Capítulo 2
ROME se empalmó al instante, el deseo le golpeaba por todas partes.
—Perdón —dijo ella en el momento en que se abrió la puerta—. Tengo unos cheques que necesito que firme y su ayudante no estaba en su mesa.
Detrás de su escritorio Rome se puso tenso y se pasó la lengua despacio por los dientes, que de repente estaban demasiado afiliados para ser humanos. Sus fosas nasales se abrieron mientras inhalaba, dejando que el aroma de la joven le impregnara todo el organismo.
Era ella.
Por dentro su felino rugió, saltó a la superficie como si también la conociera. Habían pasado dos años desde que la vio por primera vez. Había pensado en ella, demasiado para siquiera contemplar esa idea en este momento. Pensaba en ella, soñaba con ella, fantaseaba con ella. Pero no tenía ni idea de quién era o dónde había ido esa noche.
Ahora estaba aquí.
En su empresa, caminando por su despacho hacia él. Observó cómo andaba, sus largas piernas se acercaban a él, sus caderas curvilíneas se balanceaban con el vaivén de sus pasos. Sus pechos eran redondos, abundantes, hacían que sus manos se murieran por tocarlos. El vestido que llevaba envolvía su cuerpo, atado a un lado con una especie de fajín, y la tela acariciaba cada una de sus curvas como una suave melodía de jazz. El pelo, negro fundido con un color castaño rojizo, lo llevaba corto y de punta, lo que acentuaba los rasgos exóticos de su cara, la cara que le había obsesionado durante tanto tiempo. Su tez era del color de la miel, sus pómulos marcados y los labios gruesos. Sus ojos lucían el color de las hojas en otoño.
Y en este momento le estaba entregando un montón de cheques de su empresa.
—¿Trabajas aquí? —preguntó mientras se daba cuenta de la asombrosa estupidez de la pregunta—. ¿Cuándo te contrataron? —reformuló.
Ella paró en seco a solo unos centímetros de su mesa. Se miraron a los ojos, fijamente. Entonces ella se aclaró la garganta.
—Me contrató hace dos semanas el señor Mathison. Trabajo en contabilidad. Si firma estos cheques ya no le molestaré más —dijo mientras miraba fugazmente a Nick, que tenía a su vez los ojos fijos en Rome.
Llevaba dos semanas en la empresa y él no había percibido su aroma hasta ese momento. Contabilidad estaba en la quinta planta y el despacho de Rome en la séptima. Aun así, había estado muy cerca de ella durante catorce días y no se había dado cuenta.
¿Y por qué debería haberlo hecho? Esa mujer no era nadie especial, solo una más a la que había ayudado hacía mucho tiempo. No debería ser ningún indicador de que ella volvía a estar en su vida. No había que darle importancia. Él contrataba a cientos de personas, mujeres incluidas. Esta no era diferente.
Ahora estaba más cerca del escritorio, con el brazo extendido para darle los cheques. Él alargó la mano para alcanzarlos, dejando a propósito que sus dedos se rozaran, y la oleada de calor que enseguida sintió desde el brazo al resto del cuerpo lo dejó sin aliento. El calor y la lujuria eran tan intensos que apenas podía tragar, tan potentes que sus testículos se tensaron con la idea de liberarse. Su abultado miembro palpitaba con fuerza contra la cremallera, ansioso de entrar dentro de ella.
El brazo que tenía extendido se retiró rápidamente; primero lo llevó detrás de su espalda y luego hacia un lado, en un movimiento con el que intentaba demostrar control. Pero era un control apenas dominado, Rome lo podía percibir en sus ojos. Ella también se había acalorado, y estaba confundida. Rome respiró hondo y se resignó a no saber exactamente cómo se sentía la mujer.
Cogió un bolígrafo del portalápices situado a su izquierda y empezó a firmar los cheques. Mirarla estaba haciendo que se le pasaran por la cabeza todo tipo de cosas, las sensaciones le asediaban el cuerpo. La palabra «confusión» se quedaba corta.
—¿Qué te parece tu trabajo por ahora...? —preguntó Nick, haciendo una pausa para aludir al hecho de que no sabían su nombre.
Su respuesta fue rápida, su voz clara, casi melódica.
—Kalina Harper. Me gusta mucho. Nunca había trabajado en un despacho de abogados, así que está siendo una experiencia muy enriquecedora —respondió.
—Me alegro. Tendremos que ir a comer algún día —continuó Nick—. Procuro conocer a todos nuestros empleados. No puedo creer que no supiera que te habían contratado.
—Los cheques ya están —interrumpió Rome con brusquedad. Entonces se puso de pie, rodeó a la mesa y se detuvo delante de ella. Había tanta tensión que se podía cortar el aire a su alrededor. Ella cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro. Cada tendón del cuerpo de Rome latía, el aroma de esa chica se filtraba por sus fosas nasales, entrando gota a gota en su organismo como una potente droga. Pero ni siquiera eso era suficiente para enmascarar la maraña de dolor que yacía en la distancia, el recuerdo del sufrimiento y miedo. Y algo más.
—¿Te gusta trabajar en contabilidad? —preguntó él.
Ella lo miró a los ojos de un modo casi desafiante mientras alargaba la mano para coger los cheques.
—Sí, me gusta.
Mentira.
Su especie podía oler una mentira o un engaño intencionado tan fácilmente como la excitación. Aunque claro, a la gran mayoría de los empleados no les gustaba su trabajo, trabajaran para él o para otra persona. Eso no era nada nuevo. Aun así, le preocupó.
—¿Me puede dar los cheques? —preguntó ella.
Rome sonrió. «Despacio, seductor, convincente», pensó él. Al extenderle los cheques mantuvo sus ojos fijos en los de ella. Había algo en esa mujer que le intrigaba, lo excitaba, hacía que la deseara. Completamente.
Y lo que Rome quería lo conseguía.
—Aquí tienes. —Sujetó los papeles con las dos manos y se aseguró de que tuviera que tocarlo para recogerlos. En el momento en que sus manos se acercaron él las cubrió, agarrándola con firmeza.
Ese urgente e intenso deseo por ella era casi doloroso. Pero fue la forma en que ella lo miró lo que realmente hizo que se quedara sin aliento. En ese momento sus ojos eran diferentes, el color ámbar se aclaró, y juraría que vio destellos de un tono amarillento, retazos de conocimiento.
¿Acaso sabía ella quién era? ¿Lo que era? Imposible.
—Encantado de conocerte —dijo él, mientras la soltaba con suavidad.
Ella dio un paso hacia atrás pero no apartó la mirada de él. Sus ojos parecían normales otra vez y se la veía más controlada.
—Igualmente —respondió ella antes de darse la vuelta, sonreír a Nick y salir del despacho.
—Bueno. Bueno. Bueno. —Nick juntó las palmas de las manos y se relamió.
—De vuelta al trabajo —dijo Rome, bastante nervioso.
—¿Trabajo? ¿Cómo puedes pensar en trabajar cuando esa tía tan buena acaba de salir por la puerta?
—¿Me preguntas cómo? —inquirió Rome una vez que volvió a estar detrás de su escritorio. Cogió una carpeta y la levantó—. Mi cliente es un hombre cruel que miente con la misma facilidad con la que sonríe. Y su futura exmujer no es mucho mejor ya que se acuesta con todo el que se preste a ello, sobre todo si es socio de su marido.
Nick se quitó una pelusa imaginaria del traje.
—Lo que demuestra que tengo razón cuando digo que el matrimonio es una institución para los clínicamente locos.
Rome casi sonrió aun sabiendo que Nick lo decía totalmente en serio. Nick siempre había dicho que nunca se casaría, por mucho que le gustaran las mujeres y le encantara el sexo. El caso era que para Rome y Nick la institución del matrimonio era completamente distinta que para los clientes de Rome.
—Los dos son unos tercos, egoístas y orgullosos. El sentido común dice que simplemente se lo repartan todo a partes iguales y sigan con sus vidas por separado, pero eso sería demasiado fácil.
—Y con las mujeres nada es fácil —añadió Nick—. ¿Te he hablado de la chica con la que me veía hace un par de semanas?
—¿Cuál era esa? Ya he perdido la cuenta de tus novias.
A Nick le encantaban las mujeres, por decirlo con delicadeza. Y a las mujeres también les encantaba Nick. Cuando eran adolescentes Rome bromeaba con que era por su aspecto de niño presumido. La madre de Nick era de Panamá; su familia estaba recorriendo uno de los muchos bosques tropicales de Sudamérica cuando conoció al padre afroamericano de Nick. Así que Nick tenía la piel dorada y el pelo negro ondulado. Le prestaba más atención a su ropa y a su apariencia que diez mujeres juntas, de manera que siempre iba de punta en blanco. Y su cuenta corriente podía hacer que Donald Trump pareciera un sin techo. Pero no alardeaba de su riqueza, no la utilizaba para conseguir lo que quería en la vida; nunca había tenido que hacerlo.
Los dos habían nacido en el bosque tropical de Gungi, en Brasil, y se habían trasladado a Estados Unidos con sus padres cuando eran pequeños. Rome y sus padres fueron a Florida y Nick, sus padres y su hermana a Texas. Los dos tenían la misma edad, con solo dos meses de diferencia que hacían que Rome fuera el mayor. La decisión de mudarse a Washington también la habían tomado sus padres al mismo tiempo, cuando los dos niños tenían cuatro años.
Lo que normalmente no pensaba la gente de Nick a primera vista era que se trataba de un adversario despiadado cuando se enfadaba; mortal, para ser exactos.
Rome podría decir exactamente igual de sí mismo, pero él era más cauteloso que su amigo. Gracias a su educación, desde niño sabía dominarse en todo momento, cualidad que le había permitido convertirse en un astuto abogado. Ganaba casos porque tenía información que nadie más poseía. Utilizaba sus demás habilidades para tapar las mentiras, calcular los daños y golpear rápida y eficazmente. Nadie sabía quién o qué eran en realidad él y Nick, o de lo que eran capaces. Y pensaban mantenerlo así.
—Muy gracioso. Hablando del tema, ¿cuándo fue la última vez que tuviste una cita?
—¿Para qué?
—Pues para que descargues algo de toda esa tensión que llevas encima que te pesa como si fuera equipaje. Joder, tío, tampoco eres tan feo. —Se rio—. Sal y moja para variar.
Esta era una vieja conversación entre ellos dos y Rome entendía perfectamente a lo que se refería Nick. Tenían mucho aguante. Y sus sentidos agudizados hacían que la experiencia sexual fuera mucho más intensa que para los humanos. Él disfrutaba del sexo y se aseguraba de que las mujeres que decidían acostarse con él lo disfrutaran también. Aun así, Rome no lo practicaba tan a la ligera como Nick. No podía permitírselo.
—Para mí no es tan importante como para ti.
Nick asintió con la cabeza sin más.
—Vale, ¿así que no te importa si invito a cenar a esa nueva empleada tan sexy?
Sin dudarlo un momento Rome respondió:
—Ni-se-te-ocurra. —Articuló y pronunció cada palabra con un timbre de voz bajo y profundo, más parecido al gruñido de un felino que a la voz humana.
Nick echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.
—Bienvenido al mundo de las mujeres, amigo mío.
—Aquí no hay nada —susurró Kalina por su teléfono móvil.
—¿Cómo que nada? —preguntó la voz al otro lado.
Eran poco más de las cinco y casi todo el mundo de su planta ya se había ido. Todos los días el agente Jack Ferrell, su jefe directo en el caso que tenían entre manos, la llamaba para que le pusiera al día. Al principio le pareció extraño tanto interés porque en los anteriores casos en los que había trabajado, Ferrell no había estado involucrado en absoluto, a pesar de que llevaba en el Departamento de Policía Metropolitana más de treinta años. Probablemente solo estaba nervioso y la vigilaba de cerca de forma que si echaba a perder la operación, él pudiera guardar las apariencias antes de que la DEA se llevara por delante a toda la unidad. Además, la DEA estaba muy centrada en desarticular cárteles sudamericanos y si ella era capaz de encontrar la información adecuada, formaría parte de ese éxito rotundo. Habría hecho algo sumamente importante y de paso tendría una buena razón para estar orgullosa de sí misma. Formaría parte de algo que cambiaría el mundo, un enorme logro en su hasta entonces deprimente vida. Por desgracia, no había nadie en su vida que también pudiera estar orgulloso de ella.
—He repasado todos los registros de QuickBooks con fecha de hace dos años. Están las deducciones, pero la cuenta a la que se han transferido es la misma sobre la que ya tenemos los informes. Está a nombre de Roman Reynolds, y las deducciones se descontaron de la cuenta de la empresa como bonificaciones.
—O sea, que le está ocultando ingresos adicionales a Hacienda —preguntó Jack.
—No. —Suspiró a la vez que apretaba los botones del teclado para apagar su ordenador—. Todo está declarado. Tengo que admitir, Jack, que parece estar limpio.
—Pero ¡no lo está! —le gritó él al teléfono.
Kalina se apartó el móvil de la oreja durante un segundo y se quedó mirándolo. En todos sus años en la policía ninguno de sus superiores había usado ese tono con ella; nunca lo habían tenido que hacer. Y no tenía muy claro si le gustaba.
—Mira, creo que estar aquí es un error —le dijo finalmente. No estaba tirando la toalla, se dijo a sí misma, pero le molestaba la manera en la que se había sentido toda la tarde después de haber ido al despacho de Rome. No era solo lujuria. Con eso podía lidiar. Tenía juguetes más que suficientes en casa para correrse, si solo fuera cuestión de desfogarse. Pero cuando Rome la tocó sintió algo que jamás había sentido..., y su forma de mirarla, el calor que se movía entre los dos como si fueran las únicas personas en esa habitación... Era desconcertante. Los vestigios de esas extrañas sensaciones la habían acompañado durante todo el día, arrastrando a sus pensamientos de un lado a otro, causando lo que parecían oleadas de sensaciones bajo su piel.
Por la razón que fuese, quería escapar de Roman Reynolds. Lejos, quería irse muy lejos.
—¡No! Tienes que encontrar algo. Sé que está ahí. ¿Dónde está ubicada la cuenta?
—Nova National Bank en Natal, Brasil.
—¿Algún movimiento de dinero desde ahí?
—Algunos cargos, pero todos los ha hecho él, en efectivo. No se puede saber lo que hizo con el dinero cuando lo sacó. —No había ningún vínculo con los contactos que tenían del cártel ni transacciones ilegales registradas. O Reynolds era ultra listo o era inocente. No quería confiar demasiado en lo segundo, especialmente después de las oscuras vibraciones que había recibido de él.
—A lo mejor estás mirando los registros que no son.
—¿Qué? Tenemos que seguirle el rastro a su dinero. ¿Qué otros registros voy a mirar aparte de las cuentas bancarias y los archivos financieros?
—Tenemos que seguir sus movimientos, cualquier movimiento de Reynolds. Necesitamos conocer sus contactos, a quién llama desde la línea de su despacho, desde su línea privada y desde su teléfono móvil.
Veía adónde quería llegar, y lo cierto era que la DEA podía conseguir esa información con mucha facilidad. No necesitaban infiltrarla en la oficina de Reynolds para acceder a su historial telefónico.
—Vale, pide sus registros de llamadas —sugirió ella.
—No es suficiente. Necesitamos una conexión personal, documentos que lo vinculen a gente de Sudamérica, personas concretas.
Como transportistas, mensajeros, compradores. Esa parte la entendía. Aun así, sospechaba que Ferrell hablaba de algo más. Cuando le plantearon esta misión por primera vez, dijeron que era solo sobre los movimientos de dinero de Reynolds. La mayoría de la gente de la ciudad pensaba que tenía demasiado para ser un simple abogado. Era un buen abogado, un litigante dinámico con montones de clientes importantes. Aun así, provenía de unos padres aparentemente normales que habían sido asesinados cuando él era solo un niño. No tuvo una gran herencia, ni un familiar rico que se hiciera cargo de él. Así pues, la única explicación lógica para justificar su situación financiera era que tuviese alguna relación con el mundo de las drogas. ¿Era esto meterse en las competencias de la DEA? Por supuesto, pero por malo que pareciera, Kalina se sentía obligada a hacer su trabajo.
Había una cosa, un pequeño detalle sobre Roman Reynolds que había descubierto en el transcurso de su investigación que se le había quedado grabado. Tras la muerte de sus padres, el Estado no se hizo cargo de la tutela de Roman. Aunque se había quedado sin padres, él no era huérfano como ella. Alguien lo quería, lo quería lo suficiente como para mantenerlo a salvo y educarlo para ayudarle a convertirse en un hombre de éxito. Punzadas de dolor la oprimieron y Kalina las aplacó. Se negaba a volver a regodearse en la autocompasión.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó, porque al fin al cabo el trabajo era lo único que tenía.
—Consigue la información que necesitamos —fue su simple respuesta.
—¿Cómo?
—Tú eres la detective, Harper. ¡Averígualo!
Se cortó la línea y Kalina contuvo una sarta de insultos que le hubiese encantado soltarle a Ferrell. Pero ella quería más. Maldita sea, ella quería ese ascenso. Y este caso la situaba en esa dirección.
Tiró el teléfono dentro de su bolso y se levantó de la mesa. Iba a encontrar la información que él quería; presentaría un gran informe que la llevaría a la detención de Roman Reynolds y, con un poco de suerte, a una acusación formal y a una condena. Sí, todo iba a salir bien, se convenció a sí misma mientras cogía el ascensor hasta la séptima planta. Volvió a sacar el teléfono y marcó rápidamente el número de la oficina, contenta al escuchar el contestador automático que saltó para informar de las horas de oficina. Ignoró la voz nasal enlatada, marcó la extensión de Rome y se alegró al oír otra vez otro mensaje grabado.
Rome se había ido.
La séptima planta estaba prácticamente vacía. Si había alguien trabajando hasta tarde se encontraría en su despacho y no estaría pendiente de lo que ella estaba a punto de hacer.
Era una agente de la ley, se dijo a sí misma en el momento en que se acercó a la puerta del despacho de Rome. Respiró hondo y se recordó a sí misma: «Una agente de la ley que necesita este ascenso». Giró el pomo para ver si la puerta estaba cerrada. Lo estaba. Suspiró y buscó en su bolso el gancho que había guardado dentro. Forzar una cerradura no debería ser cosa fácil para un poli, pero unos segundos después el clic del cerrojo le indicó que tenía vía libre. Y sonrió.
A Rome se le encogió el pecho, la traición le oprimía con una fuerza indescriptible. No conocía a esa mujer y sin embargo sentía lo contrario. Así que lo que estaba haciendo le rasgaba por dentro y afectaba a lo que sentía hacia ella. Quería gruñir, rugir su disgusto tan alto como pudiera, pero sabía que eso no era posible.
Además de la punzada de traición sentía el fuego de la lujuria, el ahínco de deseo que casi lo había dejado sin aliento en el momento en que ella entró en su despacho. Había ido a su baño privado a refrescarse antes de dirigirse a la reunión, pero en el momento en que captó su aroma se detuvo. Dos segundos más tarde ella estaba cerrando la puerta de su despacho, avanzando hacia su mesa.
Curioso por saber lo que estaba buscando, se quedó en la sombra de la puerta medio abierta del baño observando, esperando. Ella encendió el ordenador e intentó adivinar su contraseña para iniciar la sesión. No estaba asustado; nunca la averiguaría. Era todo lo demás lo que le desconcertaba. ¿Por qué estaba ahí? ¿Qué buscaba? ¿Y quién la mandaba?
Dio un paso lento al frente y se juró conseguir todas las respuestas que necesitaba, y el roce con ella que tanto ansiaba. No importaba el precio.
Kalina iba por su cuarto intento, había utilizado todas las variaciones que se le habían ocurrido con su nombre, sus iniciales y las iniciales de la empresa.
—¡Maldita sea! —susurró, y dejó los dedos apoyados en el teclado mientras reflexionaba unos segundos.
Seguía pensando en posibles contraseñas cuando la interrumpió el calor que sintió en el cuello seguido de la inconfundible punzada de un mordisco en el hombro. Saltó de la silla e inmediatamente se llevó la mano a la espalda para coger su pistola, solo para enfrentarse a una decepción. Hoy se había puesto un vestido, no propicio para engancharse una Glock en la cintura. En el bolso llevaba un 38 pero eso no le iba a servir de nada en este momento, puesto que estaba en la mesa, a muchos centímetros de distancia.
Por lo que parecía estaba acorralada; tenía el trasero apoyado contra la mesa dado que se había dado la vuelta para ver quién o qué la estaba mordiendo. Era él, lo que no la sorprendió.
Toda su vida había tenido una gran percepción sensorial. Por lo general podía sentir incluso cuando alguien simplemente la estaba mirando. De manera que debería haber sabido que alguien se estaba acercando por detrás. Sin embargo, no había escuchado ningún sonido, no había sido consciente de ninguna otra presencia más que de la suya propia. Pero ahí estaba, Roman Reynolds, a apenas unos centímetros de ella y acercándose aún más.
—¿Buscas algo? —La voz masculina era más grave que cuando había entrado en su despacho por la mañana para que le firmara los cheques.
Y esa no era la única diferencia. Parecía más grande, si es que eso era posible. Más alto, los hombros más anchos; seguía siendo guapísimo, pero su belleza estaba ahora matizada con un aire letalmente peligroso, lo que hizo que le diera un vuelco el corazón.
—Olvidé mandar un correo... —dijo ella, tratando con dificultad de inventarse una razón para estar allí a esas horas.
Él apartó los brazos y ella se echó hacia atrás para coger el bolso. Rome tenía fama de ser una persona sombría, melancólica, no necesariamente peligrosa, pero tampoco un ser afable. Eso era lo que ella había leído sobre él. Lo que sentía justo en ese instante no era exactamente una amenaza en el sentido literal de la palabra.
En el instante en el que su mano llegó al bolso y se puso a forcejear para abrir la cremallera, él la tocó. Sus dos grandes manos rodearon sus mejillas e inclinaron su cabeza hacia arriba para que lo mirase directamente a la cara.
Ella tragó saliva.
—Pensé que podía mandarlo desde su ordenador e irme a casa. Así no tendría que volver a bajar.
—¿Sabías que las mentiras huelen, Kalina?
Él inclinó la cabeza hacia delante e inhaló profundamente.
A ella literalmente le temblaban las piernas. Y sin embargo no estaba asustada. Estaba excitada. Tanto que su ropa interior ya se había humedecido y sus pezones se estremecían cada vez que el pecho de Rome apenas los rozaba.
—No estoy mintiendo —dijo, intentando imprimir en su voz un tono de seguridad, cosa que no consiguió—. Ahora bien, si pudiera quitarme las manos de encima no tendría que denunciarle por acoso.
—Yo podría presentar cargos por allanamiento —dijo él mientras bajaba la mirada para posarla en sus labios.
Ella se los humedeció instintivamente, y ese gesto provocó en Rome una respuesta que Kalina solo podría haber descrito como un rugido grave y estruendoso, lo cual parecía imposible. Se puso alerta. No estaba segura de por qué pero intuía que era imperativo luchar contra él. Por eso levantó la rodilla sin pensarlo dos veces, sintiendo algo de orgullo cuando le rozó la ingle y notó cómo se apartaba rápidamente para evitar una agresión mayor, momento que ella aprovechó para empujarlo con intención de salir corriendo hacia la puerta. La victoria, sin embargo, le duró poco. Rome ni siquiera se movió con el empujón. La agarró de la cintura y la arrastró hacia sí sin el menor esfuerzo.
—Bueno, esto ha sido peor que colarte en mi despacho e intentar entrar en mi ordenador. —Puso la boca justo en su oreja y le mordisqueó el lóbulo con unos dientes más afilados que cualquier aguja.
—Suélteme —dijo intentando no dejarse llevar por el pánico. Veía el bolso en la mesa, sabía que su única protección estaba allí. Pero ese hombre la tenía sujeta lejos de la mesa, demasiado lejos para alcanzar el bolso sin que él supiera lo que estaba haciendo—. O gritaré tanto que se escuchará en todo el edificio. Todos los vigilantes de seguridad que me oigan vendrán corriendo.
Él le lamió la oreja. Luego la estrechó aún más; su abultada erección rozaba su trasero con insistencia. Debería estar escandalizada por el descaro de ese hombre. No la conocía, no tenía ni idea de si salía con alguien o si simplemente no estaba interesada en él. Eso le daba igual. Seguía restregándose contra ella como prometiendo más.
Definitivamente eso no iba a pasar, a Kalina le traía sin cuidado lo mucho que su sexo se derritiera por él en ese preciso momento.
—Este edificio es mío. Por lo tanto, todos los vigilantes de seguridad que hay aquí trabajan para mí. Como usted, señorita Harper. —Dijo su nombre con claro sarcasmo mientras le daba la vuelta bruscamente hacia él—.Trabajas en esta empresa y aun así estás aquí, intentando espiar en mi ordenador. Quiero saber por qué.
—No estaba espiando —empezó a decir cuando él empujó su cuerpo contra el suyo. Tenía el trasero contra un lado de la mesa y se esforzaba por permanecer erguida.
—No me mientas —gruñó él, y le enseñó fugazmente los dientes.
El intenso calor que despedía su cuerpo se unió con el de ella, se fundió hasta que se vieron consumidos por un deseo recíproco que amenazaba con desestabilizar la sensatez de ambos.
—Podría despedirte.
Unas punzadas de pánico se revolvieron dentro de ella, pero se negaba a demostrarlo.
—Y yo definitivamente lo denunciaré por acoso.
—No te estoy acosando.
—Ah, ¿no? —Ella se retorció para corroborar su argumento. Fue un error. Cada parte de él estaba dura, y a continuación le lanzó una mirada gélida. Su envergadura se apretaba contra ella con tal persistencia que Kalina estuvo a punto de abrir las piernas y simplemente dejarse llevar. Tragó saliva e intentó mantenerse centrada—. Esto es más que acoso, señor Reynolds. ¿Así es como trata a todos sus empleados?
—Ninguno de mis empleados me pone la polla tan dura como tú.
Debería haberse escandalizado, debería haberse sentido avergonzada por su lenguaje grosero; en cambio, estaba aún más excitada.
—Por desgracia, eso no entra en las funciones de mi puesto.
—Tiene gracia, no creo que el allanamiento entre tampoco.
—Esto es ridículo —dijo ella—. Suélteme y hablemos como adultos.
Él negó con la cabeza.
—Ahora no me apetece hablar.
Y si a ella le apetecía hablar, cambió de idea en el segundo en que sus labios se tocaron. No había nada de dulzura en ese beso. Ni seducción, ni sumisión. Su instinto le había advertido que ese hombre no era nada fácil. El beso era sensual y urgente, erótico, y cortaba la respiración. Ella quería apartarse, pero sus labios, sus lenguas, sus gemidos, sus manos, todo se fundió en un abrasador intercambio de sensaciones.