CAPÍTULO IV

Lamento mucho entretenerlos con mis cuitas y mi mecedora de rejilla. Sé que un viejo adormilado en un jardín al sol no es un asunto de interés. Pero hay que poner cada cosa en su lugar y contarlo todo tal como sucedió, y les ruego que tengan la bondad de acompañarme un poco más sin premura, a la espera de la llegada del señor Franklin a última hora de ese día.

Antes de que pudiera volver a quedarme dormido, cuando mi hija me dejó solo, me molestó el ruido de platos en el comedor de la servidumbre, lo cual anunciaba que la cena estaba lista. Como yo comía siempre en mi propia sala de estar, nada tenía que ver con la cena de los criados, más allá de desearles buen provecho antes de volver a acomodarme en mi mecedora. Estaba estirando las piernas cuando, una vez más, una mujer me hizo dar un respingo. Esta vez no era mi hija, sino Nancy, la ayudante de la cocinera. Quería salir, y yo estaba plantado justo en medio. Mientras me pedía que me apartara, observé que parecía de muy mal humor, cosa que, como jefe de la servidumbre, nunca dejo correr, por principio, sin hacer averiguaciones.

—¿Por qué no vas a comer? —le pregunté—. ¿Qué te pasa, Nancy?

Nancy intentó salir sin responder, a lo cual me levanté y la tomé de una oreja. Es una muchacha guapa y regordeta, y tengo por costumbre adoptar con las jovencitas una actitud que les haga saber que las aprecio.

—¿Qué te pasa? —repetí.

—Rosanna no ha venido a comer, otra vez. Y me han pedido que vaya a buscarla. Siempre me tocan a mí los trabajos más duros. ¡Déjeme en paz, señor Betteredge!

La mencionada Rosanna era nuestra segunda doncella. Como a mí me daba un poco de lástima aquella muchacha (en seguida sabrán por qué) y viendo en la expresión de Nancy que en cuanto diese con ella le dirigiría palabras más duras de lo que la ocasión merecía, se me ocurrió que, puesto que no tenía nada que hacer, yo mismo iría en busca de Rosanna y de paso le daría a entender que fuese más puntual en el futuro, seguro de que no se lo tomaría a mal si era yo quien se lo decía.

—¿Dónde está Rosanna? —pregunté.

—En la playa, como siempre —dijo Nancy, moviendo la cabeza—. Esta mañana ha vuelto a darle uno de sus mareos y ha pedido permiso para salir a tomar el aire. ¡No tengo paciencia con ella!

—Vuelve a tu cena, hija. Yo sí tengo paciencia con ella y yo iré a buscarla.

Nancy (que tenía buen apetito) pareció alegrarse. Cuando está contenta se pone muy guapa. Cuando se pone guapa le doy una palmadita en la barbilla. No es ninguna inmoralidad; es sólo un hábito.

El caso es que tomé mi bastón y me encaminé hacia la playa.

¡No! Debemos aguardar todavía un momento. Siento volver a entretenerles, pero les aseguro que es importante que conozcan primero la historia de la playa y la historia de Rosanna, por la sencilla razón de que el asunto del diamante está estrechamente relacionado con ambas cosas. ¡Por más que me esfuerzo en exponer los hechos sin demorarme en el camino, no lo consigo! Pero ¿qué se le va a hacer? Las personas y las cosas se mezclan en esta vida de un modo sumamente enojoso, reclamando nuestra atención todas a la vez. Tomémoslo con calma y no nos impacientemos. ¡Les prometo que muy pronto estaremos envueltos en el misterio!

Rosanna (para poner a la persona por delante de la cosa, tal como dicta la cortesía) era la única criada nueva en la casa. Unos cuatro meses antes del momento del que estoy hablando, mi señora estuvo en Londres y visitó un reformatorio concebido para que las mujeres desamparadas no volvieran a caer en la mala vida una vez hubiesen cumplido su condena. La directora, viendo que mi señora se interesaba por el lugar, le señaló a una muchacha llamada Rosanna Spearman y le contó una historia tristísima, que no tengo ánimos para reproducir aquí, pues no es mi deseo entristecerme inútilmente y seguro que el de ustedes tampoco. El resumen es que Rosanna Spearman había sido una ladrona, pero, como no era de las que montan negocios en la ciudad y roban a miles, sino que le robó a uno solo, cayó sobre ella el peso de la ley y terminó en la cárcel y en el reformatorio. La directora pensaba que Rosanna (a pesar de lo que había hecho) era una chica entre mil y sólo necesitaba una oportunidad para demostrar que era digna del interés de una mujer cristiana. Mi señora (que era una mujer cristiana, si es que todavía queda alguna) respondió: «Rosanna Spearman tendrá su oportunidad a mi servicio». Una semana más tarde Rosanna Spearman entraba en esta casa como segunda doncella.

Sólo la señorita Rachel y yo estábamos al corriente de los antecedentes de la muchacha. Mi señora, que me hace el honor de consultarme sobre la mayoría de las cosas, me consultó también sobre Rosanna. Y yo, que había caído desde hacía mucho tiempo en la misma costumbre que el difunto sir John y siempre estaba de acuerdo con mi señora, me mostré completamente de acuerdo en lo tocante a Rosanna Spearman.

Ninguna joven habría encontrado una oportunidad mejor de la que a esta pobre muchacha se le brindó en nuestra casa. Los demás criados no podrían restregarle su pasado, puesto que nadie lo conocía. Disfrutaba de un salario y de los mismos privilegios que los demás, y de vez en cuando recibía en privado una palabra amable de mi señora, deseosa de alentarla. Tengo que decir, pues es de justicia, que la muchacha se mostraba a su vez más que digna del trato que se le daba. Aunque distaba mucho de ser fuerte y a veces sufría esos mareos a los que ya se ha aludido, desempeñaba sus tareas con humildad y sin protestas, y se empleaba en ellas a conciencia. Mas, por alguna razón, no había logrado hacer buenas migas con las otras criadas, sólo con mi hija Penelope, que siempre era cariñosa con ella, aunque tampoco fueran íntimas.

La verdad es que no sé qué hizo la muchacha para ofenderlas. No había en ella ninguna belleza que pudiera despertar la envidia de las demás; era la mujer más feúcha de la casa, a lo cual se sumaba la desgracia de tener un hombro más grande que el otro. Creo que lo que molestó a sus compañeras fue que fuese tan callada y solitaria. En sus horas de asueto leía o trabajaba, mientras las otras chismorreaban. Y, cuando llegaba su día de paseo, nueve de cada diez veces se ponía su sombrero sin decir palabra y se marchaba sola. Nunca se peleaba; nunca se ofendía; tan sólo guardaba cierta distancia, obstinada aunque tampoco descortés, con el mundo. Añádase a esto que, aun siendo feúcha, había algo en ella que no la hacía parecer una criada, sino una señora. Quizá fuera en su voz o en sus facciones. Sólo puedo decir que las demás mujeres lo captaron a la primera de cambio, desde el día en que la muchacha puso un pie en la casa, y decían (muy injustamente) que se gastaba muchos aires.

Ahora que ya he contado la historia de Rosanna sólo me resta señalar una de las muchas rarezas de esta extraña muchacha, antes de referir lo que ocurrió en la playa.

Nuestra casa se encuentra encaramada en la costa de Yorkshire, muy cerca del mar. En todas las direcciones, con una sola excepción, estamos rodeados de hermosas sendas. Reconozco que dicha excepción es una senda horrible. Discurre a lo largo de unos ciento cincuenta pasos, por una melancólica plantación de abetos, y desemboca entre dos acantilados de escasa altura en la bahía más fea y solitaria de la costa.

Las dunas llegan allí hasta el mar y terminan en dos salientes de roca, enfrentados el uno al otro, que se adentran en el agua hasta perderse de vista. Uno se conoce como la Punta Norte y el otro como la Punta Sur. Entre ambos, avanzando y retrocediendo según la época del año, se encuentran las arenas movedizas más temibles de la costa de Yorkshire. Cuando la marea desciende, hay algo en las ignotas profundidades que hace agitarse y temblar la superficie de las arenas de una manera prodigiosa, de ahí que entre la gente del lugar se las conozca como las Arenas Temblonas. Un bancal que se extiende hacia la entrada de la bahía atempera la fuerza de las aguas que vienen de mar abierto. Tanto en invierno como en verano, cuando la marea cubre el bancal, parece como si el mar abandonara sus olas sobre aquél para empujar desde allí sus aguas en calma hasta bañar la arena en silencio. ¡Un lugar solitario y espantoso, se lo aseguro! Ningún barco se aventura jamás en esta bahía. Ningún niño de Cobb’s Hole, nuestra aldea de pescadores, viene a jugar aquí. Hasta los pájaros del cielo, así se me figura, eluden las Arenas Temblonas. Que una joven con docenas de paseos entre los que elegir, y a la que no habría de faltarle compañía en cuanto le dijera a alguien «¡Ven!», prefiriese este lugar solitario para sentarse a leer o a bordar en su día de paseo es en verdad extraño. Lo cierto, explíquenselo ustedes como buenamente puedan, es que éste era el lugar favorito de Rosanna Spearman, si exceptuamos sus ocasionales visitas a Cobb’s Hole, donde vivía la única amiga que tenía en el vecindario, de quien nos ocuparemos sin tardanza. Es igualmente cierto que hacia este lugar me disponía a partir con la intención de traer a la muchacha, lo cual nos devuelve felizmente al punto anterior y al momento de emprender el camino de las arenas.

No hallé ni rastro de Rosanna en el bosque. Cuando salí a la playa, entre las dunas, la vi con su sombrero de paja y la sencilla capa gris que llevaba siempre para disimular en lo posible el hombro deforme: allí estaba, sola, contemplando el mar y las arenas movedizas.

Se sobresaltó al verme a su lado y volvió la cabeza en dirección contraria. El hecho de que mis subalternos no me mirasen a la cara era otra de las cosas que, por principio, y en mi condición de jefe de la servidumbre, no permitía yo que quedara sin explicación; de ahí que le hiciera volver el rostro hacia mí y vi entonces que estaba llorando. Llevaba en un bolsillo mi pañuelo de hilo, una de las seis maravillas que le debo a mi señora. Lo saqué y le dije a Rosanna: «Ven, hija, siéntate aquí conmigo en la pendiente. Primero te secaré los ojos y luego tendré la osadía de preguntarte por qué has estado llorando».

Cuando alcancen ustedes la edad que tengo yo, comprobarán que sentarse en la pendiente de una duna es mucho más costoso de lo que ahora pueda parecerles. Para cuando terminé de acomodarme, Rosanna ya se había secado los ojos con un pañuelo muy inferior al mío, de batista barata. Estaba muy callada y muy triste, pero se sentó a mi lado como una buena chica en cuanto se lo pedí. Sepan que la manera más rápida de consolar a una mujer, si alguna vez se ven en tal situación, consiste en sentarla sobre nuestras rodillas. Tengo esto por una regla de oro. Pero ¡ay!, la verdad es que Rosanna no era Nancy.

—Dime, hija, ¿por qué llorabas?

—Por los años perdidos, señor Betteredge —dijo con voz queda—. A veces todavía me vuelve mi vida pasada.

—Vamos, vamos, muchacha. El pasado, pasado está. ¿Por qué no puedes olvidarlo?

Asió entonces una de las solapas de mi chaqueta. Soy un viejo descuidado, y buena parte de lo que como y bebo termina salpicándome la ropa. Las mujeres de la casa, a veces una, a veces otra, me limpian siempre las manchas de grasa. El día anterior Rosanna me había quitado un lamparón de la solapa, con un producto nuevo que garantizaba eliminar cualquier tipo de mancha. La grasa se había ido, pero donde antes estaba el lamparón había ahora una marca opaca en el tejido. La muchacha la señaló y sacudió la cabeza.

—La mancha ha salido. Pero ¡ha dejado un cerco, señor Betteredge, ha dejado un cerco!

Una observación que pilla a un hombre desprevenido; por referirse a su propia chaqueta, no tiene una respuesta fácil. Además, algo traslucía la muchacha que me llevó a sentir mucha lástima de ella en ese momento. Tenía unos ojos castaños, bonitos, aunque en todo lo demás no fuese agraciada, y me miró con una suerte de respeto por mi feliz senectud y mi buen carácter —como si fueran cosas que jamás estarían a su alcance— que mi corazón se apenó por la suerte de nuestra segunda doncella. No viéndome capaz de consolarla, sólo me quedaba una cosa por hacer. Y tal cosa era llevarla a casa.

—Ayúdame a levantarme. Llegas tarde a comer, Rosanna, y he tenido que venir a buscarte.

—¡Usted, señor Betteredge!

—Se lo encargaron a Nancy, pero pensé que recibirías mejor la regañina si venía de mí, hija.

En lugar de ayudarme, la pobre muchacha me robó un momento la mano y la apretó suavemente. Hacía grandes esfuerzos por no echarse a llorar de nuevo, y lo consiguió, ganándose por ello mi respeto.

—Es usted muy bueno, señor Betteredge. Hoy no quiero comer. Deje que me quede un poco más aquí.

—¿Por qué te gusta estar aquí? ¿Qué te impulsa siempre a venir a un sitio tan triste?

—Tiene algo que me atrae —dijo, dibujando en la arena con un dedo—. Por más que intento alejarme de aquí, no puedo. A veces —añadió en voz baja, como asustada de sus propias fantasías—, a veces, señor Betteredge, creo que aquí me está esperando mi tumba.

—¡Lo que te está esperando es el cordero asado y el pudin de manteca! Vamos a comer. ¡Eso pasa, Rosanna, cuando uno piensa con el estómago vacío! —Hablé con severidad, naturalmente indignado (a esas alturas de mi vida) al oír a una muchacha de veinticinco años hablar de su final.

Pareció no haberme oído. Me puso una mano en el hombro y me retuvo a su lado.

—Creo que este sitio me ha embrujado —dijo—. Sueño con él todas las noches. Pienso en él cuando me siento con mi labor. Usted sabe que soy agradecida, señor Betteredge, sabe que procuro merecer su bondad y la confianza que la señora ha depositado en mí. Pero a veces me pregunto si esta vida no será demasiado tranquila y demasiado buena para una mujer que ha pasado por todo lo que yo he pasado, señor Betteredge… que ha pasado por todo lo que yo he pasado. Entre los demás criados, sabiendo que no soy como ellos, me siento más sola que aquí. ¡Ni la señora ni la directora del reformatorio se imaginan el espantoso reproche que las personas decentes representan, por el mero hecho de existir, para una mujer como yo! No me riña usted, que es un hombre bueno. ¿No cumplo con mi trabajo? Por favor, no le diga a la señora que estoy descontenta… no lo estoy. Sólo que a veces estoy intranquila, nada más. —Apartó bruscamente la mano de mi hombro y señaló hacia las arenas movedizas—. ¡Mire! ¿No es maravilloso? ¿No es terrible? Lo he visto docenas de veces ¡y siempre me parece como si lo viera por primera vez!

Miré hacia donde señalaba. La marea se estaba retirando y la temible arena empezaba a agitarse. La superficie tostada se hinchaba primero despacio y se cubría a continuación de hoyuelos temblorosos.

—¿Sabe qué me parece a mí esto? —dijo, volviendo a sujetarme del hombro—. ¡Me parece como si hubiera cientos de personas ahogándose ahí debajo… luchando por salir a la superficie y hundiéndose cada vez más en esas terribles profundidades! ¡Lance una piedra, señor Betteredge! ¡Lance una piedra y verá cómo la engulle la arena!

¡Aquélla era una conversación malsana! ¡Aquello era un estómago vacío alimentándose de una conciencia intranquila! Tenía ya la respuesta —un tanto seca, aunque por su bien, eso puedo asegurarlo— en la punta de la lengua cuando una voz que pronunciaba mi nombre a gritos entre las dunas me interrumpió bruscamente. «¡Betteredge! ¿Dónde está?» «¡Aquí!», respondí, también a gritos, sin la menor idea de quién me llamaba. Rosanna se puso en pie y se quedó mirando en la dirección de donde procedía la voz. Ya estaba yo pensando en mover las piernas cuando un repentino cambio en la expresión de la muchacha me hizo vacilar.

Su piel cobró un hermoso tinte rojo, como jamás había visto yo en ella. Todo su ser resplandeció bajo los efectos de una sorpresa que la había dejado muda y sin aliento.

—¿Quién es? —pregunté.

Rosanna me devolvió la pregunta.

—¡Ah! ¿Quién es? —dijo en voz baja, más para sus adentros que para mí. Sin levantarme de la arena, me volví para mirar a mis espaldas. Entre las dunas se acercaba un joven caballero de ojos vivarachos, vestido con un magnífico traje de color beige, con guantes y sombrero a juego, una rosa en el ojal y una sonrisa en el rostro capaz de hacer sonreír a las propias Arenas Temblonas. Antes de que hubiera podido levantarme, se dejó caer a mi lado, me pasó un brazo alrededor del cuello, según la moda extranjera, y me dio un abrazo que casi me deja sin una sola gota de aire en el cuerpo.

—¡Mi querido Betteredge! Le debo siete chelines y seis peniques. ¿Sabe quién soy?

¡Dios nos bendiga y nos guarde! ¡Allí, cuatro horas antes de lo esperado, estaba el señor Franklin Blake!

No había podido articular palabra cuando vi que el caballero, un poco sorprendido a juzgar por su apariencia, me miraba primero a mí y luego a Rosanna. Siguiendo la dirección de su mirada, también yo me fijé en la muchacha. Se había puesto más roja que nunca, al cruzarse sus ojos con los del señor Franklin. De buenas a primeras nos dio la espalda y se alejó, denotando una confusión del todo incomprensible para mí, sin hacerle al caballero la oportuna reverencia ni dirigirme a mí una sola palabra. Tal comportamiento era muy impropio de ella: no creo que hayan conocido ustedes sirvienta más cortés y de mejores modales.

—Qué muchacha tan extraña —dijo el señor Franklin—. No sé qué habrá visto en mí para sorprenderse tanto.

—Supongo, señor —respondí, permitiéndome bromear a costa de la educación europea de nuestro caballero—, que habrá sido su barniz extranjero.

Hago constar aquí este comentario fortuito del señor Franklin y mi absurda respuesta para consuelo y estímulo de los necios, pues, como ya he señalado, es motivo de gran satisfacción para nuestros subalternos constatar que sus superiores no son en ocasiones más sagaces que ellos. Ni el señor Franklin, con toda su espléndida cultura extranjera, ni yo mismo, con todos mis años, mi experiencia y mi agudeza innata, teníamos la más remota idea de a qué podía obedecer la insólita actitud de Rosanna Spearman. La apartamos de nuestros pensamientos, pobre muchacha, antes de que hubiéramos dejado de ver el revoloteo de su capa gris entre las dunas. ¿Y eso qué importa?, se preguntará, con razón, el lector. Siga leyendo, mi buen amigo, con la mayor paciencia posible, y tal vez llegue a sentir la misma lástima que yo sentí por Rosanna Spearman al dar con la verdad.