CAPÍTULO XX

Los que iban en cabeza ya habían difundido la noticia cuando llegamos. Encontramos a la servidumbre en un estado de pánico. Al pasar por delante de las habitaciones de mi señora, la puerta se abrió con violencia desde dentro. La señora salió (seguida del señor Franklin, que en vano intentaba tranquilizarla), completamente fuera de sí ante el espanto de la situación.

—¡Usted es el responsable! —le gritó al sargento, al tiempo que lo amenazaba furiosamente con la mano—. ¡Gabriel! Pague a este desgraciado lo que se le deba… ¡y líbreme de su presencia!

El sargento era el único que se encontraba en condiciones de hacerle frente, puesto que era el único que conservaba el dominio de sí.

—No soy más responsable de esta espantosa calamidad de lo que lo es usted, señora —dijo—. Si en el plazo de media hora todavía insiste la señora en que abandone la casa, aceptaré su decisión, pero no su dinero.

Le habló con mucho respeto, pero también con mucha firmeza… y sus palabras causaron efecto en ella, lo mismo que en mí. Mi señora consintió en que el señor Franklin la hiciese volver a sus habitaciones. Al cerrarse la puerta, el sargento miró a las criadas con sus ojos sagaces y vio que, mientras las demás parecían simplemente aterradas, Penelope estaba llorando.

—Cuando tu padre se haya quitado la ropa mojada —le dijo—, ven a hablar con nosotros a su sala de estar.

Antes de media hora me había puesto ropa seca y le había proporcionado una muda al sargento Cuff. Penelope vino a ver qué quería el sargento de ella. Creo que nunca había visto con tanta claridad como en ese momento lo buena y consciente de sus deberes que era mi hija. La senté en mis rodillas y le pedí a Dios que la colmara de bendiciones. Ella apoyó la cabeza en mi pecho y me pasó los brazos alrededor del cuello… y así nos quedamos un rato en silencio. Supongo que los dos teníamos muy presentes a la pobre muchacha muerta. El sargento se apartó y se puso a mirar por la ventana. Me pareció justo agradecerle esta consideración, y así lo hice.

Las personas acaudaladas gozan de todos los lujos habidos y por haber; entre otros el lujo de dejarse llevar por sus sentimientos. Las personas sin posibles no cuentan con ese privilegio. La necesidad, que perdona a nuestros superiores, no tiene piedad con nosotros. En tales circunstancias aprendemos a reservar nuestros sentimientos para nosotros mismos y a cumplir con nuestras obligaciones con la mayor paciencia. No me quejo; tan sólo lo constato. Penelope y yo nos pusimos a disposición del sargento en cuanto él se mostró dispuesto por su parte. Al preguntarle si sabía qué había podido llevar a su compañera a quitarse la vida, mi hija respondió (como habrán anticipado) que fue por amor al señor Franklin Blake. Al preguntarle a continuación si había comentado esta impresión suya con alguien, Penelope dijo: «No, por el bien de Rosanna». Juzgué necesario agregar una palabra a su respuesta.

—Y también por el bien del señor Franklin, hija. Si Rosanna ha muerto por amor, no ha sido ni con conocimiento de él ni por su culpa. Dejemos que abandone hoy la casa, si es que finalmente decide dejarnos, sin imponerle el inútil dolor de saber la verdad.

—Muy cierto —asintió el sargento, y volvió a guardar silencio, comparando la impresión de Penelope (así me lo pareció) con alguna otra impresión propia que se guardó para sí.

Transcurrida la media hora sonó la campanilla de la señora.

Camino de su gabinete, me encontré con el señor Franklin, que salía en ese momento. Me comunicó que su tía estaba preparada para ver al sargento —en mi presencia, como en ocasiones anteriores— y añadió que antes quería decirle él unas palabras al detective. De regreso a mi sala de estar, se detuvo en el vestíbulo y echó un vistazo al horario de trenes.

—¿De verdad piensa dejarnos, señor? —le pregunté—. La señorita Rachel regresará en seguida, si le da usted un poco de tiempo.

—Regresará en seguida —respondió— en cuanto sepa que me he marchado y que no volverá a verme nunca más.

Creí que lo decía resentido por el trato que había recibido de ella, pero no era así. La señora se había percatado, desde el momento en que la policía puso un pie en la casa, de que la sola mención del señor Franklin bastaba para encender la ira de la señorita. Él quería demasiado a su prima para avenirse a reconocerlo, hasta que se vio obligado a aceptar la verdad cuando ella se fue a pasar unos días con su tía. Al abrírsele los ojos de esta manera tan cruel, el señor Franklin había tomado la decisión —la única decisión que le era posible tomar a un hombre con un mínimo de dignidad— de abandonar la casa.

Lo que tenía que decirle al sargento se lo dijo en mi presencia. Explicó que mi señora estaba dispuesta a admitir que se había precipitado y quiso saber si, así las cosas, el sargento consentiría en dejar el asunto del diamante en el punto en que se encontraba.

—No, señor —respondió el sargento—. A mí se me paga por cumplir con mi deber. No aceptaré ningún dinero sin haber cumplido con mi deber.

—No lo entiendo —dijo el señor Franklin.

—Me explicaré, señor. Vine aquí con la misión de desentrañar la desaparición del diamante. Estoy en condiciones y a la espera de cumplir con mi compromiso. Cuando le haya expuesto a lady Verinder en qué situación se encuentra el caso en este momento, y cuando le haya explicado a las claras cuál es la línea de acción que debemos seguir para recuperar la Piedra Lunar, quedaré libre de esa responsabilidad. Dejemos que la señora decida entonces si permite o no que me vaya. Sólo de esa manera habré hecho lo que he venido a hacer… y entonces aceptaré mis honorarios.

Con estas palabras el sargento nos recordó que, incluso en el cuerpo de detectives, un hombre debía velar por su buena reputación.

Tan evidente resultó que su enfoque era el acertado que no hubo más que decir. Mientras yo me levantaba para acompañarlo al gabinete de mi señora, el sargento le preguntó al señor Franklin si deseaba estar presente.

—No —respondió—, a menos que lady Verinder lo solicite. —Y en un susurro me dijo a mí, cuando ya salía detrás del sargento—: Sé lo que ese hombre va a decir de Rachel, y la quiero demasiado para escucharlo sin perder los nervios. Permítame ser como soy.

Lo dejé, desconsolado y acodado en el alféizar de mi ventana, con el rostro hundido entre las manos, mientras Penelope se asomaba a la puerta, deseosa de consolarlo. De haberme visto yo en el lugar del señor Franklin, le habría pedido a Penelope que entrase. Cuando un hombre ha sido maltratado por una mujer, es un gran consuelo sincerarse con otra, porque en nueve de cada diez ocasiones la otra siempre se pone de parte de uno. ¿La llamaría quizá cuando volví la espalda? En tal caso, es de justicia decir que mi hija nada pudo hacer por consolar al señor Franklin Blake.

Entre tanto, el sargento y yo nos dirigimos al gabinete de lady Verinder.

En la última conversación que tuvimos con ella se había mostrado poco inclinada a apartar los ojos del libro que tenía sobre la mesa. Esta vez había cambiado para mejor. Miró al sargento a los ojos con la misma firmeza con que él la miraba. En cada uno de sus rasgos se traslucía la valerosidad de la familia, y supe que el sargento Cuff encontraría a un igual en aquella mujer preparada para escuchar lo peor.