CAPÍTULO III

Guardo vaga memoria de lo que ocurrió en Hotherstone’s Farm.

Recuerdo una calurosa bienvenida; una cena fabulosa, con la que en Oriente podría alimentarse a toda la población de una aldea; un dormitorio exquisitamente pulcro, sin otra cosa que lamentar que esa detestable invención de nuestros antepasados llamada colchón de plumas; una noche agitada, en la que prendí un sinfín de fósforos para encender en otras tantas ocasiones una pequeña bujía; y un inmenso consuelo al salir el sol y ver por fin la perspectiva de levantarme.

Había convenido con Betteredge la noche anterior en pasar a buscarlo camino de Cobb’s Hole tan temprano como quisiera, y eso, en mi impaciencia por ver aquella carta, significaba lo antes posible. Sin esperar al desayuno en la granja, cogí un mendrugo de pan y me puse en marcha con la duda de si no sorprendería al excelente Betteredge todavía en la cama. Para mi gran alivio resultó que estaba tan ansioso como yo ante la inminencia del descubrimiento. Lo encontré dispuesto y esperándome, con su bastón en la mano.

—¿Cómo se encuentra esta mañana, Betteredge?

—Malamente, señor.

—Lamento oírlo. ¿De qué se queja?

—Me quejo de una nueva enfermedad de mi propia invención. No quisiera alarmarlo, señor Franklin, pero es seguro que lo habré contagiado antes de que termine la mañana.

—¡Caramba!

—¿No siente un molesto ardor en la boca del estómago, señor? ¿Y un desagradable zumbido en la cabeza? ¿Todavía no? Lo sentirá en Cobb’s Hole, señor Franklin. Yo lo llamo la fiebre del detective, y la tuve por primera vez en compañía del sargento Cuff.

—¡Ay, ay! Y supongo que el remedio, en este caso, será abrir la carta de Rosanna Spearman… Vayamos cuanto antes.

A pesar de lo temprano de la hora, encontramos a la mujer del pescador atareada en la cocina. Al presentarme Betteredge, la buena señora Yolland desplegó una ceremonia social estrictamente reservada (según supe después) a los invitados más distinguidos. Sacó una botella de ginebra holandesa y un par de pipas limpias, y abrió la conversación con una pregunta.

—¿Qué noticias trae de Londres, señor?

Antes de que pudiese hallar la respuesta a tan amplia y genérica cuestión, una aparición salió de un oscuro rincón de la cocina. Una muchacha pálida, demacrada y furiosa, de hermoso pelo y mirada fiera, se acercó cojeando sobre una muleta y me miró como si fuera yo un objeto fascinante que suscitara al mismo tiempo su espanto y su interés.

—Señor Betteredge —dijo, sin apartar los ojos de mí—, repita su nombre, por favor.

—Este caballero —dijo Betteredge, subrayando la palabra «caballero»— es el señor Franklin Blake.

La joven me dio la espalda y salió de la cocina sin previo aviso. La bondadosa señora Yolland —creo que es una buena mujer— se disculpó por la extraña conducta de su hija, y Betteredge, así me lo pareció, tradujo sus disculpas en correcto inglés. Lo refiero con la mayor incertidumbre. Mi atención estaba absorta en el sonido de la muleta. Pun, pun, escaleras arriba; pun, pun, a través de la habitación situada justo encima de la cocina; pun, pun, escaleras abajo… hasta que apareció de nuevo en el umbral de la puerta, con una carta en la mano y haciéndome señas.

Dejé a mis espaldas otra sarta de disculpas y seguí a la extraña muchacha, que renqueaba cada vez más deprisa, por la pendiente de la playa. Me condujo hasta detrás de unas barcas, donde los escasos vecinos de la aldea no pudieran vernos ni oírnos, se detuvo y me miró por primera vez.

—Quédese ahí —me ordenó—. Quiero verlo bien.

La expresión de su rostro era inconfundible. Yo le inspiraba la más profunda repugnancia. No quisiera caer en la fatuidad de decir que ninguna mujer me había mirado jamás de aquel modo. Me limitaré a afirmar, con más modestia, que ninguna me había permitido detectarlo hasta entonces. El grado de escrutinio que un hombre puede soportar, en determinadas circunstancias, tiene un límite. Traté de llamar la atención de Lucy la Coja hacia algún objeto menos nauseabundo que mi semblante.

—Creo que tiene usted una carta para mí —empecé a decir—. ¿Es la carta que tiene en la mano?

—Repítalo —fue su respuesta.

Obedecí, como un niño bueno que está aprendiendo una lección.

—No —dijo ella, hablando para sí, pero sin apartar de mí su mirada implacable—. No consigo ver en su rostro lo que ella veía. Ni adivinar lo que ella oía en su voz. —Apartó la vista bruscamente y apoyó la cabeza en la muleta con ademán cansado—. ¡Ah, mi pobre niña! —dijo por primera vez con dulzura—. ¡Mi amor perdido! ¿Qué pudiste ver en este hombre? —Volvió a levantar la cabeza con furia y a clavar en mí su mirada—. ¿Puede usted comer y beber? —preguntó.

Hice cuanto pude por preservar una actitud digna y contenida.

—Sí —respondí.

—¿Puede dormir?

—Sí.

—¿No siente remordimientos cuando ve a una pobre criada?

—Desde luego que no. ¿Por qué habría de sentirlos?

Me lanzó la carta a la cara con brusquedad.

—¡Ahí la tiene! —exclamó llena de ira—. No lo había visto antes. Dios quiera que no vuelva a verlo nunca más.

Con estas palabras se alejó de mí a la mayor velocidad que le fue posible. Ustedes seguramente ya habrán adivinado la única interpretación que encuentro para su actitud. No pude sino pensar que estaba loca.

Habiendo llegado a esta conclusión inevitable, pasé a ocuparme del interesante objeto de investigación que me brindaba la carta de Rosanna Spearman. La dirección estaba escrita así: «Para el señor Franklin Blake. Entregar en mano (sin confiar en nadie más) por Lucy Yolland».

Rompí el lacre. El sobre contenía una carta, y ésta a su vez una nota. Leí primero la carta:

Señor:

Si tiene curiosidad por comprender mi comportamiento con usted durante su estancia en casa de mi señora, lady Verinder, haga lo que se le indica en la nota recordatoria que acompaña a esta carta, y hágalo sin que nadie pueda verlo.

Su humilde servidora,

ROSANNA SPEARMAN

Leí la nota a continuación. La transcribo aquí literalmente, palabra por palabra:

Nota recordatoria: Ir a las Arenas Temblonas a la hora en que cambia la marea. Llegar hasta la Punta Sur y buscar allí la línea que forma la baliza con el mástil de la estación de los guardacostas. Tender sobre las rocas un palo, o cualquier objeto recto que pueda guiar mi mano, siguiendo la línea que forman la baliza y el mástil. Asegurarme, al hacerlo, de que un extremo del palo se encuentre en el borde de las rocas, por el lado en que éstas miran a las arenas movedizas. Tantear el terreno entre las algas a lo largo del palo (empezando por el extremo que apunta a la baliza) hasta encontrar la cadena. Pasar la mano por la cadena hasta alcanzar la parte que cuelga por encima del borde de las rocas, y hundir los dedos en las arenas movedizas. Tirar entonces de la cadena.

Cuando acababa de leer las últimas palabras, que estaban subrayadas en la nota original, oí la voz de Betteredge a mis espaldas. El inventor de la fiebre del detective había sucumbido por completo a tan irresistible enfermedad.

—No puedo soportarlo más, señor Franklin. ¿Qué dice esa carta? Por piedad, señor, díganos qué dice esa carta.

Le pasé la carta y la nota que la acompañaba. Leyó la primera sin traslucir demasiado interés, pero la nota le causó una honda impresión.

—¡El sargento lo dijo! —exclamó Betteredge—. Desde el principio hasta el final insistió en que Rosanna había escrito una nota recordatoria del escondite. ¡Y aquí está! Dios nos guarde, señor Franklin. Aquí está el enigma que ha desconcertado a todo el mundo, empezando por el sargento Cuff; casi podría decirse que ¡dispuesto a revelarse ante usted! La marea está baja, como bien puede verse. ¿Cuánto tardará en cambiar? —Vio a un mozo que estaba remendando unas redes a escasa distancia de nosotros—. ¡Tammie Bright! —gritó con todas sus fuerzas.

—¡Lo oigo bien! —gritó Tammie a su vez.

—¿Cuándo cambiará la marea?

—Dentro de una hora.

Consultamos nuestros relojes al unísono.

—Podemos bordear la costa, señor Franklin —dijo Betteredge— y llegar hasta las arenas movedizas con tiempo de sobra. ¿Qué me dice, señor?

—¡Vayamos!

Camino de las Arenas Temblonas le pedí a Betteredge que refrescara mi memoria de los acontecimientos (en lo relativo a Rosanna Spearman) mientras se desarrolló la investigación del sargento Cuff. Asistido por mi buen amigo, no tardé en formarme una idea precisa de cómo se fueron encadenando las circunstancias. El viaje de Rosanna a Frizinghall, cuando todos en la casa la creían enferma en su habitación; su misteriosa ocupación nocturna, con la puerta cerrada y la vela encendida hasta el amanecer; la sospechosa adquisición del estuche de estaño y las dos cadenas de perro en casa de la señora Yolland; la firme convicción del sargento de que Rosanna había escondido algo en las Arenas Temblonas y su ignorancia absoluta de qué podía ser ese algo; todas las extrañas consecuencias de la abortada investigación tras la desaparición del diamante se me revelaron de nuevo con absoluta claridad cuando llegamos a las arenas movedizas y avanzamos por la baja cornisa de roca conocida como la Punta Sur.

Con ayuda de Betteredge no tardé en alcanzar el punto desde el cual se veía la línea que formaban la baliza y el mástil. Guiándonos por la nota de Rosanna, tendimos a continuación un palo en la dirección indicada, lo más recto posible sobre la superficie irregular del terreno rocoso. Hecho esto, miramos de nuevo los relojes.

Aún faltaban casi veinte minutos para el cambio de la marea. Propuse que esperásemos en la playa, en lugar de quedarnos sobre la superficie húmeda y resbaladiza de las rocas. Una vez pisamos la arena seca, me disponía a sentarme cuando, con gran sorpresa, vi que Betteredge se alejaba.

—¿Por qué se va? —pregunté.

—Vuelva a leer la carta, señor, y lo sabrá.

Releí la carta y recordé que se me ordenaba estar solo en el momento de realizar el descubrimiento.

—Me cuesta mucho marcharme en un momento como éste —dijo Betteredge—, pero la pobre muchacha tuvo una muerte atroz, y me veo en el deber de satisfacer ese capricho suyo, señor Franklin. Además —añadió en tono confidencial— no hay nada en esa carta que le impida revelar el secreto después. Lo estaré esperando en la plantación de abetos. No se retrase más de lo necesario, señor. La fiebre del detective no es una enfermedad fácil de sobrellevar en semejantes circunstancias.

Con esta advertencia me dejó solo.

La espera, por breve que fuera si se atendía a una medida temporal, cobraba proporciones formidables si se atendía a la medida de la expectación. Me encontraba en una de esas situaciones en las que el inestimable hábito de fumar resulta particularmente preciado y consolador. Encendí un cigarro y me senté en la pendiente de la playa.

El sol vertía su nítida belleza sobre todo cuanto se ofrecía a mis ojos. La exquisita frescura del aire transformaba en verdadero lujo el mero acto de vivir y respirar. Incluso la pequeña y solitaria ensenada saludaba a la mañana con una demostración de júbilo e incluso la desnuda y húmeda superficie de las arenas movedizas, que refulgía con un brillo dorado, ocultaba bajo una sonrisa fugaz el horror que yacía más allá de su engañosa faz tostada. Era el día más hermoso que había visto desde mi regreso a Inglaterra.

La marea empezó a cambiar antes de que hubiera terminado mi cigarro. Vi cómo la arena se hinchaba primero y cómo se agitaba después con aquel pavoroso temblor, como si un espíritu terrorífico que habitara en sus profundidades insondables se desplazara bajo la superficie. Tiré mi cigarro y volví a las rocas.

Las instrucciones de la nota recordatoria me llevaron a tantear el terreno siguiendo la línea trazada por el palo desde el extremo más próximo a la baliza.

De este modo avancé hasta pasada la mitad de su longitud, sin encontrar nada más que los bordes afilados de la roca. Sin embargo, uno o dos dedos más bastaron para que mi paciencia se viera recompensada. En una angosta fisura situada justo al alcance de mi dedo índice palpé la cadena. Traté de seguirla al tacto, pero una densa maraña de algas que crecían agarradas al interior de la roca, sin duda desde el tiempo transcurrido desde que Rosanna Spearman eligió su escondite, me impidió seguir adelante.

Me era imposible arrancar las algas o introducir la mano en la grieta. Tras señalar el lugar con el extremo del palo más próximo a las arenas movedizas, resolví proseguir la búsqueda de la cadena de acuerdo con un plan de mi propia invención. Me proponía sondear inmediatamente debajo de las rocas, con la esperanza de hallar el rastro perdido de la cadena en el punto en que ésta se hundía en las arenas movedizas. Tomé el palo y me arrodillé en el borde de la Punta Sur.

En esta posición, la cara me quedaba a escasos palmos de la superficie de las arenas. La visión de tan siniestro lugar, todavía intermitentemente agitado por el mismo temblor pavoroso, me puso los nervios de punta. La aterradora fantasía de que la mujer muerta pudiese aparecer en la escena de su suicidio para asistirme en mi búsqueda —un pánico indecible a verla alzarse entre la borboteante superficie de la arena— se abrió paso en mis pensamientos y me dejó helado, pese a la tibieza del sol. Reconozco que cerré los ojos cuando el extremo del palo rozó las arenas.

Un instante después, antes de que el palo se hubiera sumergido apenas unos dedos, quedé libre de aquel terror supersticioso y vibré de emoción de la cabeza a los pies. Sondeé a ciegas y… ¡al primer intento hallé lo que buscaba! El palo tocó la cadena.

Me sujeté con fuerza a las algas con la mano izquierda, me eché de bruces sobre las rocas y palpé con la mano derecha la superficie vertical del saliente. Mi mano derecha encontró la cadena.

Tiré de ella sin encontrar resistencia, y allí estaba el estuche de estaño, sujeto en su extremo.

La acción del agua había oxidado la cadena de tal forma que no lograba desprenderla de la argolla que la unía al estuche. Sostuve el estuche entre las rodillas y, sirviéndome de todas mis fuerzas, conseguí abrir la tapa. Vi que una sustancia blanca cubría por completo el interior del recipiente. Lo toqué con la mano y comprobé que era lino.

Tiré de la tela, y con ella salió una carta arrugada. Tras mirar la dirección y ver que llevaba mi nombre, me la guardé en el bolsillo y terminé de sacar la pieza de lino completa. Se había convertido en un rodillo, adoptando la forma del estuche en el que tanto tiempo llevaba confinada, libre de todo daño por la acción del mar.

Llevé la tela hasta la arena seca y allí la desenrollé y la extendí. Era sin duda una prenda de vestir. Era una camisa de dormir.

La parte de arriba, una vez extendida, tan sólo presentaba dobleces y pliegues. Examiné entonces la zona inferior ¡y al segundo descubrí la mancha de pintura de la puerta del boudoir de Rachel!

Mis ojos se clavaron en la mancha y mis pensamientos me devolvieron de un salto al pasado. Volví a oír las palabras del sargento Cuff como si estuviera a mi lado, haciendo aquella incontestable deducción a partir de la rozadura en la puerta: «Averigüemos si hay alguna prenda de vestir en la casa con una mancha de pintura. Averigüemos a quién pertenece dicha prenda. Averigüemos si su propietario puede explicar su presencia en la habitación y la mancha de pintura entre la medianoche y las tres de la madrugada. Si esa persona no puede ofrecer una respuesta convincente, ¡no necesitaremos seguir buscando la mano que se llevó el diamante!».

Una tras otra, estas palabras acudieron a mi memoria para repetirse sin pausa, con fatigosa y maquinal cadencia. Desperté de lo que entonces me pareció un trance de varias horas —cuando por fuerza sólo fue una pausa muy breve— al oír que una voz me llamaba. Alcé la vista y vi que Betteredge finalmente había perdido la paciencia. Apareció entre las dunas, en dirección a la playa.

La imagen del anciano me devolvió al presente y me recordó que mis pesquisas aún no habían concluido. Había descubierto la mancha en la camisa de dormir. ¿De quién era?

Mi primer impulso fue consultar la carta que me había guardado en el bolsillo, la carta que había hallado en el estuche.

Al levantar la mano con intención de sacarla, comprendí que había un camino más corto para resolver mis dudas. La propia camisa de dormir revelaría la verdad pues, con toda probabilidad, llevaría bordado el nombre de su propietario.

La recogí de la arena y busqué la marca.

La encontré y la leí.

ERA MI NOMBRE.

Ahí estaban las letras familiares que me indicaban que aquella camisa era mía. Levanté la vista. Allí estaba el sol; allá las aguas resplandecientes de la bahía; allá el anciano Betteredge, cada vez más cerca. Volví a mirar las letras. Mi propio nombre. Desafiándome rotundamente… mi propio nombre.

«Si el tiempo, la tenacidad y el dinero sirven para algo, atraparé al ladrón de la Piedra Lunar.» Con estas palabras partí de Londres. Había desentrañado el misterio que las arenas movedizas se negaban a revelar a ningún otro ser vivo. Y, ante la prueba irrefutable de la mancha de pintura, acababa de descubrir que el ladrón era yo.