Capítulo 11
—¿QUÉ es eso tan urgente? He tenido que dejarlo todo para venir... —Rome se había ido del apartamento de Kalina cuando todo lo que quería era arrastrarla hasta el dormitorio y sumergirse en ella durante unas cuantas horas, o días.
Definitivamente estaría segura en sus brazos. No tendría que preocuparse por los rogues o por la razón por la que iban a por ella. Mientras permaneciese con él, estaría bien. Y el motivo por el que eso era tan importante para él, bueno, no quería tener que pensar en ello de momento. Ya tenía suficientes problemas.
Estaban en el piso de X, que se hallaba exactamente igual que el día que se mudó. Los muebles eran oscuros, modernos y escasos. X siempre decía que lo único que necesitaba era una cama, que apenas usaba por razones que Rome aún no entendía.
Los techos altos y las flamantes paredes blancas hacían que todo lo que hablaban sonara con eco, como si estuvieran en un inmenso auditorio. En los ventanales, que iban del suelo hasta el techo, había unas cortinas hechas a medida que siempre estaban cerradas y que hacían la habitación más oscura. Cada vez que entraba en ese piso a Rome le parecía estar en un hospital o en una morgue porque era muy silencioso y aséptico. Y ver el cuerpo enorme de X moviéndose por allí de una forma tan mecánica lo hacía todo aún más lúgubre.
—He podido escanear el disquete que Bingham te dio en la fiesta —comenzó a decir X con un tono severo.
Consiguió la atención de Rome de manera inmediata. La noche anterior, después de la pelea con los rogues, Rome le había dado el disquete a X para que le pasara el programa antivirus y el spyware del FBI. Él tenía prácticamente la misma tecnología en los ordenadores de su casa, pero el FBI también podía descifrar cualquier codificación que pudiese haber en el disquete. Además, X sabía más de ordenadores y esas cosas que Rome. Independientemente de lo que hubiera en el disquete, X se aseguraría de que estuviese limpio y listo para que Rome lo examinara.
La venganza por la muerte de sus padres era algo que Rome llevaba planeando durante largo tiempo. Pero antes tenía que saber quién los había asesinado, y sus dos mejores amigos, Nick y X, se habían unido a su misión hacía años. La Asamblea no sabía nada del tema.
Rome se pasó la mano por la cara y suspiró.
—¿Qué has encontrado?
—Nada rastreable. Es antiguo, yo diría que de mediados de los ochenta. El código de la información es bastante simple.
—¿Lo has descifrado?
—Sabes que sí —dijo Nick, que venía de la cocina con una botella de cerveza en la mano—. No existe un código en este mundo que X no pueda descifrar. Lo cual es verdaderamente incomprensible teniendo en cuenta la poca atención que prestaba en el colegio.
X ni siquiera lo miró. Era una vieja broma entre los dos. Nick había sido un estudiante de sobresaliente y Rome le pisaba los talones con solo unos cuantos notables de vez en cuando. A X, en cambio, nunca le había gustado estudiar, odiaba la reclusión de las aulas y a los severos profesores de su colegio privado. A Rome aún le asombraba que hubiera entrado en las fuerzas del orden y aterrizado firmemente en el FBI, y que además pareciera gustarle.
—Sí, pero pensé que querrías ser el primero en revisar la información. Es algo así como un diario de tu padre. No me parecía bien leerlo antes que tú.
X se fue hasta una pared en la que sorprendentemente había tres fotografías, imágenes en blanco y negro de montañas y océanos. Eran nítidas y sencillas, como todo en el apartamento. Pero se trataba de las únicas piezas que parecían tener una conexión personal con el hombre que vivía allí. Rome no se molestó en preguntarle a X el porqué. Cada uno de ellos, los tres Shifters que hacía mucho tiempo forjaron un vínculo irrompible, tenía secretos y demonios. Lo mejor de su relación era que sabían cuándo era mejor no meterse; no se agobiaban, no hacían preguntas que los otros no pudieran o no quisieran contestar. Simplemente aceptaban quiénes eran y vivían sus vidas en consecuencia. No mucha gente podía hacer eso, y menos con los pasados que compartían.
Detrás del retrato del centro, el de la enorme columna de humo saliendo de la cima de una montaña, había una caja fuerte. Los largos dedos de X se movieron con destreza sobre el panel hasta que se escuchó un chasquido y la puerta se abrió. Metió la mano, recuperó el disquete y se lo entregó a Rome.
Rome lo sujetó unos segundos en silencio. Luego habló.
—Baxter me contó que mi padre escribía muchos diarios. Los tenía por toda la casa, cada uno sobre un tema distinto. Sobre su trabajo en la empresa, sus ideas sobre el bosque, su niñez. Lo que tuviera en la cabeza lo expresaba sobre el papel. —Miró el disquete y sintió que una parte de su padre estaba allí, justo en esa habitación con ellos.
—Esto nos puede ayudar a comprender lo que pasaba en las reuniones que celebraban —dijo X, mientras se dirigía hacia el minibar perfectamente abastecido.
Nick dio un trago a la cerveza.
—Ya sabemos de qué iban las reuniones. Querían crear algún tipo de democracia, un gobierno para Shifters aquí en Estados Unidos.
—Un sistema judicial —añadió Rome.
Nick frunció el ceño, como si le pareciera más interesante la pintura de la pared.
—Un sistema que no iba a funcionar porque a los rogues les importa una mierda la democracia. —No era un secreto que, aunque Nick estaba dispuesto a todo para ayudar a Rome a encontrar a los asesinos, no estaba de acuerdo con lo que sus propios padres y los de Rome habían intentado hacer. Nick sabía que todos ellos eran una especie aparte; había crecido experimentando esa separación de una manera u otra, así que nunca lo había olvidado. Y nunca le había resultado fácil mezclarse con los humanos.
—Tenemos que empezar a pensar en esa misma línea, Nick —dijo Rome, que ya sabía hacia dónde iría la conversación. Pero no le importaba. Era un líder de Facción y su trabajo y el de los demás líderes era pensar en la mejor manera de integrar a los suyos en esas tierras. En la selva las tribus no tenían problemas para esconderse, para refugiarse bajo la frondosa bóveda del bosque. Pero aquí, en la ciudad, no tenía sentido. Si querían vivir allí, formar familias y montar negocios, prosperar en ese lugar, necesitaban mantenerse unidos. No eran totalmente humanos ni totalmente animales. Eran diferentes, así que lo razonable era que necesitaran un tipo de gobierno distinto para proteger su secreto y asegurar la continuidad de la raza.
—Yo pienso que debemos crear nuestro propio gobierno, una jerarquía que escuche las diferencias y las solucione sin que tengamos que pelear en las calles como animales.
Nick se rio entre dientes.
—Mira a tu alrededor, Rome. No somos los únicos que peleamos en las calles. Estos humanos se matan unos a otros sin ningún tipo de ayuda ni instigación por nuestra parte. Llevan disparando, peleando y matando en estas calles desde mucho antes de que llegáramos nosotros.
—Pero no los de nuestra especie. Sé que no podemos cambiar su mundo, su forma de vivir o su gobierno. Pero podemos controlar a los nuestros.
—Eres un ingenuo —rebatió Nick mientras se terminaba la cerveza y dejaba el botellín en la gigante losa de mármol que hacía las veces de mesa de café.
—Hablas como los rogues —dijo X en voz baja, frotándose la parte de atrás de la calva—. Ellos también creen que solo podemos actuar como animales.
El último vestigio de control de Nick se rompió. Se desató una guerra dentro de él. Una parte le decía que ellos eran diferentes, que de alguna forma estaban contaminados. Y la otra (la que Rome y los demás Shifters estadounidenses querían que viera) insistía en que incluso con sus diferencias podían coexistir en paz. A Rome le entristecía ver a su amigo sumido en esta lucha.
Nick se puso de pie rápidamente y miró enfurecido a X, como si estuviera preparado para pelear con él.
—¡No me compares con esos mariquitas, joder!
X no se molestó en levantarse pero lo fulminó con la mirada.
—Entonces deja de ir de víctima como ellos. Sí, somos de una especie diferente, ¿y qué? Ya es hora de que lo superemos y dejemos nuestra propia impronta.
Estaban sacando el carácter, bueno, Nick lo estaba haciendo. X entraba al trapo con facilidad a pesar de que él y Nick habían tenido ya bastantes discusiones en el pasado. Rome, como siempre, era el pacificador.
—Nick estará bien. Sabe que esto es lo que debemos hacer, lo que pasa es que es de naturaleza rebelde. —Rome rezaba para que eso fuera verdad.
—Necesito otra cerveza —murmuró Nick, y salió con paso airado.
—Está cada vez más nervioso —dijo X cuando estuvieron solos.
Rome asintió con la cabeza.
—Lo sé. La aparición de los rogues no está ayudando mucho. Está preparado para matar primero y hacer preguntas después.
X se encogió de hombros.
—Es nuestra naturaleza, Rome. Yo estoy absolutamente de acuerdo con lo del gobierno, pero no podemos negar nuestra herencia animal eternamente.
Rome lo sabía mejor que nadie. El lento merodear de su felino presionando cada día contra su mente humana era la prueba.
—Lo sé. Pero hay una forma de contenerla siempre que sea posible. No sé si podremos enfrentarnos a los rogues siempre de esta manera, pero al menos tenemos que intentar empezar a actuar en esa línea. —Levantó la mano que sostenía el disquete—. Tal vez aquí haya algunas estrategias que podamos usar.
—¿Estrategias? Pensé que queríamos pistas para encontrar a los asesinos. ¿Sigues sin acordarte de nada más de aquella anoche? —preguntó X.
—Tenemos que..., no —suspiró—. Solo estoy intentando hacer lo correcto, X.
—Lo sé. Y sabes que te cubriremos las espaldas independientemente de lo que quieras hacer.
—Los quiero muertos.
X asintió con la cabeza.
—En cuanto los encontremos —dijo solemnemente.
«Y cuando estén muertos, ¿qué?». Una voz distante resonó en la cabeza de Rome. No sabía cuál era la respuesta.
Se sentó en el sofá, dejó el disquete encima del muslo, cerró los ojos y luego los volvió a abrir.
—Escucho los sonidos, siento la estrechez de las paredes del armario a mi alrededor. Y luego puedo olerlos. A todos. A mis padres, a Baxter, a los asesinos.
—Entonces ¿te acordarías si los volvieses a oler?
—Sin duda.
X fue el que asintió con la cabeza esta vez.
—Entonces es hora de que empecemos la rueda de reconocimiento.
—Sí. —Rome volvió a mirar el disquete—. Creo que tienes razón.
Kalina nunca pensó que se alegraría de sentir el bofetón del aire húmedo y pegajoso en sus mejillas, pero cuando salió de su coche y empezó a caminar por el aparcamiento hacia la entrada trasera del Departamento de Policía Metropolitana, eso fue exactamente lo que sintió. Ni siquiera se había molestado en preguntarse cómo era posible que su coche estuviera aparcado delante de su edificio. No estaba allí la noche anterior, pues ella había regresado a casa en la limusina de Rome. Y no se lo preguntó porque estaba segura de que había llegado de la misma manera que ese mandón, controlador y allanador de Roman Reynolds.
La señora Gilbert se había quedado en su apartamento después de que se fuera Rome. Se había quedado unos quince minutos más de su cuota habitual de cinco minutos de pie en el pasillo, con ese horrendo gato gruñéndole a Kalina y mirándola enfurecido. Normalmente se le aceleraba el corazón todo el tiempo que estaba cerca de la señora Gilbert y su minino. Pero ese día estaba tan cabreada con Rome que estuvo a punto de enseñarle los dientes y devolverle el gruñido al antipático gato.
Mientras caminaba, los tacones bajos de sus sandalias iban haciendo ruido al chocar contra el asfalto. Era un ruidillo leve, pero en el silencio a Kalina le pareció estruendoso. No iba vestida con el atuendo normal de trabajo; si la veían, podía pasar fácilmente por una ciudadana visitando el Departamento de Policía por un motivo u otro. Además, hacía demasiado calor para llevar mucha ropa. El vestidito de verano sin mangas y con vuelo que coqueteaba con sus rodillas era lo más fresco que podía llevar sin andar desnuda por las calles de la ciudad.
Su objetivo era simple: sacar el expediente del caso Sheehan, en el que estaba trabajando hacía dos años.
La división de narcóticos se encontraba en el segundo piso de lo que parecía uno de los edificios más feos de la ciudad. Bajó del ascensor y escuchó el familiar murmullo de conversaciones en la oficina de planta abierta. Los departamentos estaban separados por paredes con la parte de arriba de cristal y puertas dobles. De camino al departamento de narcóticos pasó por homicidios; saludó con la cabeza a sus compañeros agentes pero pasó de largo. No estaba allí para charlar. Había una razón para que le mandaran esas fotos, alguien relacionado con ese caso hacía años iba tras ella.
Las fotos de la noche anterior estaban metidas en el último cajón, debajo de todos sus calcetines. Ahora que lo pensaba, probablemente debería haber guardado la primera foto que recibió, aunque algo le decía que habría más. Quienquiera que fuese quería algo de ella. Una vez superado el miedo que la asaltó al ver las fotos por primera vez, había sentido algo distinto: ira. Quien había hecho esas fotos estaba muy cerca de ella e intentaba intimidarla, otra vez.
Pero eso no iba a suceder, pensó mientras utilizaba las palmas de sus manos para pasar a través de la puerta doble que llevaba a su departamento. Estaba bastante tranquilo porque era sábado por la tarde y la mayoría de los detectives estarían preparando algún operativo o bordeando los barrios para hablar con informadores. Esa era la parte aburrida del trabajo, pero resultaba necesaria.
Su escritorio se situaba cerca de una de las grandes ventanas cubiertas de polvo. Llevaba semanas sin pasarse por la oficina, así que estaba lleno de carpetas, correo y papeles que probablemente sus compañeros pensaron que era divertido tirar allí. Se sentó en su silla y la acercó a la mesa con cuidado para que las ruedas no se quedaran enganchadas en la alfombra raída del suelo.
Encendió su ordenador y mientras esperaba a que se pusiera en marcha sacó las llaves y abrió el cajón archivador de debajo de la mesa a la izquierda. Ahora la mayoría de los archivos se guardaban en el ordenador: los registros civiles de todos los sospechosos, los detalles de las operaciones, los informes oficiales que había que archivar y hacer una copia para el tribunal. Pero en su cajón Kalina guardaba su propio expediente personal de cada caso en el que trabajaba. El caso Sheehan estaba en una carpeta negra y gruesa, deteriorada por el tiempo y el uso. La sacó y la dejó encima de la mesa. Marcó sus contraseñas, abrió el fichero informático y revisó las fotos de todos los sospechosos a los que había investigado en el caso.
Ninguno le sonaba ni se parecía al hombre que le entregó la primera fotografía. Aquel hombre, recordaba ella, tenía un aspecto inconfundible; le había provocado una memorable reacción que ahora pensó que era más extraña que una simple revolución hormonal. Algo pasó cuando vio a ese hombre, cuando él la miró y dijo su nombre. Incluso ahora, al pensar en él, sentía escalofríos y le picaba la piel. Suspiró, se echó hacia atrás en la silla y se quedó mirando la pantalla del ordenador.
«¿Qué se me está escapando?».
Sin ninguna motivación real pulsó la tecla de la flecha y fue pasando de una foto a otra a un ritmo constante. Esta vez no estaba buscando solo una cara, sino otras tres.
Los tres chiflados de la recepción, que también despertaron en ella una reacción muy rara. Después de unos minutos suspiró.
Nada.
No había fotos para identificarlos. Ninguna conexión y... Entonces se dio cuenta de un detalle del que no había sido consciente hasta entonces: nadie le había dicho nada. Nadie parecía haberse fijado en ella.
Habría una docena de personas en ese momento en el departamento, pero nadie le había dicho una sola palabra. Eso se podía tomar como algo bueno, pues en realidad ella no estaba de humor para ponerse a charlar con sus compañeros. Así y todo, seguía siendo un poco raro.
Se dijo que si se parase a apuntar todas las cosas extrañas que le estaban pasando últimamente ya podría haber escrito un libro. Todo parecía estar fuera de control. Los objetivos que ella pensaba tener tan claros se tambaleaban y no podía entender el porqué. Todo lo que tenía que hacer era investigar a un hombre.
Lo cual no estaba resultando tan fácil como al principio le había parecido. Sobre el papel, todo apuntaba a que era culpable. Pero sus cuentas estaban limpias, su voz era cautivadora, sus caricias completamente indecentes. Él tenía razón, lo deseaba, se moría por él y se despreciaba a sí misma por ello.
Quería trabajar en el caso, declararlo culpable y seguir adelante. Pero él era una distracción. Las fotos que había recibido eran una distracción. La cabeza le daba vueltas de una cosa a la siguiente y respiró hondo para tranquilizarse. Y sintió el olor a papel caliente de la impresora, a cigarrillos rancios de la vieja chaqueta de tweed de Kretzky, que dejaba colgada para los días que tenía que ir a los tribunales, el olor a humedad de la moqueta que llevaba allí treinta años y que necesitaba urgentemente que la arrancaran y la quemaran... Todos esos olores se mezclaron en su mente y, por alguna razón, le provocaron náuseas en lugar de nostalgia.
Tenía algo en la boca del estómago. Parecía añoranza, pero lo descartó y lo consideró hambre. Entonces recordó que no había comido en todo el día... Se había despertado tarde, cuando acabó de ducharse llegó Rome y luego la señora Gilbert con el gato.
Maldiciendo, apretó más teclas del teclado. Algo no cuadraba, o quizá ella no era capaz de entenderlo. Cogió la carpeta hecha jirones con cuidado y se la metió en el bolso. Apagó el ordenador y agradeció la falta de interés que había despertado su vuelta al trabajo. Abandonó la división de narcóticos y se dirigió a la salida del edificio.
Sin embargo, cuando pasó por la sala de reuniones a mitad de camino entre dos departamentos las puertas dobles de cristal se abrieron y la gente empezó a salir en fila. Eran detectives, polis vestidos de paisano y el jefe de policía, todos con cara de pocos amigos. Algo pasaba.
—Eh, Harper, ¿qué haces aquí? Pensé que estabas de secreta. —Reed Sampson, un detective de homicidios con ojos marrón claro y una sonrisa preciosa que la había invitado a salir demasiadas veces para recordarlas, le tocó el codo mientras hablaba.
—Hola, Sampson. Sí, solo he venido a ver cómo iban las cosas por aquí y a seguir unas cuantas pistas que tenía sobre mi caso. —Era mentira. No había pistas. No podía encontrar nada sobre el tipo, nada excepto la sensación de que no era lo que aparentaba. Pero eso en realidad se había acentuado durante sus dos últimos encuentros y no estaba completamente segura de si tenía la cabeza en el trabajo o en asuntos personales—. ¿Qué pasa? —preguntó ella, haciendo un gesto con la cabeza hacia la fila de hombres que se dispersaban entre los cubículos y hacia los ascensores.
—¿No te has enterado? Probablemente no, porque estás en una misión. —Reed le hizo un gesto para que fuera hasta su cubículo, al otro lado de la sala de conferencias.
En realidad Kalina no quería seguirlo, no deseaba estar con él en un espacio cerrado, sabía que intentaría ligar con ella otra vez. Pero necesitaba saber qué era tan importante como para que el jefe de policía estuviera en una reunión un sábado por la tarde. Así que lo siguió.
Reed dejó caer su carpeta, su libreta y su bolígrafo en la mesa, se subió los pantalones de vestir y se sentó. Kalina se sentó en el taburete que estaba al otro lado de la mesa, frente a él.
—Entonces ¿qué es lo que pasa?
—Dos asesinatos anoche. Mujeres negras solteras, más o menos de tu misma altura y peso, agredidas sexualmente y hechas pedazos. El jefe cree que hay una conexión con los asesinatos del senador y su hija, que fueron hechos trizas hace unas pocas semanas.
Kalina recordaba ese caso. Aunque no hubiese sido policía lo habría recordado porque había estado saliendo en las noticias durante dos semanas después de que el senador y su joven hija desaparecieran. Sus cuerpos estaban destrozados hasta el punto de que tuvieron que identificarlos por los dientes.
—¿Aún no se han encontrado sospechosos? —preguntó
Reed negó con la cabeza.
—Yo esta vez estoy con el jefe, es el mismo tío.
—¿Crees que es un tío? —Kalina no estaba tan segura. No pensaba que fuera una mujer, pero algo en las fotos que había visto del senador y su hija le hacía pensar en otra cosa. Algo que habría jurado que no podía ser cierto.
—¿Crees que una chica haría algo así?
Reed era un buen tío, vestía muy bien y tenía un puesto fijo en el departamento. Probablemente era el tipo de hombre que debería estar buscando para sentar la cabeza. Pero... no.
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. No olvides que yo soy de narcóticos.
—Es verdad —dijo él mientras se recostaba en su silla y se echaba la corbata por encima del hombro como si eso tuviera algún propósito significativo. Aparte de mostrarle que posiblemente se estaba pasando con los donuts, no tenía ni idea de cuál—. Ahora estás a otro nivel, trabajando con la DEA.
Eso último lo dijo con un desagrado no muy sutil. No era un secreto que los polis locales aborrecían a los agentes federales de cualquier rama. Tenía que ver con lo que consideraban un exceso de arrogancia y muy poca experiencia en las calles. Mientras que los agentes federales, se imaginaba Kalina, probablemente pensaban que los polis tenían demasiado tiempo libre y confundían la velocidad con el tocino. No estaba segura de cómo podía encajar en las dos partes a la vez, pero era una idea que para ella tenía mucho sentido.
—Solo estoy trabajando con ellos en este caso.
—¿Estás siguiendo a ese delincuente escurridizo de Roman Reynolds? Ten cuidado con él —le advirtió Reed.
Esa era una conversación que definitivamente no quería tener con Reed.
—Es un trabajo, Reed. Como todos los demás. ¿Entonces tenéis una lista de posibles sospechosos de estos asesinatos? —Cambiar de tema era lo mejor que podía hacer.
—No, esas chicas no eran nadie. Ni familia, ni direcciones, nada.
Igual que ella, pensó Kalina con una punzada en el pecho. Si no fuera por su trabajo, cualquiera de esas mujeres podría haber sido ella.
—¿Y eso significa que no vale la pena buscar a su asesino? —Su tono le sonó a la defensiva incluso a ella misma. La cara de sorpresa de Reed lo confirmó.
—No he dicho eso. Es solo que abre mucho más el cerco de posibles sospechosos. Si tuviéramos algo de información sobre sus vidas, amistades o conexiones, tendríamos un punto de partida. En este momento lo único que sabemos es que las mataron de la misma manera.
Kalina se restregaba las palmas de las manos arriba y abajo por los muslos, intentando calmarse. De repente se había puesto muy nerviosa.
—Entiendo. A lo mejor puedo tirar de alguno de mis contactos, ver si se han enterado de algo en las calles.
La sonrisa de Reed fue pausada.
—¿Harías eso por mí, cariño? —preguntó mientras se inclinaba hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, e intentaba alcanzar sus manos.
Con un simple movimiento ella apartó las manos y se llevó una a la cabeza para alisarse el pelo mientras apoyaba la otra en la mesa.
—Podría preguntar por ahí, a ver si encuentro alguna pista que os sirva para el caso.
—Pero ¿no estás ahora mismo trabajando en algo con los federales?
Esos brutales asesinatos habían despertado su interés, aunque ella no fuera detective de homicidios.
—Mira, gracias por ofrecerte —dijo Reed, cuyos ojos tenían problemas para mantenerse mirándola a la cara. Obviamente el escote de su vestido era más interesante—. Pero creo que lo tengo bajo control.
Ella asintió con la cabeza.
—Está bien. —Sí, claro, lo tenía bajo control, igual que los otros veintitantos casos de asesinatos sin resolver que había sobre su escritorio. Estaba claro que Reed no era el mejor detective del departamento de homicidios; ser perezoso y estar ya bastante descorazonado por todos los crímenes que había visto es sus años en el cuerpo le había quitado la opción a ese título. Aun así, mantenía su trabajo y seguían asignándole nuevos casos. No era de extrañar que la delincuencia fuera en aumento.
—Espero que atrapes a este tío —dijo ella mientras se daba la vuelta y cogía su bolso grande, que contenía sus propios expedientes e información.
Reed también se levantó y esta vez la agarró de la muñeca.
—Deberíamos quedar fuera del trabajo. ¿Te apetece ir a cenar?
Era más alto que ella, pero no más alto que Rome. Tenía una complexión atlética y parecía estar en forma, pero no irradiaba la fuerza de Rome y, por supuesto, no tenía su planta. Y ella estaba perdiendo la cabeza por pensar en un hombre que la volvía completamente loca.
—Ah, no creo que sea una buena idea —dijo, sorprendida de sus propias palabras—. Trabajamos juntos, ¿recuerdas?
—En realidad, no —respondió él, acariciándole el brazo desnudo con los dedos. El movimiento la irritaba, le arañaba la herida abierta en su interior—. Estamos en departamentos distintos y parece que tú vas a pasar a cosas más grandes y mejores.
Notó que volvía a hablar de la DEA y se preguntó por qué seguía mencionándolo. Probablemente por celos. Había mucho de eso en el departamento. Pero ella era la última persona por la que nadie debería sentir envidia.
Se soltó el brazo de un tirón y se rio levemente.
—Siempre seré poli de corazón —dijo ella—. Creo que deberíamos mantener una relación amistosa e informal.
—Oh, yo estoy completamente a favor de lo informal —dijo él, pero sus manos se las arreglaron para acabar en sus caderas y la empujaron hacia él en los pequeños confines de su cubículo—. Sin compromiso. ¿Sabes lo que quiero decir?
Lo que Kalina sabía era que la estaba poniendo enferma, literalmente. Se le revolvió el estómago y pensó que iba a vomitarle justo encima de la corbata de los Pittsburgh Steelers, lo cual no habría sido un crimen porque los Pittsburgh no eran precisamente su equipo favorito.
—Lo que quiero decir, Reed —dijo ella mientras se apartaba de él y se colgaba el bolso del brazo de una manera defensiva—, es que deberíamos seguir siendo compañeros de trabajo. Eso es todo. No estoy interesada en nada más. —Eso es, esperaba que ahora le quedase claro.
Reed asintió con la cabeza y se pasó lentamente la lengua por el labio inferior en un movimiento que probablemente tenía la intención de excitarla. En cambio fue casi una provocación. Kalina dio un paso hacia él y le dio golpes en el pecho con el dedo.
—Solo compañeros de trabajo. ¿Lo pillas? —Su último golpe hizo que Reed se tambaleara hacia atrás y la mirara extrañado.
—Vale, vale —dijo, y levantó las manos como si estuviera a punto de arrestarlo—. Lo pillo. No te cabrees. De hecho, ¿por qué no te vas a trabajar en tu súper misión con los federales? Seguro que allí te necesitan —dijo con sarcasmo.
Sí, estaba celoso; y ahora despechado. A ella no le importaba, de todas formas estaba harta de hablar con él.
—Es la DEA y sí, me necesitan.
Al salir de la comisaría la atormentaban sentimientos inestables, tanto físicos como emocionales. La DEA no la necesitaba; ella no era nadie. Igual que esas chicas muertas. Su estómago se volvió a revolver casi en rebeldía contra las palabras pronunciadas en su cabeza.
En la seguridad de su coche subió el aire acondicionado y partió hacia casa, mientras su cabeza repasaba los hechos.
Cuatro personas habían sido asesinadas. Mutiladas.
Dos mujeres agredidas sexualmente, luego mutiladas.
¿Había alguna relación?
No con su caso, pensó Kalina mientras conducía de vuelta a su apartamento. No tenía nada que ver con ella. En la comisaría había introducido descripciones de los tres matones y se había vuelto con las manos vacías. Algo se movió dentro de ella, iba más allá de las náuseas que la habían asaltado hacía unos momentos. Bajó la ventanilla, necesitaba respirar aire fresco; entonces la recibió un viento seco que se filtró en el interior del coche.
Desde el asiento del copiloto, su móvil sonó. Activó el bluetooth y contestó:
—¿Sí?
—Hola. Soy yo, Mel. Es que vamos a hacer una barbacoa mañana y me he acordado de ti. Ya sabes, al estar sola y todo eso, he pensado que te gustaría venir, comerte un par de hamburguesas y pasar el rato.
Era su compañera de trabajo, la alegre secretaria con su envidiable vida familiar. Kalina tenía la palabra «no» en la punta de la lengua. No quería estar con gente que no conocía, tenía demasiado trabajo como para pensar en relaciones sociales.
Por otra parte, nunca había tenido una amiga de verdad. Kalina podía contar sus relaciones personales con hombres y mujeres (fuera del trabajo) con los dedos de una mano. No construía relaciones, no compartía ninguna parte de sí misma con nadie, y nunca nadie lo había hecho con ella. Quizá iba siendo hora de abrirse un poquito. Quizá esta vez sería diferente.
Mientras le rondaban por la cabeza más «quizás», su boca contestó:
—Claro. Suena bien.