Capítulo 21

SI le hubiese dicho que tenía una enfermedad contagiosa probablemente no se habría levantado de un salto y puesto de espaldas a ella tan rápido.

Las manos de Kalina temblaban cuando apoyó las palmas en el suelo para incorporarse. Miró a su alrededor. Su casa estaba destrozada, pero en realidad eso no le importaba demasiado en ese momento. Con pasos lentos y manteniendo los ojos en su espalda se llevó la mano atrás y empuñó la pistola. Quitó el seguro y apuntó hacia él.

—Date la vuelta —dijo despacio.

Los anchos hombros del amado de alguna forma parecían aún más anchos. Ahora parecía más grande, demasiado grande para estar en aquel apartamento con todos aquellos muebles, y con ella. El hombre, la bestia o lo que fuera, jadeaba despacio. Aparte de eso no se movía.

—He dicho que te des la vuelta. —Procuraba poner su mejor voz de poli y controlar el temblor de las manos.

—Ahora no es el momento. —El hombre respondió bajito, con una voz áspera.

No hablaba como él, como Rome. ¿Era realmente Roman Reynolds o se trataba de otra persona o tal vez otra... cosa?

—Te equivocas. Este es el único momento. Date la vuelta para que te vea. —Kalina tragó saliva—. Quiero ver lo que eres realmente. Porque sé que no...

Rome se dio la vuelta despacio y las palabras que iba a pronunciar la joven murieron en su garganta. Parecía..., parecía Rome, al fin y al cabo. Tenía la frente arrugada como si estuviera muy enfadado. Pero aparte de eso todo lo demás era... normal. Todavía llevaba los pantalones oscuros y la camisa blanca de antes.

Su mirada se fijó instantáneamente en las manos de Rome. Acababa de ver algo así como garras que le desgarraban la piel, intentando emerger. Pero ya no estaban. Sus manos parecían normales, con uñas cortadas y un reloj de oro en la muñeca. Nada anormal, nada raro, nada antinatural.

Excepto los ojos.

No eran normales. Ni el color ni la forma eran normales.

—Estabas allí, ¿verdad? Hace dos años, ¿recuerdas? ¡Eras tú! —La acusación sonaba disparatada en sus propios oídos, pero muy en el fondo sentía que había algo de verdad en ella. Tenía que haberla. Parte de ella temblaba, pero otra la empujaba a mantenerse firme, concentrada, audaz—. Dime la verdad. —Levantó la pistola un poco más para apuntarle justo entre los ojos—. Abre la boca y dime quién y qué demonios eres o te juro que te disparo aquí mismo.

Él no se inmutó ni vaciló, sino que habló con una voz tranquila y fuerte.

—Coge algunas cosas y vámonos. No puedes seguir viviendo aquí.

La joven pestañeó. ¿Lo había oído bien? Ella era la que tenía la pistola y sin embargo, con todo el desahogo del mundo, él estaba dando las órdenes.

—Esta es la última oportunidad para que me contestes. En un minuto dispararé. Y créeme, cuando es necesario, disparo para matar.

Dio un paso hacia ella.

—No me vas a matar.

Kalina se afirmó sobre el suelo y dobló el dedo en el gatillo.

—¿Quieres apostar?

Él continuó andando hacia ella y levantó una mano para cogerla por la muñeca. Mientras lo hacía, hablaba subrayando cada sílaba.

—No... me... vas... a... dis... pa... rar.

Aunque sabía que ese hombre tenía la fuerza suficiente para aplastarle los huesos, no la estaba apretando fuerte. Ni flojo, pues sus dedos apenas le rozaban la piel. Ella podría haber apretado el gatillo, podría haberle disparado en el centro del pecho. Pero era incapaz de hacerlo. Algo desconocido la mantenía quieta. Lo desconocido que había en aquel hombre, lo que debería asustarla, pero que en cambio, le inspiraba una peligrosa curiosidad.

—Baja la pistola y recoge algunas cosas. Contestaré a tus preguntas pero tenemos que salir de aquí.

—No me voy a ir de mi apartamento. —Finalmente bajó la pistola y apartó la mano del gatillo, aunque sin poner el seguro. Por si acaso.

—No queda más remedio. No es seguro.

—No me digas lo que tengo que hacer. —No sonó muy convincente, posiblemente porque aún estaba embelesada por sus ojos. No eran del color marrón normal de Rome, sino de un verde vibrante, y extrañamente oblicuos, como bellas líneas en el centro de unas órbitas oscuras. El hombre parpadeó y sus ojos no cambiaron. Algo se movió dentro de ella. No podía creerlo, pero lo cierto era que quería tocarlo. El cuerpo femenino se estremecía, sus dedos bailaban ansiosos. Finalmente logró controlarse y pudo hacer la pregunta que la atormentaba.

—¿Qué eres?

—Hagamos un trato. —Rome se acercó más, tanto que ella percibió intensamente su arrebatadora fragancia. No era un aroma de colonia, sino algo salvaje, indómito, atrayente—. Contestaré a esa pregunta si tú aceptas coger tus cosas y venir conmigo.

Cerró los ojos con expresión de angustia, como si estuviera soportando algo inmensamente doloroso. Entonces Kalina levantó la mano y le acarició la línea de la mandíbula. Era firme, fuerte. Le acarició la barbilla, luego la nariz y por último le rozó suavemente con las yemas de los dedos los párpados cerrados. Todo parecía normal, pero solo lo parecía... Una ola de calor le cruzó el cuerpo: empezó en las yemas de los dedos, con las que lo estaba tocando, y tejió una perversa red por sus venas hasta que no sintió nada más que hambre. Necesidad. Deseo.

Apartó la mano y volvió a tragar saliva.

—Contéstame.

—Nos llaman Shadow Shifters.

Ella volvió la cabeza, pero enseguida miró al suelo, porque estaba intentando descifrar sus sentimientos, necesitaba saber por qué su cuerpo reaccionaba ante él de esa forma.

Era el turno de Rome. Le alzó la barbilla con dedos suaves y acariciadores y le hizo girar la cara para que lo mirase.

—Soy un Shifter, Kalina. Puedo transformarme en...

Se apartó de él, apenas podía respirar.

—¿Un felino? Te transformas en un gran felino negro con extraños ojos verdes. —El hombre apretó los dientes y enseguida asintió con la cabeza—. ¡Mierda! —La joven miró hacia abajo para ver dónde había tirado la pistola—. Oh, Dios, mierda..., maldita sea, maldita sea. —Cuando se agachó para recogerla él estaba allí y sus manos le rodearon las muñecas.

—Ven conmigo —susurró—. Ahora.

—¿Holaaaa? ¿Holaaaa? —La señora Gilbert asomaba la cabeza por la puerta abierta—. Kalina, ¿estás aquí? ¿Estás bien?

—Dile que estás bien y que nos vamos —susurró Rome—. O vas a ser testigo de algo mucho peor que el espectáculo de mis garras intentando salir.

Kalina miró las manos que sujetaban las suyas, levantó la vista hasta su cara y luego la dirigió a la puerta, donde estaba la señora Gilbert. No llevaba el gato. Gracias a Dios. Lo último que Kalina podría soportar en ese momento era otro felino en la habitación.

Tras ponerse en pie, se soltó las manos y se dirigió a la recién llegada.

—Hola, señora Gilbert. Estoy..., en fin, disculpe por el ruido. Estoy, eh, solo estoy intentando recoger unas cosas. Voy a marcharme una temporada.

—¿Te mudas a otro sitio? ¿Estás segura? —La anciana hablaba mirando a Rome con aire de sospecha—. ¿Él va contigo? ¿Necesitas ayuda?

—No. —Kalina negaba con la cabeza mientras caminaba hacia su vecina—. No, estoy bien. Solo voy a recoger unas cosas y me voy. La..., la llamaré cuando me instale y así sabrá que estoy bien.

Nunca había llamado a esa mujer para nada y eso que tenía su número y la señora Gilbert el de ella. Kalina nunca había buscado a su vecina; siempre había sido al revés. Darse cuenta de esto le hizo sentirse como una idiota. La preocupación era evidente en la cara de la señora Gilbert y ella quería tranquilizarla asegurándole que todo estaba bien. Pero, en realidad, ¿cómo podía hacerlo? La casa era un desastre, había un hombre extraño mirándolas a las dos con malicia, y si el audífono de la mujer valía para algo Kalina estaba segura de que podía oír los rápidos latidos de su corazón, que estaba a punto de salírsele del pecho.

—Bueno, vale, si tú lo dices. —La señora Gilbert se volvió hacia la puerta y salió, pero aún se quedó de pie en el pasillo mirando unos instantes—. Pero si necesitas algo...

—Por supuesto —dijo la joven—. Lo sé. La llamaré.

Sabía que pese a su carácter de alma solitaria podía hacerlo, y que la señora Gilbert contestaría. Con un poco de esfuerzo Kalina empujó la puerta rota hasta que casi se cerró. Luego se dio la vuelta para mirar a Rome.

—Solo me voy porque la puerta está inservible y la casa hecha un desastre. No porque tú lo digas.

Él asintió con la cabeza.

—No lo dudo, pero ¿puedes darte prisa?

Con tanta charla estaban perdiendo el tiempo. Había percibido el hedor en el momento en que tocó al tío que estaba estrangulando a Kalina. Era olor a rogue, y aunque el hombre aquel no lo era, tenía claro que un rogue había estado allí, en ese apartamento.

Un rogue que él conocía bien.

Un rogue al que había jurado matar.

Y había estado en el apartamento de Kalina. Ahora la muerte era inminente.

En la furgoneta se hizo el silencio. Ella recordaba haber estado en ese vehículo en alguna ocasión. Dos veces. Una con Rome y otra...

—Creo que alguien ha estado siguiéndome. —Se decidió a contárselo porque le estaban pasando demasiadas cosas que la llevaban a dudar de sí misma. Si estaba sentada al lado de la bestia que se había jurado que no era real, entonces la persona que le hacía fotos y las dejaba en su apartamento también era una amenaza real.

La presunta bestia había estado en silencio desde que ella cogió una maleta y le tiró otra a él antes de abandonar el apartamento. Se había ido con él, estaba en la furgoneta con él y no tenía ni idea de adónde iban. Tenía que preguntar por qué. La respuesta no sería simple, de eso no le cabía duda.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué dices que te siguen?

—Fotos —contestó ella con voz tenue—. No paran de mandarme fotos. De la noche de la fiesta y de aquella noche de hace dos años. Fotos mías.

—¿Lo saben los polis?

—No.

—¿Seguro?

Ella lo miró, quería verlo otra vez. Sentía un extraño y desesperado impulso de ver al felino. Se decía que debería tenerle miedo; a él y a lo que le había dicho que era, es decir, lo que sabía que había visto. Tal vez debería haberlo matado o al menos arrestado. Pero ¿por qué iba a detenerlo? ¿Por haberle vuelto a salvar la vida?

Aunque sentía cierto temor por lo que podía suceder, esa emoción no la dominaba, ni mucho menos. Era raro. Como extrañas eran todas las demás cosas raras que habían estado pasando en su vida. Quería ir con él, quería escuchar lo que tenía que decir sobre quién y qué era, sobre por qué estaba allí. Por unos instantes se sintió como Lois Lane, desesperada por cualquier exclusiva que pudiese conseguir de Supermán.

Pero no era periodista ni le estaba entrevistando. Para Kalina aquello era mucho más que simple curiosidad. Quería saber por qué se sentía atraída por alguien como Rome, cuando no había sentido nada por ningún hombre desde hacía años. Quería entender lo que la había arrastrado hacia él y por qué.

—Estabas allí, aquella noche en el callejón, cuando aquel camello me atacó. Estabas en la fiesta cuando aquellos matones vinieron a por mí. Anoche había algo en casa de Mel. Vi los ojos y escuché los ruidos en los arbustos. Entonces perdí el conocimiento y me desperté en tu dormitorio. —Eso lo acababa de recordar mientras hacía las maletas. Y en cuanto vio su furgoneta aparcada en la calle delante de su casa, todo encajó perfectamente—. Y hoy estabas allí otra vez. Siempre estás ahí cuando...

—Cuando me necesitas —terminó él—. No voy a dejar que te pase nada, Kalina. Nunca.

Hablaba de un modo terminante y contenido, como si fuera un simple hecho que ella tuviera que aceptar como cosa natural. En fin, el caso era que la seguía como un ángel de la guarda aunque no la conociera de nada.

—No te necesito. No necesito a nadie. No he contratado a un guardaespaldas porque no lo necesito.

—Tampoco podrías contratarme.

No la miró, mantuvo los ojos fijos hacia delante. Eso también la irritaba. Quería verle los ojos, contemplar las órbitas que se le habían aparecido tantas noches.

—¿Por qué no le dijiste a la policía lo de las fotos?

—Por la misma razón por la que no necesito un guardaespaldas. Puedo ocuparme yo misma de ese asunto.

—Yo me ocuparé.

—No recuerdo habértelo pedido.

—Y yo no me estoy ofreciendo. Te lo estoy diciendo.

Al decir esas acaloradas palabras, la miró al fin; ahora sus ojos eran de nuevo de color marrón oscuro, pero igual de provocativos.

—Esto es una locura. —La joven suspiró—. Todo esto no tiene sentido. Tú me estás siguiendo. Alguien más me está siguiendo. Ahora ni siquiera sé quién o qué eres. —Él permanecía callado—. ¿Por qué no contestas a mis preguntas?

—Lo haré pero no aquí, no ahora.

—Ah, es verdad, lo olvidaba. Todo tiene que ser cuando tú digas y como tú digas. ¿Dónde me llevas?, ¿o tampoco puedo preguntar eso?

—Contestaré a todas tus preguntas cuando lleguemos.

—¿Cuando lleguemos adónde?

Él suspiró y volvió la cabeza despacio para mirarla.

—¿Vas a dejar alguna vez de hacer preguntas? Pareces una reportera.

La mujer estaba a punto de arrellanarse en el asiento y soltarle una respuesta mordaz, pero sus ojos la detuvieron. Tenía iris humanos, encendidos por un torbellino de emociones.

—Solo soy una mujer normal intentando entender todo esto —dijo, finalmente, en voz baja.

—No te engañes —replicó muy serio—. No hay nada de normal en ti, Kalina.

Por debajo de la ciudad, a través de túneles que en otro tiempo albergaron una obsoleta línea de metro, caminaban los dos.

—Ya hace horas que lo tienen. ¿Qué crees que van a hacer con él?

—Matarlo —dijo Darel sin pensarlo dos veces.

—Mierda. Entonces ¿qué vamos a hacer?

—No hay nada que hacer.

—Estás de broma, ¿verdad? Es nuestro compañero. No podemos dejar que se hunda así.

—No debió salirse del plan establecido. Le dije cómo íbamos a cogerla. Sabe cuáles fueron las órdenes de Sabar.

—¿Y qué? Estaba intentando hacer el trabajo. Estás diciendo que deberíamos dejarlo morir —replicó Chi.

—Estoy diciendo que no tenemos elección. —Darel miraba a Chi con seriedad—. Mira, no sabes las consecuencias de jugársela a Sabar. Esos Shadows probablemente van a ser mucho más compasivos con él de lo que habría sido Sabar. Así que puedes considerar que ese cretino ha tenido suerte.

—Morir no es tener suerte. Y abandonar a tu compañero es repugnante.

—No pienso discutir sobre este asunto —zanjó Darel finalmente—. Tenemos otras cosas que hacer. Sabar no está contento con nuestros intentos chapuceros de coger a esa zorra. Tenemos que andarnos con cuidado con él o estaremos tan muertos como Chávez.

Había elevado su estatus, de «juguetito» a zorra, solo porque la había observado duchándose otra vez esa mañana. Darel no la había visto desnuda en semanas, y solo lo consiguió en los raros días en que Sabar le permitía vigilarla. Normalmente era al jefe rogue al que le gustaba vigilarla y masturbarse en el coche mientras tanto.

Esa mañana el vigilante había sido Darel, solo en su coche. Los micros y las cámaras ahora estaban colocados en su apartamento y proporcionaban a Sabar algo de información para cuando finalmente la capturase. Aunque Darel no acababa de hacerse idea de cómo iba a ayudar esa información para lo que Sabar tenía planeado.

En cualquier caso la había visto echar gel de baño en una esponja y pasarla lentamente por cada resquicio de su cuerpo. Su bestia interior rugió para que la liberase..., hasta que no tuvo más remedio que liberar, no la bestia, sino el miembro, con una erección en aumento, que frotó y acarició al mirarla. El alivio había sido potente, placentero y doloroso. Siguió un impulso que estaba ahí, que no quería tener, pero que continuaría teniendo de todas formas. Se sentía fatal porque habían atrapado a Chávez y aquella zorra era la que lo había llevado a esa situación. Así que no, no debería desear matarla a polvos, pero lo hacía. Quería machacarla por dentro hasta que le doliera, hasta que sangrara y gritara pidiendo ayuda.

Igual que aquellas dos de la noche anterior.

Aquello había sido delicioso, el tamborileo de excitación en sus oídos, la sensación de las carnes ardientes bajo sus manos, el aroma del terrible miedo de las hembras en sus insaciables fosas nasales. Todos estaban excitados y enfadados y se dieron un festín con las dos prostitutas, sin ningún reparo. A la hora de matarlas puede que el asunto se les fuese un poco de las manos, pero incluso eso lo disfrutaron. Cada uno de ellos.

Ahora solo estaban ellos dos, pero tendrían la oportunidad de darse otro festín como ese. Pronto. Y cuando él y Chi cogieran a Kalina Harper, harían que pagase la muerte de su amigo a manos de su despreciable amante y sus matones.

—¿Adónde vamos ahora?

—A cobrar el dinero de Sabar.

—Estamos en las puñeteras alcantarillas, tío. Así será difícil cobrar.

—Es cierto —contestó Darel—, pero esos Shadows nos están buscando. Tendríamos que ser idiotas para ir caminando por ahí fuera, ante sus narices. Tenemos que meternos por aquí y salir.

—¿Y si dice que no tiene el dinero? —preguntó Chi mientras se topaban con unas escaleras destartaladas que sabía que llevaban a otra boca de alcantarilla que daba a un callejón, justo al lado de un aparcamiento del centro de Washington.

—Entonces se lo quitamos y le cerramos su puta boca mentirosa para siempre. Igual que hicimos con el buen senador.

Chi sonrió mientras subía por las escaleras tras su colega.

—Sí, moló la forma en que le rajaste la garganta a ese tío.

Darel levantó la mano para alcanzar la tapa y miró atrás.

—Ahora ya no amenaza con hablar, ¿verdad?

Abrió la alcantarilla y los rayos solares inundaron el oscuro pozo mientras Chi se reía.

No, el senador Baines ya no iba a hablar, y tampoco su hija, que cometió el error de llamar «animal» a Chi mientras se la tiraba. Los dos se habían callado mientras se ahogaban con su propia sangre. Un sonido que Chi nunca se cansaría de escuchar.