CAPÍTULO XV

El sargento anduvo en silencio, concentrado en sus pensamientos, hasta que nos internamos entre los abetos. Allí pareció volver en sí, como si hubiera tomado una decisión, y reanudó la charla.

—Señor Betteredge —dijo—, puesto que me ha hecho usted el honor de aceptar un remo en mi barca, y como creo que podría serme de alguna ayuda antes de que la tarde haya concluido, no veo ninguna razón para que sigamos engañándonos el uno al otro. Le daré una muestra de franqueza por mi parte. Usted ha decidido no facilitarme ninguna información que pueda perjudicar a Rosanna Spearman, porque la muchacha siempre se ha portado bien con usted y porque le inspira mucha lástima. Tales consideraciones humanas sin duda le honran, pero en este caso son consideraciones sencillamente innecesarias. Rosanna Spearman no corre el menor peligro de verse en apuros… No, si consigo establecer su relación con la desaparición del diamante, sobre la base de unas pruebas que están bien a la vista de todos.

—¿Quiere usted decir que lady Verinder no querría denunciarla? —inquirí.

—Quiero decir que no podría denunciarla. Rosanna Spearman es un simple instrumento en manos de otra persona, y por el bien de esa otra persona no se le hará ningún daño.

Comprendí que hablaba en serio… No cabía la menor duda. Sin embargo, sentí un inquietante malestar hacia él.

—¿No puede darme el nombre de esa otra persona?

—¿No lo sabe usted, señor Betteredge?

—No.

El sargento Cuff se quedó tieso como una vara y me escrutó con melancólico interés.

—Me complace ser sensible al sufrimiento humano —dijo—. Y en este momento me estoy mostrando particularmente sensible. Y usted, por las mismas y excelentes razones, también se está mostrando particularmente sensible con Rosanna Spearman, ¿no es así? ¿Por casualidad sabe si recientemente se le ha dado un camisón nuevo?

Fui del todo incapaz de imaginar qué intención podía tener al hacerme semejante pregunta sin previo aviso. No viendo que el hecho de reconocer la verdad pudiera perjudicar a la muchacha, respondí que había llegado muy mal provista de ropa, de ahí que mi señora, en recompensa por su buena conducta (hice mucho hincapié en este punto), le hubiese dado un camisón nuevo hacía menos de dos semanas.

—Éste es un mundo muy miserable —dijo el sargento—. La vida humana, señor Betteredge, es una especie de diana a la que la desgracia apunta en todo momento, y jamás yerra en el blanco. No obstante, en lo que respecta a esa prenda, si hubiéramos encontrado un camisón o unas enaguas nuevas entre las pertenencias de Rosanna, con eso la habríamos cazado. ¿Me sigue usted sin dificultad? Usted mismo interrogó a la servidumbre y está al corriente de lo que dos de las criadas descubrieron al vigilar la habitación de Rosanna. Sin duda sabe qué estuvo haciendo ayer esa joven, después de sentirse indispuesta. ¿No lo adivina? ¡Amigo mío!, es tan claro como ese rayo de luz que vemos ahí, donde terminan los árboles. A las once de la mañana del jueves, el inspector Seegrave (que es un dechado de imperfecciones) alertó a toda la servidumbre sobre la mancha en la puerta. Rosanna tenía sus propios motivos para sentirse bajo sospecha; aprovechó la primera oportunidad de retirarse a su cuarto; encontró la mancha de pintura en su camisón o en sus enaguas o en lo que fuere; fingió que estaba enferma y salió a hurtadillas para ir a la ciudad en busca de los materiales necesarios para confeccionar un camisón o unas enaguas nuevas, cosa que hizo a solas, en su cuarto, durante la noche del jueves; encendió la chimenea (no para destruir la prenda; dos de sus compañeras estaban vigilando su puerta, y ella no es tan tonta para producir ese olor a quemado y un montón de cenizas de las que más tarde tendría que deshacerse), la encendió, como iba diciendo, para secar y planchar la prenda nueva después de haberla lavado; a continuación escondió la prenda manchada (probablemente la lleva puesta), y ahora mismo está intentando deshacerse de ella en algún lugar conveniente de esa playa solitaria. Esta tarde la he seguido hasta la aldea de los pescadores y hasta una casa en particular que quizá tengamos que visitar antes de nuestro regreso. Pasó algún tiempo en dicha casa y salió (así lo creo) ocultando algo bajo la capa. Una capa sobre los hombros de una mujer es un emblema muy compasivo: oculta multitud de pecados. Después de salir de la casa echó a andar por la costa hacia el norte. ¿Se tiene esta franja de costa por un buen ejemplo de paisaje marino, señor Betteredge?

—Sí —dije, lo más escuetamente posible.

—Los gustos difieren —repuso el sargento—. Yo diría que jamás he visto un paisaje marino menos admirable. Si por casualidad se está siguiendo a alguien por la costa, y si a ese alguien le da por volverse, no hay un solo rincón en el que ocultarse. Tuve que elegir entre poner a Rosanna bajo custodia, por sospechosa, o dejar que de momento continúe su juego. Por razones con las que no deseo molestarle, preferí hacer algún sacrificio antes de dar la alarma tan prematuramente sobre cierta persona que seguirá sin tener nombre entre nosotros. Regresé a la casa para pedirle a usted que me acompañara hasta el extremo norte de la playa por otro camino. La arena, en la medida en que conserva las huellas de las pisadas, es el mejor detective que conozco. Si no nos encontramos con Rosanna Spearman, la arena nos dirá por dónde ha pasado, si es que la luz todavía tarda un poco en irse. Aquí está la arena. Permítame una sugerencia: ¿qué tal si cierra la boca y me deja ir en cabeza?

Si existe algo que en el vocabulario médico se conozca como la fiebre del detective, tal enfermedad se apoderó entonces de este humilde servidor. El sargento Cuff avanzó entre las dunas hasta la playa. Lo seguí, con el corazón en la boca, y esperé a cierta distancia para ver qué ocurría a continuación.

Resultó que me encontraba muy cerca del lugar donde había conversado con Rosanna Spearman cuando el señor Franklin nos sorprendió con su llegada de Londres. Mientras observaba al sargento, mis pensamientos vagaban a mi pesar hacia lo que hablamos aquel día Rosanna y yo. Confieso que casi llegué a sentir cómo la pobrecilla volvía a deslizar su mano en la mía y la apretaba suavemente para agradecerme la amabilidad con que le había hablado. Confieso que casi volví a oír su voz repitiéndome cómo la atraían las Arenas Temblonas en contra de su voluntad siempre que salía a dar un paseo, y casi volví a ver cómo se iluminaba su rostro, igual que se iluminó al posar sus ojos por primera vez en la figura del señor Franklin, cuando lo vio acercarse enérgicamente entre las dunas. Me sentía cada vez más abatido mientras pensaba en todas estas cosas, y la visión de la bahía solitaria, cuando miré a mi alrededor con intención de volver a la realidad, sólo sirvió para agravar mi desazón.

La última luz de la tarde empezaba a declinar, y una calma aterradora se cernía sobre aquel lugar desolado. La marea bañaba el banco de arena en la punta de la bahía sin hacer el menor ruido. Las aguas yacían perdidas y oscuras, sin una brizna de aire que las agitara. Feas manchas de lodo amarillento flotaban sobre la inmóvil superficie del mar. La espuma y el cieno emitían un tenue resplandor en algunas zonas donde la luz todavía las alcanzaba, entre los dos salientes de roca que se adentraban en el mar al norte y al sur. Se acercaba el momento del cambio de la marea, y, mientras aguardaba allí detenido, la faz amplia y pardusca de las arenas movedizas comenzó a temblar y a cubrirse de hoyuelos: era lo único que se movía en aquel desolado paraje.

Vi que el sargento se sobresaltaba al percatarse del temblor de la arena. Se quedó un rato mirándola, antes de dar media vuelta y regresar a mi lado.

—Un lugar traicionero, señor Betteredge —dijo—; y ni rastro de Rosanna Spearman en toda la playa, se mire donde se mire.

Descendimos juntos hasta la orilla y comprobé con mis propios ojos que nuestras huellas eran las únicas impresas en la arena.

—¿En qué dirección se encuentra la aldea de pescadores desde donde estamos ahora? —preguntó el sargento Cuff.

—Cobb’s Hole —respondí (pues ése era el nombre de la aldea)— está justo al sur, muy cerca de aquí.

—Hace un rato vi a la muchacha caminando por la orilla hacia el norte desde Cobb’s Hole —dijo—. Eso significa que venía hacia aquí. ¿Está la aldea al otro lado de esa lengua de tierra? ¿Podemos llegar por la playa ahora que la marea está bajando?

Respondí que sí a ambas preguntas.

—Si me permite la sugerencia, tendremos que caminar a buen paso —dijo el sargento—. Quiero encontrar el lugar en el que se alejó de la costa antes de que oscurezca.

Habíamos recorrido un par de cientos de pasos en dirección a Cobb’s Hole cuando el sargento, de buenas a primeras, se arrodilló en la arena, presa al parecer de un fervor religioso que lo impelía a rezar.

—Al final sí hay algo que decir en favor de este paisaje marino —señaló—. ¡Aquí hay unas huellas de mujer, señor Betteredge! Digamos que son de Rosanna Spearman mientras no hallemos alguna prueba irrefutable en sentido contrario. Huellas muy confusas, si se fija usted bien; yo diría que intencionadamente confusas. ¡Ah, esa pobre muchacha conoce tan bien como yo las cualidades detectoras de la arena! Pero ¿no cree que se ha dado demasiada prisa en borrar las huellas? Yo creo que sí. Aquí hay una que viene de Cobb’s Hole y aquí hay otra que regresa. ¿No es ésa la punta del zapato dirigida a la orilla del agua? ¿Y no veo otras dos marcas de talón un poco más allá, también muy cerca de la orilla? No quisiera herir sus sentimientos, pero me temo que Rosanna es taimada. Todo indica que se proponía llegar hasta el lugar del que usted y yo venimos sin dejar una sola huella en la arena. ¿Podríamos decir que a partir de este punto avanzó por el agua hasta alcanzar ese saliente de roca que queda a nuestra espalda y regresó del mismo modo, saliendo de nuevo a la arena justo ahí, donde todavía se aprecian las marcas de los talones? Sí, eso diremos. Se corresponde con la idea de que llevaba algo escondido bajo la capa cuando salió de la casa. No se proponía destruirlo, pues, en tal caso, ¿qué necesidad habría tenido de tomar tantas precauciones para evitar que yo viese dónde terminaba su camino? Creo que la mejor hipótesis es que quería esconderlo. Tal vez si vamos a esa casa podamos averiguar qué era ese algo.

Mi ardor detectivesco se enfrió de repente ante esta propuesta.

—No me necesita —dije—. ¿En qué podría ayudarle mi presencia?

—Cuanto más lo conozco, señor Betteredge —respondió el sargento—, mayores virtudes descubro en usted. ¡La modestia, amigo mío! ¡Qué cosa tan infrecuente es la modestia en este mundo! ¡Y en cuánta cantidad posee usted tan infrecuente cualidad! Si voy solo a esa casa, la gente se quedará sin lengua a la primera pregunta que les haga. Si voy con usted, seré presentado por un vecino respetado, y la conversación fluirá sin dificultad. Así es como yo lo veo. ¿Cuál es su opinión?

Como no encontraba la respuesta ingeniosa y pronta que requería la situación, traté de ganar tiempo preguntándole a qué casa deseaba ir.

Al describirla el sargento la reconocí como la vivienda de un pescador llamado Yolland, que vivía con su mujer y sus dos hijos ya crecidos, un muchacho y una muchacha. Si hace el lector memoria, recordará que, en el momento de presentar a Rosanna Spearman, señalé que a veces cambiaba su paseo a las Arenas Temblonas por la visita a unos amigos en Cobb’s Hole. Dichos amigos eran los Yolland: gente honrada, respetable y muy apreciada en la vecindad. Rosanna los había conocido a través de la hija, que tenía un pie deforme, y a quien por estos pagos se conocía como Lucy la Coja. Digo yo que por esta razón quizá surgió entre ambas un sentimiento de compañerismo. El caso es que los Yolland y Rosanna parecían llevarse estupendamente en las infrecuentes oportunidades que tenían de verse. El hecho de que el sargento Cuff hubiera seguido a la joven hasta aquella casa daba un cariz enteramente distinto a mi colaboración en las pesquisas. Ese día Rosanna no había hecho más que ir a donde tenía por costumbre, y que hubiera estado en compañía del pescador y su familia servía para demostrar que, al menos en esta ocasión, su ocupación había sido inocente. Así las cosas, podría prestarle un servicio a la muchacha, en lugar de perjudicarla, si me dejaba convencer por la lógica del sargento. Por consiguiente, me mostré convencido.

Siguiendo las huellas en la arena, echamos a andar en dirección a Cobb’s Hole hasta que la luz se extinguió por completo.

Al llegar a la casa resultó que el pescador y su hijo habían salido a faenar, y Lucy la Coja, siempre cansada y débil, estaba descansando en su cuarto. La buena señora Yolland nos recibió en la cocina. Cuando supo que el sargento Cuff era un personaje muy famoso en Londres, dejó en la mesa una botella de ginebra holandesa y un par de pipas limpias, y se puso a mirarlo como si no fuera a cansarse nunca.

Yo me senté tranquilamente en un rincón, a la espera de ver cómo se las ingeniaba el sargento para poner sobre el tapete el caso de Rosanna Spearman. Esta vez se sirvió de más circunloquios que nunca para plantear la cuestión. Ni supe entonces cómo lo consiguió, ni lo sé ahora. Lo cierto es que empezó hablando de la familia real, los metodistas primitivos y el precio del pescado, y de ahí (a su manera taciturna y tortuosa) pasó a la desaparición de la Piedra Lunar, la maldad de nuestra primera doncella y la dureza con que en general trataban las criadas a Rosanna Spearman. Habiendo llegado así al asunto que le interesaba, explicó que estaba investigando la desaparición del diamante, en parte con la intención de encontrarlo y en parte con el propósito de librar a Rosanna de las injustas sospechas de sus enemigos en la casa. En el lapso de un cuarto de hora desde que entráramos en la cocina, la buena señora Yolland estaba ya convencida de que conversaba con el mejor amigo de Rosanna y animaba al sargento Cuff a reconfortar su estómago y restablecer su espíritu con la botella de ginebra holandesa.

Con la seguridad de que el sargento estaba gastando saliva en balde con la señora Yolland, disfruté plácidamente de su conversación, lo mismo que en otros tiempos disfrutaba de una obra de teatro. El gran Cuff hizo gala de una paciencia prodigiosa: probó fortuna sin desfallecer con una cosa y la otra, disparando bala tras bala al azar, por así decir, con la esperanza de que alguna acertase en el blanco. Todo fue para bien de Rosanna, nada en su perjuicio: así es como concluyó la reunión, por más que se esforzó el sargento, mientras la señora Yolland hablaba por los codos y depositaba en él toda su confianza. El policía hizo un último intento después de que miráramos el reloj y nos pusiéramos en pie para partir.

—Le deseo buenas noches, señora —dijo entonces—. Sólo quiero que sepa, antes de irme, que Rosanna Spearman tiene un sincero benefactor en este obediente servidor de usted. Pero ¡vaya por Dios!, nunca le irá bien en esa casa, y mi consejo es que se marche.

—¡Bendito sea usted! —exclamó la señora Yolland—. ¡Se va a marchar! (Nota bene: Traduzco aquí las palabras de la señora Yolland del dialecto de Yorkshire al inglés. Si les digo que un hombre tan capaz como Cuff tenía a veces dificultades para entenderla sin mi ayuda, podrán sacar sus propias conclusiones e imaginar cuánta confusión les causaría si transcribiera la conversación en su lengua natal.)

¡Rosanna Spearman iba a dejarnos! Agucé el oído al saberlo. Era cuando menos extraño que no nos hubiese dicho nada a la señora o a mí. Tuve la duda cierta de si el último disparo al azar del sargento Cuff no habría dado en el blanco. Empecé a preguntarme si mi participación en las pesquisas era tan inofensiva como me figuraba. Quizá el sargento tuviera la misión de empañar el buen nombre de una mujer honrada envolviéndola en una red de mentiras, pero yo, como buen protestante, tenía la obligación de recordar que el diablo es el padre de todas las mentiras, y que el diablo y la desgracia suelen ir siempre juntos. Empezando a barruntar la desgracia, traté de llevarme al sargento, pero él volvió a sentarse y pidió un poquito más de reconstituyente holandés. La señora Yolland tomó asiento frente a él y le sirvió un traguito. Yo me acerqué a la puerta, sumamente incómodo, y les dije que iba siendo hora de desearles buenas noches… pero no llegué a salir.

—¿Dice que tiene intención de marcharse? —preguntó el sargento—. ¿Y qué piensa hacer después? ¡Una pena, una pena! La pobre muchacha no tiene más amigos que usted o yo en este mundo.

—¡No, sí que los tiene! —aseguró la señora Yolland—. Como le he dicho, estuvo aquí esta tarde, y, después de hablar con mi Lucy y conmigo, nos pidió subir a solas al cuarto de Lucy. Es el único cuarto de la casa donde hay papel y pluma. «Quiero escribir una carta a un amigo —dijo—. Y en casa no puedo, porque los criados siempre están curioseando y husmeando.» A quién le escribió esa carta no le puedo decir: debió de ser mortalmente larga, por el tiempo que estuvo arriba escribiendo. Cuando ya se marchaba le ofrecí un sello postal. No llevaba la carta en la mano y tampoco aceptó el sello. Es un poco reservada para sus cosas la pobrecilla, como ya sabe usted. Pero que tiene un amigo en alguna parte, eso sí se lo puedo decir, y tenga por seguro que a ese amigo acudirá.

—¿Pronto? —preguntó el sargento.

—Tan pronto como le sea posible —dijo la señora Yolland.

Me acerqué entonces desde el umbral de la puerta. Como jefe de la servidumbre, no podía permitir que se hablara en mi presencia con tanta indiscreción de si una de nuestras criadas iba o no iba a dejar la casa sin darme por enterado.

—Debe de estar usted equivocada en cuanto a Rosanna Spearman —dije—. Si tuviera la intención de dejar su empleo, me lo habría comunicado a mí en primer lugar.

—¿Equivocada? —se extrañó la señora Yolland—. Pues hace solo una hora que trajo algunas cosas que necesitaba para el viaje… como se lo digo, señor Betteredge; las dejó en esta misma habitación. Y eso me recuerda —dijo la tediosa mujer, llevándose de pronto una mano al bolsillo— algo que tengo que decir de Rosanna y su dinero. ¿Alguno de ustedes la verá cuando vuelvan a la casa?

—Con sumo gusto le haré llegar cualquier recado a esa pobre muchacha —se ofreció el sargento, sin darme tiempo a decir palabra.

La señora Yolland se sacó del bolsillo unos chelines y algunas monedas de seis peniques, los contó con meticulosa y exasperante parsimonia en la palma de la mano y se los entregó al sargento, dejando traslucir en su expresión lo mucho que sentía desprenderse de ellos.

—¿Me haría el favor de devolverle esto a Rosanna, con mi cariño y mis respetos? —dijo la mujer—. Insistió en pagarme por unas cosillas que se le antojaron esta tarde… y el dinero es siempre bien recibido en esta casa, eso no lo niego. Pero no me quedo tranquila si acepto los pocos ahorros de esa pobre muchacha. Y, si le digo la verdad, no creo que a mi marido, cuando vuelva mañana de faenar, le guste saber que he aceptado su dinero. Por favor, dígale que puede quedarse con las cosas que me compró esta tarde… como un regalo de todo corazón. Y no deje el dinero encima de la mesa —añadió, empujándolo bruscamente hacia el sargento, como si le quemara los dedos—. ¡Sea usted bueno! Corren malos tiempos, y la carne es débil, y podría sentir la tentación de volver a guardármelo en el bolsillo.

—¡Vamos! —dije—. No puedo esperar más. Tengo que volver a casa.

—Lo alcanzaré en seguida —dijo el sargento Cuff.

Por segunda vez me dirigí a la puerta y por segunda vez, por más que lo quisiera, no pude trasponer el umbral.

—Devolverle ese dinero, señora, es un asunto delicado —le oí decir al sargento—. Seguro que le cobró muy poco por esas cosas.

—¡Poco! —exclamó la señora Yolland—. Júzguelo usted mismo.

Cogió la vela y se llevó al sargento a un rincón de la cocina. Por nada del mundo pude resistirme a seguirlos. En el rincón había un montón de menudencias (en su mayoría de metal viejo) que el pescador había rescatado de barcos naufragados y para las que aún no había encontrado mercado.

La señora Yolland se puso a rebuscar en el montón y sacó un cilindro de estaño, de imitación japonesa, con su correspondiente tapa y su argolla para colgarlo, uno de esos estuches que se usan en los barcos para proteger de la humedad las cartas náuticas y otras cosas por el estilo.

—¡Aquí está! —dijo—. Cuando Rosanna estuvo aquí esta tarde lo compró para su amigo. «Me servirá para guardar los puños y los cuellos en el baúl sin que se arruguen», eso dijo. Un chelín y nueve peniques, señor Cuff. ¡Como que vivo de pan le aseguro que no le saqué ni medio penique más!

—¡Regalado! —dijo el sargento, lanzando un hondo suspiro.

Sopesó el estuche levantándolo con la mano. Me pareció oír, mientras lo observaba, un par de notas de La última rosa del verano. ¡No cabía la menor duda! ¡Acababa de realizar otro descubrimiento perjudicial para Rosanna Spearman precisamente allí donde yo esperaba que el buen nombre de la muchacha se hallase a salvo, y todo con mi ayuda! Me arrepentí de haber presentado a la señora Yolland y al sargento Cuff.

—Con eso es suficiente —dije—. Tenemos que irnos.

Sin prestarme la más mínima atención, la señora Yolland volvió a sumergir la mano entre los cachivaches y esta vez pescó una cadena de perro.

—Fíjese lo que pesa, señor. Tenemos tres como ésta, y Rosanna se ha llevado dos. Yo le dije: «¿Para qué puedes necesitar unas cadenas de perro, hija?». Y me dijo: «Si las uno me quedarán muy bonitas para atar el baúl». «La cuerda es lo más barato», le dije yo. «Las cadenas son más seguras», dijo ella. «¿Dónde se ha visto un baúl atado con cadenas?», le dije. «¡Ay, señora, no me ponga usted tantas pegas y déjeme llevarme esas cadenas!», me dijo. Una chica extraña, señor Cuff… tan buena como el oro, y cariñosa como una hermana con mi Lucy, pero siempre un poco extraña. Y, claro, yo le seguí la corriente. Tres chelines y seis peniques. ¡Palabra de honor, sargento Cuff, que fueron tres chelines y seis peniques!

—¿Por cada una?

—¡Por las dos! Tres chelines y seis peniques por las dos.

—Regalado, señora —repitió el sargento sacudiendo la cabeza—. ¡Totalmente regalado!

—Tenga el dinero —dijo la señora Yolland, acercándose de lado a la mesa para tomar las monedas, como si la atrajeran irresistiblemente por más que tratara de evitarlo—. Sólo se llevó esa lata y esas cadenas. Un chelín y nueve peniques, y tres chelines y seis peniques: total cinco chelines y tres peniques. Con mi cariño y mis respetos… No puedo cargar sobre mi conciencia con los ahorros de una pobre muchacha, con la falta que puede hacerle ese dinero…

—Y yo no puedo cargar sobre mi conciencia con el hecho de devolvérselo, señora —dijo el sargento—. Ya le ha regalado usted esas cosas… Se las ha regalado.

—¿Es ésa su sincera opinión, señor? —inquirió la señora Yolland, iluminándose su rostro.

—No me cabe la menor duda —respondió él—. Pregúntele al señor Betteredge.

De nada sirvió preguntarme. Lo único que sacaron de mí fue un «Buenas noches».

—¡Maldito dinero! —exclamó la señora Yolland. Y, con estas palabras, pareció perder todo dominio de sí, echó mano del montón de monedas y se lo guardó en el bolsillo como por arte de magia—. ¡Se pone una mala de verlo ahí sin que nadie se lo lleve! —profirió la insensata mujer, dejándose caer en la silla y mirando al sargento como si le dijera: «Ya vuelve a estar en mi bolsillo… ¡quítemelo si puede!».

Esta vez no sólo llegué hasta la puerta, sino que salí directamente al camino. Explíquenselo como puedan, pero lo cierto es que me sentí ofendido en lo más hondo, por uno de ellos o por los dos. Antes de que pudiese dar tres pasos por la aldea, el sargento ya estaba detrás de mí.

—Gracias por su presentación, señor Betteredge. Estoy en deuda con esa mujer; me ha causado una impresión totalmente desconocida. La señora Yolland ha conseguido desconcertarme.

Tenía en la punta de la lengua una réplica cortante, por la sencilla razón de que estaba enfadado con él, porque estaba enfadado conmigo mismo, pero al ver que el sargento reconocía su desconcierto, una reconfortante duda cruzó mis pensamientos y no supe si, a la postre, el daño sería en verdad grave. Opté por guardar un prudente silencio, a la espera de saber más.

—Sí —dijo el sargento, como si me leyera el pensamiento en la oscuridad—. En lugar de haberme puesto sobre la pista, señor Betteredge, tal vez le consuele saber (por su interés en Rosanna) que me ha despistado por completo. Está muy claro lo que ha hecho la muchacha esta noche. Ha unido las dos cadenas y las ha sujetado por un extremo a la argolla del estuche. Ha hundido el estuche en el agua o en las arenas movedizas. Ha asegurado el otro extremo de la cadena en algún lugar bajo las rocas que sólo ella conoce. Y se propone dejar allí el estuche hasta que esta investigación haya concluido, momento en el cual podrá sacarlo de su escondite cuando mejor le parezca. Hasta aquí un plan perfecto. Sin embargo —dijo, denotando por primera vez su impaciencia—, el misterio es ¿qué demonios ha escondido en ese estuche?

Pensé: «¡La Piedra Lunar!»; pero al sargento Cuff sólo le dije:

—¿No lo adivina?

—No es el diamante —respondió—. La experiencia de toda mi vida habría fallado si Rosanna Spearman se ha llevado el diamante.

Al oír estas palabras, creo que la infernal fiebre detectivesca volvió a apoderarse de mí. El caso es que me olvidé de todo para centrarme en la solución de este nuevo enigma.

—¡El vestido manchado! —solté precipitadamente.

El sargento Cuff se paró en seco y me puso una mano en el brazo.

—¿Algo que se haya arrojado a esas arenas movedizas ha vuelto a emerger a la superficie alguna vez? —preguntó.

—Nunca. Lo mismo da que sea liviano como que sea pesado: lo que entra en las Arenas Temblonas, el lodo se lo traga y no vuelve a verse jamás.

—¿Sabe esto Rosanna Spearman?

—Lo sabe tan bien como yo.

—En ese caso, le ha bastado con atar una piedra al vestido manchado y arrojarlo a las arenas. No hay ni una sola razón para que lo haya escondido… y sin embargo tiene que haberlo escondido. La cuestión —añadió, reanudando la marcha— es si la prenda manchada es un vestido o un camisón. ¿O se trata de alguna otra cosa que por alguna razón desea conservar a toda costa? Señor Betteredge, si nada lo impide, mañana debo ir sin falta a Frizinghall para averiguar qué compró en la ciudad cuando fue en secreto a por los materiales necesarios para confeccionar una nueva prenda. Es arriesgado que me ausente de la casa tal como están las cosas… pero más arriesgado es avanzar un paso más a ciegas. Disculpe si estoy un poco alterado. Me siento rebajado en mi propia estima… He permitido que Rosanna Spearman me confunda.

Cuando llegamos, los criados estaban cenando. La primera persona a la que vimos en el patio fue el policía a quien el inspector Seegrave había dejado a disposición del sargento. El sargento le preguntó si Rosanna Spearman había regresado. Sí. ¿Cuándo? Hacía casi una hora. Sin ver la entrada en la oscuridad, el sargento siguió andando (pese a mis advertencias) hasta que se encontró con una portezuela que daba al jardín. Cuando le di alcance para indicarle el camino, estaba mirando con mucha atención una ventana determinada de la fachada trasera del piso donde se encontraban los dormitorios.

Al mirar en la misma dirección, comprobé que el objeto de su contemplación era el dormitorio de la señorita Rachel, donde se veía un ir y venir de velas, como si algo extraño estuviera ocurriendo.

—¿Es ése el dormitorio de la señorita Verinder? —preguntó.

Respondí que lo era y lo invité a entrar conmigo para cenar. El sargento no se movió del sitio y dijo algo así como que le agradaba el olor del jardín en la noche. Lo dejé disfrutando de aquel aroma. Cuando estaba a punto de entrar por la puerta oí La última rosa del verano junto a la portezuela. ¡El sargento acababa de realizar otro descubrimiento! ¡Y esta vez tenía que ver con la ventana de la señorita!

Esta última reflexión me hizo regresar con él, con la cortés insinuación de que por nada del mundo podía dejarlo solo.

—¿Sucede ahí algo que no comprenda? —añadí, señalando la ventana de la señorita Rachel.

A juzgar por el tono de su voz, el sargento Cuff volvía a ocupar el lugar que le correspondía en su propia estima.

—Aquí en Yorkshire son ustedes muy dados a las apuestas, ¿no es así? —preguntó.

—¿Y si lo fuéramos?

—Si yo fuera de aquí —continuó el sargento, tomándome del brazo—, le apostaría hasta un soberano, señor Betteredge, a que su señorita ha decidido abandonar la casa repentinamente. Y, aunque no llegase a hacerlo, le apostaría otro soberano a que esta idea se le ha pasado por la cabeza en la última hora.

La primera suposición del sargento me alarmó. La segunda se mezcló en mi cabeza con el informe del policía, según el cual Rosanna Spearman había regresado en la última hora. Ambas cosas me produjeron un curioso efecto mientras entrábamos a cenar. Me liberé con brusquedad del brazo del sargento y, olvidando por completo mis modales, le tomé la delantera para hacer mis propias averiguaciones.

Samuel, el lacayo, fue la primera persona con la que me crucé en el pasillo.

—La señora los espera a usted y al sargento Cuff —dijo, sin darme tiempo a preguntarle nada.

—¿Cuánto lleva esperando? —preguntó el sargento a mis espaldas.

—Una hora, señor.

¡Otra vez lo mismo! Rosanna había vuelto; la señorita Rachel había tomado una decisión fuera de lo común; y mi señora estaba esperando al sargento… ¡todo en la última hora! No era nada grato ver cómo personas y asuntos tan distintos se entrelazaban de esta manera. Subí las escaleras sin mirar al sargento ni dirigirle la palabra. Un ligero temblor se apoderó de mi mano cuando la levanté para llamar a la puerta de mi señora.

—No me sorprendería —me susurró el sargento por encima del hombro— que esta noche estallara un escándalo en la casa. ¡No se alarme usted! En peores situaciones familiares he tenido que meter el hocico.

Mientras decía estas palabras, oí la voz de mi señora, invitándonos a entrar.