CAPÍTULO V

Solté la cortina. ¡No imaginen ustedes —no lo imaginen— que la embarazosa situación en la que me veía era lo que ocupaba principalmente mis pensamientos! Tan ferviente seguía siendo mi interés fraternal por el señor Godfrey que en ningún momento me detuve a preguntarme cómo es que no estaba en el concierto. ¡No! Sólo reparé en las palabras —en las asombrosas palabras— que acababan de salir de sus labios. En un tono de terrible resolución había dicho que de hoy no pasaba. ¿Qué? ¡Ay! ¿Qué era lo que se proponía? ¿Algo todavía más deplorable e indigno de él que lo que ya había hecho? ¿Iría a apostatar de su fe? ¿Iría a abandonarnos en la Sociedad de Madres? ¿Habríamos visto su última sonrisa angelical en nuestra sala de juntas? ¿Habríamos escuchado por última vez su elocuencia sin par en Exeter Hall? Tal fue mi turbación ante la sola idea de tan atroces eventualidades que habría sido capaz de salir precipitadamente de mi escondite para implorarle que se explicara, en nombre de todos los Comités de Damas de Londres, de no haber sido porque de repente oí otra voz en la habitación. La voz atravesó las cortinas: era fuerte, era audaz, carecía de todo encanto femenino. ¡Era la voz de Rachel Verinder!

—¿Por qué has subido aquí, Godfrey? ¿Por qué no has pasado a la biblioteca?

—La señorita Clack está en la biblioteca —respondió, con una risa suave.

—¡Clack en la biblioteca! —exclamó Rachel. Se acomodó al instante en la otomana de la sala contigua—. Tienes razón, Godfrey. Será mucho mejor que nos veamos aquí.

Yo, que un momento antes me hallaba poseída de un ardor febril y sin saber cómo actuar a continuación, me enfrié por completo y abandoné todas mis dudas. No podía dejarme ver después de lo que acababa de oír. Retroceder, a menos que fuera para esconderme dentro de la chimenea, estaba igualmente fuera de lugar. Me aguardaba el martirio. Confieso, en honor a la verdad, que arreglé sigilosamente las cortinas de tal modo que pudiese ver y oír. Y así afronté mi martirio con el ánimo de los primitivos cristianos.

—No te sientes en la otomana —dijo Rachel—. Acerca una silla, Godfrey. Me gusta tener a las personas en frente cuando hablo con ellas.

El señor Godfrey tomó el asiento más próximo. Era una silla baja. Él era muy alto y la silla le venía muy pequeña. Jamás había visto yo sus piernas en posición tan desventajosa.

—¿Y bien? —lo interpeló su prima—. ¿Qué les has dicho?

—Exactamente lo que tú me dijiste, querida Rachel.

—¿Que mamá no se encontraba bien hoy y yo no quería dejarla para ir al concierto?

—Con esas mismas palabras. Lamentaron que no pudieras acompañarlos, pero lo comprendieron. Todos te envían su cariño y todos desean sinceramente que la indisposición de lady Verinder sea pasajera.

—Tú no creerás que es grave, ¿verdad Godfrey?

—¡Ni mucho menos! En pocos días, estoy seguro, se encontrará perfectamente.

—Yo también lo creo así. Al principio me asusté un poco, pero también lo creo así. Has sido muy amable al disculparte con esas personas a las que apenas conoces. ¿Por qué no has ido con ellas al concierto? Me parece injusto que te lo hayas perdido.

—¡No digas eso, Rachel! ¡Si supieras cuánto más feliz soy aquí, contigo!

Entrelazó las manos y la miró a los ojos. Al hacerlo se volvió hacia las cortinas. ¡No puedo expresar con palabras la repugnancia que me produjo advertir en su rostro la misma piedad con que a mí me cautivaba cuando pedía, en Exeter Hall, por los millones de sus semejantes que vivían en la indigencia!

—Es difícil dejar las malas costumbres, Godfrey, pero trata de abandonar la costumbre de hacer cumplidos… te lo ruego.

—Jamás te he hecho un cumplido, Rachel, en toda mi vida. Concedo que el amor correspondido puede adoptar a veces el lenguaje del halago, pero el amor sin esperanza, queridísima, siempre dice la verdad.

Acercó su silla un poco más para tomar a Rachel de la mano mientras decía «amor sin esperanza». Hubo un silencio fugaz. Él, que emocionaba a todo el mundo, sin duda la había emocionado a ella. Creí comprender en ese momento las palabras que escaparon de sus labios mientras se encontraba solo en el salón: «De hoy no pasa». ¡Ni el más estricto decoro podía dejar de ver lo que se proponía!

—¿Has olvidado, Godfrey, lo que convinimos cuando me hablaste en el campo? Convinimos en seguir siendo primos y nada más.

—Cada vez que te veo rompo ese acuerdo, Rachel.

—En ese caso, no me veas.

—¡Es inútil! Lo rompo igualmente cada vez que pienso en ti. ¡Ah, Rachel! ¡Con cuánta bondad me dijiste hace apenas unos días que tu aprecio por mí era mayor que nunca! ¿Estoy loco por fundar mis esperanzas en esas palabras tan queridas? ¿Estoy loco por soñar con el día en que tu corazón llegue a ablandarse? ¡No me lo digas si así lo crees! ¡Déjame vivir con esa ilusión, querida mía! ¡Permíteme al menos eso para alegrarme y consolarme, si es que no puedo aspirar a otra cosa!

Le tembló la voz y se llevó a los ojos el pañuelo blanco. ¡Otra vez lo mismo que en Exeter Hall! Sólo faltaban para completar el símil el público, los vítores y el vaso de agua.

Incluso ella se conmovió, a pesar de su naturaleza obstinada. Vi que se inclinaba un poco hacia él. Percibí un interés nuevo en sus siguientes palabras.

—¿De veras estás seguro de quererme tanto, Godfrey?

—¡Seguro! Tú sabes, Rachel, como era yo. Deja que te diga cómo soy ahora. He perdido todo interés por la vida, excepto por ti. Se ha producido en mí una transformación que ni yo mismo puedo explicarme. ¿Quieres creerlo? Mis obras benéficas se han convertido en una carga insoportable para mí, y ahora, cuando veo un comité femenino, ¡desearía hallarme en los confines de la tierra!

De existir en los anales de la apostasía una declaración comparable a ésta, sólo puedo afirmar que el caso en cuestión no figuraba en ninguna de mis lecturas. Pensé en la Sociedad de Madres para la Transformación de los Bombachos. Pensé en la Supervisión de los Novios Dominicales. Pensé en las demás asociaciones, demasiado numerosas para nombrarlas a todas, erigidas en torno a la torre de fortaleza que era aquel hombre. Pensé en la lucha de los comités femeninos que, por así decir, aspiraban a través de las fosas nasales del señor Godfrey el aliento necesario para su empresa, ¡el mismo señor Godfrey que acababa de injuriar nuestra misión de caridad al calificarla de «carga» y al proclamar el deseo de hallarse en los confines de la tierra cuando se hallaba en nuestra compañía! Mis jóvenes amigas féminas se verán animadas a perseverar cuando añada que incluso una disciplina tan rigurosa como la mía se vio puesta a prueba antes de que me fuera posible digerir en silencio la legítima indignación que me produjo. Al mismo tiempo, es de justicia para conmigo misma añadir que no perdí una sola sílaba de su conversación. Rachel fue la siguiente en hablar.

—Has hecho tu confesión —dijo—. Me pregunto si mi propia confesión podría curarte de ese apego infeliz.

Él pareció sorprendido. Confieso que a mí también me sorprendió. El señor Godfrey creyó, lo mismo que yo, que se disponía a revelarle el misterio de la Piedra Lunar.

—¿Pensarías, al mirarme, que soy la muchacha más desgraciada de este mundo? Pues lo soy, Godfrey. ¿Puede haber mayor desgracia para una persona que la de vivir degradada en su amor propio? Así es mi vida en este momento.

—¡Mi querida Rachel! ¡Es imposible que tengas motivos para hablar así de ti misma!

—¿Cómo sabes si tengo o no tengo alguna razón?

—¡Esta pregunta es inútil! Lo sé, porque te conozco. Tu silencio, querida mía, jamás te ha degradado en la consideración de los que de veras te aprecian. La desaparición de tu precioso regalo de cumpleaños puede parecer extraña; tu inexplicada relación con el suceso puede parecer más extraña todavía…

—¿Te refieres a la Piedra Lunar, Godfrey?

—Sin duda he pensado que tú te referías…

—No me refería a nada por el estilo. Puedo oír hablar de la desaparición de la Piedra Lunar, en boca de quien sea, sin sentirme degradada por ello. Si la historia del diamante algún día termina por salir a la luz, se sabrá que acepté una terrible responsabilidad; se sabrá que me avine a guardar un secreto miserable… pero ¡quedará claro como el sol de mediodía que no cometí ninguna mezquindad! Me has malinterpretado, Godfrey. Me explicaré mejor. Supongamos que tú no estuvieras enamorado de mí. Supongamos que estuvieras enamorado de otra mujer.

—¿Sí?

—Y supongamos que, a pesar de ello, no pudieras arrancarla de tu corazón. Supongamos que no pudieras ocultar ese sentimiento que despertó en ti cuando aún confiabas en ella. Supongamos que el amor que esta desgraciada te ha inspirado… ¡Ah, no encuentro las palabras con que expresarlo! ¿Cómo voy a hacerle comprender a un hombre que un sentimiento que a mí misma me horroriza pueda ser un sentimiento que al mismo tiempo me fascina? ¡Es el aire que respiro, Godfrey, y es el veneno que me mata… las dos cosas a la vez! ¡Vete! Debo de estar loca para hablarte así. ¡No! No te vayas… No quiero que te lleves una falsa impresión. Quiero decirte lo que tengo que decir en mi defensa. ¡Recuerda esto! Él no lo sabe… Él nunca sabrá lo que te he dicho. Jamás volveré a verlo… pase lo que pase… ¡nunca, nunca volveré a verlo! ¡No me preguntes su nombre! ¡No me hagas más preguntas! Cambiemos de tema. ¿Alcanzan tus conocimientos, Godfrey, a explicarme por qué siento como si me ahogara, como si me faltara el aire? ¿Existe alguna forma de histeria que se manifieste con palabras en lugar de llanto? ¡Yo diría que sí! Pero ¿qué más da eso? Podrás sobreponerte sin dificultad a cualquier disgusto que haya podido causarte. ¿Verdad que ahora he caído hasta lo más bajo en tu consideración? ¡No me hagas caso! ¡No te compadezcas de mí! ¡Por el amor de Dios, márchate!

Se volvió de buenas a primeras y la emprendió a manotazos con el respaldo de la otomana. Hundió la cabeza entre los almohadones y rompió a llorar. No tuve tiempo para que esto me impresionara: me quedé horrorizada por la inesperada reacción del señor Godfrey. ¿Creerán que se hincó de rodillas a los pies de ella? ¡Pues declaro solemnemente que así lo hizo: de ambas rodillas! ¿Permite el decoro añadir que acto seguido la abrazó? ¿Y puede una admiración renuente reconocer que la electrizó con dos palabras?

—¡Noble criatura!

¡No más que esto dijo! Lo dijo, sin embargo, con esa vehemencia que le ha dado fama de espléndido orador. Ella se quedó quieta, enteramente atónita o enteramente fascinada —no sé cuál de las dos cosas—, sin esforzarse siquiera en devolver los brazos de él al lugar en que deberían estar. En lo que a mí respecta, estaba escandalizada por aquella falta de recato. Tan dolorosa era la incertidumbre, pues no sabía si cerrar los ojos o taparme los oídos, que no acerté a hacer ni lo uno ni lo otro. Atribuyo exclusivamente a un estado de histeria contenida que pudiera seguir sosteniendo la cortina en la debida posición para mirar y escuchar. En un estado de histeria contenida, según lo reconocen incluso los médicos, uno debe sostener algo, lo que sea.

—Sí —dijo él con toda la fascinación de su voz y sus maneras angelicales—, ¡eres una noble criatura! Una mujer capaz de decir la verdad por la propia verdad… una mujer que sacrifica su orgullo, en lugar de sacrificar al hombre honrado que la ama… es el más preciado de los tesoros. Cuando una mujer así se casa, sólo con que su marido consiga ganarse su aprecio y su respeto ya habrá ganado lo suficiente para ennoblecer toda su vida. Has hablado, queridísima mía, del lugar que ocupas en mi consideración. Juzga por ti misma cuál es ese lugar cuando te imploro de rodillas que dejes en mis manos la curación de tu pobre corazón herido. ¡Rachel! ¿Me harás el honor, me bendecirás, aceptando ser mi mujer?

A estas alturas yo tendría que haberme decidido a taparme los oídos. Si no lo hice fue porque Rachel me animó a seguir con ellos abiertos, al responderle con las primeras palabras sensatas que oía salir de sus labios en toda mi vida.

—¡Godfrey! —dijo—. ¡Debes de estar loco!

—Jamás he hablado con más juicio, queridísima mía… tanto en tu interés como en el mío propio. Mira por un momento al futuro. ¿Debes sacrificar tu felicidad por un hombre que ni siquiera ha llegado a saber lo que sientes por él y a quien has resuelto no volver a ver nunca? ¿No tienes el deber de olvidar ese amor desdichado? ¿Y tiene cabida el olvido en la vida que ahora estás llevando? Ya has probado esa vida, y ya empiezas a hartarte de ella. Rodéate de intereses más nobles que los miserables intereses del mundo. Un corazón que te ama y que desea honrarte; un hogar cuyas apacibles exigencias y felices obligaciones te ganen dulcemente día a día… Prueba el consuelo, Rachel, que podrás encontrar ahí. No te pido amor… Me conformo con tu afecto y tu respeto. Fiemos lo demás, fiémoslo con esperanza, a la devoción de tu marido y al hecho de que el tiempo cura incluso heridas tan profundas como las tuyas.

Ella ya daba muestras de ablandarse. ¡Qué clase de educación había recibido! ¡De qué manera tan distinta habría actuado yo en su lugar!

—No me tientes, Godfrey —dijo—. Bastante imprudente y desgraciada me siento ya. No me tientes a ser todavía más imprudente y más desgraciada.

—Una pregunta, Rachel. ¿Tienes alguna objeción personal contra mí?

—Siempre me has agradado. Y, después de lo que acabas de decirme, tendría que ser en verdad insensible para no respetarte y admirarte además.

—¿Conoces, querida Rachel, a muchas mujeres que respeten y admiren a su marido? Y, pese a todo, se llevan estupendamente. ¿Cuántas novias llegan al altar con un corazón en condiciones de pasar el examen de los hombres que las llevan allí? Y, sin embargo, no terminan siendo infelices: la institución conyugal sale adelante de uno u otro modo. Lo cierto es que las mujeres, muchas más de las que están dispuestas a reconocerlo, buscan en el matrimonio un refugio, y, lo que es más, terminan por descubrir que sus expectativas estaban justificadas. Vuelve a pensar en tu situación. ¿Es posible que a tu edad y con tu atractivo te condenes a llevar una vida solitaria? Confía en mi conocimiento del mundo: nada sería más improbable. Tan sólo es cuestión de tiempo. Puedes casarte con algún otro hombre de aquí a unos años. O puedes casarte, querida mía, con el hombre que ahora se encuentra a tus pies y que aprecia tu respeto y tu admiración por encima del amor de cualquier otra mujer sobre la faz de la tierra.

—¡Con esa dulzura, Godfrey, me estás haciendo pensar en algo en lo que no había reparado hasta hoy! Me estás tentando con una nueva perspectiva, cuando yo las veía ya todas cerradas. Te vuelvo a decir que sufro tanto y estoy tan desesperada que sería capaz de casarme contigo según tus condiciones si añades una palabra más. ¡Ten en cuenta la advertencia y vete!

—¡Pienso seguir de rodillas hasta que me digas que sí!

—Si te digo que sí, te arrepentirás, y me arrepentiré yo, cuando sea demasiado tarde.

—Los dos, amor mío, bendeciremos el día en que yo insistí y tú cediste.

—¿Es tan grande tu confianza como dices?

—Podrás juzgarlo por ti misma. Me guío por lo que he visto en mi propia familia. Dime qué te parece nuestro hogar en Frizinghall. ¿Son mi padre y mi madre infelices juntos?

—Todo lo contrario… por lo que yo veo.

—Cuando mi madre era una muchacha, Rachel (no es ningún secreto en la familia), estaba enamorada como lo estás tú: le había entregado su corazón a un hombre que no era digno de ella. Se casó con mi padre sintiendo por él nada más que respeto y admiración. Tú misma has podido ver el resultado con tus propios ojos. ¿No debería eso ser un estímulo para nosotros?

—¿No me apremiarás, Godfrey?

—Mi tiempo será tuyo.

—¿No me pedirás más de lo que puedo dar?

—¡Ángel mío! Sólo te pido que te entregues a mí.

—¡Tómame!

¡Con esta única palabra lo aceptó ella!

Él tuvo otro arrebato: un arrebato de éxtasis impío esta vez. La estrechó cada vez más, hasta que sus rostros se rozaron, y entonces… ¡No! No puedo permitirme llevar más lejos tan escandalosa revelación. Baste decir que traté de cerrar los ojos para no ver lo que ocurría, pero llegué tarde por un segundo. Yo había calculado, como puede verse, que ella se resistiría. Pero se rindió. A ninguna persona de mi sexo y sentimientos podría ningún libro decirle más.

Aun mi propia inocencia en tales cuestiones empezaba a vislumbrar el final de aquella conversación. Tal entendimiento habían alcanzado los dos a estas alturas que me imaginé que iba a verlos salir cogidos del brazo, rumbo al altar. No obstante, a juzgar por las siguientes palabras del señor Godfrey, quedaba todavía una pequeña formalidad por observar. Se sentó a su lado en la otomana, sin que esta vez ella se lo prohibiera.

—¿Le hablo yo a tu querida madre? —dijo—. ¿O lo haces tú?

Ella rechazó ambas alternativas.

—Prefiero que mi madre no sepa nada hasta que se encuentre mejor. Quiero que esto sea un secreto de momento, Godfrey. Vete ahora, y vuelve esta noche. Ya hemos pasado demasiado tiempo aquí solos.

Se puso en pie y, al hacerlo, miró por primera vez hacia la sala en que yo soportaba mi martirio.

—¿Quién ha cerrado esas cortinas? —preguntó—. Bastante cerrada es de por sí esa sala para impedir que pase el aire.

Se acercó a las cortinas. Justo cuando acababa de poner la mano en ellas —cuando el descubrimiento de mi presencia parecía del todo inevitable—, la voz del joven y lozano lacayo en la escalera suspendió bruscamente todo movimiento de su parte o de la mía. Era, inconfundiblemente, la voz de un hombre muy alarmado.

—¡Señorita Rachel! —decía el lacayo—. ¿Dónde está, señorita Rachel?

Se apartó de un salto de las cortinas y corrió a la puerta.

El criado entraba en ese preciso instante. Había perdido del todo su color rubicundo.

—¡Señorita, baje, por favor! La señora se ha desmayado y no logramos que vuelva en sí.

Al momento me vi sola y con libertad de bajar a mi vez sin que nadie me viera.

El señor Godfrey pasó corriendo por mi lado en el pasillo, en busca del médico.

—¡Vaya y ayude! —dijo, señalando la habitación. Encontré a Rachel arrodillada junto al diván, con la cabeza de su madre en el regazo. Me bastó con ver a mi tía (sabiendo lo que ya sabía) para percatarme de la horrible verdad. Me guardé mis pensamientos hasta que llegó el médico. No tardó mucho en aparecer. Empezó por pedirle a Rachel que saliera de allí… y nos comunicó a los demás que lady Verinder había dejado de existir. Es posible que a las personas rigurosas y necesitadas de pruebas sólidas para combatir su escepticismo les interese saber que aquel hombre no dio muestras de ningún arrepentimiento cuando me miró.

Poco después me asomé al cuarto del desayuno y a la biblioteca. Mi tía había muerto sin abrir una sola de las cartas que yo le había enviado. Tanto me impresionó este hecho que hasta pasados unos días no caí en la cuenta de que también había muerto sin hacerme entrega de mi pequeño legado.