18
El interior del tren relucía, iluminado. Lleno del rugido del tren y el olor a licor, mi pecho bordeaba la náusea. Yoshiyama deambulaba, colocado de Nibrole, con los ojos enrojecidos, y Moko estaba sentada en el suelo junto a la puerta. En la estación cada uno habíamos tomado dos pastillas más de Nibrole. Colgado de la barra, yo estaba junto a Moko. Yoshiyama se llevó las manos al pecho y vomitó, luego miró con aire ausente a los otros pasajeros mientras éstos se apresuraban a apartarse. El agrio olor llegó hasta nosotros. Yoshiyama se limpió la boca con un periódico que había en un asiento.
Con las vibraciones del tren, el líquido y los grumos se extendieron por el suelo. No subieron más pasajeros a nuestro vagón, en las paradas.
—Hijos de puta —murmuró Yoshiyama, y golpeó con su mano en la ventana.
Mi cabeza me pesaba y cuando traté de relajarme apoyándome en la barra, casi me caigo. Moko levantó la cabeza y cogió mi mano, pero mis sentidos estaban tan embotados que no sentí su mano.
—Oye, Ryu, estoy tan cansada que voy a morirme.
Moko no paró de decir que deberíamos ir a casa en taxi. Yoshiyama se puso delante de una mujer inclinada leyendo un libro, al final del vagón. Cuando vio la baba cayéndole por los labios, ella trató de apartarse. Yoshiyama aulló, la agarró del brazo, la sacudió y la arrojó al suelo. Su ligera blusa se rasgó. Su chillido se elevó por encima del ruido de las ruedas del tren. Los pasajeros escaparon a los vagones contiguos. La mujer soltó el libro y el contenido de su bolso se desparramó por el suelo. Moko hizo una mueca de disgusto y murmuró, con los ojos soñolientos:
—Tengo hambre, Ryu, ¿no te gustaría una pizza, una pizza de anchoas, con montones de salsa de tabasco, tan picante que te lacere la lengua? ¿Di, no te apetecería?
La mujer apartó a Yoshiyama de un empujón y vino corriendo hacia nosotros evitando el vómito del suelo. Con la barbilla levantada, se tapó con las manos los pechos desnudos. Yo le hice la zancadilla; luego la levanté e intenté meterle la lengua. Ella apretó los dientes, apartó la cabeza, tratando de escapar.
—Hijos de puta —Yoshiyama insultaba en voz baja a los pasajeros que nos miraban, desde el otro vagón, a través del cristal, como si contemplasen una jaula del zoo.
Cuando paró el tren en la siguiente estación, escupimos a la mujer y salimos corriendo.
—¡Eh, son ésos! ¡Cójanlos! —gritó un hombre de mediana edad asomándose por una de las ventanillas, con la corbata ondeando.
Yoshiyama vomitó de nuevo mientras corría. Su camisa estaba empapada y sus sandalias resbalaban por el andén. Moko, muy pálida, llevaba las suyas en la mano y corría descalza. En las escaleras, Yoshiyama tropezó y cayó. Se abrió la ceja con el pasamanos, y le salió sangre. Siguió corriendo, tosiendo y gruñendo.
En la verja de salida, un oficial agarró el brazo de Moko, pero Yoshiyama le pegó un puñetazo en la cara. Nos metimos entre la muchedumbre del túnel de salida. Moko estuvo a punto de derrumbarse, la atrapé a tiempo. Me dolían los ojos; cuando me froté las sienes, se me saltaron las lágrimas. Violentas oleadas de náusea parecían levantarse del suelo encerado del túnel, yo me llevé la mano a la boca.
A Moko se le enredaban las piernas al andar. El olor de los negros, que esta mañana aún se le pegaba al cuerpo, había desaparecido por completo.