Capítulo 12
LLAMABA a esta habitación «el punto». Era donde almacenaba las remesas que luego distribuía a los traficantes encargados de hacer dinero para él y engordar su creciente negocio.
Era una habitación grande: techos de cuatro metros, con vigas y cables que se cruzaban por arriba como si fueran venas. Había pocas ventanas, pequeñas, cubiertas de mugre y situadas en la parte más alta de la pared, para que si alguien se asomaba apenas pudiera atisbar tuberías antiguas y la no menos vetusta estructura del viejo almacén.
En el suelo había una fila de largas mesas, como dispuestas para dar de comer a un colegio entero..., pero no había sillas. En cada mesa podían encontrarse diversos productos, la mayoría de las veces cocaína, la droga que él mismo cosechaba y manufacturaba. Todos aquellos años de vida salvaje, en los que se había sentido algo así como estafado por el destino por haber nacido en las entrañas del bosque junto a todos los animales, por fin adquirían sentido, por fin servían para algo. A 160 kilómetros de donde nació, en una sucia y vieja choza al pie del Gungi, había fundado su imperio. Encontró las tierras adecuadas dos años antes. Allí tropezó con los inútiles indígenas que trabajaban incansablemente con las manos encallecidas para producir cocaína. La coca se mandaba a Raúl Cortez, en Perú, y luego a Estados Unidos, donde Cortez tenía su ejército de traficantes que se la suministraban a tantos y tantos individuos lo suficientemente débiles como para caer en la adicción.
Tras hacer un favor a los inútiles subalternos acabando con su precaria existencia, había dormido en medio de lo que no era más que una enorme tienda de campaña. Dormir y pensar, pensar y dormir. Eso fue lo que hizo Sabar durante siete días enteros. Y en el mismo plazo que el Dios que adoraban los humanos tardó en crear este mundo vomitivo, a él se le ocurrió un plan para controlarlo.
Pero en vez de descansar, el séptimo día Sabar mató. Cazó y devoró todo lo que se cruzó en su camino, dejó que la emoción de la caza, que la sed de sangre corriera torrencialmente por sus venas. La idea se le ocurrió durante las semanas que pasó refugiado en el bosque, de donde por fin salió a buscar a sus propios trabajadores. Y estos no eran sucios humanos, sino rogues, despreciados como él a los que los Shadow Shifters no querían y creían no necesitar, cuando, en esencia, ellos eran lo mejor de la especie, eran superiores. Se lo demostraría a todos ellos, de una vez por todas.
Podría atacar sin más a las tribus del bosque: ir con su cada vez más numeroso grupo de rogues y saquear su campamento en lo más oscuro de la noche. Pero eso no tendría el efecto que buscaba. Era demasiado rápido, demasiado indoloro. Lo que tenía en mente para los Shadow Shifters era mucho más prolongado y mortal. No había que atenerse a las leyes de la venganza, porque no había ninguna ley.
Manufacturar su propio producto, mandarlo a Estados Unidos en aviones militares estadounidenses autorizados por el Departamento de Seguridad y usar a los humanos con los que trataba de manera excepcional para pasar el producto, todo eso le daba muchos más beneficios de los que Raúl Cortez había visto en su vida.
También traficaba, aunque más raramente, con armas y munición. Una cosa que había aprendido de sus contactos militares era que al Gobierno de Estados Unidos le encantaba luchar y gozaba llevando la iniciativa en la batalla. Así que siempre estaban dispuestos a comprar lo último y lo mejor para la guerra. Daba la casualidad de que uno de los nuevos socios de Sabar tenía exactamente lo que el Gobierno quería y, mejor aún, lo que querían sus aliados.
Así que de momento la vida le sonreía.
Pero solo de momento. Todavía había algunos fallos en su plan, algunos asuntos que necesitaba resolver.
Lo de Kalina Harper, por ejemplo. Un encuentro fortuito que nunca había podido olvidar. O no tan fortuito, pues al final había comprendido que seguramente estaba predestinado a suceder.
Había otros problemas, otras partes de su plan que aún tenía que precisar, pero no había tiempo que perder y esa noche iba a dar el siguiente paso. Era de suma importancia llevar a cabo su plan. Si quería mandar necesitaba un ejército que lo respaldase. Reclutar nuevos rogues no era difícil; había mucho malestar entre los Shifters, tanto entre los Shadows del bosque como entre los estadounidenses. Los Shadow Shifters se enorgullecían de su unidad, de seguir sus reglas y vivir la vida establecida para ellos, dentro de unos parámetros ridículos. Eran leales los unos a los otros, dedicados a su Ètica y a su forma de vida. Pero las apariencias engañaban: había división, tal y como Sabar había previsto hacía años. Ahora que él mismo era un Shifter mimaba la idea de romper con la tradición como se cuida a un bebé recién nacido.
Los humanos, por otra parte, amaban tres cosas: el dinero, el poder y el respeto.
Lo único que Sabar quería de esas débiles criaturas era su dinero.
El poder ya lo tenía, de nacimiento, junto con su ADN. Ser un Shifter era su salvación y estar un escalón por encima de la raza humana su recompensa. Le encantaba el control y el miedo que su lado felino provocaba, le encantaba ser el líder en que esa cualidad lo había convertido. Había esperado mucho tiempo para dar un paso adelante y reclamar lo que era legítimamente suyo, y ahora estaba a punto de conseguirlo.
En cuanto al respeto..., quien no se lo tuviera moriría. Era bastante simple, según su forma de pensar.
—JC está preparado —dijo Darel detrás de él.
Sabar se pasó la mano por la parte trasera de su cabeza rapada y respiró profundamente antes de volverse. Darel no le tenía miedo. Desconfiaba de lo que intuía que iba a ser su próximo paso, sí, pero no estaba asustado, y eso podría ser bueno, pensó Sabar, o malo. Todavía no lo había decidido. Pero le gustaba Darel, le gustaba la mentalidad, siempre dispuesto a matar o morir, de aquel Shifter. El ver cómo semejante bestia ancha de hombros y ojos verdes lo miraba con furia casi le hacía sentir al Sabar orgulloso. Al fin y al cabo, él había entrenado a Darel; se había hecho cargo de él cuando solo era un niño y lo había educado para que fuese así de despiadado y asesino. Sí, estaba orgulloso. Pero quería estarlo aún más.
—¿Has repasado los recibos de la última transacción?
Darel asintió con la cabeza.
—Lo he hecho. Están saldados.
—Bien. —Sabar dio un paso para ponerse a la altura de Darel mientras caminaban juntos hacia el otro lado del punto. Allí había cuatro mesas llenas de fardos de coca que JC iba a recoger y a distribuir en las calles en una venta rápida—. Vigílalo de todas formas. Apesta. —Sacó su larga lengua para humedecerse los labios.
A su lado, Darel gruñó.
—No es tonto, jefe. Sabe que si la caga acabaremos con él.
Sabar asintió.
—Asegúrate de que no olvide ese pequeño detalle.
—Eso está hecho.
Un humano entró cruzando las pesadas puertas de metal. Era alto, parecía un palillo y tenía la cara hundida y curtida como si se hubiera pasado la vida expuesto al sol. Sus ojos oscuros se movían rápidamente de un lado a otro de la habitación mientras caminaba con seguridad. Tenía un hedor inconfundible: apestaba a miedo. El estómago de Sabar se revolvió. Si había algo a lo que odiaba más que a un Shadow Shifter era a un débil humano.
—Hola, ¿qué tal? —dijo el hombre al que Darel llamó JC.
Darel se adelantó a Sabar.
—Aquí está la remesa. Tienes una semana para entregarnos el dinero y los recibos.
—Mierda —dijo JC entre dientes—. ¿Todo esto? ¿Queréis que mueva todo esto en una semana?
—Si no puedes —dijo Darel amenazante— encontraremos a alguien que pueda.
—No —balbuceó—, eso... no es necesario. —Se pasó la mano por el pelo grasiento y dio unos pasos alrededor de Darel hacia la primera mesa. Mientras pasaba sus largos dedos por los paquetes cubiertos con papel de plata, soltó un silbido sordo—. Puedo hacerlo.
—Más te vale. —Con un gruñido Darel hizo saltar a JC, que estuvo a punto de caerse encima de la mercancía.
—¿Qué coño sois, tíos? —farfulló JC cuando alzó la cabeza y vio que los dos lo estaban flanqueando.
—¡Tu peor pesadilla! —gruñó Sabar.
El domingo Rome seguía con la mirada fija en la pantalla del ordenador en los confines de su dormitorio. Le dolía la espalda y las piernas le pedían a gritos una oportunidad para estirarse, pero sus ojos permanecían fijos en las palabras, las letras y los sentimientos que encerraba cada frase que su padre había escrito.
El último año de vida de Vance Reynolds fue turbulento. Junto con los Delgado había intentado crear una alianza estadounidense, como la Asamblea del bosque. Querían un gobierno propio para los Shadow Shifters que habían elegido vivir al descubierto entre los humanos. En el bosque ya se habían propagado rumores de revuelta, amenazas de Shifters rogues que reclamaban sus derechos en el poblado que ellos mismos habían ayudado a construir. Vance se imaginaba que era solo cuestión de tiempo, que tarde o temprano esos rogues se abrirían paso hacia Estados Unidos.
Era mucho más lo que estaba en juego aquí, en la tierra de la libertad. Los Shifters vivían al descubierto en lugar de permanecer escondidos bajo la bóveda del bosque, donde solo eran considerados sombras o bestias mitad animales, mitad hombres. Ahora podían caminar por las calles con la cabeza alta, ganarse la vida, trabajar para ellos mismos y sus familias, sin por ello renunciar a sus raíces. Sin embargo, como cualquier grupo que vive en un territorio desconocido, necesitaban límites, reglas, protocolos para mantener a salvo su secreto.
En los últimos meses de su vida, Vance había empezado a esbozar el plan para convertir tal sueño en realidad. En aquel tiempo no había líderes de Facción en las zonas, nadie controlaba realmente lo que pasaba en el continente y Vance no podía hacerlo solo. Todos sus planes y secretos se los confiaba a Henrique y Sofía Delgado, además de a su esposa. Todos menos uno.
Mientras Rome miraba fijamente la pantalla, supo sin ninguna duda que ni su madre ni los padres de Nick sabían nada del último plan de Vance. Un plan que había hecho tambalear todos los ideales y creencias de Rome sobre el hombre que era su modelo, el ejemplo a seguir.
Rome se pasó las manos por la cara, con aire cansado; respiró hondo y se preguntó quién más habría leído esas notas. Según Bingham, él solo había sacado el disquete de la caja fuerte. Y X le había asegurado que simplemente había encontrado la manera de descodificarlo. Rome creía a X. Confiaba en su amigo.
Pero no confiaba en Bingham, lo que suponía un problema más.
—¿Ha encontrado lo que estaba buscando, señor Roman? —preguntó Baxter.
Rome creía que estaba solo, pero no le sorprendió la silenciosa entrada de Baxter. El hombre se movía como si sus pies apenas tocaran el suelo. Con los años Rome se había acostumbrado. Además, aquella casa tan grande parecería muy solitaria sin Baxter. De todas formas, incluso con él, la mayor parte del tiempo se sentía solo.
Pero así era la vida que llevaba, la vida que tenía que llevar.
—He encontrado más de lo que buscaba —contestó finalmente—. ¿Por qué no me contó mi padre lo que estaba haciendo?
—Los padres protegen a sus hijos.
Baxter se movía por la habitación, sin duda buscando algo que recoger. Pero Rome no era desordenado. Al contrario, creía que todo debía estar en su sitio y se aseguraba de que estuviese allí. Su dormitorio principal se encontraba en la parte situada más a la izquierda de la casa y daba la impresión de que dentro cabían tres dormitorios de tamaño normal. Su inmensa cama con baldaquín estaba en el centro, justo enfrente de una enorme chimenea. Colores serios, caoba, gris marengo y azul zafiro, decoraban el enorme habitáculo. Las paredes estaban cubiertas de libros; gruesos edredones y voluminosas almohadas mullidas ocupaban la cama. El baño principal estaba a un lado; un pequeño gimnasio privado al otro. Podría permanecer en aquella extraña suite durante días sin necesidad de salir. Pero no lo hacía. Las paredes que lo rodeaban volverían loco a su lado felino.
—¿Protegerme de qué? Contarme lo que estaba pensando no tenía por qué causarme daño alguno. A lo mejor le podría haber ayudado.
—Usted no era más que un niño, señor. Su padre hizo lo que pensó que era lo mejor.
—¿Hacer que lo asesinaran era lo mejor?
Baxter hizo una pausa, su cuerpo delgado casi parecía perderse en mitad de la gran habitación.
—Pues... probablemente era necesario. De otra forma usted nunca habría podido cumplir su destino.
Allí estaba esa palabra otra vez: el destino. Su madre la utilizaba a menudo, le decía que había un destino para cada uno, que sus vidas estaban predestinadas. Rome pensaba que aquello eran simples chorradas. Él construía su futuro. Quizá su trabajo de líder de Facción y su lealtad a las tribus eran cosas a las que estaba abocado, pero habían sido sus decisiones lo que le había llevado a la situación presente, a lo que ocurría allí y ahora.
—Algunas cosas siguen siendo difíciles de entender para usted.
—Eso es porque tengo la sensación de que no lo sé todo. Si hay algo más que puedas contarme, Baxter, hazlo, por favor.
—Es crucial esperar al momento oportuno.
Baxter se fue hacia la cama, dobló el pesado edredón gris y quitó las almohadas que estaban de adorno. Abría la cama de Rome todas las noches, pese a las innumerables veces que este le había dicho que no era necesario. Que Baxter aún cocinara, limpiara y llevara la casa probablemente era innecesario, pero Rome no podía imaginarse su vida sin él. Aparte de Nick y X, era la única familia que tenía. Tal era la verdad, por triste que fuera.
—Los rogues están tramando algo.
—Está en lo cierto. ¿Qué piensa hacer?
—Aún creo en lo que quería mi padre. —Rome se recostó en la silla y suspiró—. En casi todo. —Pese a sus convicciones dudaba. No sabía cómo debía actuar.
—Todos los líderes de Facción parecen pensar lo mismo. Es conveniente algún tipo de sistema judicial.
Rome asintió con la cabeza.
—Tengo apuntes sobre eso, sugerencias sobre quién debería estar al frente de la Asamblea estadounidense.
—Creo que debería ser usted.
—No, no tengo pensado proponerme a mí mismo. —Dicho esto, Rome se levantó y se fue hacia la estantería donde tenía sus libros de Derecho.
—Usted los dirigirá mejor que cualquier otro, señor Roman.
—No es lo que he planeado para mi futuro.
—A veces no se puede elegir un futuro, es el futuro el que lo elige a uno.
Rome ni siquiera quiso preguntar qué significaba eso. Quería hablar con Ezra para asegurarse de que Kalina estaba a salvo. No la había visto desde el día anterior, cuando se pasó por su casa. Las emociones que se agitaron dentro de él por la cercanía de la mujer lo habían desconcertado, le habían hecho sentir que quizá necesitara un poco de distancia. Se había encerrado, sumiéndose en la lectura de los diarios de su padre, en un intento de entender por qué se sentía traicionado. Pero no podía concentrarse; ella seguía en su mente, nunca se había ido del todo.
—Debería ir a verla. —La voz de Baxter interrumpió sus pensamientos
—¿Qué?
—Que debería visitar a la mujer que lo ha obsesionado durante tanto tiempo. No debería estar lejos de ella. También en ese terreno se avecinan problemas.
Baxter parecía saberlo todo. Si no estuviera absolutamente seguro de que era humano pensaría que se trataba de algún tipo de vidente tribal o algo por el estilo. Siempre sabía las cosas que iban a suceder antes de que ocurrieran, profetizaba sobre los Shifters como si fuera uno de ellos, como si hubiese nacido en el bosque. Pero no era el caso. Por lo que Rome sabía de él, siempre había sido un empleado de su padre. Ignoraba cómo lo conoció y por qué se hizo con sus servicios, y nunca se había molestado en preguntarlo.
—No hay problema, eso lo tengo bajo control.
Baxter se rio entre dientes.
—Entonces no es usted tan listo como yo pensaba. No podrá controlarla hasta que de verdad lo entienda todo, e incluso entonces... —Se encogió de hombros—. Puede que aunque usted llegue a saberlo todo, siga siendo difícil controlar a esa mujer.
¿Que significaban aquellas palabras? Rome estaba a punto de preguntárselo, y probablemente su cara desvelaba la confusión que sentía, pero en ese momento sonó su teléfono móvil, que estaba en el escritorio. Con su timbre y su vibración puso fin a la complicada conversación con Baxter.