TERCERA NARRACIÓN

A CARGO DE FRANKLIN BLAKE

CAPÍTULO I

En la primavera de 1849 me encontraba vagando por Oriente y acababa de alterar el itinerario que había trazado meses antes y había comunicado oportunamente a mi abogado y a mi banquero en Londres.

Este cambio de planes me obligó a despachar a uno de mis criados en busca de mi correspondencia y otros envíos al consulado de cierta ciudad que ya no figuraba como etapa en el esquema del viaje. El criado debía encontrarse conmigo en una fecha y un lugar acordados, pero un accidente, del cual no fue responsable, demoró su regreso. Una semana entera aguardamos mi gente y yo acampados en los límites de un desierto. Cumplido dicho plazo, el hombre apareció con el dinero y las cartas a la entrada de mi tienda.

—Me temo que traigo malas noticias, señor —dijo, señalando uno de los sobres, que llevaba una orla negra. Reconocí en él la letra del señor Bruff.

No conozco nada, en casos similares, más insoportable que la incertidumbre. La carta con la orla negra fue la que abrí en primer lugar.

En ella se me anunciaba la muerte de mi padre y mi designación como heredero de su cuantiosa fortuna. La riqueza que de esta forma caía en mis manos comportaba ciertas responsabilidades, y el señor Bruff me instaba a regresar a Inglaterra sin pérdida de tiempo.

Al amanecer del día siguiente emprendí el viaje de vuelta a mi país.

El retrato que mi buen amigo Betteredge hizo de mí en el momento en que abandoné Inglaterra es un tanto exagerado, a mi modo de ver. Interpretó muy en serio, a su pintoresca manera, una de las muchas referencias satíricas de su joven señorita sobre mi educación extranjera, y así llegó a convencerse de que había visto en mi personalidad esas facetas francesa, alemana e italiana que mi alegre prima sólo en broma se preciaba de haber descubierto, y que en realidad nunca tuvieron existencia real salvo en el pensamiento de nuestro buen hombre. Al margen de esta objeción, confieso que en todo lo demás no hizo otra cosa que decir la verdad, al presentarme como herido en el alma por el trato que había recibido de Rachel y al describir que partí de Inglaterra hondamente afligido por el desengaño más amargo de mi vida.

Me marché al extranjero resuelto a olvidarla, si es que el cambio y la ausencia lograban ayudarme. Tengo por falsa esa idea de la naturaleza humana que afirma que el cambio y la ausencia no auxilian a un hombre en tales circunstancias: ambas cosas lo obligan a desviar su atención de la contemplación exclusiva de su pena. Nunca llegué a olvidarme de ella, pero el dolor del recuerdo se fue atenuando paulatinamente a medida que el tiempo, la distancia y la novedad se interponían con creciente eficacia entre Rachel y yo.

Por otro lado, no es menos cierto que, al emprender el retorno a casa, el remedio que de esta manera gradual había ido ganando terreno en el curso del viaje de ida empezó a perderlo igualmente en el viaje de vuelta. Conforme me iba acercando al país en el que ella vivía, y a la perspectiva de volver a verla, más irresistiblemente recuperaba Rachel su influencia sobre mí. En el momento de mi partida, su nombre habría sido el último que habría permitido pronunciar a mis labios. A mi regreso, fue la primera persona por la que pregunté cuando vi al señor Bruff.

Como es natural, me puso al corriente de todo lo acontecido en mi ausencia, es decir, de todo cuanto ya se ha revelado en estas páginas como continuación del relato de Betteredge. Sólo una circunstancia resultó inesperada para mí. El señor Bruff no se tomó la libertad de informarme acerca de los motivos ocultos que llevaron a Rachel y a Godfrey Ablewhite a anular de común acuerdo su compromiso matrimonial. No quise importunarlo con preguntas incómodas sobre un asunto tan delicado. Bastante alivio me produjo, tras la decepción y los celos que me consumieron al enterarme de que ella siquiera había contemplado la posibilidad de casarse con Godfrey, saber que su propia reflexión la llevó posteriormente a convencerse de que había actuado movida por un impulso precipitado y a liberarse de aquel compromiso.

Tras informarme de lo ocurrido, mis preguntas (¡siempre relacionadas con Rachel!) siguieron su curso natural hacia el momento presente. ¿Bajo la tutela de quién había quedado tras abandonar la casa del señor Bruff? ¿Y dónde vivía ahora?

Vivía al cuidado de una hermana viuda del difunto sir John Verinder —una tal señora Merridew— a quien los albaceas del testamento de su madre propusieron como tutora y quien había tenido a bien aceptar la propuesta. Al parecer, las dos mujeres se llevaban de maravilla y en ese momento estaban pasando una temporada en la residencia de la señora Merridew, en Portland Place.

Media hora después de recibir esta información me puse en camino de Portland Place, sin haber tenido el valor de decírselo al señor Bruff.

El hombre que me abrió la puerta no estaba seguro de si la señorita Verinder se encontraba o no en casa. Lo mandé arriba con mi tarjeta de visita, pensando que sería la vía más rápida para acabar con la duda. El criado regresó con rostro impenetrable y me comunicó que la señorita Verinder había salido.

De otras personas podría haber sospechado que se negaran intencionadamente a recibirme, pero de Rachel era imposible sospecharlo. Dejé el recado de que volvería esa tarde, a las seis.

A las seis se me dijo por segunda vez que la señorita Verinder no estaba en casa. ¿Había dejado alguna nota para mí? Ninguna. ¿No había recibido mi tarjeta la señorita Verinder? El criado se disculpó: la señorita Verinder la había recibido.

La deducción era demasiado evidente. Rachel se negaba a verme.

Por mi parte, me resistí a ser tratado de este modo sin intentar al menos descubrir la razón de su actitud. Me hice anunciar a la señora Merridew y solicité el favor de una entrevista personal, a la hora que ella estimara más conveniente.

La señora Merridew no puso objeciones para recibirme en ese preciso instante. Me condujeron a una agradable salita de estar, donde me esperaba una agradable anciana. Tuvo la gentileza de manifestar un gran pesar y una gran sorpresa ante la decisión de Rachel. Sin embargo, no podía darme ninguna explicación y tampoco presionar a Rachel sobre un asunto que parecía ser de índole estrictamente personal. Una y otra vez repitió estas disculpas, con infatigable paciencia y cortesía; y esto fue lo único que pude obtener de la señora Merridew.

Mi última oportunidad era escribir a Rachel. Mi criado le llevó una carta al día siguiente, con órdenes precisas de esperar una respuesta.

La respuesta se concretó literalmente en una frase.

La señorita Verinder lamenta comunicar que declina establecer ninguna correspondencia con el señor Franklin Blake.

Aun queriéndola como la quería, me indignó el insulto que encerraba su respuesta. El señor Bruff vino a verme para hablar de negocios antes de que yo hubiera podido recuperar el dominio de mis emociones. Hice a un lado la cuestión que venía a presentarme con el fin de contarle lo ocurrido. Se mostró tan incapaz de iluminarme como la señora Merridew. Quise saber si había llegado a oídos de Rachel alguna calumnia sobre mi persona. El señor Bruff no tenía noticia de que nadie me hubiese injuriado. ¿Se había referido ella alguna vez a mí mientras vivió bajo el techo del señor Bruff? Nunca. ¿Ni siquiera había preguntado, en toda mi larga ausencia, si estaba yo vivo o muerto? Jamás hizo esa pregunta. Saqué de mi libreta la carta que la pobre lady Verinder me escribió desde Frizinghall, el día en que dejé su casa en Yorkshire, y le pedí al señor Bruff que prestara atención a dos frases:

La valiosa ayuda que has prestado en la investigación, a raíz de la desaparición del diamante, sigue siendo una ofensa que Rachel, en su estado actual, no te perdona. Tu actuación a ciegas en este asunto ha agravado la ansiedad que ella ha tenido que soportar, pues con tus inocentes esfuerzos has amenazado que su secreto llegara a desvelarse.

—¿Es posible —pregunté— que ese sentimiento siga siendo tan amargo?

El señor Bruff me miró sinceramente apenado.

—Si insiste usted en que le dé una respuesta, confieso que no puedo ofrecerle una explicación mejor de la conducta de Rachel.

Toqué la campanilla para pedirle a mi criado que preparara mi equipaje y averiguase el horario del ferrocarril. Lleno de asombro, el señor Bruff me preguntó qué me proponía.

—Me voy a Yorkshire, en el primer tren.

—¿Puedo preguntarle con qué intención?

—Señor Bruff, la ayuda que presté inocentemente en la investigación sobre el diamante fue una ofensa imperdonable para Rachel hace casi un año y sigue siendo una ofensa imperdonable hasta el día de hoy. ¡No estoy dispuesto a tolerarlo! Me propongo desvelar el secreto del silencio de Rachel ante su madre y de su enemistad hacia mí. Si el tiempo, la tenacidad y el dinero bastan para lograrlo, ¡le aseguro que atraparé al ladrón de la Piedra Lunar!

El anciano y digno caballero protestó en el acto y trató de inducirme a atender a razones, cumpliendo con su deber para conmigo. Me mostré sordo a todos sus argumentos. Ninguna consideración habría podido debilitar mi firmeza en ese momento.

—Reanudaré la investigación en el punto en que la abandoné. Y avanzaré paso a paso hasta la época actual. Hay eslabones sueltos en las pruebas, según la información que yo tenía entonces. Creo que Gabriel Betteredge puede ayudarme, ¡y a ver a Gabriel Betteredge voy!

Esa tarde, a la hora del crepúsculo, volví a encontrarme en la terraza que tan bien recordada y a contemplar de nuevo la vieja casa de campo. El jardinero fue la primera persona con la que tropecé en los jardines desiertos. Había dejado a Betteredge hacía una hora, tomando el sol en su habitual rincón del patio trasero. Puesto que conocía bien aquel lugar, dije que yo mismo iría en su busca.

Recorrí los senderos familiares y me detuve junto a la cancela abierta del patio.

Allí estaba —el querido amigo de los tiempos felices que ya nunca volverían—, en el mismo rincón, en la misma mecedora de rejilla, con su pipa en la boca, su Robinson Crusoe en el regazo y sus dos compañeros, los perros, dormitando cada uno a un lado de él. Los últimos rayos del sol proyectaban mi sombra desde la posición en que me hallaba. O bien los perros la vieron, o bien su fino olfato les informó de mi llegada; se sobresaltaron con un gruñido. El anciano, sobresaltado a su vez, los tranquilizó con una palabra y se cubrió los ojos con una mano para mirar la figura perfilada en la cancela.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Tuve que esperar unos momentos antes de poder dirigirle la palabra.