25

—Ryu, estaba realmente podrido, ganaré algo de dinero y me iré a la India, trabajaré en los muelles y ganaré dinero, sabes, no voy a vaguear más, lo siento, os pido perdón, me iré a la India.

En el camino de vuelta del hospital, Yoshiyama hablaba y hablaba sin parar. Había sangre en sus sandalias de goma y en los dedos de sus pies, y de vez en cuando se tocaba el vendaje. Su cara estaba todavía pálida, pero decía que no le dolía.

El ananás que yo había tirado estaba todavía junto al álamo. Anochecía, no se veía ningún pájaro.

Kazuo ya no estaba en la habitación; Reiko dijo que se había ido pronto a casa después de lo que había ocurrido.

—Debería aprender un poco de los cojones de Yoshiyama, me pregunto si está un poco alelado, no entiende nada —dijo ella.

Okinawa se chutó por tercera vez y rodó por el suelo; el rostro de Kei se había deshinchado bastante. Yoshiyama se sentó frente al televisor.

—¡Una película sobre Van Gogh, Ryu, ven a verla! —exclamó.

Reiko no respondió cuando le pedimos café. Yoshiyama le dijo a Kei que había decidido irse a la India:

—Ya —fue todo lo que ella dijo.

Reiko se levantó y sacudió el hombro a Okinawa. Él tenía un cigarrillo en la boca y no se movió. Ella le dijo:

—¿Eh, dónde está el resto?

—Mierda, se ha acabado todo, esto era lo último, si quieres más ve a comprarlo —dijo Okinawa.

Ella le pegó una patada en la pierna lo más fuerte que pudo; la ceniza del cigarrillo cayó sobre el pecho desnudo de Okinawa, quien rió suavemente, pero no se movió. Reiko le arrancó su jeringuilla y la estampó contra la baranda de la terraza.

—¡Eh, Reiko, recoge eso! —protesté.

Sin contestar, sacó y se tragó de golpe cinco pastillas de Nibrole. Okinawa siguió sacudido por la risa.

—Oye, Ryu, ¿no podrías tocar la flauta un rato? —dijo él, mirándome.

En la televisión, Kirk Douglas, interpretando a Van Gogh, intenta con mano temblorosa cortarse la oreja.

Kei dijo entonces:

—Yoshiyama sólo copió a este tío. Todo lo que tú haces no es más que copiar ¿sabes?

Van Gogh soltó un aullido terrible. Excepto Okinawa, todos nos volvimos hacia la televisión.

Con la mano sobre su vendaje ensangrentado, Yoshiyama le iba diciendo a Kei entrecortadamente:

—¿Tu vientre va mejor? Hoy ha sido un día espantoso para mí, pero cuando vaya a la India, Kei, puedes venirte conmigo hasta Singapur, y luego puedes irte a Hawai.

Kei no dijo palabra.

El pecho de Okinawa subía y bajaba lentamente. Bruscamente, Reiko se puso a gritar:

—¡Voy a hacer de puta y comprar caballo, como me dijo Jackson! ¡Ryu, llévame a casa de Jackson! ¡Me dijo que podía pasarme por ahí cualquier día, no voy a pedirle nunca más a Okinawa, llévame a casa de Jackson!

Okinawa se rió de nuevo, todo su cuerpo se estremecía.

—¡Sigue riéndote, yonqui de mierda! ¿Te das cuenta de que no eres más que una basura, con esa ropa zarrapastrosa, nada más que un paria? ¡Estoy harta de chupar tu pollita apestosa! Voy a vender mi bar, Ryu, y luego voy a venir aquí y comprar un coche, comprar caballo, y luego seré la chica de Jackson. O la de Saburo ¿por qué no? ¡Me compraré una camioneta, un minibús en el que pueda vivir, y haré fiestas todos los días! Oye, Ryu, ¿me lo buscarás al minibús?

Después, a Okinawa:

—Supongo que no sabes lo largas que tienen las pollas esos negros. Hasta cuando se chutan, siguen igual de largas, me atraviesan hasta el fondo. ¿Y tú, qué tienes tú, paria? No sabes el asco que me das.

Okinawa se levantó y encendió un cigarrillo. Sin mirar a ningún sitio en particular, expulsó el humo débilmente.

—Reiko, has de volver a Okinawa, iré contigo. Será lo mejor, que vuelvas a estudiar en el instituto de belleza, hablaré con tu madre. Este sitio no es bueno para ti.

—No me vengas con esas, Okinawa, anda y vete a dormir, y la próxima vez que vengas a llorar y a suplicarme, aunque te cortes las venas de las dos manos no pienso prestarte más dinero, así que vuélvete tú a Okinawa. Tú eres el que quieres volver ¿no?, pero aunque me lo pidas, no pienso darte dinero para el viaje. Aunque vengas llorando cuando estés con el mono, cuando vengas llorando suplicando… ¡No pienso darte un solo yen! ¡Tú eres el que has de volverte a tu Okinawa!

Okinawa se volvió a tumbar y murmuró:

—Vete al carajo… Oye, Ryu, toca la flauta.

Yoshiyama miraba la televisión en silencio.

Kei, con muestras todavía de dolor, se tomó una pastilla de Nibrole. Se oyó el sonido de un disparo de pistola, y la cabeza de Van Gogh, cayó sobre su pecho.

—Vaya, este cabrón sí que lo consiguió —murmuró Yoshiyama.