CAPÍTULO II

Me corresponde ahora presentar la información adicional de que dispongo sobre el asunto de la Piedra Lunar o, por decirlo con más propiedad, sobre la trama hindú para robar el diamante. Lo poco que puedo aportar en este sentido es sin embargo (como creo haber señalado anteriormente) de cierta importancia, por la notable repercusión que tuvo en los acontecimientos aún por venir.

Alrededor de una semana o diez días después de que la señorita Verinder dejara nuestra casa, uno de mis empleados entró en mi despacho con una tarjeta en la mano y me anunció que un caballero deseaba hablar conmigo.

Miré la tarjeta. Llevaba escrito un nombre extranjero que se ha borrado de mi memoria. Seguía al nombre una línea al pie, en inglés, que sí recuerdo perfectamente: «Por recomendación de Septimus Luker».

La audacia de que una persona como el señor Luker se atreviera a recomendarme a alguien me pilló del todo desprevenido, y me quedé un momento en silencio, preguntándome si mis ojos no me habrían engañado. Mi empleado, percatándose de mi asombro, tuvo la amabilidad de ofrecerme su propia impresión del extranjero que esperaba en la puerta.

—Es un hombre de aspecto notable, señor. Con la piel tan oscura que abajo todos lo hemos tomado por hindú o algo por el estilo.

Relacionando la impresión de mi empleado con la línea escrita en la tarjeta, creí posible que la Piedra Lunar pudiera estar detrás de la recomendación del prestamista y de la visita del extranjero. Para sorpresa de mi empleado, decidí concederle una entrevista al caballero.

En descargo de que la mera curiosidad me llevó a sacrificar la buena práctica profesional de un modo tan inconcebible, permítaseme recordar a quien pudiera leer estas páginas que no hay un solo ser viviente (al menos en Inglaterra) en posición de reclamar para sí una relación tan estrecha con la epopeya del diamante hindú como lo era la mía. Fue a mí a quien se confió el plan secreto del coronel Herncastle para evitar su asesinato. Fui yo quien recibió periódicamente las cartas del coronel, en las cuales daba fe de que seguía con vida. Yo redacté su testamento, en el que legaba la Piedra Lunar a la señorita Verinder. Yo convencí a su albacea para que actuase, ante la posibilidad de que la joya pudiera ser una valiosa adquisición para la familia. Y fui yo, por último, quien logró vencer la resistencia del señor Franklin Blake y lo indujo a llevar personalmente el diamante a casa de lady Verinder. Si alguien puede hacer valer su legítimo derecho a interesarse por la Piedra Lunar y todo lo relacionado con ella, creo que difícilmente podrá negarse que ese hombre soy yo.

En cuanto vi entrar a mi misterioso cliente, tuve la certeza de que se trataba de uno de los tres hindúes, probablemente del líder. Vestía con pulcritud, a la usanza europea, pero su tez morena, su figura esbelta y ágil y la gravedad y cortesía de sus modales bastaban para delatar su ascendencia oriental a cualquier ojo inteligente que posara en él su mirada.

Le señalé una silla y le rogué que me explicara el motivo de su visita.

Tras disculparse en primer lugar —con una excelente selección de vocablos ingleses— por la libertad que se había tomado al importunarme, sacó un paquete pequeño, envuelto en un paño de oro. Retiró esta envoltura y una segunda tela de cierta especie de seda, y depositó sobre la mesa un estuche de ébano exquisitamente taraceado con piedras preciosas.

—He venido, señor —dijo—, para pedirle que me preste algún dinero. Y le dejo esto como garantía de que saldaré mi deuda.

—¿Y acude usted a mí —pregunté, señalando su tarjeta— por recomendación del señor Luker?

—El señor Luker me ha dicho, señor, que no podía prestarme dinero.

—¿Y le aconsejó que viniera a verme?

El extranjero señaló a su vez la tarjeta.

—Ahí está escrito —dijo.

¡Una respuesta escueta y directa al grano! De haber tenido en mi poder la Piedra Lunar, aquel caballero oriental me habría asesinado, bien lo sé, sin vacilar un solo instante. Al mismo tiempo, y exceptuando este pequeño inconveniente, me veo en la obligación de certificar que era, en todo lo demás, un modelo de cliente perfecto. Quizá no hubiera respetado mi vida, pero hizo algo que ninguno de mis compatriotas había hecho jamás: respetó mi tiempo.

—Lamento que se haya tomado usted la molestia de venir a verme. El señor Luker se ha equivocado por completo al enviarlo aquí. Como a otros hombres de mi profesión, se me confía dinero para prestar. Sin embargo, nunca presto a desconocidos ni acepto en prenda una garantía como la que usted me ofrece.

Lejos de tratar de inducirme a relajar mis propias normas, como habrían hecho otras personas, el extranjero se limitó a saludarme con otra inclinación y envolvió su estuche en sus dos paños sin una sola palabra de protesta. Se levantó… ¡aquel asesino admirable se levantó nada más recibir mi respuesta!

—¿Podrá excusar su condescendencia con un extranjero que le haga una pregunta antes de retirarme?

Asentí con la cabeza. ¡Una sola pregunta antes de retirarse! El promedio, según mi experiencia, era de cincuenta.

—Suponiendo, señor, que hubiera podido prestarme el dinero, por ser esa su costumbre, ¿en qué plazo habría podido yo devolvérselo, según esa misma costumbre?

—De acuerdo con los usos de este país —respondí—, en el plazo de un año a partir de la fecha del préstamo.

El extranjero volvió a obsequiarme con otra reverencia, la más pronunciada de todas, y sin más abandonó el despacho en silencio.

Se retiró con tal sigilo y tal agilidad felina que logró sobrecogerme, lo confieso. En cuanto me hube recuperado y pude reflexionar, llegué a una conclusión clara con respecto a la visita, por lo demás incomprensible, con que me había honrado el extranjero.

El perfecto dominio de sus facciones, su voz y sus modales —mientras estuvo en mi presencia— desafiaba todo escrutinio. Aun así, me brindó una oportunidad de vislumbrar lo que ocultaba bajo aquella apariencia amable. No dio ninguna señal de que tratara de grabar en su memoria nada de lo que le dije, hasta que le indiqué el plazo acostumbrado para el primer reembolso de un préstamo por parte del deudor. Al ofrecerle esta información, me miró fijamente por primera vez. De ello deduje que tenía un propósito especial al hacerme esta pregunta, y un interés especial en oír mi respuesta. Cuanto más meditaba sobre esta entrevista, más astutamente sospechaba que la exhibición del estuche y la solicitud del préstamo eran meros formalismos destinados a allanar el camino antes de formularme esa última pregunta.

Complacido con esta conclusión, traté de avanzar un paso más para indagar en los propósitos del extranjero. En ésas me entregaron una carta, cuyo remitente resultó ser nada menos que el propio señor Septimus Luker. Me pedía disculpas con un servilismo repugnante y me aseguraba que podía ofrecerme una buena explicación, si le hacía el honor de concederle una entrevista personal.

Una vez más, por mera curiosidad, sacrifiqué la buena práctica profesional. Le hice el honor de citarlo en mi despacho al día siguiente.

El señor Luker era un ser tan inferior al hindú en todos los sentidos —tan vulgar, tan desagradable, tan rastrero y tan prosaico— que en modo alguno merece una descripción pormenorizada en estas páginas. Lo que me dijo, en lo esencial, puede concretarse como sigue:

El día anterior a que yo recibiera la visita del hindú, el señor Luker recibió una visita del mismo distinguido caballero. No obstante su indumentaria europea, el señor Luker identificó de inmediato a su visitante como el cabecilla de los tres hindúes que ya lo habían molestado merodeando por su casa sin dejarle otra alternativa que acudir a un juez. A partir de tan sorprendente descubrimiento se precipitó a concluir (reconozco que no le faltaba razón) que aquél era sin duda uno de los tres individuos que le habían vendado los ojos, amordazado y robado el resguardo de su depósito bancario. Se quedó paralizado de terror, firmemente convencido de que había llegado su hora.

El extranjero, por su parte, actuó como si no lo conociera de nada. Le mostró el estuche y le hizo exactamente la misma petición que me hizo a mí posteriormente. Con la intención de deshacerse de él por el procedimiento más expeditivo, el señor Luker le contestó que no tenía dinero. El extranjero le pidió entonces que le indicara la persona más digna de confianza para solicitar el préstamo que necesitaba. El señor Luker respondió que la persona más fiable en tales casos era un abogado respetable. Instado a dar el nombre de una persona de tal carácter y profesión, el señor Luker le habló de mí, por la sencilla razón de que, llevado por un terror extremo, el mío fue el primero que le vino a la cabeza. «Estaba sudando a chorros —concluyó este miserable sujeto—. No sabía lo que decía. Confío, señor Bruff, en que pueda usted disculparme, en atención a que me hallaba verdaderamente aterrado y fuera de mí.»

Le disculpé gentilmente. Era la vía más rápida para librarme de su presencia. Antes de que se marchara, lo detuve con una pregunta. ¿Había dicho el hindú alguna cosa digna de mención, al despedirse del señor Luker?

¡Sí! Le había hecho exactamente la misma pregunta que me hizo a mí antes de marcharse, y, como es natural, había recibido la misma respuesta.

¿Qué podía significar? La explicación del señor Luker no me ayudó a resolver el problema. Recurrí entonces a mi propio ingenio, que se reveló igualmente inútil para lidiar con aquella dificultad. Tenía un compromiso para cenar esa noche y subí a vestirme, en un estado de ánimo muy poco propicio, sin imaginar que el camino a mi vestidor y el camino que conducía al descubrimiento de la verdad eran en este caso el mismo camino.