SEGUNDA NARRACIÓN
A CARGO DE MATHEW BRUFF,
ABOGADO DE GRAY’S INN SQUARE
CAPÍTULO I
Ahora que mi buena amiga, la señorita Clack, ha dejado la pluma, hay dos motivos para que yo la tome a mi vez.
En primer lugar, me encuentro en disposición de aclarar algunos detalles de interés que hasta el momento han quedado en la sombra. La señorita Verinder tenía una razón oculta para romper su compromiso de matrimonio… y yo estaba detrás de dicha razón. El señor Godfrey Ablewhite tenía una razón oculta para abstenerse de reclamar la mano de su encantadora prima… y yo descubrí cuál era.
En segundo lugar, tuve la buena o la mala fortuna, no lo sé a ciencia cierta, de verme personalmente involucrado —en la época a la que aludo en estas páginas— en el misterio del diamante hindú. Un caballero oriental de distinguidos modales, que era sin ningún género de duda el cabecilla de los tres hindúes, me hizo el honor de visitarme en mi despacho. Añádase a lo anterior que al día siguiente de esta visita me encontré con el célebre viajero, el señor Murthwaite, y tuve una conversación con él en torno a la Piedra Lunar que resultó de la mayor trascendencia en acontecimientos posteriores. Y de esta forma queda expresado mi legítimo derecho a ocupar un puesto en estas páginas.
La verdadera historia de la ruptura del compromiso matrimonial es el primer suceso en orden cronológico y debe por tanto referirse en primer lugar. Al recorrer retrospectivamente la cadena de los acontecimientos, estimo necesario inaugurar la escena, por extraño que pueda parecerles, junto al lecho de mi excelente cliente y amigo, el difunto sir John Verinder.
Sir John participaba —acaso en demasía— de las más inofensivas y amables flaquezas que afectan al género humano. Entre dichas flaquezas es de aplicación al asunto que nos compete una reticencia invencible —siempre y cuando gozara de su buena salud de costumbre— a afrontar la responsabilidad de dictar su testamento. Lady Verinder ejerció su influencia para despertar en sir John el sentido de la responsabilidad en tal materia, y yo ejercí la mía. Aun cuando reconoció que teníamos toda la razón, no pasó de ahí hasta que se vio afectado por la enfermedad que finalmente lo llevó a la tumba. Fue entonces cuando se requirió mi presencia para seguir las instrucciones de mi cliente en lo relativo a su testamento. Resultaron ser las instrucciones más sencillas que había recibido en toda mi carrera profesional.
Encontré a sir John dormitando al entrar en su alcoba. Se despertó al verme.
—¿Cómo está usted, señor Bruff? —dijo—. No lo entretendré mucho, y después volveré a dormirme. —Me observó con hondo interés mientras preparaba plumas, papel y tinta—. ¿Está listo? —preguntó.
Me incliné, hundí la pluma en el tintero y aguardé sus instrucciones.
—Le dejo todo a mi esposa —dijo sir John—. No tengo nada más que decir. —Se volvió sobre la almohada y se acomodó para seguir durmiendo.
Me vi en la obligación de importunarlo.
—¿Debo entender que lega a lady Verinder en exclusiva la totalidad de los bienes, de toda clase y naturaleza, que posee en el momento de su muerte?
—Sí —afirmó sir John—. Sólo que yo lo digo de una forma más breve. ¿Por qué no lo escribe usted con la misma brevedad y me deja seguir durmiendo? Todo para mi esposa. Ésa es mi voluntad.
Su patrimonio se hallaba enteramente libre de cargas y era de dos tipos. Patrimonio en tierras (me abstengo expresamente de emplear lenguaje técnico) y patrimonio en dinero. En la mayoría de los casos, me temo que me habría visto en el deber de pedirle a mi cliente que reconsiderara su postura. En el caso de sir John yo sabía que lady Verinder no sólo era merecedora de aquella confianza sin reservas que su marido depositaba en ella (todas las buenas esposas son merecedoras de dicha confianza), sino que además era capaz de administrar debidamente un legado (cosa que, según mi propia experiencia del bello sexo, sólo se daba en un caso entre mil). En cuestión de diez minutos el testamento de sir John estaba redactado y rubricado, y el propio sir John, un hombre bueno, pudo continuar su interrumpida siesta.
Lady Verinder justificó sobradamente la confianza que su marido había depositado en ella. En los primeros días de su viudez, solicitó mi presencia y me dictó su testamento. Su forma de encarar la situación fue tan razonable y tan sensata que me liberó de la obligación de aconsejarla. Mi responsabilidad empezaba y terminaba en dotar a sus instrucciones de la consabida forma legal. Antes de que sir John llevara dos semanas enterrado, el futuro de su hija se había salvaguardado de la manera más sabia y más cariñosa.
El testamento pasó más años de los que me gustaría calcular en la caja a prueba de fuego de mi despacho, y no fue hasta el verano de 1848 cuando tuve ocasión de volver a mirarlo, en circunstancias muy tristes.
En la fecha que acaba de mencionarse, los médicos pronunciaron su sentencia sobre la pobre lady Verinder, y fue literalmente una sentencia de muerte. Fui la primera persona a quien ella puso al corriente de su situación, y la vi ansiosa por revisar el testamento conmigo.
Era imposible mejorar las provisiones en lo que concernía a su hija, si bien con el paso del tiempo, sus deseos sobre ciertos legados menores destinados a diversos familiares experimentaron algunos cambios, y fue necesario añadir tres o cuatro codicilos al documento original. Concluido el trámite sin demora, por temor a un accidente, obtuve la autorización de lady Verinder para plasmar sus últimas instrucciones en un segundo testamento. Mi propósito era subsanar ciertas confusiones y repeticiones inevitables que desfiguraban el documento original a raíz de los cambios introducidos y, en honor a la verdad, menoscababan muy lamentablemente lo que según mi criterio profesional era un trabajo bien hecho.
La firma de este segundo testamento ya ha sido descrita por la señorita Clack, que tuvo la amabilidad de actuar en calidad de testigo. En lo tocante a los intereses pecuniarios de Rachel Verinder, el documento en cuestión era, palabra por palabra, un duplicado exacto del primer testamento. Las únicas modificaciones atañían a la designación de un tutor, así como a determinadas disposiciones relacionadas con esta medida que se agregaron por recomendación mía. A la muerte de lady Verinder el testamento se puso en manos de mi procurador, al objeto de ser «certificado» (como comúnmente se dice) de acuerdo con el procedimiento de rigor.
En un lapso de tres semanas a partir de esa fecha —si la memoria no me engaña— tuve el primer aviso de que algo raro se ocultaba bajo la superficie. Pasé por el despacho de mi amigo el procurador y observé que me recibía con un interés mayor de lo acostumbrado.
—Tengo noticias para usted —dijo—. ¿Qué cree que he oído esta mañana en el Colegio de Abogados? ¡Que ya se ha solicitado y consultado el testamento de lady Verinder!
¡Ya lo creo que eran noticias! No había absolutamente nada que pudiera impugnarse en dicho testamento, ni se me ocurría que nadie pudiese tener el más mínimo interés en consultarlo. (Quizá deba explicar, en beneficio de las pocas personas que no estén al corriente, que la ley permite consultar un testamento en el Colegio de Abogados a cualquier ciudadano que así lo solicite, previo pago de un chelín.)
—¿Sabe quién lo ha solicitado? —pregunté.
—Sí; el empleado no dudó en decírmelo. El solicitante fue el señor Smalley, de la firma Skipp y Smalley. El testamento aún no se había transcrito en el Registro, por lo que no hubo más remedio que prescindir del procedimiento de costumbre y permitirle que consultara el documento original. Lo estudió atentamente y tomó alguna anotación en su libreta. ¿Tiene alguna idea de qué se proponía?
Negué con la cabeza.
—Hoy mismo voy a averiguarlo. —Y con esto regresé a mi despacho.
De haber sido otro bufete de abogados el implicado en la inexplicable consulta del testamento de mi difunta cliente, quizá habría encontrado algunas dificultades para averiguar lo que me interesaba. Sin embargo, contaba con cierta influencia sobre Skipp y Smalley, lo cual me facilitó relativamente las pesquisas. Mi pasante (un hombre muy valioso y de lo más eficiente) era hermano del señor Smalley y, debido a esta relación indirecta conmigo, Skipp y Smalley habían recogido en años pasados las migajas que caían de mi mesa, en forma de casos que llegaban a mi despacho y, por diversas razones, no me convenía aceptar. Mi patrocinio profesional era por tanto de cierta importancia para su firma. Tenía la intención de recordárselo expresamente si me veía en la necesidad.
Hablé con mi pasante nada más llegar y, tras explicarle lo ocurrido, lo envié al despacho de su hermano para «presentar los saludos del señor Bruff, a quien complacería saber por qué razón los señores Skipp y Smalley han creído necesario consultar el testamento de lady Verinder».
Mi recado hizo que el propio señor Smalley se presentara en mi despacho en compañía de su hermano. Reconoció que había actuado a instancias de un cliente, y dijo entonces si no sería una violación del secreto profesional por su parte ofrecerme más explicaciones.
Tuvimos una pequeña discusión en torno a este asunto. No cabía duda de que él tenía razón. Lo cierto es que yo estaba enfadado y receloso, de ahí que insistiera en saber más. Peor aún, me negué a considerar secreta cualquier información adicional que pudiera procurarme y exigí entera libertad para usarla a discreción. Y, para colmo, aproveché de una manera injustificable la ventaja que me deparaba mi posición.
—Escoja, señor —le dije a mi colega—, entre el riesgo de perder el negocio que le ofrece su cliente o el de perder los negocios que yo le ofrezco. —Admito que mi actitud era de todo punto indefendible: un mero alarde de tiranía, y no otra cosa. Y, como todos los tiranos, me salí con la mía. El señor Smalley tomó su decisión sin vacilar un instante. Sonrió resignado y me reveló el nombre de su cliente: el señor Godfrey Ablewhite.
Me bastó con eso… no necesitaba saber más.
Llegados a este punto del relato, considero pertinente situar al lector —en lo que concierne al testamento de lady Verinder— en perfecto pie de igualdad con la información de que yo dispongo.
Permítaseme observar, con la menor cantidad de palabras posible, que Rachel Verinder contaba únicamente con una renta vitalicia sobre sus bienes. El excelente sentido común de su madre, y mi dilatada experiencia, se conjugaron para descargarla de toda responsabilidad y guardarla del peligro de ser víctima en el futuro de algún hombre necesitado y carente de escrúpulos. Ni ella ni su marido (en el caso de que se casara) podrían obtener siquiera unos peniques en calidad de préstamo, ya fuera con el aval de sus tierras o con el aval de su dinero. Dispondrían de las casas de Londres y de Yorkshire para vivir, además de una renta sustancial; y eso era todo.
Reflexionando sobre lo que acababa de descubrir, me quedé perplejo y no supe cómo actuar.
Había transcurrido apenas una semana desde que recibí la noticia (con sorpresa y con pesar) del compromiso matrimonial de la señorita Verinder. Sentía por ella la más sincera admiración y el más sincero afecto, y me apenó muchísimo saber que estaba a punto de arrojarse en los brazos del señor Godfrey Ablewhite. ¡Y he aquí que ese hombre —al que yo siempre había tenido por impostor y lisonjero— justificaba mis peores opiniones y revelaba con claridad meridiana el propósito mercenario de su matrimonio! ¿Y qué importancia tiene eso? —podrían decir ustedes—. ¿Acaso no sucede a diario? Desde luego que sí. Ahora bien, ¿se lo tomarían con la misma ligereza si la víctima fuera (pongamos por caso) su propia hermana?
La primera consideración que me vino a la cabeza fue, como es natural, la siguiente: ¿persistiría el señor Godfrey en su compromiso a la vista de lo que su abogado había descubierto?
Todo dependería de su posición pecuniaria, de la cual nada sabía yo. Si ésta no era desesperada, muy bien podría interesarle casarse con la señorita Verinder únicamente por su renta. Si, por el contrario, se veía en la urgente necesidad de reunir una importante suma de dinero en un plazo determinado, el testamento de lady Verinder resultaría providencial e impediría que su hija cayera en manos de un canalla.
En el segundo supuesto, no tendría yo que angustiar a la joven, en los primeros días de luto por su madre, con una revelación inmediata de la verdad. En el primer supuesto, el silencio me convertiría en cómplice de un casamiento que a ella la haría desgraciada de por vida.
Puse fin a mis dudas con una visita al hotel de Londres en el que sabía que se alojaban la señora Ablewhite y la señorita Verinder. Me comunicaron que partían para Brighton al día siguiente, y que un imprevisto impedía al señor Godfrey Ablewhite acompañarlas. Me ofrecí al punto a ocupar su lugar. Mientras sólo pensaba en Rachel Verinder, aún me cupo cierta vacilación; al tenerla delante, tomé la decisión inmediata de decirle la verdad a toda costa.
Hallé la oportunidad necesaria cuando salimos a pasear, el día siguiente a mi llegada.
—¿Me permite hablarle de su compromiso matrimonial? —pregunté.
—Sí —aceptó con indiferencia—, si no tiene otro tema de conversación más interesante.
—¿Le perdonará a un viejo amigo y servidor de su familia, señorita Verinder, el atrevimiento de preguntarle si está en juego su corazón en este matrimonio?
—Me caso por desesperación, señor Bruff… por el azar de sumergirme en una suerte de felicidad estática que pueda reconciliarme con la vida.
¡Duras palabras! Palabras que parecían insinuar la presencia de un elemento oculto bajo la superficie, tal vez algún romance. Sin embargo, yo tenía un propósito concreto y decliné (como decimos los abogados) derivar la cuestión hacia ese terreno.
—Seguro que el señor Ablewhite tiene una opinión muy distinta —dije—. Él debe de haber empeñado su corazón en este matrimonio, ¿no es así?
—Eso dice, y supongo que tengo que creerlo. Difícilmente se casaría conmigo, después de lo que le he revelado, si no estuviera enamorado de mí.
¡Pobrecilla! La simple idea de que un hombre buscara casarse con ella por su propio egoísmo y con fines espurios ni siquiera se le pasaba por la cabeza. La tarea que yo me había impuesto empezaba a resultar más ardua de lo que calculaba.
—Suena extraño —continué— para mis oídos anticuados…
—¿Qué es lo que suena extraño?
—Oírle hablar de su futuro marido como si dudara usted de la sinceridad de su compromiso. ¿Tiene algún motivo para desconfiar de él?
Su asombrosa perspicacia detectó al instante un cambio en mi tono de voz o en mis maneras al hacerle esta pregunta, y se percató de que yo le había hablado hasta entonces con una segunda intención. Se detuvo, soltó su brazo del mío y me miró con aire inquisitivo.
—Señor Bruff, usted tiene algo que decir sobre Godfrey Ablewhite. Dígalo.
La conocía lo suficiente para tomarle la palabra, y se lo conté.
Volvió a cogerme del brazo y reanudamos el paseo despacio. Noté que se aferraba a mi brazo con fuerza mecánica y vi que se ponía cada vez más pálida conforme yo le iba exponiendo el caso, pero ni una sola palabra salió de sus labios hasta que hube terminado. Después todavía guardó silencio unos momentos. Inclinó ligeramente la cabeza y siguió caminando a mi lado, ajena a mi presencia, ajena a todo cuanto la rodeaba: perdida —casi podría decirse que sepultada— en sus propios pensamientos.
Me abstuve de molestarla. Conociéndola como la conocía, sabía que en esta ocasión, como en ocasiones anteriores, tenía que darle tiempo.
El primer impulso de las jovencitas en general, cuando se les presenta algún asunto de su interés, es formular un sinfín de preguntas y correr luego a consultar con alguna amiga predilecta. El primer impulso de Rachel Verinder en circunstancias similares era encerrarse en sí misma y meditar a solas. Esa independencia absoluta constituye una gran virtud en el caso de un hombre. Tratándose de una mujer, presenta la grave desventaja de que al hacerlo se distancia moralmente del conjunto de las personas de su mismo sexo y con ello se expone a las malas interpretaciones de los demás. Sospecho que en este sentido mi opinión coincide con la del resto del mundo, menos cuando se trata de Rachel Verinder. Su independencia de carácter era a mi juicio una de sus virtudes, en parte, qué duda cabe, por lo mucho que ella me agradaba y porque me inspiraba una admiración sincera; en parte porque mi dictamen sobre su vinculación con el misterio de la Piedra Lunar se fundaba en mi buen conocimiento de su naturaleza. Por desfavorables que fueran las apariencias en lo relativo al diamante, por espantoso que fuera saber que de alguna manera estaba relacionada con un robo aún por descifrar, yo tenía la convicción de que Rachel no había hecho nada indigno, puesto que tenía igualmente la convicción de que no había dado un solo paso sin encerrarse primero en sí misma y reflexionar con detenimiento.
Recorrimos casi un cuarto de legua antes de que despertara de su ensimismamiento. Me miró de pronto con el leve reflejo en su sonrisa de tiempos más felices… la sonrisa más irresistible que yo había visto nunca en el rostro de una mujer.
—Es mucho lo que le debo ya por su bondad —dijo—. Y ahora más que nunca me siento en deuda con usted. Si a su regreso a Londres oyera algún rumor sobre mi futuro matrimonio, niéguelo rotundamente, con mi autorización.
—¿Ha decidido romper su compromiso?
—¿Le cabe alguna duda? —respondió con orgullo—. ¡Después de lo que acaba de decirme!
—Mi querida señorita Rachel, es usted muy joven y encontrará más dificultades de las que imagina para deshacer ese compromiso. ¿No tiene usted a nadie —me refiero a una dama, naturalmente— con quien consultar?
—A nadie.
Me entristeció, me entristeció de veras que dijera eso. ¡Era tan joven, y estaba tan sola… y sobrellevaba su situación con tanta entereza! El impulso de acudir en su ayuda pudo más que cualquier consideración sobre mi propia inutilidad que pudiera asaltarme dadas las circunstancias. Le expuse, lo mejor que pude, cuantas ideas se me ocurrieron al calor del momento. He aconsejado a un número prodigioso de clientes y he tenido que afrontar situaciones harto difíciles a lo largo de mi vida, pero nunca me había visto en la situación de aconsejar a una joven sobre el modo de liberarse de un compromiso matrimonial. Mi propuesta, en pocas palabras, fue más o menos la siguiente: le recomendé que le dijera al señor Godfrey Ablewhite —en privado, por supuesto— que, según sabía ella de muy buena fuente, él había delatado los intereses espurios que lo animaban a pedirle su mano. Debía añadir a continuación que su matrimonio, tras este descubrimiento, era sencillamente imposible… y dejar que él juzgara si no era más prudente asegurarse el silencio de su prometida accediendo a sus deseos o, por el contrario, obligarla, oponiéndose a ellos, a revelar públicamente el motivo por el cual ella había tomado la decisión de romper el compromiso. En el caso de que él tratara de defenderse o de negar los hechos, debía decirle que se entendiera conmigo.
La señorita Verinder escuchó mis palabras con suma atención. Me agradeció entonces muy efusivamente el consejo, pero me explicó al mismo tiempo que se le hacía imposible seguirlo.
—¿Puedo preguntarle cuál es su objeción?
Vaciló unos instantes, y me hizo a su vez una pregunta.
—Supongamos que le pidiera su opinión sobre el comportamiento del señor Godfrey Ablewhite…
—¿Sí?
—¿Cómo lo calificaría?
—Diría que es la conducta de un hombre falso y ruin.
—¡Señor Bruff! Yo confiaba en ese hombre. He prometido casarme con él. ¿Cómo puedo decirle ahora que es ruin, cómo puedo decirle que me ha engañado, cómo puedo deshonrarlo ante el mundo después de haberle dado mi palabra? Me he degradado a mí misma por el mero hecho de haber pensado en él como marido. Si le dijera lo que usted me aconseja, estaría reconociendo ante él mi degradación. No puedo hacer eso. ¡Después de las cosas que nos hemos dicho, no puedo hacer eso! A él no le causaría ninguna vergüenza, pero la vergüenza para mí sería insoportable.
De esta manera, sin ninguna reserva, me reveló otra de las notables peculiaridades de su carácter. ¡El horror instintivo que le inspiraba el más leve contacto con cualquier clase de mezquindad la cegaba a cualquier consideración de lo que a sí misma se debía y la precipitaba a una situación tan falsa como susceptible de comprometerla a ojos de sus amigos! Hasta ese momento yo tenía mis reservas sobre la oportunidad de mi consejo, pero, tras escuchar su respuesta, no me cupo la menor duda de que era el mejor consejo que podría haberle dado, y no vacilé en insistir nuevamente.
Esta vez negó con la cabeza y repitió su objeción con palabras distintas.
—Ha tenido la suficiente intimidad conmigo para pedirme que fuera su mujer. Y yo lo apreciaba lo suficiente para darle mi consentimiento. ¡No puedo decirle a la cara que es un ser despreciable!
—Pero, querida señorita Rachel —protesté—, tampoco puede anunciarle que se retira usted de su compromiso sin darle alguna explicación.
—Le diré que he reflexionado y he llegado a la conclusión de que separarnos será lo mejor para ambos.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—¿Ha pensado en lo que podría decir él por su parte?
—Que diga lo que le plazca.
Era imposible no admirar su delicadeza y su determinación, pero también era imposible no ver que se estaba equivocando. La insté a que considerara sus circunstancias. Le recordé que se expondría a la más odiosa tergiversación de sus motivos.
—No puede usted desafiar a la opinión pública bajo el dictado de sus sentimientos íntimos.
—Puedo —respondió—. Ya lo he hecho.
—¿A qué se refiere?
—Se olvida usted de la Piedra Lunar, señor Bruff. ¿No he desafiado ya a la opinión pública en ese asunto, tan sólo con mis íntimas razones?
Su respuesta me hizo callar temporalmente. Busqué una explicación para su actitud en el momento de la desaparición de la Piedra Lunar tratando de desentrañar la extraña confesión que acababa de salir de sus labios. Quizá lo hubiera descifrado de ser yo más joven. A mi edad ciertamente no podía.
Aventuré una última advertencia antes de volver a casa, pero se mostró igual de inflexible. Ese día me despedí de ella sumido en un singular conflicto de sentimientos. Era obstinada y se estaba equivocando. Era interesante; era admirable; y era profundamente digna de lástima. Le hice prometer que me escribiría en cuanto tuviera noticias que darme, y regresé a mis quehaceres en Londres con extrema inquietud de ánimo.
La noche de mi regreso, antes de que me fuera posible recibir la carta prometida, recibí por sorpresa la visita del señor Ablewhite, quien me comunicó que la señorita Verinder había rechazado a su hijo ese mismo día y que éste había aceptado la decisión.
Como me hallaba al corriente del caso, el hecho escueto, anunciado con las palabras que he destacado expresamente, me reveló, con tanta claridad como si él mismo los hubiera reconocido de viva voz, los motivos que llevaban al señor Godfrey Ablewhite a rendirse sin ofrecer resistencia. Necesitaba una importante suma de dinero, y la necesitaba en un plazo determinado. La renta de Rachel, que en otras circunstancias le habría resultado muy ventajosa, no le servía de nada en esta situación; y Rachel había podido liberarse del compromiso sin la menor oposición por parte de él. Si se me dijera que esto es una mera conjetura, preguntaría a mi vez: ¿qué otra hipótesis podría explicar que él renunciara sin más a un matrimonio que le habría garantizado una espléndida posición para el resto de su vida?
La exultación que hubiera podido causarme este feliz curso de los acontecimientos se vio contenida, sin embargo, por lo que ocurrió en esa entrevista con el anciano señor Ablewhite.
Venía a verme, como es natural, con la esperanza de que yo pudiera darle alguna explicación de la insólita decisión de la señorita Verinder. Huelga decir que no pude ofrecerle la información que deseaba. La irritación que le ocasionó mi respuesta, sumada al enfado que le había causado la reciente conversación con su hijo, llevó al señor Ablewhite a perder la cautela. Tanto su expresión como sus palabras me convencieron de que la señorita Verinder tendría que vérselas con un hombre implacable cuando se reuniera con las damas al día siguiente en Brighton.
Pasé una noche agitada, meditando cómo actuar. Las conclusiones a que me llevaron mis reflexiones y lo plenamente fundada que resultó mi desconfianza respecto al señor Godfrey Ablewhite son asuntos que (según se me ha dicho) ya han sido pulcra y oportunamente expuestos por esa persona ejemplar que es la señorita Clack. Sólo me resta añadir —para completar su relato— que Rachel Verinder halló la tranquilidad y el reposo que tanta falta le hacían, pobrecilla, en mi casa de Hampstead. Nos honró con una estancia prolongada. Mi mujer y mis hijas se mostraron encantadas con su compañía, y tengo el sincero orgullo y el placer de consignar que, cuando los albaceas resolvieron la designación de un nuevo tutor, mi familia y mi invitada se separaron como amigos bien avenidos.