CAPÍTULO II
El señor Godfrey siguió al anuncio de su nombre justo en el momento oportuno, como acostumbra a hacerlo todo. No iba tan cerca de los talones del criado para sobresaltarnos con una aparición inmediata, ni tan lejos para causarnos el doble trastorno de una interrupción y una puerta abierta. Es en la plenitud de la vida cotidiana donde se revela el verdadero cristiano. Este hombre tan querido lo era plenamente.
—Dígale a la señorita Verinder —le indicó mi tía al criado— que el señor Ablewhite está aquí.
Ambas nos interesamos por su salud. Ambas le preguntamos al unísono si volvía a ser el mismo de siempre tras la espantosa aventura de la semana anterior. Con exquisito tacto, se las ingenió para respondernos a las dos al tiempo. Lady Verinder recibió su respuesta en forma de palabras. A mí me ofreció su encantadora sonrisa.
—¿Qué he hecho —exclamó, con infinita ternura— para merecer tanta simpatía? ¡Mi querida tía! ¡Mi querida señorita Clack! Simplemente se me ha tomado por otra persona. Tan sólo me pusieron una venda en los ojos; tan sólo me estrangularon; tan sólo me arrojaron de espaldas sobre una alfombra muy fina que cubría un suelo singularmente duro. ¡Piensen que todo pudo haber sido mucho peor! Podrían haberme asesinado; podrían haberme robado. ¿Qué he perdido? Nada más que un poco de fortaleza nerviosa… cosa que la ley no reconoce como propiedad, de tal suerte que, estrictamente hablando, no he perdido absolutamente nada. De haber podido actuar a mi manera, habría guardado en secreto este incidente… Me desagrada tanto alboroto y tanta publicidad. Sin embargo, el señor Luker denunció los daños sufridos, de ahí que los míos se hicieran necesariamente públicos. Me he convertido en propiedad de los periódicos, hasta que el amable lector se harte del asunto. Yo mismo ya estoy harto. ¡Ojalá que el amable lector no tarde en imitarme! Y ¿cómo está nuestra querida Rachel? ¿Sigue disfrutando de las diversiones de Londres? ¡Cuánto me alegra saberlo! Señorita Clack, necesito de toda su indulgencia. Sé que he desatendido muy lamentablemente mi trabajo en el Comité y a mis queridas damas, pero confío sinceramente en pasar por la Sociedad de Madres la semana próxima. ¿Hicieron progresos alentadores en la reunión del lunes? ¿Se mostró la junta esperanzada en lo que concierne a nuestros proyectos futuros? ¿Hemos terminado ya satisfactoriamente con los pantalones?
La dulzura celestial de su sonrisa confería a sus disculpas un tono irresistible. La riqueza de su voz grave dotaba de un encanto sin igual a las interesantes preguntas que acababa de formularme. A decir verdad, distábamos mucho de haber terminado satisfactoriamente con los pantalones; nos hallábamos literalmente abrumadas por la tarea. Estaba a punto de decírselo cuando la puerta se abrió de nuevo, y un elemento de discordia mundana, personificado en la señorita Verinder, entró en la habitación.
Se acercó al querido señor Godfrey con una premura del todo impropia de una dama, escandalosamente despeinada y con un rubor en las mejillas que yo calificaría de indecoroso.
—Estoy encantada de verte, Godfrey —le dijo, lamento añadir que con la despreocupación con que un muchacho joven se dirige a otro de su mismo sexo—. Me hubiera gustado que vinieras con el señor Luker. Sois los dos, mientras dure este revuelo, los hombres más interesantes de todo Londres. Es morboso decirlo, es malsano, es precisamente lo que un espíritu ordenado como el de la señorita Clack rechaza por puro instinto. Me da igual. Cuéntame ahora mismo todo lo que ocurrió en Northumberland Street. Sé que los periódicos han ocultado algunos detalles.
Incluso el querido señor Godfrey participa de la naturaleza pecadora que todos hemos heredado de Adán… Bien es verdad que en su caso esta parte de nuestro legado humano es muy pequeña, mas por desgracia existe también en él. Confieso que me entristeció ver cómo cogía la mano de Rachel entre las suyas y la depositaba dulcemente en el costado izquierdo de su chaleco. Fue una manera muy directa de alentar sus palabras temerarias y su insolente referencia a mi persona.
—Queridísima Rachel —dijo, con la misma voz con que a mí me había estremecido al hablar de nuestros planes para el futuro y de nuestros pantalones—, los periódicos ya lo han contado todo… y mucho mejor de lo que podría contarlo yo.
—Godfrey cree que le estamos dando demasiada importancia a este asunto —señaló mi tía—. Acaba de decirnos que no desea hablar de eso.
—¿Por qué? —preguntó Rachel.
Hizo esta pregunta con un repentino destello en la mirada y un repentino escrutinio del rostro del señor Godfrey. Él, a su vez, la miró con una indulgencia tan insensata y tan inmerecida que me vi en la obligación de intervenir.
—¡Rachel, cariño! —protesté suavemente—. La verdadera grandeza y el verdadero coraje son siempre modestos.
—Eres, a tu manera, un hombre excelente, Godfrey —dijo ella, sin prestarme la más mínima atención, sin reparar en mí, persistiendo en dirigirse a su primo como un muchacho joven se dirige a otro—. Sin embargo, creo que no eres grande; no creo que poseas un valor extraordinario, y tengo la firme convicción, si es que alguna vez conociste la modestia, de que esas damas que tanto te veneran te han liberado hace ya muchos años de cultivar dicha virtud. Por algún motivo secreto no quieres hablar de tu aventura en Northumberland Street, y yo quiero saber cuál es ese motivo.
—Mi motivo es el más simple que quepa imaginar, y el más fácil de comprender —respondió él, sin perder la paciencia—. Estoy cansado del asunto.
—¿Estás cansado del asunto? Mi querido Godfrey, voy a decirte algo.
—¿Qué es?
—Pasas demasiado tiempo en compañía de mujeres, y has adquirido en consecuencia dos hábitos muy negativos. Has aprendido a hablar de tonterías con mucha seriedad y te has aficionado a contar mentirijillas por el mero placer de contarlas. Con esas damas que te veneran no puedes ser franco. Quiero que conmigo sí lo seas. Ven y siéntate aquí. Estoy rebosante de preguntas directas, y espero que tú lo estés de respuestas igualmente directas.
Lo arrastró hasta una silla que había al lado de la ventana, donde la luz le daría en la cara. Me causa una pena muy honda verme en la obligación de transcribir semejantes expresiones y describir semejante conducta, pero, atrapada como estoy entre el cheque del señor Franklin Blake de un lado y mi respeto sagrado a la verdad de otro, ¿qué otra cosa puedo hacer? Miré a mi tía. Parecía impasible y en modo alguno dispuesta a intervenir. Nunca había visto en ella semejante abandono. Tal vez fuera la reacción lógica tras los difíciles momentos vividos en el campo; un síntoma nada grato de observar, cualquiera que fuese la causa, teniendo en cuenta la edad de mi querida tía Verinder y la exuberancia otoñal de su figura.
Entre tanto, Rachel se había acomodado al lado de la ventana con nuestro amable y tolerante —demasiado tolerante— señor Godfrey. Empezó a lanzarle la sarta de preguntas con que ya lo había amenazado, tan ajena a la presencia de su madre y la mía como si no estuviéramos en la sala.
—¿Ha hecho algo la policía, Godfrey?
—Nada en absoluto.
—Supongo que es cierto que los tres individuos que te tendieron a ti esa trampa fueron los mismos que después se la tendieron al señor Luker…
—Desde un punto de vista humano, mi querida Rachel, no cabe la menor duda.
—¿Y no han dejado rastro de su paradero?
—Ninguno.
—¿Y no es verdad que se cree que esos tres individuos son los tres hindúes que estuvieron en nuestra casa de campo?
—Algunos así lo creen.
—¿Lo crees tú?
—Mi querida Rachel, me pusieron una venda en los ojos para que no pudiera verles las caras. No sé nada de eso. ¿Cómo podría dar una opinión?
Hasta la dulzura angelical del señor Godfrey empezaba a declinar bajo la persecución a la que se veía sometido. No me atrevo a inquirir si era una curiosidad sin freno o un temor ingobernable lo que dictaba las preguntas de la señorita Verinder. Sólo constato que, cuando el señor Godfrey intentó levantarse, tras haberle ofrecido esa última respuesta, ella lo sujetó literalmente de los hombros y lo obligó a sentarse de nuevo. ¡No digan que fue una acción vergonzosa! ¡No se atrevan siquiera a insinuar que sólo la temeridad de un terror culpable podría justificar un acto como el que acabo de describir! No debemos juzgar a nuestros semejantes. ¡Mis buenos amigos cristianos, nunca, nunca, nunca debemos juzgar a nuestros semejantes!
Rachel continuó con sus preguntas, sin inmutarse. Quienes hayan estudiado la Biblia a conciencia acaso recuerden —como recordé yo en ese momento— a los ciegos hijos del diablo que, sin inmutarse, continuaron con sus orgías en los tiempos anteriores al diluvio.
—Quiero saber algo del señor Luker, Godfrey.
—Tampoco en esto puedo complacerte, Rachel. Nadie sabe menos que yo del señor Luker.
—¿No lo habías visto nunca antes de encontrarte con él en el banco por casualidad?
—Nunca.
—¿Y no has vuelto a verlo desde entonces?
—Sí. La policía nos interrogó a los dos juntos, y también por separado.
—Al señor Luker le robaron un recibo de sus banqueros… ¿no es así? ¿Qué certificaba ese recibo?
—El depósito de una joya de gran valor en la cámara de seguridad del banco.
—Eso dicen los periódicos. Eso quizá le baste al lector en general, pero a mí no me basta. ¿No mencionaba el recibo de qué joya se trataba?
—El recibo, Rachel —tal como se ha descrito—, no mencionaba nada parecido. Una joya valiosa, perteneciente al señor Luker, depositada por el señor Luker, estampada con el sello del señor Luker, y que sólo puede serle entregada al señor Luker en persona. Eso es lo que consta en el recibo y eso es lo único que sé.
Ella aguardó un momento tras oír estas palabras. Miró a su madre y lanzó un suspiro. Volvió a mirar al señor Godfrey y prosiguió.
—Ciertos asuntos de la familia han llegado a la prensa, ¿no es así?
—Lamento decir que así es.
—Y ciertas gentes ociosas, completamente desconocidas para nosotros, tratan de establecer una relación entre lo que ocurrió en nuestra casa de Yorkshire y lo que sucedió más tarde aquí, en Londres…
—Mucho me temo que la curiosidad pública esté tomando ese rumbo en ciertos círculos.
—Quienes dicen que esos tres desconocidos que os atacaron a ti y al señor Luker son los tres hindúes, dicen también que esa valiosa joya…
Se detuvo. En los últimos minutos su rostro había palidecido gradualmente. El contraste de aquella palidez con la asombrosa negrura de sus cabellos resultaba tan fantasmagórico que todos creímos que iba a desmayarse cuando se interrumpió en mitad de su pregunta. El querido señor Godfrey trató de levantarse por segunda vez. Mi tía le rogó a Rachel que guardara silencio. Yo respaldé este ruego con un humilde ofrecimiento de paz medicinal, en forma de un frasco de sales. Ninguno de los tres produjo el más mínimo efecto en ella.
—Godfrey, quédate donde estás. Mamá, no hay ninguna razón para que te alarmes. Clack, sé que se muere usted por oír el final… no voy a desmayarme, expresamente, por complacerla.
Éstas fueron sus palabras textuales, tal como las anoté en mi diario en cuanto llegué a casa. Pero ¡no juzguemos! ¡Amigos cristianos, no juzguemos!
Se volvió de nuevo al señor Godfrey. Con una obstinación aterradora regresó al punto en que se había interrumpido y completó su pregunta.
—Hace un momento me he referido a lo que dice la gente en ciertos círculos. Dímelo con franqueza, Godfrey: ¿alguien dice que esa joya tan valiosa del señor Luker es… la Piedra Lunar?
Al salir de los labios de la señorita Verinder el nombre del diamante hindú, observé un cambio en mi admirable amigo. Se intensificó el color de su piel. Perdió la suave afabilidad de sus modales, que es uno de sus mayores encantos. Una noble indignación inspiró su respuesta.
—Eso dicen. Hay personas que no vacilan en acusar al señor Luker de estar mintiendo en aras de su propio interés. Él ha declarado solemnemente una y otra vez que jamás había oído hablar de la Piedra Lunar hasta que se ha visto envuelto en este escándalo. Sin embargo, esas gentes mezquinas replican, sin la menor prueba que pueda justificarlo: «Tiene sus motivos para ocultarlo. No creemos en su juramento». ¡Es vergonzoso! ¡Vergonzoso!
Rachel lo miraba de un modo muy extraño —no sabría explicar cómo— mientras él hablaba. Cuando hubo terminado, le dijo:
—Teniendo en cuenta, Godfrey, que el señor Luker no es más que un conocido fortuito, te tomas esta causa con mucho ardor.
Mi inteligente amigo le respondió con una de las más grandes verdades evangélicas que he oído en mi vida.
—Confío, Rachel, en tomarme con mucho ardor la causa de todas las personas oprimidas.
Pronunció estas palabras en un tono capaz de derretir las piedras. Pero ¡ay Dios mío!, ¿qué es la dureza de la piedra? ¡Nada en comparación con la dureza de un corazón impenitente! Ella lo miró con desprecio. Me ruboriza decirlo: lo miró con desprecio.
—Guárdate esos nobles sentimientos para tus Comités de Damas, Godfrey. Tengo la certeza de que el escándalo en que se ha visto envuelto el señor Luker también te afecta a ti.
Incluso mi tía despertó de su letargo al oír esta frase.
—¡Mi querida Rachel —la reprendió—, no tienes derecho a hablar así!
—No lo digo con mala intención, mamá… todo lo contrario. Si tienes un poco de paciencia lo comprenderás.
Miró al señor Godfrey como si de pronto sintiera lástima de él. Tuvo la osadía —una osadía completamente impropia de una dama— de cogerle una mano.
—Estoy segura de haber dado con la verdadera razón de que no desees hablar de este asunto en mi presencia y en la de mi madre. Un desafortunado incidente te ha relacionado ante los demás con el señor Luker. Ya me has dicho las cosas escandalosas que se dicen de él. ¿Qué cosas escandalosas se dicen de ti?
Hasta el último momento, el señor Godfrey, siempre dispuesto a devolver bien por mal, trató de perdonarla.
—¡No me hagas esa pregunta! Es mejor olvidarlo, Rachel… Créeme que es lo mejor.
—¡Quiero saberlo! —le exigió ella fieramente, con toda la potencia de su voz.
—¡Díselo, Godfrey! —le rogó mi tía—. ¡Nada puede hacerle más daño que tu silencio!
Los hermosos ojos del señor Godfrey se llenaron de lágrimas. Dirigió a su prima una última mirada suplicante… y por fin pronunció las terribles palabras.
—Ya que insistes, Rachel… se dice que el señor Luker tiene la Piedra Lunar en prenda y que soy yo quien la ha empeñado.
Rachel se levantó de un salto, profiriendo un grito. Su mirada pasó del señor Godfrey a mi tía, y de mi tía al señor Godfrey, con tal frenesí que de veras creí que se había vuelto loca.
—¡No me habléis! ¡No me toquéis! —exclamó, alejándose de todos (¡afirmo que como un animal herido!) para refugiarse en un rincón de la estancia—. ¡Todo es culpa mía! Tengo que impedirlo. Me he sacrificado a mí misma, y tengo derecho si así lo deseo. Sin embargo, arruinar la vida de un hombre inocente, guardar un secreto que lo destruirá para siempre… ¡Ay, Dios mío, eso es espantoso! ¡No puedo tolerarlo!
Mi tía casi llegó a levantarse de la silla, aunque al momento volvió a desplomarse en ella. Me llamó en voz baja y señaló un frasquito que había en su costurero.
—¡Deprisa! —susurró—. Seis gotas en agua. Que no lo vea Rachel.
En circunstancias distintas, esto me habría parecido extraño. Tal como estaban las cosas no había tiempo para pensar: sólo había tiempo para darle la medicina. El querido señor Godfrey me ayudó inconscientemente, ocultándole a Rachel lo que yo estaba haciendo, al dirigirle unas palabras serenas desde un extremo de la sala.
—Te aseguro que exageras —le oí decir—. Mi reputación es demasiado sólida para que un escándalo tan miserable y pasajero como éste pueda destruirla. Todo se habrá olvidado dentro de una semana. No volvamos a hablar de este asunto.
Ella se mostró completamente inaccesible, incluso a una muestra de generosidad como la que él acababa de manifestarle. Iba de mal en peor.
—Tengo que acabar con esto y voy a acabar con esto —dijo—. ¡Mamá! Escucha lo que voy a decir. ¡Señorita Clack! Escuche lo que voy a decir. Sé cuál es la mano que se llevó la Piedra Lunar. Lo sé… —Puso un énfasis muy pronunciado en sus palabras, al tiempo que estampaba un pie en el suelo, presa de furia—… Sé que Godfrey Ablewhite es inocente. ¡Llévame a ver al juez, Godfrey! ¡Llévame a ver al juez y lo juraré!
Mi tía me cogió de la mano y susurró:
—Quédate unos minutos entre Rachel y yo. No dejes que Rachel me vea así. —Advertí en su rostro un tinte azulado muy alarmante, y ella se percató de que me asustaba—. Las gotas me pondrán bien en seguida —dijo. Cerró los ojos y esperó un rato.
Mientras esto sucedía, oí que el querido señor Godfrey le reprochaba a Rachel con delicadeza:
—No debes verte mezclada públicamente en un asunto tan desagradable —dijo—. Tu reputación, queridísima Rachel, es algo demasiado puro y demasiado sagrado para que se juegue con ella.
—¡Mi reputación! —exclamó Rachel con una carcajada—. Pero ¡si ya me han acusado, Godfrey, lo mismo que a ti! El mejor detective de la policía de Inglaterra afirma que yo he robado mi propio diamante. Pregúntale cuál es su opinión, ¡y te dirá que he empeñado la Piedra Lunar para pagar mis deudas personales! —Se interrumpió, cruzó la habitación a la carrera y cayó de rodillas a los pies de su madre—. ¡Ay, mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Tendría que estar loca… no es así… para no confesar la verdad ahora mismo? —Su vehemencia le impidió reparar en el estado de su madre. Se incorporó de nuevo y, al instante, estaba otra vez junto a su primo—. No lo permitiré, no permitiré que se acuse y se deshonre por mi culpa a ningún hombre inocente. Si no quieres llevarme a ver al juez, redacta una declaración de inocencia y yo la firmaré. Haz lo que te digo, Godfrey, de lo contrario yo misma escribiré a los periódicos… ¡saldré a vocearlo por las calles!
No podemos decir que éste fuera el lenguaje del arrepentimiento: diremos que era el lenguaje de la histeria. El indulgente señor Godfrey la apaciguó cogiendo una hoja de papel y procediendo a redactar su declaración. Ella firmó con apresuramiento febril.
—Muéstrala en todas partes… No pienses en mí —le dijo, al devolvérsela—. Me temo, Godfrey, que no he sido justa contigo. Eres menos egoísta… eres mejor persona de lo que imaginaba. Ven por aquí siempre que puedas, y trataré de reparar lo mal que me he portado.
Le tendió la mano. ¡Ay de nuestra naturaleza pecadora! ¡Ay del señor Godfrey! No sólo se abandonó este hombre al extremo de besarle la mano, sino que adoptó un tono tan dulce en su respuesta que, dadas las circunstancias, casi equivalía a comprometerse con el pecado.
—Vendré, queridísima, con la condición de que no volvamos a hablar de este enojoso asunto —le dijo. Jamás había oído o visto yo a nuestro héroe cristiano en situación menos ventajosa.
Antes de que nadie pudiera decir nada, un golpe fuerte en la puerta principal nos sobresaltó a todos. Me asomé a la ventana y vi que el mundo, la carne y el diablo esperaban en la entrada de la casa, materializados en un coche de caballos, un mayordomo con el rostro empolvado y las tres mujeres más audazmente vestidas que había visto en toda mi vida.
Rachel se recompuso y se acercó a su madre.
—Vienen a llevarme a la muestra floral —le dijo—. Sólo una cosa antes de que me vaya. ¿No te habré disgustado, verdad?
(¿Debe compadecerse o condenarse la franqueza moral capaz de formular semejante pregunta después de lo que acababa de ocurrir? Yo prefiero inclinarme por la misericordia. Compadezcámosla.)
Las gotas habían surtido efecto. Mi pobre tía había recuperado su color habitual.
—Claro que no, querida. Ve con tus amigas y diviértete.
Su hija se inclinó para besarla. Yo me había apartado de la ventana y me encontraba cerca de la puerta cuando Rachel se acercó para salir. Se había obrado otro cambio en ella: estaba llorando. Observé con interés el enternecimiento transitorio de aquel corazón contumaz. Me sentí tentada de decir unas palabras sinceras. Mi simpatía y mi buena intención sólo causaron ofensa.
—¿Por qué me compadece? —me preguntó con un amargo susurro mientras se acercaba a la puerta—. ¿No ve lo feliz que soy? Me voy a la muestra floral, Clack, y tengo el sombrero más bonito de todo Londres. —Completó su burlesco y frívolo comentario enviándome un beso con un soplido… y con esto abandonó la sala.
Ojalá acertara a describir la compasión que me inspiró aquella muchacha infeliz y descarriada. Sin embargo, soy tan pobre en palabras como en dinero. Permítaseme decir que se me desgarró el corazón por ella.
Regresé al lado de mi tía y vi que el querido señor Godfrey buscaba algo, aquí y allá, en distintas partes de la sala. Antes de que pudiera ofrecerle mi ayuda él ya lo había encontrado. Volvió junto a nosotras con su declaración de inocencia en una mano y una caja de cerillas en la otra.
—¡Querida tía, una pequeña conspiración! —dijo—. ¡Querida señorita Clack, una mentira piadosa que a buen seguro incluso su rectitud moral sabrá perdonar! ¿Tendrán la bondad de permitir que Rachel siga creyendo que he aceptado su generoso acto de sacrificio al firmar este papel? ¿Y tendrán la bondad de ser testigos de cómo lo destruyo, antes de marcharme? —Prendió una cerilla y, acercándola al papel, dejó que éste se consumiera en una fuente que había sobre la mesa—. Cualquier pequeña molestia que pueda sufrir yo —dijo— no es nada en comparación con la importancia de preservar la pureza de ese nombre de la contaminación del mundo. ¡Listo! Lo hemos reducido a un inofensivo montón de cenizas. ¡Y nuestra impulsiva Rachel jamás sabrá que lo hemos hecho! ¿Cómo se sienten? ¿Cómo se sienten, mis preciadas amigas? ¡Yo, en la humilde parte que me toca, me siento ligero de corazón como un niño!
Nos iluminó con su hermosa sonrisa. Le tendió la mano primero a su tía y después a mí. Yo estaba demasiado afectada por su nobleza para acertar a decir nada. Cerré los ojos. Llevé su mano a mis labios, en una suerte de abandono místico. Él murmuró un reproche cariñoso. ¡Ah, el éxtasis, el éxtasis puro y espiritual de aquel instante! Me senté —no sabría decir dónde—, enteramente perdida en esta exaltación de sentimientos. Cuando abrí los ojos fue como si descendiera de los cielos a la tierra. En la habitación sólo quedaba mi tía. Él se había marchado.
Me gustaría detenerme aquí. Me gustaría concluir mi relato con esta muestra de nobleza del señor Godfrey. Lamentablemente, la implacable presión pecuniaria del cheque del señor Blake me obliga a decir más, mucho más. Las dolorosas revelaciones que ese martes se produjeron en mi presencia, en el curso de aquella visita a Montagu Square, aún no habían concluido.
Al verme a solas con lady Verinder, me interesé por su salud, como es natural. Abordé con delicadeza la extraña ansiedad con que había tratado de ocultarle a su hija su indisposición, así como el remedio empleado para ello.
La respuesta de mi tía me sorprendió enormemente.
—Drusilla —dijo (si no he dicho antes que Drusilla es mi nombre de pila, permítanme que lo diga ahora)—, estás tocando… con toda inocencia, lo sé… una cuestión muy dolorosa.
Me levanté de inmediato. La delicadeza no me dejaba más que una alternativa: la de marcharme después de presentarle mis disculpas. Lady Verinder me detuvo e insistió en que volviera a tomar asiento.
—Por azar has conocido un secreto —dijo— que yo sólo le había confiado a mi hermana, la señora Ablewhite, y a mi abogado, el señor Bruff; a nadie más. Confío en la discreción de ambos, y estoy segura de que, cuando te haya explicado las circunstancias, podré confiar también en la tuya. ¿Tienes algún compromiso ineludible, Drusilla, o dispones libremente de tu tiempo esta tarde?
Ni que decir tiene que mi tiempo estaba a la entera disposición de mi tía.
—Quédate conmigo, en ese caso, una hora más. Debo decirte algo que te apenará saber. Y una vez te lo haya dicho, necesito pedirte un favor, si no tienes objeción en ayudarme.
Ni que decir tiene, una vez más, que nada podía objetar yo, ávida de ayudarla como estaba.
—Puedes esperar aquí, hasta las cinco, hora en la que llegará el señor Bruff. Y puedes ser testigo, Drusilla, de la firma de mi testamento.
¡Su testamento! Pensé en las gotas que guardaba en el costurero. Pensé en el tinte azulado que había visto en su rostro. Una luz que no era de este mundo —una luz que brillaba proféticamente desde una sepultura aún por abrir— vino a iluminar mis pensamientos. El secreto de mi tía había dejado de ser un secreto.