Primera época:
La desaparición del diamante (1848)

Lo hechos relatados por Gabriel Betteredge,
administrador al servicio de lady Julia Verinder


CAPÍTULO I

En la primera parte de Robinson Crusoe, página ciento veintinueve, puede leerse lo siguiente: «Entonces, aunque demasiado tarde, comprendí el desatino de emprender una empresa sin haber calculado previamente sus costes y sin haber juzgado debidamente nuestra fortaleza para acometerla».

Ayer mismo abrí mi ejemplar de Robinson Crusoe por esa página. Y esta mañana (21 de mayo de 1850) llegó el sobrino de mi señora, el señor Franklin Blake, para tener una breve conversación conmigo, que transcurrió así:

—Betteredge —dijo el señor Franklin—, he ido a ver a mi abogado para tratar algunos asuntos de la familia y, entre otras cosas, hemos hablado de la desaparición del diamante hindú acaecida hace dos años en casa de mi tía, en Yorkshire. El señor Bruff opina, como yo, que en interés de la verdad esta historia debería consignarse por escrito, y cuanto antes mejor.

Sin percatarme todavía de sus intenciones, y pensando que en aras de la paz y la tranquilidad siempre era preferible ponerse de parte de la ley, contesté que yo también lo creía. El señor Franklin continuó.

—Por culpa de este enredo del diamante, varias personas inocentes ya han sido objeto de sospechas, como usted sabe. El buen nombre de esas personas puede verse perjudicado en el futuro a falta de una crónica de los hechos a la que puedan recurrir quienes vengan después de nosotros. No cabe duda de que esta extraña historia de nuestra familia tiene que contarse. Y creo, Betteredge, que el señor Bruff y yo hemos dado con la mejor manera de hacerlo.

Muy satisfactorio para ambos, sin duda, pero yo seguía sin ver cuál era mi papel en esta diligencia.

—Tenemos que relatar algunos hechos —prosiguió el señor Franklin— y para ello contamos con algunas personas que se han visto afectadas y por tanto se hallan en disposición de referirlos. La idea es que, a partir de los hechos objetivos, cada uno de nosotros escriba la historia de la Piedra Lunar ciñéndose estrictamente a su experiencia personal del caso, y sin pasar de ahí. Tendremos que empezar por demostrar cómo cayó el diamante en manos de mi tío Herncastle, cuando se encontraba en la India sirviendo en el ejército, hace cincuenta años. Este relato preliminar ya obra en mi poder en forma de antiguo documento familiar, en el que se recogen los detalles pertinentes con el conocimiento de causa de un testigo presencial. A continuación tenemos que explicar cómo llegó el diamante a casa de mi tía en Yorkshire, hace dos años, y cómo desapareció en poco más de doce horas después de su llegada. Nadie sabe más que usted, Betteredge, respecto a lo que ocurrió ese día en la casa. Por eso debe tomar la pluma y comenzar la historia.

De este modo se me informó de cuál era mi cometido en la cuestión del diamante. Si sienten ustedes curiosidad por saber qué rumbo decidí tomar dadas las circunstancias, me permitiré decirles que hice lo que probablemente hubieran hecho ustedes en mi lugar. Me declaré modestamente incapaz de acometer la tarea que se me imponía, si bien en mi fuero interno me sabía en todo momento más que apto para llevarla a cabo, siempre que les brindara a mis facultades una oportunidad justa. Creo que el señor Franklin debió de ver reflejados en mi expresión estos íntimos sentimientos, pues se negó a creer en mi modestia e insistió en que les brindara a mis facultades una justa oportunidad.

Han pasado dos horas desde la partida del señor Franklin. En cuanto me dio la espalda me dirigí a mi escritorio con la intención de iniciar el relato. Aquí sigo, impedido (a pesar de mis facultades), percibiendo lo mismo que percibió Robinson Crusoe, tal como se ha citado más arriba: esto es, el desatino de emprender una empresa sin haber calculado previamente sus costes y sin haber juzgado debidamente nuestra fortaleza para acometerla. Téngase la bondad de recordar que abrí el libro al azar por este pasaje sólo un día antes de aceptar precipitadamente el cometido que ahora tengo entre manos, y permítaseme preguntar: si esto no es una profecía, ¿qué es entonces?

No soy supersticioso. He leído un buen número de libros a lo largo de mi vida. Soy, a mi manera, un hombre culto. Aunque ya he cumplido los setenta, cuento con una memoria activa y unas piernas que todavía me responden. Así las cosas, ruego que no se tome como opinión de un hombre ignorante si afirmo que jamás se ha escrito un libro comparable a Robinson Crusoe y que jamás volverá a escribirse. Llevo años poniendo a prueba ese libro —generalmente en compañía de una pipa de tabaco— y en él he encontrado siempre a un amigo ante cualquier necesidad de esta existencia mortal. Cuando estoy alicaído: Robinson Crusoe. Cuando quiero consejo: Robinson Crusoe. En el pasado, cuando mi mujer me atormentaba; en el presente cuando he bebido un trago de más: Robinson Crusoe. Seis recios ejemplares de Robinson Crusoe han sucumbido ya a la ardua tarea de trabajar a mi servicio. Mi señora me regaló el séptimo por mi último cumpleaños. Bebí un trago de más, envalentonado por la ocasión, y Robinson Crusoe volvió a enderezarme. Cuesta cuatro chelines y seis peniques, está encuadernado en azul y hasta lleva una ilustración en la cubierta.

Sin embargo, no parece que ésta sea la mejor manera de empezar la historia del diamante, ¿verdad? Da la impresión de que estoy divagando en busca de sabe Dios qué, sabe Dios dónde. Si el lector me lo permite, tomaré otra cuartilla y empezaré de nuevo, con el mayor de mis respetos.