entre Melanie y sus invitados fluía con alegre despreocupación, pero los sentidos de Kalina tenían ahora otro objetivo. Con máxima concentración, se centró en el extraño sonido, que además se estaba acercando. Todo su cuerpo y toda su mente, hasta lo más recóndito, se prepararon para reaccionar.

Era de lo más extraño. Tuvo una sensación de déjà vu tan fuerte que se mareó. Tendría que luchar, se dijo, y la idea hizo que sintiera un cosquilleo en los dedos. Pero ¿contra quién? Estaba en una barbacoa con amigos, por el amor de Dios. ¿Iba a pelear con el cuñado que había venido pensando que iba a ligar? ¿Con el padre de familia que le había quemado las hamburguesas?

No tenía sentido.

Pero al final del jardín, donde unos arbustos frondosos cubrían la alta cerca que protegía la intimidad del recinto, notó un movimiento. De una sombra, pero un movimiento al fin y al cabo. Se puso de pie instintivamente y se fijó en ese punto.

—¿Necesitas algo? —preguntó Stephen, que ya estaba a su lado.

—¿Eh?..., no. Esto..., solo necesito ir al baño —contestó ella—. Ahora vuelvo.

Kalina entró en la cocina por la puerta de atrás. Caminó velozmente a través de las habitaciones en busca de la puerta del sótano. La encontró en la pared del vestíbulo. Se dirigió escaleras abajo, mientras escuchaba un estruendo que identificó como la música de Bob Esponja. Al final de las escaleras miró a su izquierda. Entró a una habitación enmoquetada, revestida de madera y llena de muebles entre los que se incluía una gran televisión de pantalla plana. Mathew estaba tirado en el sofá y Madison se hallaba profundamente dormida en un sillón frente a él.

Fue de puntillas hasta la puerta y entró en lo que era obviamente el cuarto de la lavadora: el suelo era de cemento, había una lavadora y una secadora y ropa colgada o doblada por todas partes. Pero nada de eso importaba; la sensación de que había algo fuera se le antojaba cada vez más presente, más angustiosa. Había otra puerta y Kalina la abrió rápidamente, después de agarrar un bate de béisbol que había visto antes en un rincón.

Salió a la noche y comprobó que los adultos seguían hablando y bebiendo justo encima de ella, en la terraza. Se movió despacio, con la esperanza de que los invitados y los anfitriones, confundidos por la cerveza, no la vieran atravesar sigilosamente el alargado jardín. Kalina se sirvió del manto de la oscuridad y la densa fila de arbustos y se adentró más y más en el jardín, hasta que un sonido la hizo detenerse.

Esta vez no se trataba de un gruñido, sino de un resoplido. Y ella sabía que era de un animal porque no era la primera vez que lo oía. Lo había oído la noche anterior, y otra noche mucho más lejana.

Rezó para estar equivocada. Lo que pensaba que había visto no existía, no podía existir. Se acercó más a los arbustos con ese pensamiento en la cabeza.

Entre ellos hubo un destello de luz. Verde. Dos círculos verdes. ¿Eran ojos?

El corazón casi se le salió del pecho cuando tal idea entró de golpe en su cerebro.

Se paró, incapaz de moverse ni un centímetro.

Ojos en los arbustos.

Se escuchó algo detrás de ella y se estremeció. Se dio la vuelta como un rayo y levantó el bate. Lo que se le echaba encima era grande y se movía con rapidez. Pero ella era más veloz y con un gesto preciso le dio un estruendoso golpe. Se disponía a golpear con el bate de nuevo y acercarse para comprobar lo que era cuando la cogieron por detrás.

Una mano le tapó la boca, otra la agarró de la cintura y fue arrastrada hacia los arbustos que había pensado que eran su escudo.

Opuso resistencia, pero fue en vano, porque su captor era muy fuerte y se movía con rapidez. La cerca cedió por la zona donde estaban los cubos de basura, pero no produjo ningún ruido al romperse. Se movían rapidísimo. Sentía el azote del viento en la piel como si estuvieran viajando en coche descapotable a alta velocidad.

El resoplido se hizo más y más ruidoso, hasta que se convirtió en un maullido enfermizo. Y el secuestrador siguió moviéndose y moviéndose hasta que la tiró en la parte trasera de una furgoneta.

—¡Vamos! —gritó la voz de un hombre.

El motor arrancó y las ruedas chirriaron en el asfalto.

Kalina se dio la vuelta en el asiento de cuero y se giró hasta que vio unos ojos que la asustaron aún más que los círculos verdes que había visto entre los arbustos. Eran dorados, como motas de sol derramadas en la cara de un hombre con la piel del color de la noche.

Ahora sí que hubiera dado cualquier cosa por tener su pistola.