CAPÍTULO XIV

El camino más corto hasta la rosaleda desde el gabinete de lady Verinder era el sendero entre los arbustos que el lector ya conoce. Para que pueda comprenderse mejor lo que está por venir, agregaré que éste era el paseo favorito del señor Franklin. Cuando salía a los jardines y no se le encontraba en otra parte, era allí donde había que buscarlo.

Confieso que soy un viejo muy testarudo. Cuanto más se empeñaba el sargento Cuff en ocultar sus pensamientos, más me empeñaba yo en tratar de desentrañarlos. Cuando nos adentrábamos en el sendero, intenté abordarlo de otra manera.

—Tal como están las cosas —dije—, yo estaría desesperado si me hallara en su lugar.

—Si se hallara usted en mi lugar —respondió—, se habría formado ya una opinión, y, tal como están las cosas, cualquier duda que hubiera podido albergar previamente en relación con sus conclusiones ya estaría resuelta. No se preocupe por el momento de cuáles puedan ser esas conclusiones, señor Betteredge. No lo he traído al jardín para que me dé usted la lata. Lo he traído para que me proporcione cierta información. Lo mismo podría habérmela dado usted en la casa, desde luego, pero puertas y oídos tienen una habilidad especial para aliarse, y las personas de mi profesión cultivamos una saludable preferencia por el aire libre.

¿Quién podía sortear la resistencia de un hombre así? Me di por vencido y decidí esperar los acontecimientos con la mayor paciencia posible.

—No entraremos a analizar los motivos de la señorita Rachel —continuó el sargento—; sólo diremos que es una lástima que se niegue a colaborar, porque de ese modo entorpece la investigación innecesariamente. Trataremos de resolver por otras vías el misterio de la mancha en la puerta, pues créame si le digo que con eso también resolveremos el misterio del diamante. En lugar de registrar los roperos, he decidido interrogar a los criados para saber qué piensan y cómo actúan, señor Betteredge. Sin embargo, antes de empezar, quisiera hacerle un par de preguntas. Es usted un hombre observador. ¿Notó algo extraño en alguno de los criados (al margen, claro está, del alboroto y el miedo) después de que se conociera la desaparición del diamante? ¿Hubo alguna pelea entre ellos? ¿Detectó algún cambio en el comportamiento de alguno? ¿Algún arrebato inesperado, por ejemplo? ¿O alguna indisposición inesperada?

Tuve tiempo de recordar el repentino malestar de Rosanna Spearman el día anterior, pero no de responder al sargento, porque éste dirigió la mirada hacia los arbustos, y le oí exclamar para sus adentros: «¡Vaya!».

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Un golpe de reúma en la espalda —dijo el sargento, alzando la voz, como si quisiera que un tercero nos oyera—. Pronto veremos que el tiempo cambia.

Unos pasos más nos condujeron hasta la esquina de la casa. Torcimos a la derecha, entramos en la terraza y descendimos por la escalera central hasta el jardín. El sargento se detuvo en aquel espacio abierto, desde donde se dominaba todo el perímetro de los jardines.

—En cuanto a esa joven, Rosanna Spearman… —dijo—. No parece muy probable que tenga novio, a juzgar por su físico. Sin embargo, por el bien de la muchacha, tengo que preguntarle si tiene algún amorío, pobrecilla, igual que las demás.

¿Qué narices se proponía, en tales circunstancias, haciéndome esa pregunta? En lugar de contestar, lo miré de hito en hito.

—He visto a Rosanna Spearman agazapada entre los arbustos al pasar —dijo.

—¿Cuando exclamó usted: «Vaya»?

—Sí, en ese momento. Si algún joven la rondara, no tendría demasiada importancia que estuviera escondida. De no ser así, habida cuenta de la situación, su presencia en los arbustos sería una circunstancia sumamente sospechosa, y me vería en la dolorosa obligación de actuar en consecuencia.

¿Qué podía decir yo ante semejante aprieto? Sabía que aquél era el paseo favorito del señor Franklin; sabía que probablemente pasaría por allí a su regreso de la estación; sabía que Penelope había sorprendido reiteradamente a su compañera merodeando por esa zona de los jardines, pues, según ella, Rosanna se había propuesto llamar la atención del señor Franklin. Si mi hija se hallaba en lo cierto, era posible que estuviera agazapada a la espera del caballero cuando el sargento la detectó. Me vi en la incómoda disyuntiva de exponerle al detective la extravagante opinión de Penelope como si fuese mía, o de dejar a la pobre muchacha al albur de las consecuencias, de consecuencias muy graves, al despertar las sospechas del sargento Cuff. Por pura compasión —por pura compasión hacia la pobrecilla, debido a mi carácter— di las explicaciones pertinentes y le dije que Rosanna había tenido el desatino de encapricharse con el señor Franklin Blake.

El sargento nunca se reía. En las raras ocasiones en que algo le hacía gracia, se limitaba tan sólo a elevar un poco las comisuras de los labios. Así lo hizo en aquel momento.

—¿No habría sido mejor decir que ha tenido el desatino de ser una muchacha fea y nada más que una criada? —preguntó—. Que se haya enamorado de un caballero con el aspecto y los modales del señor Franklin no me parece a mí ni mucho menos lo más descabellado de su conducta. De todos modos, me alegro de haber podido aclarar este punto; siempre es un alivio aclarar las cosas. Lo guardaré como un secreto, señor Betteredge. Me gusta ser sensible al sufrimiento humano, claro que, con la vida que llevo, no tengo muchas ocasiones de ejercitar esa virtud. ¿Cree usted que el señor Franklin Blake tiene alguna sospecha de las fantasías de la joven? ¡Ah, qué poco habría tardado en adivinarlo si ella fuera guapa! Las mujeres feas lo pasan muy mal en este mundo; confiemos en que reciban su recompensa en algún otro. Tienen ustedes un jardín muy bonito y un césped impecable. Compruebe usted mismo cómo las flores crecen mucho mejor rodeadas de hierba que de gravilla. No, gracias. No aceptaré una rosa. Me duele en el alma separarlas de su tallo. Tal como a usted le duele en el alma cuando algo va mal entre el servicio. ¿No observó nada en alguno de los criados que le llamase la atención cuando se tuvo noticia de la desaparición del diamante?

Me había llevado bastante bien con el sargento Cuff hasta entonces, pero la astucia con que deslizó esta última pregunta me puso en guardia. Hablando en plata, no me hacía ni pizca de gracia la idea de colaborar en la investigación cuando ésta se dirigía, como una serpiente entre la hierba, hacia mis compañeros.

—No observé nada, señor, salvo que todos perdimos la cabeza, yo mismo incluido.

—¿No puede decirme nada más?

Respondí, me halaga poder decirlo, con rostro imperturbable.

—Nada más.

El sargento me miró fijamente con sus ojos tristes.

—Señor Betteredge, ¿tiene usted algún inconveniente en hacerme el honor de estrecharme la mano? Siento una extraordinaria simpatía por usted.

(¡Por qué escogió precisamente el momento en que yo lo estaba engañando para ofrecerme aquella prueba de su aprecio es de todo punto incomprensible! Experimenté cierto orgullo, tengo que reconocer que así fue, por haber embaucado finalmente al célebre Cuff.)

Regresamos a la casa. El sargento solicitó que le proporcionara una habitación con el propósito de ir llamando a la servidumbre (sólo a los que trabajaban dentro de la residencia) uno por uno de acuerdo con su rango, desde el primero hasta el último.

Le dirigí a mi propia sala y convoqué a mis compañeros en la sala de servicio. Rosanna Spearman apareció con los demás. Era, a su manera, tan aguda como el sargento, y sospeché que había oído lo que éste dijo de los criados en general antes de que él la descubriese. El caso es que allí estaba, como si ignorara la existencia de los arbustos.

Los fui enviando a presencia del sargento uno por uno, según los deseos del detective. La cocinera fue la primera que compareció ante el tribunal, esto es, en mi sala de estar. No estuvo allí mucho tiempo. Su informe, a la salida: «El sargento Cuff está desanimado, pero es un perfecto caballero». Le siguió la doncella de lady Verinder. Estuvo mucho más tiempo. Su informe, a la salida: «¡Si el sargento Cuff no es capaz de creer a una mujer respetable, al menos podría guardarse su opinión!». A continuación entró Penelope. Volvió en unos momentos. Su informe a la salida: «El sargento Cuff es digno de lástima, padre. Debe de haber sufrido un desengaño amoroso cuando era joven». Tras Penelope compareció la primera doncella. Tardó mucho en regresar, igual que la doncella de la señora. Su informe, a la salida: «¡Yo no entré al servicio de la señora, señor Betteredge, para que un policía dudase de mí en mi propia cara!». Entró entonces Rosanna Spearman. Fue la que más tiempo estuvo con el sargento. Ningún informe al regresar: silencio sepulcral y labios pálidos como la ceniza. Samuel, el lacayo, siguió a Rosanna. Volvió en cuestión de uno o dos minutos. Su informe, a la salida: «Quien le lustre las botas al sargento Cuff debería avergonzarse de sí mismo». La última en entrar fue Nancy, la ayudante de cocina. Salió en poco más de un minuto. Su informe, a la salida: «El sargento Cuff tiene corazón, señor Betteredge; no se permite burlarse de una pobre muchacha trabajadora».

Cuando todo hubo terminado, entré en la sala del tribunal y encontré al sargento como de costumbre, mirando por la ventana y silbando La última rosa del verano.

—¿Algún descubrimiento, señor? —pregunté.

—Si Rosanna Spearman le pide permiso para salir —dijo el sargento—, que salga, pero avíseme primero.

¡Más me habría valido no decir nada de Rosanna y del señor Franklin! Saltaba a la vista que la pobre infeliz había despertado las sospechas del sargento, por más que yo hubiese intentado evitarlo.

—¿No pensará usted que Rosanna tiene algo que ver en la desaparición del diamante? —me atreví a preguntar.

Las comisuras de los melancólicos labios del sargento se elevaron, y me miró intensamente, tal como me había mirado en el jardín.

—No creo que deba decírselo, señor Betteredge. Podría usted perder la cabeza por segunda vez —dijo.

Empecé a dudar de que hubiese logrado embaucar al famoso Cuff, después de todo. Fue un enorme alivio que en ese punto nos interrumpiera una llamada a la puerta y un recado de la cocinera. Rosanna Spearman solicitaba permiso para salir, por la razón de costumbre: le dolía la cabeza y necesitaba tomar un poco de aire fresco. A una señal del sargento dije que sí.

—¿Cuál es la puerta de servicio? —preguntó, cuando el mensajero se hubo retirado. Le indiqué dónde se encontraba—. Cierre con llave su habitación y, si alguien pregunta por mí, diga que estoy aquí, reflexionando. —Volvió a elevar las comisuras de los labios y desapareció.

Como era de esperar en tales circunstancias, una curiosidad irresistible me impulsó a emprender algunas pesquisas por mi cuenta.

No cabía duda de que algo que el sargento había descubierto en el curso del interrogatorio a los criados era la causa de sus sospechas sobre Rosanna. Ahora bien, las únicas criadas (con excepción de la propia Rosanna) que soportaron un interrogatorio más prolongado que los demás fueron la doncella de lady Verinder y la primera doncella, precisamente las mismas que desde el principio habían abanderado la persecución de su desdichada compañera. Tras haber llegado a esta conclusión, pasé por la sala de servicio como quien no quiere la cosa y, al ver que se estaba sirviendo el té, me invité al instante. (Nota bene: Una gota de té es para la lengua de una mujer lo que una gota de aceite para una lamparilla a punto de apagarse.)

Mi confianza en la tetera como aliada tuvo la consabida recompensa. En menos de media hora sabía tanto como el mismo sargento.

Al parecer, ni la doncella de mi señora ni la primera doncella se habían creído que Rosanna se sintiera indispuesta el día anterior. Estas dos brujas —pido disculpas al lector, pero ¿de qué otro modo se puede describir a un par de mujeres rencorosas?— habían subido de vez en cuando al piso de arriba a lo largo de la tarde del jueves; habían intentado entrar en el cuarto de Rosanna y lo habían encontrado cerrado con llave; habían llamado y no habían recibido respuesta; habían escuchado y no habían oído nada al otro lado. Cuando la muchacha bajó a tomar el té y volvieron a enviarla a la cama, porque seguía pachucha, las brujas trataron de abrir la puerta una vez más y una vez más la hallaron cerrada; miraron por el ojo de la cerradura, y comprobaron que estaba tapada; vieron luz por debajo de la puerta a medianoche y oyeron el crepitar del fuego (¡la chimenea encendida en el cuarto de una criada en el mes de junio!) a las cuatro de la madrugada. Todo esto le contaron al sargento Cuff, quien, en recompensa por su celo, las había mirado con aire agrio y receloso y les había dado a entender a las claras que no las creía a ninguna de las dos. De ahí el desfavorable informe del policía que ambas ofrecieron al salir del interrogatorio. De ahí también (sin tener en cuenta la influencia de la tetera) la prontitud con que soltaban la lengua sobre cualquier asunto relacionado con el trato descortés que habían recibido del sargento.

Puesto que había tenido ocasión de comprobar las tortuosas maneras del gran Cuff, y sabía que se proponía seguir a Rosanna cuando ésta salió a dar un paseo, comprendí que no quiso demostrar ante estas dos criadas la valiosa ayuda que le habían proporcionado. Eran de esas mujeres que se habrían sentido muy ufanas de haberles dado él a entender que creía en su testimonio, y muy capaces de hacer o decir algo que alertase a Rosanna Spearman.

Salí al jardín en la hermosa tarde estival, muy apenado por la pobre muchacha y muy preocupado por el giro que habían dado los acontecimientos. Poco después, al dirigirme hacia los arbustos, me encontré con el señor Franklin. A su regreso de la estación, tras despedir a su primo, había tenido una conversación con lady Verinder. Ella le contó la inexplicable negativa de la señorita Rachel a que se registrara su ropero, y estaba tan abatido y preocupado por la señorita que casi no quería ni hablar del tema. Esa tarde, por primera vez en la vida, vi en su rostro un arranque del mal genio familiar.

—Dígame, Betteredge, ¿qué sensación le produce el ambiente de misterio y de sospecha en el que estamos inmersos? ¿Se acuerda de la mañana en que llegué aquí con la Piedra Lunar? ¡Ojalá la hubiéramos arrojado a las arenas movedizas!

Se abstuvo de decir nada más hasta que logró tranquilizarse. Caminamos juntos unos minutos, lado a lado, y entonces me preguntó qué había sido del sargento Cuff. No podía decirle que el detective estaba reflexionando en mi sala de estar. Le expliqué directamente lo sucedido esa mañana, haciendo mención especial de lo que la doncella de la señora y la primera doncella habían dicho de Rosanna Spearman.

El sagaz caballero comprendió en un abrir y cerrar de ojos las sospechas del sargento.

—¿No me dijo usted esta mañana que uno de los vendedores declaró haber visto a Rosanna ayer, camino de Frizinghall, cuando supuestamente estaba indispuesta en su habitación?

—Sí, señor.

—Si las doncellas han dicho la verdad, tenga por seguro que ese hombre la vio. Su indisposición era un pretexto para engañarnos. Tenía alguna razón inconfesable para ir a la ciudad en secreto. El vestido manchado de pintura es suyo, y el crepitar del fuego que se oyó en su cuarto a las cuatro de la mañana es el de la chimenea que encendió para destruirlo. Rosanna Spearman ha robado el diamante. Ahora mismo voy a ver a mi tía para explicarle el giro que han dado los acontecimientos.

—Tenga la bondad de no hacer eso todavía, señor —dijo una voz melancólica a nuestras espaldas.

Nos volvimos al unísono y nos encontramos frente a frente con el sargento Cuff.

—¿Por qué no todavía? —preguntó el señor Franklin.

—Porque, si se lo dice usted a la señora, señor, ella se lo dirá a la señorita Verinder.

—¿Y qué si lo hiciera? —inquirió el señor Franklin, con súbita vehemencia y ardor, como si el sargento lo hubiese ofendido en lo más hondo.

—¿Le parece prudente, señor, hacerme esa pregunta en este momento? —respondió muy tranquilo el sargento Cuff.

Hubo un silencio. El señor Franklin se acercó al policía. Se miraron fijamente a la cara. El señor Franklin fue el primero en hablar, bajando la voz tan repentinamente como la había subido.

—Supongo que es usted consciente, señor Cuff, de que se está adentrando en un terreno muy delicado.

—No es la primera vez, en muchos cientos de ocasiones, que me veo en un terreno delicado —respondió el sargento, inconmovible como siempre.

—¿Debo entender entonces que me prohíbe usted comunicarle a mí tía lo ocurrido?

—Debe entender, señor, que abandonaré el caso si le dice a lady Verinder o a cualquier otra persona lo que ha ocurrido antes de que yo se lo autorice.

Con esto zanjó la cuestión. El señor Franklin no tuvo más remedio que rendirse. Se volvió muy enfadado y se marchó.

Yo los había escuchado, temblando de la cabeza a los pies, sin saber a qué atenerme o de quién sospechar. Sin embargo, veía dos cosas claras en medio de tanta confusión. La primera era que la señorita, por alguna razón inexplicable, era la causa última del áspero diálogo que habían cruzado. La segunda era que se entendían perfectamente el uno al otro, sin necesidad de intercambiar una sola explicación.

—Señor Betteredge —dijo el sargento—, ha cometido usted una gran tontería en mi ausencia. Se ha puesto a hacer de detective. Le agradeceré que en lo sucesivo se limite a emprender sus pesquisas exclusivamente en mi compañía.

Me tomó del brazo y me condujo por el mismo camino por el que había venido. Reconozco que me merecía esta reprimenda, pese a lo cual no estaba dispuesto a ayudarlo a tenderle trampas a Rosanna Spearman. Fuera o no la ladrona, fuera o no de fiar, lo mismo me daba: sentía mucha lástima de ella.

—¿Qué quiere usted de mí? —pregunté, zafándome de su brazo y parándome en seco.

—Sólo un poco de información sobre los alrededores —dijo.

No podía negarme a mejorar los conocimientos geográficos del sargento.

—¿Hay algún camino en esa dirección que llegue hasta el mar desde la casa? —quiso saber. Señaló, mientras hablaba, hacia el bosque de abetos que conducía a las Arenas Temblonas.

—Sí. Hay un camino.

—Indíqueme dónde.

Bajo el gris atardecer del verano, emprendimos la senda de las Arenas Temblonas.