CAPÍTULO XI
Tras la partida del último invitado, entré en el salón principal, y allí encontré a Samuel presidiendo la mesa auxiliar donde se había dispuesto el brandy y la soda. Lady Verinder y la señorita Rachel salieron de la sala contigua seguidas de dos caballeros. El señor Godfrey se sirvió un poco de brandy con soda. El señor Franklin no tomó nada. Se sentó con pinta de estar agotado. Creo que la conversación en aquella fiesta de cumpleaños había acabado con él.
Al volverse para darles las buenas noches, lady Verinder miró con dureza el legado maldito que refulgía en el pecho de su hija.
—¿Dónde guardarás el diamante esta noche, Rachel? —preguntó.
La señorita estaba de un humor espléndido, muy propicio a decir tonterías y persistir perversamente en ellas como si tuvieran algún sentido, en ese estado que sin duda ustedes habrán podido observar en las jovencitas cuando están agitadas tras un día repleto de emociones. Primero declaró que no sabía dónde poner el diamante. Luego dijo que «en su tocador, desde luego, con sus cosas». Después pensó que el diamante bien podía darse a brillar con su espantosa luz lunar, y esto la aterraría en la oscuridad de la noche. A continuación se acordó de un secreter que había en su salita y al instante se decantó por guardar el diamante hindú en el secreter hindú, con el fin de que dos hermosos objetos nativos pudieran admirarse mutuamente. Tras permitir que su pequeña corriente de insensatez alcanzara este punto, su madre intervino para detenerla.
—¡Querida, tu secreter hindú no tiene cerradura! —señaló.
—¡Por Dios, mamá! ¿Acaso estamos en un hotel? ¿Hay ladrones en la casa?
Sin reparar en tan absurdas palabras, mi señora dio las buenas noches a los caballeros. Se volvió luego a la señorita Rachel y la besó, diciendo:
—¿Por qué no me dejas a mí guardar el diamante esta noche?
La señorita Rachel reaccionó a esta petición como habría reaccionado diez años antes a la propuesta de separarse de su muñeca nueva. Su madre comprendió que aquella noche no había manera de razonar con ella.
—Ven a mi dormitorio, Rachel, mañana en cuanto te despiertes. Tengo algo que decirte. —Dicho lo cual se retiró despacio, absorta en sus pensamientos, que a todas luces la llevaban por derroteros nada gratos.
La señorita Rachel fue la siguiente en despedirse. Le estrechó primero la mano al señor Godfrey, que se encontraba al otro extremo del salón, contemplando un cuadro. Acto seguido se volvió al señor Franklin, que seguía cansado y silencioso en un rincón.
Ignoro qué se dijeron, aunque, hallándome en ese momento junto al gran espejo con su antiguo marco de roble, la vi reflejada en él, sacándose con picardía del escote el guardapelo que el señor Franklin le había regalado para enseñárselo un momento, con una sonrisa que sin duda tenía un significado especial, antes de retirarse con paso ágil. Este incidente me llevó a dudar un poco de la confianza que hasta el momento había depositado en mi propio discernimiento. Empecé a pensar que, a la postre, Penelope podía estar en lo cierto en cuanto a los afectos de la joven dama.
En cuanto la señorita Rachel le hubo dejado ojos para ver, el señor Franklin reparó en mi presencia. Su humor oscilante, en perpetua vacilación entre una cosa y la otra, ya había cambiado con respecto a los hindúes.
—Betteredge —dijo—, me siento inclinado a pensar que he tomado demasiado en serio las palabras del señor Murthwaite cuando tuvimos esa conversación junto a los arbustos. ¿No nos habrá contado alguna de sus leyendas de viajero? ¿De verdad tiene intención de soltar a los perros?
—Les quitaré los collares, señor, y les dejaré libertad para que puedan darse una vuelta esta noche si es que su olfato así se lo aconseja.
—Muy bien. Mañana decidiremos cómo proceder. No estoy dispuesto a alarmar a mi tía a menos que tenga una razón muy acuciante, Betteredge. Buenas noches.
Tan pálido y exhausto lo vi mientras me saludaba con la cabeza y cogía su vela para subir al dormitorio que me atreví a recomendarle un trago de brandy con agua antes de retirarse. El señor Godfrey, acercándose desde el otro extremo de la estancia, respaldó mi sugerencia. Con la mayor cordialidad, instó al señor Franklin a que no se acostara sin haber tomado algo.
Si me refiero aquí a estos detalles sin importancia es porque, después de todo lo visto y oído aquel día, me complació observar que nuestros caballeros se hallaban en tan buenas relaciones como siempre. Ni su batalla verbal (la que presenció Penelope en el salón) ni su rivalidad por el favor de la señorita Rachel parecían haber establecido diferencias profundas entre ambos. ¡Claro es que eran los dos jóvenes de buen carácter, además de hombres de mundo! Y hay que reconocerles a las personas de buena cuna que no son ni mucho menos tan pendencieras como las personas sin clase.
El señor Franklin declinó el brandy con agua y subió con el señor Godfrey, puesto que sus dormitorios se hallaban contiguos. Una vez en el rellano, sin embargo, o bien su primo logró convencerlo o bien dio un viraje y cambió de opinión según su costumbre.
—Quizá lo necesite en algún momento de la noche —me dijo desde arriba—. Pida que me suban un poco de brandy y agua a mi habitación.
Envié a Samuel con el brandy y el agua y salí a soltar a los perros. Se quedaron perplejos al ver que los liberaba a esas horas de la noche y me saltaron encima como un par de cachorros. De todos modos, la lluvia no tardó en apaciguarlos y, tras un par de lametazos a las gotas, volvieron a sus perreras. Mientras volvía a la casa advertí en el cielo indicios de un cambio de tiempo favorable. Por el momento seguía lloviendo a cántaros y la tierra estaba encharcada.
Samuel y yo hicimos la ronda habitual para cerrar la casa. Esta vez lo comprobé personalmente, sin fiarme a mi subalterno. Todo estaba cerrado a cal y canto cuando mis viejos huesos se tendieron a descansar entre la medianoche y la una de la madrugada.
Supongo que las preocupaciones del día me habían desbordado. Lo cierto es que esa noche también yo padecí la enfermedad del señor Franklin. Había amanecido cuando por fin logré conciliar el sueño. Todo el tiempo que pasé en vela estuvo la casa silenciosa como una tumba. No oí más ruido que el chapoteo de la lluvia y el rumor del viento entre los árboles al levantarse la brisa con la llegada de la mañana.
Me desperté en torno a las siete y media, y un magnífico día de sol me saludó al abrir la ventana. Ya habían dado las ocho, y me disponía a atar a los perros cuando sentí a mis espaldas un presuroso crujir de faldas en la escalera.
Di media vuelta y vi que Penelope venía en mi busca como una loca.
—¡Padre! —gritó—. ¡Sube, por el amor de Dios! ¡El diamante ha desaparecido!
—¿Has perdido el juicio?
—¡Se ha esfumado! —insistió—. ¡Nadie sabe cómo! Sube y lo verás.
Me arrastró hasta la sala privada de la señorita, anexa a su dormitorio. En el umbral de este último se encontraba la señorita Rachel, con la cara casi tan blanca como el camisón que llevaba puesto. Y allí estaban las dos puertas del secreter hindú, abiertas de par en par. Uno de los cajones del interior estaba igualmente abierto.
—¡Mira! —dijo Penelope—. Yo misma vi anoche a la señorita Rachel guardar el diamante en esa gaveta.
Me acerqué al mueble. La gaveta estaba vacía.
—¿Es eso cierto, señorita? —pregunté.
Con una mirada que no era la suya y una voz que no era la suya, la señorita repitió las palabras de mi hija:
—¡El diamante ha desaparecido!
Dicho esto, volvió a su dormitorio y cerró la puerta con llave.
Antes de que pudiéramos reaccionar, lady Verinder entró en el boudoir, extrañada de oír mi voz en las habitaciones de la señorita Rachel. La noticia de la desaparición del diamante la dejó petrificada. Fue derecha al dormitorio de su hija y le ordenó que abriese. La señorita abrió la puerta.
La alarma se propagó como el fuego por toda la casa y llegó en seguida a oídos de los dos caballeros.
El señor Godfrey fue el primero en salir de su habitación. Al enterarse de lo ocurrido, se llevó las manos a la cabeza en un estado de perplejidad que no decía mucho en favor de su fortaleza de ánimo. El señor Franklin, en cuya lucidez confiaba yo para que nos aconsejara, se mostró tan impotente como su primo al saber lo ocurrido. Milagrosamente, por fin había dormido esa noche a sus anchas, y el insólito lujo del sueño le había dejado, según dijo, bastante aturdido. Sin embargo, en cuanto se hubo tomado una taza de café —como hacía siempre unas horas antes de cada comida, según la costumbre europea— se despejó su cerebro, recobró su lucidez y se hizo cargo del asunto con inteligencia y con resolución, más o menos como sigue:
En primer lugar convocó a los criados para ordenarles que dejaran todas las puertas y ventanas de la planta baja (excepto la principal, que yo había abierto) exactamente tal como estaban cuando se cerró la casa la noche anterior. A continuación nos propuso a su primo y a mí que nos cerciorásemos, antes de dar ningún otro paso, de que el diamante no se había caído por accidente en alguna parte, por ejemplo detrás del secreter o del tablero sobre el que éste se asentaba. Después de haber buscado en ambos lugares sin éxito alguno —y de haber interrogado a Penelope sin lograr sacarle nada más de lo que ya había contado—, el señor Franklin propuso que ampliáramos las pesquisas a la señorita Rachel, y mandó a Penelope a llamar a la puerta de su dormitorio.
Lady Verinder respondió a la llamada y cerró la puerta al salir. Al momento oímos que la señorita echaba la llave por dentro. La señora se acercó a nosotros, visiblemente confundida y angustiada.
—Parece que la desaparición del diamante ha dejado a Rachel muy abatida —explicó, en respuesta a una pregunta del señor Franklin—. Se niega a hablar del asunto de la manera más extraña, ni siquiera conmigo. Es inútil verla en este momento.
Tras agravar nuestra perplejidad con esta declaración, recobró con un ligero esfuerzo la compostura y mostró la misma decisión de siempre.
—Supongo que no queda más remedio —dijo, con voz serena—. Supongo que no tengo otra alternativa que avisar a la policía.
—Y lo primero que hará la policía —añadió el señor Franklin, en consonancia con esta decisión— será echarles el guante a esos magos que estuvieron aquí anoche.
Mi señora y el señor Godfrey (que no sabían lo que sabíamos el señor Franklin y yo) se sobresaltaron y se mostraron muy sorprendidos.
—No tengo tiempo para detenerme en explicaciones —continuó el señor Franklin—. Sólo puedo decir que los hindúes han robado el diamante. Escríbame una carta de presentación —le pidió a su tía— dirigida a alguno de los magistrados de Frizinghall. Limítese a decir que represento sus intereses y sus deseos y permítame partir de inmediato. Las posibilidades de dar caza a los ladrones pueden depender de que no perdamos un instante. (Nota bene: Ya fuera su lado francés o el inglés, lo más valioso del señor Franklin se reveló en ese momento. La única pregunta era: ¿cuánto duraría?)
Puso pluma, tinta y papel ante su tía, quien (así me pareció) redactó la carta con cierta renuencia. De haber sido posible pasar por alto un suceso como la desaparición de un diamante valorado en veinte mil libras, creo yo —a juzgar por la opinión que mi señora tenía de su difunto hermano y el recelo que le inspiraba su regalo de cumpleaños— que habría sentido un enorme alivio permitiendo que los ladrones huyeran impunes con la Piedra Lunar.
Salí con el señor Franklin a los establos y aproveché la oportunidad para preguntarle cómo los hindúes (de quienes yo naturalmente sospechaba tan astutamente como él) habrían podido entrar en la casa.
—Quizá uno de ellos se colara a hurtadillas en el salón en mitad de la confusión, cuando se marchaban los invitados —dijo el señor Franklin—. Es posible que estuviera escondido debajo del sofá mientras mi tía y Rachel hablaban de dónde guardar el diamante. Sólo habría tenido que esperar a que la casa quedara en calma y el diamante estuviera en el secreter para llevárselo. —Con estas palabras, dio orden al mozo de cuadras de que abriese la verja, y se lanzó al galope.
Ésta parecía ser la única explicación racional, pero ¿cómo se las ingenió el ladrón para salir de la casa? Cuando me levanté esa mañana, encontré la puerta principal cerrada con llave y cerrojo, tal cual la había dejado la noche anterior. Las demás puertas y ventanas seguían cerradas a cal y canto, lo que sin duda constituía un hecho elocuente. ¿Y los perros? Supongamos que el ladrón escapara saltando por alguna de las ventanas de la planta superior: ¿cómo se libró de los perros? ¿Vendría acaso provisto de carne narcotizada para ellos? Mientras me asaltaba esta duda, los dos canes aparecieron corriendo tras una esquina de la casa y empezaron a rodar por el césped húmedo con tanta alegría y tan saludable alborozo que me vi en no pocos apuros para hacerles entrar en razón y volver a encadenarlos. Cuantas más vueltas le daba a la cabeza menos me satisfacía la explicación del señor Franklin.
Desayunamos. Pase lo que pase en una casa, ya se trate de un robo o de un asesinato, no debemos prescindir jamás del desayuno. Tras el desayuno la señora me mandó llamar y me vi en la obligación de contarle todo lo que hasta entonces le había ocultado con respecto a los hindúes y su complot. Siendo como era una mujer valerosa, no tardó en recobrarse del sobresalto inicial que le causaron mis palabras. Parecía mucho más preocupada por su hija que por la conspiración de aquellos villanos infieles.
—Usted sabe lo rara que es Rachel y cómo a veces se conduce de un modo muy distinto a las demás muchachas —me dijo—, pero en la vida la he visto tan extraña y reservada como hoy. Parecía como si la desaparición del diamante le hubiera hecho perder el juicio. ¿Quién iba a figurarse que ese diamante horrible podría ejercer tanto poder sobre ella en tan breve espacio de tiempo?
La verdad es que era todo muy extraño. En general, la señorita Rachel nunca se ilusionaba tanto como otras muchachas cuando recibía algún juguete o alguna baratija. Y allí estaba, inconsolable, encerrada en su cuarto. Es justo añadir que no era ella la única que parecía hallarse fuera de sus casillas. El señor Godfrey, sin ir más lejos —que era por su profesión una especie de bálsamo general—, no sabía dónde buscar sus recursos. Sin compañía con la que distraerse, ni ocasión de ejercitar su experiencia con mujeres en desgracia para consolar a su prima, estuvo dando vueltas de acá para allá por la casa y los jardines, inquieto y sin rumbo. Eran dos, y distintas, las opiniones, que albergaba en cuanto a lo que debía hacerse frente a un infortunio como el que nos había sobrevenido. ¿Debía, dada la situación, aliviar a la familia de la carga que representaba su presencia o, por el contrario, debía quedarse, ante la posibilidad de que aun sus humildes servicios pudieran ser de alguna utilidad? Se decantó finalmente por esta última manera de proceder, pensando que sería la más común y la más considerada en una situación de desgracia tan peculiar como la que en ese momento nos afectaba. Las circunstancias ponen a prueba la madera de que está hecho un hombre. Y, al verse puesto a prueba por las circunstancias, el señor Godfrey demostró que su madera era mucho menos consistente de lo que yo me imaginaba. En cuanto a las mujeres del servicio —con la excepción de Rosanna Spearman, que se mostró muy reservada—, se dieron a cuchichear por los rincones y a mirarlo todo con aire de sospecha, como es costumbre entre la mitad más débil de la especie humana cuando algo extraordinario sucede en una casa. Yo mismo reconozco que estaba nervioso y de mal humor. La maldita Piedra Lunar nos había trastornado a todos.
Poco antes de las once regresó el señor Franklin. Todo indicaba que el lado resolutivo de su personalidad había cedido gradualmente desde el momento de su partida bajo el peso de la tarea que recayó sobre él. Nos dejó al galope y regresó al paso. Cuando se marchó era un hombre de hierro. Cuando regresó parecía relleno de algodón y blando a más no poder.
—¿Y bien? —preguntó mi señora—. ¿Está en camino la policía?
—Sí —contestó el señor Franklin—. Dijeron que me seguirían en un vuelo. El inspector Seegrave, de la policía local, con dos de sus hombres. ¡Mera fórmula! ¡Es un caso perdido!
—¡Cómo! ¿Es que los hindúes han huido, señor? —pregunté.
—A esos pobres hindúes los han encerrado en prisión injustamente —dijo el señor Franklin—. Son inocentes como un recién nacido. Mi suposición de que uno de ellos se escondió en la casa ha terminado por evaporarse como el humo, igual que todas las demás. Se ha demostrado —añadió, deleitándose en su propia torpeza— de todo punto imposible.
Tras dejarnos a todos atónitos, con este giro completamente inesperado en el enredo de la Piedra Lunar, nuestro caballero, a instancias de su tía, se sentó para explicarse mejor.
Al parecer, su lado resolutivo no había llegado más que hasta Frizinghall. Expuso el caso con toda claridad al magistrado y éste avisó de inmediato a la policía. Las primeras indagaciones en torno a los hindúes pusieron de manifiesto que los tres magos ni siquiera intentaron salir de la ciudad. Nuevas pesquisas revelaron que se les vio regresar a Frizinghall en compañía del niño entre las diez y las once de la noche anterior, lo cual (atendiendo a las horas y la distancia) demostraba que emprendieron el camino de vuelta nada más concluir su actuación en la terraza. Más tarde todavía, a medianoche, la policía tuvo ocasión de verlos a los tres en la casa de huéspedes, y al niño con ellos como de costumbre. Poco después de la medianoche yo había cerrado las puertas y ventanas de la casa. No podía hallarse prueba más fehaciente a favor de los magos. El magistrado afirmó que, así las cosas, no había el menor motivo para sospechar de ellos, pero, como cabía la posibilidad de que las investigaciones policiales terminaran por descubrir algo que pudiera comprometerlos, se las ingenió para encerrarlos una semana bajo llave y cerrojo por vagos y maleantes, con el fin de tenerlos a nuestra disposición. Por ignorancia habían hecho algo en la ciudad (no recuerdo cuál fue su falta) que los situaba casi al margen de la ley. Toda institución humana, incluida la justicia, puede forzarse un poco si uno sabe en qué dirección tirar. El digno magistrado era un viejo amigo de lady Verinder, y nada más abrirse el juzgado esa mañana se «dictó auto de prisión» contra los hindúes por un período de una semana.
Tal fue el relato de los hechos que ofreció el señor Franklin. La pista que apuntaba a los hindúes en el misterio de la joya desaparecida se hacía así añicos según todas las apariencias. Si los magos eran inocentes, ¿quién diablos se había llevado la Piedra Lunar del secreter de la señorita Rachel?
Diez minutos más tarde, para nuestro inmenso alivio, llegó a la casa el inspector Seegrave. Explicó que, al entrar, había conversado un momento con el señor Franklin, que se encontraba en la terraza, sentado al sol (supongo que gobernado en ese momento por su lado italiano), y éste advirtió al policía de que la investigación era inútil, antes incluso de que ésta hubiera comenzado siquiera.
Para una familia en una situación como la nuestra no podía haber presencia más tranquilizadora que la del inspector de la policía de Frizinghall. El señor Seegrave era un hombre alto y corpulento, de ademanes marciales. Tenía una voz agradable, con acento autoritario, una mirada poderosa y enérgica y una espléndida levita pulcramente abotonada hasta el cuello de cuero. «¡Soy el hombre que necesitan!», parecía llevar escrito en su semblante; y ordenaba a sus dos subalternos con una severidad que nos convenció de que con él no se jugaba.
Empezó por registrar la casa, por dentro y por fuera, y el resultado de este escrutinio lo llevó a concluir que los ladrones no habían entrado desde el exterior, de ahí que el robo lo hubiera cometido alguien que se encontraba dentro. Figúrense ustedes la alarma que cundió entre la servidumbre cuando esta declaración oficial llegó a sus oídos. El inspector decidió examinar primero el boudoir, hecho lo cual pasó a interrogar a los criados. Al mismo tiempo, apostó a uno de sus hombres en la escalera que conducía a las habitaciones del servicio, con instrucciones de que no permitiera pasar a nadie hasta nueva orden.
Esta última medida alborotó en el acto a la mitad más débil de la especie humana. Salieron de un salto de sus rincones y se lanzaron en tropel escaleras arriba a las habitaciones de la señorita Rachel (arrastrando consigo a Rosanna Spearman en esta ocasión), donde irrumpieron de sopetón para conminar al inspector, todas con el mismo aspecto culpable, a que dijera de inmediato de cuál de ellas sospechaba.
El inspector supo estar a la altura de las circunstancias. Las miró con sus ojos enérgicos y las amedrentó con su voz de mando.
—Ahora mismo vuelven todas al piso de abajo. No las quiero aquí. ¡Miren! —exclamó, señalando de pronto una pequeña mancha en el borde exterior de la puerta recién decorada de la señorita Rachel, justo debajo de la cerradura—. Miren el daño que alguna de ustedes ha causado ya con sus faldas. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! —Rosanna Spearman, que era la que se encontraba más cerca de él y de la rozadura de la puerta, se retiró inmediatamente para reanudar sus quehaceres, dando así un ejemplo de obediencia. Las demás la imitaron. El inspector concluyó el registro de la habitación y, sin sacar nada en claro, me preguntó quién había descubierto el robo. Mi hija había sido la primera en descubrirlo. Se envió a por ella.
El inspector se mostró un tanto severo con Penelope al principio.
—Ahora, jovencita, preste atención y asegúrese de que dice la verdad.
Penelope se encendió al instante.
—¡Nunca me han enseñado a mentir, señor policía! ¡Y si mi padre es capaz de quedarse ahí viendo cómo se me acusa de mentirosa y de ladrona y se me prohíbe la entrada a mi propia habitación y se pisotea mi dignidad, que es lo único que tiene una pobre muchacha, no será el buen padre por el que siempre lo he tenido!
Una oportuna palabra de mi parte bastó para situar las relaciones de Penelope con la justicia en una posición algo más cordial. Las preguntas y las respuestas se sucedieron a las mil maravillas sin concluir en nada digno de mención. Mi hija había visto a la señorita Rachel guardar el diamante en el cajón del secreter la noche anterior, justo antes de acostarse. A las ocho de la mañana le había subido a la señorita su taza de té y había encontrado el cajón abierto y vacío. Tras esto había dado la alarma en la casa… y allí terminaban sus conocimientos.
A continuación el inspector solicitó ver a la señorita Rachel. Penelope le transmitió el recado a través de la puerta. La respuesta llegó por el mismo conducto:
—No tengo nada que decir a la policía. No puedo ver a nadie.
Nuestro veterano inspector recibió la réplica sorprendido y ofendido a partes iguales. Yo le expliqué que la señorita se hallaba indispuesta y le rogué que esperase un poco antes de verla. Volvimos entonces al piso de abajo y en el recibidor nos cruzamos con el señor Godfrey y el señor Franklin.
Se instó a los caballeros, en su condición de huéspedes, a que arrojasen alguna luz sobre el misterio, si les era posible. Ninguno de ellos sabía nada. ¿Habían oído algún ruido sospechoso la noche anterior? No habían oído nada más que el tamborileo de la lluvia. ¿Tampoco yo, que había estado despierto hasta mucho más tarde que ellos, había oído nada? ¡Nada! Liberado del interrogatorio, el señor Franklin, que seguía aferrado a la idea de que estábamos indefensos ante las dificultades, me susurró al oído:
—Ese hombre no nos servirá de nada. El inspector Seegrave es un zopenco.
Liberado a su vez, el señor Godfrey me susurró:
—Sin duda es un hombre capaz, Betteredge. ¡Me inspira la máxima confianza!
Hay tantas opiniones como hombres, tal como afirmó un caballero ilustre hace ya algún tiempo.
El inspector regresó al boudoir para proseguir sus pesquisas, mientras mi hija y yo le pisábamos los talones. Se proponía averiguar si algún mueble se había desplazado de su sitio habitual a lo largo de la noche, pues en una primera inspección de la escena del robo no había quedado del todo satisfecho con respecto a este detalle.
Seguíamos husmeando entre las sillas y las mesas cuando la puerta del dormitorio se abrió sin previo aviso. Tras haberse negado a ver a nadie, la señorita Rachel nos sorprendió al salir por voluntad propia. Cogió de una silla su sombrero de jardín y se dirigió a Penelope con esta pregunta:
—¿Te ha dado el señor Franklin algún recado para mí esta mañana?
—Sí, señorita.
—Deseaba hablar conmigo, ¿no es así?
—Sí, señorita.
—¿Dónde está?
Al oír voces en la terraza, a los pies de la ventana, me asomé y vi a los dos caballeros paseando. Respondí por mi hija.
—El señor Franklin está en la terraza, señorita.
Sin añadir una sola palabra, y haciendo caso omiso del inspector, que intentó hablar con ella, pálida como un cadáver y extrañamente absorta en sus pensamientos, abandonó sus habitaciones para reunirse con sus primos en la terraza.
Demostró con ello una falta de respeto y contravino además los buenos modales, así lo creo yo, mas por nada del mundo pude resistir la tentación de asomarme a la ventana para presenciar el encuentro de la señorita con sus primos. Se acercó al señor Franklin como si no viera al señor Godfrey, quien se retiró en seguida para dejarlos a solas. Le habló con vehemencia al señor Franklin. Fueron sólo unas pocas palabras, pero, a juzgar por la expresión de él, logró causarle un asombro indescriptible. Seguían los dos juntos cuando apareció lady Verinder en la terraza. La señorita Rachel vio a su madre, le dijo unas palabras más al señor Franklin y volvió a entrar en la casa precipitadamente, antes de que su madre pudiera darle alcance. Lady Verinder, muy sorprendida y consciente también de la sorpresa del señor Franklin, se acercó a hablar con él. El señor Godfrey se sumó a la conversación. El señor Franklin deambuló entre ambos mientras les explicaba lo que acababa de ocurrir. Así lo supongo porque, tras dar unos pasos, los otros dos se pararon en seco, como paralizados de asombro. Hasta aquí pude observar antes de que la puerta de la salita se abriera violentamente. La señorita Rachel fue rápida y derecha a su dormitorio, presa de una furia desmedida, con los ojos llameantes y las mejillas encendidas. El inspector trató de interrogarla una vez más. Cuando llegó a la puerta de su alcoba, la señorita se volvió y le gritó enfurecida:
—¡Yo no lo he mandado llamar! ¡No quiero nada de usted! Mi diamante ha desaparecido. ¡Ni usted ni nadie podrá encontrarlo! —Dicho esto, entró y nos dio con la puerta en las narices. Penelope, que era la que estaba más cerca, la oyó romper a llorar en cuanto se quedó sola.
¡Tan pronto rugía como lloraba! ¿Qué podía significar?
Yo le dije al inspector que significaba que la señorita Rachel estaba muy alterada por la pérdida de su joya. Preocupado por el honor de la familia, me disgustaba mucho ver a la señorita tan fuera de sí, incluso en presencia de un oficial de policía, de ahí que tratara de ofrecer la mejor excusa posible. En mi fuero interno, me sentía mucho más desconcertado por la extraordinaria forma de expresarse y comportarse de la señorita Rachel de lo que acierto a expresar. Guiándome por las palabras que ella acababa de pronunciar en la puerta, sólo acerté a concluir que estaba ofendidísima por el hecho de que hubiéramos llamado a la policía, y ésta debía de ser la causa de la perplejidad que el señor Franklin había mostrado momentos antes en la terraza (puesto que había sido el instrumento principal en el caso). Si mis conjeturas eran ciertas, ¿por qué —tras haber perdido su diamante— ponía objeciones a la presencia de aquellas personas cuya misión consistía precisamente en recuperarlo? ¿Y cómo, por el amor de Dios, podía saber ella que la Piedra Lunar jamás se encontraría?
Tal como estaban las cosas, por el momento no cabía esperar ninguna respuesta de nadie en la casa. El señor Franklin pareció considerar que su honor le exigía abstenerse de confiar —incluso a un servidor tan antiguo como yo— lo que la señorita Rachel le había dicho en la terraza. El señor Godfrey, quien como caballero y pariente de la familia quizá habría podido tener acceso a la confianza del señor Franklin, respetó la confidencialidad, fiel a su obligación. Lady Verinder, que sin duda participaba del secreto y era la única que podía llegar a la señorita Rachel, reconoció abiertamente que no había sido capaz de sacarle nada a su hija. «¡Me vuelves loca cuando me hablas del diamante!»: esto era todo cuanto su madre, con toda la influencia que tenía sobre ella, había podido obtener.
Nos hallábamos por tanto en un punto muerto con la señorita Rachel y también en un punto muerto con la Piedra Lunar. En el primer caso, lady Verinder nada podía hacer para ayudarnos. En cuanto a lo segundo (como no tardará en verse), el inspector Seegrave se acercaba a marchas forzadas a la situación de un hombre al límite de su ingenio.
Tras haber hurgado en todos los rincones del boudoir, sin descubrir nada entre los muebles, nuestro experimentado oficial de policía apeló a mí para saber si, en general, la servidumbre estaba o no al corriente de dónde se había guardado el diamante esa noche. Mi hija sabía lo que ya se ha dicho.
—Para empezar lo sabía yo —respondí—. También lo sabía Samuel, el lacayo, pues se encontraba en el salón cuando la familia estuvo discutiendo dónde guardar el diamante. Y lo sabía mi hija, como ya le ha contado. Es posible que ella o Samuel dijesen algo a los demás criados, o que éstos oyeran la conversación a través de la puerta lateral del salón, la que daba a la escalera de servicio, que quizá estuviera abierta. Por lo que yo sé, cualquiera podía estar al corriente de dónde se guardó el diamante.
Como mi respuesta abría ante el inspector un campo de sospecha demasiado inabarcable, trató de acotarlo interesándose a continuación por el carácter de los criados.
Directamente me vino a la cabeza Rosanna Spearman, pero ni me correspondía ni deseaba dirigir las sospechas hacia una pobre muchacha que jamás me había dado motivos para dudar de su honradez. La directora del reformatorio la recomendó a lady Verinder como una joven sinceramente arrepentida y de absoluta confianza. Era misión del inspector descubrir por sus propios medios si había alguna razón para sospechar de ella, y sólo entonces tendría yo el deber de comunicarle en qué circunstancias había entrado al servicio en la casa.
—Son personas excelentes, todos ellos —dije—. Todos se han hecho acreedores de la confianza que nuestra señora ha depositado en ellos.
Tras esto sólo una cosa le quedaba por hacer al inspector Seegrave: ponerse manos a la obra y averiguar por sus propios medios cuál era la índole de la servidumbre.
Uno por uno los interrogó a todos. Uno por uno demostraron ellos que no tenían nada que decir, y lo demostraron por extenso (al menos las mujeres) y muy ofendidos por la prohibición de acceder a sus cuartos. Cuando regresaron a sus puestos en la planta baja, llamaron a Penelope para interrogarla por segunda vez.
El pequeño arranque de mal genio que había tenido mi hija en el boudoir, así como la prontitud con que se sintió bajo sospecha, al parecer habían causado una impresión desfavorable en el inspector Seegrave. Tampoco olvidaba el policía que Penelope había sido la última persona en ver el diamante la noche anterior. Concluido el segundo interrogatorio, mi hija me buscó frenética. Ya no cabía la menor duda: ¡el inspector casi la había acusado abiertamente de ser la ladrona! Yo no podía creer (tal como señalara el señor Franklin) que de verdad fuera tan zopenco. Aunque no dijo nada, la manera en que había mirado a Penelope no era en absoluto agradable. Traté de quitar hierro a la cuestión ante mi hija, riéndome y diciéndole que era demasiado ridículo para poder tomárselo en serio, pues sin duda lo era. Me temo, sin embargo, que en el fondo fui tan estúpido como para enfadarme a mi vez. La acusación era un tanto irritante; ¡ya lo creo que lo era! Penelope se sentó en un rincón, completamente destrozada, y se cubrió la cabeza con el delantal. La muy tonta, dirán ustedes: tendría que haber esperado hasta que él la acusara formalmente. Bueno, siendo como soy un hombre justo y ecuánime, concedo que en eso tienen razón. De todos modos, el señor inspector debería haber tenido presente… da lo mismo lo que debería haber tenido presente. ¡El diablo se lo lleve!
El siguiente y último paso en la investigación llevó las cosas, como suele decirse, a un punto crítico. El inspector tuvo una conversación con lady Verinder (en la cual estuve yo presente). Tras informarle de que el diamante por fuerza lo había robado alguien de la casa, solicitó permiso para registrar de inmediato las habitaciones y dependencias del servicio. Mi buena señora, como mujer generosa y de alcurnia que era, no consintió que se nos tratara como a ladrones.
—Jamás toleraré corresponder de esa manera a los fieles servidores de esta casa a quienes tantos servicios debo.
El señor inspector se despidió con una inclinación y me lanzó una mirada con la que me daba a entender abiertamente: «¿Para qué me llaman si luego me atan las manos así?». Como jefe de la servidumbre pensé al instante que, en justicia a todas las partes, no debíamos aprovecharnos de la generosidad de la señora.
—Se lo agradecemos enormemente, señora —dije—, pero solicitamos su permiso para hacer lo que debe hacerse en esta situación, que es entregar nuestras llaves. En cuanto vean que Gabriel Betteredge no pone objeciones, los demás criados seguirán el ejemplo, se lo prometo. ¡Aquí están mis llaves! —Mi señora me cogió de la mano y me dio las gracias con los ojos llenos de lágrimas. ¡Dios mío! ¡Qué no habría dado yo en ese momento por gozar del privilegio de derribar al inspector Seegrave de un puñetazo!
Tal como había prometido en su nombre, los demás criados siguieron mi ejemplo, muy a regañadientes, como es natural, pero pensando como yo que la situación lo requería. Era digna de verse la estampa que componían las mujeres mientras se revolvían sus pertenencias. La cocinera parecía tener ganas de asar vivo al señor inspector, y las demás de querer comérselo cuando estuviera en su punto.
Una vez efectuado el registro, sin que en parte alguna pudiera encontrarse ni diamante ni rastro de diamante, como era de esperar, el inspector se retiró a mi salita para meditar cuál debía ser el paso siguiente. A estas alturas llevaba varias horas con sus hombres en la casa, y no nos habíamos acercado ni una pizca a descubrir cómo había desaparecido el diamante o hacia quién debíamos dirigir nuestras sospechas.
Mientras el inspector Seegrave seguía reflexionando a solas, el señor Franklin solicitó verme en la biblioteca. Acababa de poner la mano en la puerta cuando ésta se abrió desde dentro y, con indescriptible asombro, vi salir a Rosanna Spearman.
Una vez se había barrido y limpiado la biblioteca por la mañana, ninguna de las doncellas, ni la primera ni la segunda, tenían nada que hacer en dicha habitación en cualquier otro momento del día. Así, detuve a Rosanna y la acusé sin preámbulos de haber infringido la disciplina doméstica.
—¿Qué estás haciendo en la biblioteca a esta hora del día? —le pregunté.
—El señor Franklin perdió un anillo en el piso de arriba y he venido a traérselo —respondió, poniéndose más que colorada. Dicho lo cual se alejó sacudiendo la cabeza, con un aire de importancia que me dejó pasmado. Era evidente que lo ocurrido en la casa había afectado en mayor o menor medida a todas las mujeres del servicio, pero ninguna parecía tan trastornada en su actitud como Rosanna.
Encontré al señor Franklin escribiendo en la mesa de la biblioteca. Nada más verme entrar me pidió un coche para ir a la estación. Su voz indicaba que de nuevo se imponía su lado resolutivo. El hombre de algodón se había esfumado y volvía a tener delante al hombre de hierro.
—¿Se va a Londres el señor? —pregunté.
—Voy a telegrafiar a Londres —dijo el señor Franklin—. He convencido a mi tía de que necesitamos una cabeza más capaz que la del inspector Seegrave, y tengo su autorización para despachar un telegrama a mi padre. Conoce al comisario jefe de la policía, y él sabrá encontrar al hombre más idóneo para resolver el misterio del diamante. Hablando de misterios, por cierto —añadió, bajando la voz—, tengo algo que decirle antes de que vaya a los establos. No le diga una sola palabra a nadie por el momento, pero una de dos: o Rosanna Spearman no está en sus cabales, o me temo que sabe más de lo que debiera sobre la Piedra Lunar.
No acierto a decir qué fue mayor, si mi asombro o mi pena, al oír esta revelación. De haber sido más joven, quizá le habría confesado mis sentimientos al señor Franklin, pero con la vejez se adquiere un hábito excelente: cuando uno no ve claro el camino, opta por tener la boca cerrada.
—Se presentó aquí con un anillo que se me había caído en el dormitorio —prosiguió el señor Franklin—. Le di las gracias y esperé, naturalmente, a que se retirase. Pero, en lugar de irse, se quedó al otro lado de la mesa, mirándome de la manera más extraña, entre asustada y familiar… no sabría decirlo. Y de buenas a primeras me dijo: «Es muy raro lo que ha ocurrido con el diamante, señor». Yo respondí: «Sí; es raro». Y me pregunté qué ocurriría a continuación. ¡Palabra de honor, Betteredge, que esa muchacha debe de estar mal de la cabeza! Dijo: «Nunca encontrarán el diamante, ¿verdad que no, señor? ¡No! Ni tampoco a quien se lo ha llevado… Bien lo sé yo». ¡Y entonces asintió con la cabeza y me sonrió! Antes de que tuviera tiempo de preguntarle a qué se refería, oímos sus pasos. Supongo que temía que usted la sorprendiera aquí. El caso es que cambió de color y se marchó corriendo. ¿Qué demonios significa todo esto?
Tampoco entonces me decidí a contarle la historia de Rosanna Spearman, pues habría equivalido a decir que ella era la ladrona. Además, aun suponiendo que yo me hubiera confiado al señor Franklin, y que ella fuese de verdad la autora del robo, seguiría siendo un misterio por qué razón, entre todas las personas del mundo, lo había elegido a él para revelarle su secreto.
—No quiero ni pensar que esa pobre muchacha pudiera verse en apuros sólo por ser un poco desequilibrada y hablar de una manera tan extraña —prosiguió el señor Franklin—. Pero, si le ha dicho al inspector lo que me ha dicho a mí, por muy tonto que sea, me temo que… —Se detuvo, sin terminar la frase.
—Creo, señor, que lo mejor será que hable yo en privado con lady Verinder en cuanto tenga una oportunidad. La señora aprecia mucho a Rosanna, y es posible que a fin de cuentas esa joven sólo haya sido un poco boba y descarada. Siempre que ocurre algún enredo en una casa, a las criadas les gusta verlo por el lado más siniestro: eso les hace sentirse importantes a las pobres infelices. Si alguien cae enfermo, tenga por seguro que las mujeres vaticinarán su muerte. Si desaparece una joya, tenga por seguro que vaticinarán que será imposible encontrarla.
Esta opinión (que, debo reconocer, a mí mismo me pareció razonable tras reflexionar un poco después) pareció aliviar enormemente al señor Franklin. Dobló el telegrama y se olvidó del asunto. Camino de los establos, para ordenar que se enganchara al poni, pasé un momento por la sala de servicio, donde los criados estaban comiendo. Rosanna Spearman no estaba con ellos. Al preguntar por ella, me dijeron que de pronto se había sentido mal y había subido a su cuarto para descansar.
—¡Curioso! —señalé—. La última vez que la vi parecía encontrarse perfectamente.
Penelope me siguió.
—No hables así delante de los demás, padre —me dijo—. Con eso sólo conseguirás que sean aún más duros con ella. La pobrecilla está locamente enamorada del señor Franklin.
He aquí otra manera de interpretar la conducta de la muchacha. De estar mi hija en lo cierto, eso explicaría el extraño comportamiento de Rosanna y su insólita forma de expresarse, pues no le importaba lo que pudiera decir con tal de impresionar al señor Franklin para que se fijara en ella. Concediendo que ésta pudiera ser la lectura correcta del enigma, también se explicarían quizá su descaro y su presunción cuando se cruzó conmigo. Aunque él no le hubiera dicho más de tres palabras, Rosanna se había salido con la suya y el señor Franklin se había fijado en ella.
Yo mismo enganché al poni. ¡En medio de aquella red infernal de incertidumbres y misterios que nos atrapaba, confieso que fue de lo más reconfortante comprobar lo bien que se entendían hebillas y correas! Ver al poni enganchado a los ejes del calesín no dejaba lugar a dudas. Y eso, permítanme afirmarlo, era un lujo cada vez más infrecuente en la casa.
Rodeé la residencia con el calesín hasta la escalinata de la entrada principal, donde me aguardaban no sólo el señor Franklin, sino también el señor Godfrey y el inspector Seegrave.
Las reflexiones del inspector (al no encontrar el diamante en las dependencias de los criados) lo habían llevado, al parecer, a una conclusión enteramente distinta. Sin descartar su idea inicial, esto es, que alguien de la casa había robado la joya, nuestro experimentado oficial era ahora de la opinión de que el autor del robo (¡tuvo la prudencia de no nombrar a la pobre Penelope, a despecho de lo que en su fuero interno pensara de ella!) había actuado en conchabamiento con los hindúes, y propuso en consecuencia trasladar su investigación a los magos recluidos en la prisión de Frizinghall. Al saber de esta nueva iniciativa, el señor Franklin se ofreció a llevar al inspector a la ciudad, desde donde podría telegrafiar a Londres con la misma comodidad que en la estación. El señor Godfrey, que seguía creyendo fervientemente en el inspector Seegrave y tenía mucho interés en presenciar el interrogatorio de los hindúes, rogó que se le permitiera acompañar al oficial. Uno de los dos subalternos se quedaría en la casa, por si ocurría algo. El otro regresaría a la ciudad con su superior. De este modo se ocuparon los cuatro asientos del calesín.
Antes de tomar las riendas, el señor Franklin me llevó aparte, donde los otros no pudieran oírnos.
—Esperaré a enviar el telegrama —dijo— hasta que vea si el interrogatorio de los hindúes ofrece alguna pista nueva. En mi opinión, este policía atolondrado sigue sin tener la menor idea y sólo trata de ganar tiempo. La hipótesis de que alguno de los criados pueda haberse aliado con los hindúes es sencillamente ridícula, a mi entender. Vigile la casa hasta mi regreso, Betteredge, y procure sacar algo en claro de Rosanna Spearman. No le pido que haga nada degradante para su propia dignidad, ni que sea cruel con esa muchacha. Sólo le pido que ejercite sus facultades de observación con mayor atención que de costumbre. Trataremos de que todo esto resulte lo más liviano posible para mi tía… pero la situación es mucho más grave de lo que se imagina, Betteredge.
—Hablamos de veinte mil libras, señor —dije, pensando en el valor del diamante.
—Hablamos de la tranquilidad de Rachel —respondió con gravedad—. Estoy muy preocupado por ella.
Me dejó bruscamente, como si quisiera cortar en seco la conversación. Creo que entendí por qué lo hizo. De haber seguido hablando conmigo, habría tenido que confiarme el secreto que la señorita Rachel le confesó en la terraza.
Partieron hacia Frizinghall. Yo estaba deseoso, en interés de la propia muchacha, de tener una pequeña charla en privado con Rosanna, pero la oportunidad no se presentó. No volvió a bajar hasta la hora del té. Cuando apareció estaba muy alterada: tuvo lo que se llama un ataque de histeria, le dieron una dosis de sal volátil por orden de lady Verinder y la mandaron a la cama.
El día transcurrió tedioso y deprimente. La señorita Rachel seguía encerrada en su habitación, tras anunciar que se sentía demasiado enferma para cenar. La señora estaba tan abatida por su hija que no quise agravar su desasosiego con el relato de lo que Rosanna Spearman le había dicho al señor Franklin. Penelope seguía convencida de que iban a juzgarla, condenarla y encerrarla de inmediato por el robo. Las otras mujeres tomaron sus biblias y sus libros de salmos y se entregaron a la lectura con un gesto tan agrio como la uva verde, cosa que, según había observado a lo largo de mi vida, suele acompañar a los actos de piedad cuando éstos se ejecutan a una hora desacostumbrada del día. En lo que a mí respecta, ni siquiera tenía ánimos para abrir mi Robinson Crusoe. Salí al patio y, como necesitaba un poco de alegre compañía, instalé mi mecedora al lado de las casetas y estuve charlando con los perros.
Media hora antes de la cena los dos caballeros volvieron de Frizinghall, tras haber convenido con el inspector que éste regresaría al día siguiente. Visitaron al señor Murthwaite, el viajero, en su actual residencia, próxima a la ciudad. A petición del señor Franklin, éste les brindó amablemente sus conocimientos lingüísticos para interrogar a los dos de los tres hindúes que no sabían una palabra de inglés. El interrogatorio, minucioso y extenso, no condujo a nada; no había la más mínima razón para sospechar que los magos estuvieran aliados con alguno de los criados. Habiendo llegado a esta conclusión, el señor Franklin envió su telegrama a Londres, y con esto el asunto quedaba en suspenso hasta el día siguiente.
Así transcurrió el día siguiente al cumpleaños. No habíamos vuelto a ver desde entonces un solo rayo de luz. Un par de días más tarde, sin embargo, las tinieblas se disiparon un poco. Pronto se sabrá cómo y con qué resultado.