Capítulo 3
ELLA desprendía un sabor dulce y primitivo que despertaba el animal que había en él y llevaba su erección hasta el punto del dolor. Rome deslizó su mano por el cuerpo de la mujer, desde sus brazos hasta el muslo, y a continuación le levantó la pierna que tanto dolor había intentado causarle antes y se la puso por la espalda.
Kalina respiraba con dificultad, con jadeos pesados y entrecortados. Su boca había dejado de discutir, su cuerpo había sucumbido al infierno que se desataba dentro de ellos. ¿Era esto raro? ¿Que estuviese a punto de follarse en su escritorio a una mujer que acababa de conocer oficialmente hacía cinco horas? Probablemente. ¿Era lo suficientemente raro para hacer que parase? Ni de coña.
Rome tenía la pierna de esa mujer enganchada a él y se movió ligeramente para que su erección embravecida rozara justo su sexo. Si no hubiera sido por la barrera de la ropa se habría plantado muy dentro de ella en ese mismo momento.
Cuando liberó sus labios de los de ella su cabeza cayó hacia atrás y sus dedos se agarraron a sus fornidos hombros. Era preciosa, llevaba en la cara la lujuria y el deseo como si fueran maquillaje de alta gama. Arqueó la espalda, sus pechos sobresalieron hacia delante, una invitación que no podía rechazar. Entonces la lamió, creó un largo sendero con la lengua desde su cuello hasta la hendidura entre sus senos. La tela del vestido envolvía esos suculentos montículos, pero a Rome no le importaba. Su lengua pasó por encima, y sus dientes agarraron un pezón para lamerlo.
—Maldita sea —dijo ella sin apenas aliento—. Esto no puede pasar.
—Oh, claro que va a pasar —fue su apremiante respuesta.
Rome solía ser un amante paciente, aunque voraz y extremadamente meticuloso. Ahora mismo solo podía pensar en una cosa. El olor de la excitación de Kalina era una bruma densa que lo envolvía e hipnotizaba de forma que ella era lo único que tenía en la cabeza. Habría consecuencias, lo sabía, y relegó ese pensamiento al fondo de su mente. También habría placer, un placer que estaba seguro iba a encontrar muy dentro de ella.
Se estaba abriendo la cremallera, liberando hábilmente su voluminoso miembro, cuando ella le dio un golpe en el pecho con una fuerza que no se esperaba. Trastabilló, y ella aprovechó el momento para levantar las piernas, subirse a la mesa y aterrizar en el otro lado.
—He dicho que esto no va a pasar. —Kalina respiraba agitadamente mientras hablaba, con los labios hinchados por sus besos.
Si su erección no hubiera sido tan dolorosa, Rome podría haberse reído de la situación. Nunca había visto a una mujer huir literalmente de él. Y no pensó ni por un minuto que huía porque no lo deseaba. No, era por algo diferente. Por la razón por la que Kalina Harper estaba realmente en su despacho.
—¿Pero tú quieres que pase?
—No —dijo rápidamente. Demasiado rápido.
Maldito él por ser tan sexy, por tener un atractivo que seduciría a cualquier mujer en sus cabales. Y maldita ella por perder el control de la situación. Ella no era así. Nunca había llegado tan lejos con un hombre que acababa de conocer. Y mucho menos encima de una mesa en un edificio de oficinas. Vale, ya se reprendería a sí misma más tarde por su falta momentánea de control. Por ahora necesitaba salir de ese despacho y alejarse de ese hombre. Si no, todo por lo que había trabajado en su vida se echaría a perder.
—¿Estás segura? —Su voz era baja, grave a medida que se ponía de pie al otro lado del escritorio y se llevaba la mano a la erección más voluptuosa que Kalina había visto en su vida.
Su mirada se posó ahí, se le hacía la boca agua. Sacudió la cabeza y procuró concentrarse solo en una cosa: en su trabajo. Se acercó al escritorio y cogió el bolso, y el peso de la pistola que llevaba dentro hizo que se sintiese segura. Por desgracia, Roman ahora tenía su propia arma. Una que se estaba acariciando en esos momentos, deslizando los dedos sobre la punta tersa y oscura para seducirla, incitarla.
—¿Qué estás haciendo aquí si no quieres esto? —preguntó seductoramente. Sabía que estaba mirando cómo se acariciaba, sabía que una parte de ella lo estaba disfrutando.
Maldito sea.
Kalina se aclaró la garganta.
—Como le he dicho, quería mandar un correo electrónico antes de irme de la oficina. Debí haber bajado a mi mesa pero me hallaba en esta planta dejando otros documentos y pensé que ya se había ido. Entrar aquí me pareció más conveniente. Supongo que estaba equivocada.
Él no dijo nada, solo dejó su sensual mirada fija en la de ella y siguió acariciando su miembro con la mano. Su sexo se contrajo, se humedeció tanto que su esencia calaba y su cuerpo prácticamente le suplicaba que se dejase llevar. Ella se mantuvo firme, o tan firme como era humanamente posible dadas las circunstancias.
—Me voy.
—¿Estás segura?
—Estoy segurísima.
—No pararé hasta que sacies el deseo, Kalina. —Seguía mirándola mientras se volvía a abrochar los pantalones—. Vas a desearme hasta que me tengas.
—¡Eres un jodido arrogante! —Le soltó esas palabras de manera instintiva. Él era exactamente eso, pero también era técnicamente su jefe y el objeto de su investigación.
Tenía que salir de allí antes de que se quedara sin trabajo en ambos frentes.
—Le pido disculpas por cualquier inconveniente que le haya causado al entrar en su despacho sin permiso —dijo, y se dio la vuelta para salir por la puerta.
En el minuto en que su mano tocó el pomo él volvió a hablar.
—Aún podría despedirte.
Ella miró por encima del hombro; en su voz sonó una bravuconería que en verdad no sentía.
—Y yo puedo meterte hasta el cuello en el pleito por acoso sexual más grande del año. ¿Qué sería de ti entonces, señor Litigante Letal?
No contestó. Ella sabía que no lo haría. A Roman Reynolds le gustaba jugar bien, le gustaba evaluar la situación y luego entrar a matar. Kalina no le estaba dando la oportunidad de hacer nada de eso.
Él tenía razón, podía despedirla. Y ella tenía razón, podía denunciarlo y dejarlo con el culo al aire (pensó, con una sonrisita, que la expresión no iba con segundas), a él y a su empresa. Pero al cerrar la puerta tras de sí tuvo la sensación de que ninguno de los dos emprendería esas acciones.
Lo que fuera que acababa de pasar entre ellos era demasiado grande para eso.
Kalina tenía una relación de amor-odio con la lluvia. Y con la oscuridad. Y con la soledad.
Parecía un caso perdido cuando se sentó en el alféizar interior de la ventana de su habitación para mirar la noche entre suspiros. Su apartamento estaba vacío salvo por los muebles y los pocos recuerdos que se permitía coleccionar. No había nadie que le diera la bienvenida en casa, ni marido, ni pareja. Ni siquiera una mascota.
Todos los días eran iguales.
No, esta noche era diferente.
Había ido a la comisaría nada más salir de la oficina. Iba en contra del protocolo, lo sabía. Su rutina tenía que ser la misma por si alguien la estaba vigilando. Nunca debía ir a la comisaría a no ser que se lo ordenase su superior. Pero lo necesitaba, su mente precisaba la única cosa que se mantenía constante en su vida. Lo único que importaba. Su trabajo.
Roman Reynolds la había tocado. La había besado y ella lo había besado a él lascivamente. El calor que habían intercambiado no se parecía a nada que hubiera experimentado en su vida y por primera vez en mucho tiempo Kalina estaba desconcertada.
Su trabajo era investigarlo, averiguar lo que estaba haciendo y derribarlo. No arrastrarse por su mesa excitada y húmeda. Se llevó la mano a la frente y se permitió otro momento de crítica. No se estaba regodeando en la autocompasión, esta vez era una reprimenda. Una que se merecía de su superior pero que no tendría porque no le había mencionado este nuevo suceso. Aunque necesitaba la seguridad que le daba el trabajo, no tenía la cabeza en el caso que estaba investigando.
La tenía en ese hombre.
La había pillado intentando colarse en su ordenador y, en vez de ponerla de patitas en la calle, despedirla y denunciarla, la había besado.
Y vaya beso. No se podía describir con palabras..., iba más allá de la sensualidad, era más que erótico, superaba la embriaguez. Quería más. Su cuerpo prácticamente se lo había suplicado. La fuerza con la que le agarró la pierna, envolviéndola a su alrededor, aún hacía que le palpitara el sexo. La ducha caliente y el alivio asistido por vibrador que se había permitido en cuanto llegó a casa no habían bastado.
¿Cuánto tiempo hacía que no sentía las caricias de un hombre, que no las recibía con agrado, de hecho? Poco más de dos años. Aproximadamente desde un mes antes del ataque. Le había dicho a su psiquiatra que no le importaba, que la violación que sufrió a manos de esa mierda de tío no era para tanto. Sobreviviría. Y, sin embargo, no había sido así. Porque por mucho que disfrutara de un desahogo sexual, la idea de otro hombre tocándola íntimamente le revolvía el estómago. Durante los últimos meses tan solo el hecho de considerarlo le hubiera provocado un ataque de pánico por el que habría tenido que medicarse. En el caso, claro, de que se hubiera atrevido a contárselo a alguien.
En vez de eso se abasteció de juguetes sexuales y películas que le darían todo lo que necesitaba sin la presencia física de un hombre. El oscuro tormento de un recuerdo.
Hasta esa noche. Hasta Roman Reynolds.
El apartamento de Kalina estaba a solo unos minutos de la oficina, en el último piso de un edificio de piedra que hacía esquina. La entrada principal tenía una puerta de hierro forjado y otra con mosquitera a juego que no estaba cerrada con llave. En el buzón ponía su nombre y su número de apartamento. Nadie vigilaba las escaleras que llevaban hasta su puerta.
Por eso nadie lo vio mientras subía despacio, como un depredador.
Esa puerta negra con un número dos dorado y brillante era todo lo que se interponía entre los dos. Con las palmas de las manos en el marco, Rome apoyó la frente contra la puerta, respirando hondo, con mucho dolor.
La deseaba.
De eso no había duda y no le preocupaba. El sexo era sexo y con él era buen sexo. Se lo habían dicho muchas veces y él había llevado tal honor con el mismo orgullo que un soldado luciría el Corazón Púrpura, una de las más altas condecoraciones. Pero en esta ocasión era diferente. Era lo suficientemente listo como para saber y admitir que esta vez no se trataba solo de sexo. No era un impulso normal. Le hervía la sangre, le recorría las venas como un río en ebullición cuando ella estaba cerca.
No solo había percibido su aroma en el momento en que había cruzado el umbral del edificio, sino que la había sentido físicamente, como si ella ahora ocupase un pequeño espacio dentro de él. Estaba allí, justo detrás de esa puerta. Podía llamar y ella le dejaría entrar. Se acostarían juntos, sin duda. El sexo sería salvaje, peligroso, seductor, como su beso. Pero ¿qué más?
Definitivamente había algo más. Rome era lo suficientemente inteligente como para saber eso también. Le preocupaba; y ese conocimiento además se asociaba con la incertidumbre. Era raro en él no saber exactamente lo que quería hacer, cuándo lo quería hacer. Tomar precauciones y hacer planes era algo natural para él, para su parte humana. La indecisión no.
¿Quién era Kalina Harper y por qué tenía ese efecto sobre él? ¿Por qué estaba él precisamente en ese lugar, esa noche, en su apartamento? ¿Y por qué había estado allí, aquella noche hacía dos años, en el callejón para salvarla?
Su madre decía que en la vida no existen las coincidencias, solo el destino. Un destino planeado para todos y cada uno de los seres que respiran. Rome no lo creía; se negaba a creer en un plan que implicaba la muerte de alguien. La muerte de su madre. Eso no era el destino. No tenía que morir y tampoco su padre. No habían de morir, pero Rome lo había permitido, porque no había sido lo suficientemente fuerte para evitarlo.
Se apartó de la puerta pero seguía de pie completamente quieto delante de ella; se había jurado que nunca volvería a cometer ese error. Nunca dejaría de actuar cuando necesitara hacerlo, nunca lo volverían a pillar por sorpresa. Se dio la vuelta y se alejó. Kalina Harper no era parte del plan, no era en ella en quien necesitaba centrarse. Sino en la venganza.
Pasó su lengua ardiente por sus gruesos labios mientras fijaba los ojos en la ventana de Kalina. Ella estaba allí, con una bata fina que no hacía nada por ocultar el voluptuoso cuerpo que él tanto anhelaba. Estaba sentada en el alféizar (gracias a Dios por la existencia de las ventanas panorámicas) con las rodillas contra el pecho y la seda se le deslizaba hasta la cintura, dejando las pantorrillas y los muslos al descubierto. ¿Acaso sabía que él estaba mirándola? ¿Le estaba haciendo un regalo?
Se le aceleró el pulso, la excitación se iba extendiendo a lo largo del muslo.
Ella echó la cabeza hacia atrás y se apoyó en la pared. Sus pechos eran magníficos. Sus pezones duros eran irresistibles. Él blasfemó, abrió la puerta del coche y salió. La lluvia le salpicó en la cara, rodó por sus brazos y manos mientras permanecía de pie paralizado ante su belleza, su sensualidad.
La deseaba como nunca había deseado a nadie, ansiaba el contacto y el sabor que le habían negado hacía tanto tiempo. Entonces apretó los puños. No era el momento. No ahora. Esto iba más allá de poseerla físicamente. Habría dolor y sufrimiento, esperado y muy merecido. Así era como tenía que ser, como sería.
—Pronto —susurró, mientras seguía con la vista fija en la ventana del apartamento del segundo piso de la casa de la esquina.
Lentamente volvió a entrar en el coche, y el agua mojó toda la tapicería de cuero. Entonces arrancó y se alejó.
—Muy pronto.