10
Jackson dijo que debería volver a maquillarme:
—Como aquella vez. Aquella noche pensé que había venido Faye Dunaway de visita, Ryu, te lo juro —dijo.
Me puse un largo vestido plateado que Saburo decía que había conseguido de una profesional de strip-tease.
Antes de que todo el mundo llegara a la habitación de Oscar, vino un negro que nunca había visto antes y dejó cerca de un centenar de cápsulas; no podía distinguir de qué eran. Le pregunté a Jackson si podía ser un policía militar, pero él se rió y sacudiendo la cabeza dijo:
—Qué va, ese es Ojos Verdes. ¿Has visto que sus ojos son verdes? Nadie conoce su verdadero nombre, me han dicho que fue profesor en la universidad, pero no sé si es verdad o no. Está chiflado, la verdad, no sabemos dónde vive ni si tiene familia, sólo que lleva viviendo aquí mucho más tiempo que nosotros, parece que lleva en el Japón cantidad de años. ¿A que se parece a Charlie Mingus? Quizás haya venido porque ha oído hablar de ti. ¿Te ha dicho algo?
Aquel negro se había mostrado muy receloso. «Aquí está todo», había dicho, luego había mirado a su alrededor por la habitación y se había ido como si escapara.
Su rostro no había cambiado ni siquiera al ver a Moko desnuda, y cuando Kei le preguntó: «¿Quieres un poco de diversión?» sus labios habían temblado, pero no llegó a decir nada.
—Algún día llegarás a ver también al pájaro negro, no lo has visto todavía, pero tú, tú serás capaz de ver al pájaro, se te nota en los ojos, igual que a mí —me dijo y luego me estrechó la mano.
Oscar dijo que no tomásemos ninguna de esas cápsulas, porque Ojos Verdes había pasado una vez laxantes. Me dijo que las tirara.
Jackson esterilizó una jeringuilla de batalla:
—Soy enfermero —dijo— un verdadero profesional de las inyecciones ¿entiendes?
Primero me chutaron con heroína.
—¡Baila, Ryu! —Jackson me dio una palmada en el culo. Cuando me levanté y me miré en el espejo, vi a una persona totalmente diferente, transformada por las pinturas de Moko, una verdadera experta en maquillaje. Saburo me pasó un cigarrillo y una rosa artificial y preguntó:
—¿Qué música quieres?
Yo dije que pusiera a Schubert y todo el mundo se rió.
Una neblina de olor dulzón flotaba ante mis ojos, me sentía la cabeza pesada y entumecida. Al mover lentamente los brazos y las piernas, sentí como si hubieran lubrificado mis articulaciones y un aceite resbaladizo fluyera por todo mi cuerpo. Mientras iba respirando me olvidaba de quién era. Pensé que muchas cosas fluían gradualmente de mi cuerpo, me convertí en una marioneta. La habitación estaba llena de aire dulzón, el humo me arañaba la garganta. La sensación de ser una marioneta era cada vez más fuerte. Todo lo que tenía que hacer era moverme como ellos querían, era la esclava más feliz del mundo. Bob murmuró: «Sexy»; Jackson dijo: «Cállate». Oscar apagó todas las luces y me enfocó con una lámpara naranja. En ese momento noté como mi cara se torcía y sentí pánico. Abrí al máximo los ojos, mi cuerpo se estremecía. Grité, musité canciones, chupé mermelada de mi dedo, bebí vino, me peiné el pelo para arriba, sonreí, hice girar mis ojos, lancé maleficios.
Recité a gritos algunos versos de Jim Morrison que me vinieron a la memoria: «Cuando acabe la música, cuando acabe la música, apaga todas las luces, mis hermanos viven en el fondo del mar, mi hermana fue asesinada, la sacaron a tierra como un pez, destripada, mi hermana fue asesinada, cuando acabe la música, apaga todas las luces, apaga todas las luces».
Como los espléndidos jóvenes de las novelas de Genet, formé saliva en mi boca hasta que fuera una bola de blanca espuma; después la hice rodar como un caramelo sobre mi lengua. Me froté las piernas y me arañé el pecho, mis caderas y los dedos de mis pies estaban pegajosos. La carne de gallina cubrió mi cuerpo como en una súbita corriente y toda mi fuerza se desvaneció.
Besé y acaricié la mejilla de una mujer negra sentada de rodillas junto a Oscar. Estaba sudando, las uñas de los pies al final de sus largas piernas estaban pintadas de plata.
Una mujer blanca fofa y gorda que había traído Saburo me miró, con sus ojos brillantes de deseo. Jackson le picó heroína a Reiko en la palma de la mano; puede que doliera, su cara se crispó. La mujer negra ya estaba borracha de no sé qué. Me cogió de las axilas y me hizo levantarme, luego se levantó ella y empezó a bailar. Durham puso otra vez hash en el quemador de incienso. Se levantó un humo púrpura y Kei se inclinó ávidamente para aspirarlo.
La negra se pegó a mí con su sudor; su olor, también pegajoso, casi me derribó. Un olor feroz, como si estuviera fermentando en su interior. Era más alta que yo, sus caderas se disparaban a lo ancho, sus brazos y piernas eran de gran longitud. Sus dientes parecían perturbadoramente blancos mientras ella se reía y se desnudaba. Sus tetas claras y puntiagudas no se bamboleaban casi, ni siquiera cuando agitaba su cuerpo. Me cogió la cara con las dos manos y me introdujo su lengua en la boca. Me acarició las caderas y me desabrochó los clips del traje de noche, luego me pasó sus manos sudorosas por el vientre. Su áspera lengua recorría mi cuerpo. Su olor me envolvía por completo; sentí náuseas.
Kei vino arrastrándose y me agarró la polla, diciendo:
—¡Hale, Ryu, trempa!
En ese momento una baba de vómito me cayó por una esquina de la boca y se me fue la vista.
Con el cuerpo entero brillante de sudor, la mujer negra lamió mi cuerpo. Mirándome a los ojos, me chupó la carne de los muslos con su lengua que olía a bacon. Ojos rojos, húmedos. Su enorme boca no paraba de reír.
Al poco rato estaba tumbado en el suelo; Moko, con las manos agarrando el borde de la cama, sacudía el trasero mientras Saburo la penetraba. Todo el mundo se arrastraba por el suelo, moviéndose, agitándose convulsivamente, haciendo ruidos. Me apercibí de que mi corazón latía con terrible lentitud. Como para acelerar su ritmo, la negra me apretó la polla palpitante. Era como si sólo mi corazón y mi polla estuvieran conectados entre sí y funcionando, como si todos mis demás órganos se hubieran esfumado.
La negra se sentó encima mío. Al mismo tiempo sus caderas empezaron a agitarse a una tremenda velocidad. Levantó la cara hacia el techo, soltó un aullido a lo Tarzán y jadeó como una lanzadora de jabalina que yo había visto en una película olímpica; afianzó las grisáceas plantas de sus pies en el colchón, metió sus largas manos bajo mis caderas y me sujetó con fuerza. Yo grité y traté de liberarme, pero su cuerpo era duro y resbaladizo como acero engrasado. Dolor mezclado con placer se revolvía en mi vientre hasta subir a mi cabeza. Los dedos de mis pies estaban tan calientes que parecía que fueran a derretirse. Mis hombros empezaron a dar sacudidas, puede que fuera a empezar a chillar. El fondo de mi garganta estaba bloqueado por algo parecido a la sopa jamaicana, de sangre y grasa, necesitaba escupir. La negra respiraba con fuerza, me cogió de los huevos para asegurarse de que mi verga estaba bien metida dentro de ella, sonrió y le pegó una calada a un cigarrillo negro como ella y muy largo.
Puso el perfumado cigarrillo en mi boca, me preguntó rápidamente algo que no entendí y cuando asentí, pegó su cara a la mía y chupó mi saliva, luego empezó a menear las caderas. Jugos resbaladizos caían de su entrepierna, mojándome los muslos y el vientre. La velocidad de sus sacudidas aumentó lentamente. Yo gemía, empezando a entrar en el juego. Cerrando mis ojos, me esforcé en no pensar en nada, concentré mi energía en mis pies. Sensaciones escalofriantes corrían por mi cuerpo junto a mi sangre y se concentraban en mis sienes. Una vez que las sensaciones se formaban y se agarraban a mi cuerpo, ya no se iban. La fina carne de mis sienes hervía como piel quemada en una hoguera. Mientras sentía esta quemazón y me concentraba en esa sensación casi me figuraba haberme convertido en un gran pene y nada más. ¿O era un hombre miniatura que podía introducirse dentro de las mujeres y hacerlas gozar con sus frenéticos temblores? Traté de agarrar los hombros de la negra. Sin disminuir la velocidad de sus caderas, se inclinó hacia delante y me mordió las tetillas hasta hacerme sangrar.
Cantando una canción, Jackson se acercó a mi cara:
—Hey, nena —dijo, pellizcándome la mejilla.
Pensé que su ano hinchado era como una fresa. Gotas de sudor de su robusto pecho me caían en la cara, el olor fortaleció la excitación que me producían las caderas de la negra:
—Eh, Ryu, no eres más que una muñeca, nuestra muñequita amarilla, podríamos dejar de complacerte y acabar contigo ¿sabes? —dijo Jackson con su voz suave, y la negra se rió con tal fuerza que me dieron ganas de taparme los oídos. Su voz parecía una radio distorsionada a todo volumen. Se reía sin parar el movimiento de sus caderas, y su saliva caía sobre mi vientre. Besó con la lengua a Jackson, mi polla saltaba en su interior como un pez agonizante. El calor de su cuerpo resecaba mi cuerpo, parecía reducirlo a polvo. Jackson me metió su caliente polla en la boca seca, un pedernal caliente cauterizando mi lengua. Mientras me la metía y sacaba de la boca, él y la negra cantaban una especie de espiritual. No era en inglés, no podía entenderlo. Era como sutra con ritmo de conga. Cuando mi polla tembló y estaba a punto de correrme, la negra levantó las caderas, metió su mano entre mis nalgas e introdujo un dedo tieso en mi culo. Cuando vio las lágrimas en mis ojos, metió el dedo aún más profundo y lo hizo girar. Tenía un tatuaje blanco en cada uno de sus muslos, un burdo retrato de un Cristo sonriente.
Apretó mi polla palpitante, luego se la metió en la boca hasta que sus labios casi tocaron mi vientre. La chupó toda, lamiendo, luego atacó el glande con su lengua áspera y puntiaguda, como la de un gato. Cuando estaba a punto de correrme, apartó la lengua. Sus nalgas, resbaladizas, brillantes de sudor, me encaraban. Parecían lo bastante apartadas entre sí como para irse cada una por su lado. Extendí una mano y clavé mis uñas en una nalga lo más fuerte que pude. La negra jadeó y movió lentamente el culo de izquierda a derecha. La gorda blanca se sentó a mis pies. Su coño negro-rojizo colgando debajo de unos fláccidos michelines me recordaba a un hígado de cerdo partido en dos. Jackson la agarró de las enormes tetas y me apuntó con ellas. Meneando las tetas, que ahora le caían sobre la blanca barriga, ella me las acercó a la cara y me las pasó por la boca, los labios separados por la polla de Jackson, y se rió dulcemente.
Cogió una de mis piernas y la frotó contra su pegajoso hígado de cerdo. Los dedos de los pies se me encogieron, era tan asqueroso que apenas podía aguantarlo. La tía despedía un olor como de carne de cangrejo podrida y yo quería escapar. Tuve una arcada y sin querer mordí ligeramente la polla de Jackson; él soltó un grito terrible, la sacó y me dio un puñetazo en la mejilla. La tía blanca se rió al verme sangrar por la nariz; «Ay, que espanto»; se frotó el coño aún con más fuerza contra mis pies.
La negra me lamió la sangre. Me sonrió con gentileza como una enfermera de batalla y me susurró al oído:
—Prontito vas a explotar, cariño, vamos a hacer que te corras.
Mi pie derecho comenzó a desaparecer dentro del coño de la gorda. Jackson me metió otra vez su polla en la boca, mis labios estaban cortados. Desesperadamente traté de reprimir las náuseas. Estimulado por mi lengua resbaladiza y sanguinolenta, Jackson disparó su caliente papilla. El pegajoso fluido bloqueó mi garganta. Escupí entre arcadas una mucosidad rosácea, mezclada con sangre, y le grité a la negra:
—¡Quiero correrme!