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Quedaban todavía algunos charcos en el jardín del hospital. Evitando los carriles surcados por los neumáticos en el barro, un niño corría llevando un paquete de periódicos.

Un pájaro cantaba desde algún lugar, pero yo no podía verlo.

La noche pasada, al entrar en mi cuarto, el olor del ananás me había sacudido violentamente.

Al chupar los labios de la mujer, en el tren, sus ojos me habían parecido extraños. Me preguntaba qué expresaba su mirada.

Los pájaros bajaban a posarse en el jardín del inmueble. La pareja de americanos que vivía en el primer piso les había echado migas de pan. Mirando a su alrededor inquietos, los pájaros picoteaban y tragaban con rapidez. Las migas habían caído entre las piedrecillas, pero los pájaros las extraían con habilidad.

Una mujer de limpieza con un trapo enrollado alrededor de la cabeza pasó a corta distancia, camino del hospital, pero los pájaros no huyeron.

Desde donde yo estaba, no podía ver sus ojos. Me gustaban los ojos de los pájaros con sus redondos bordes negros. Estos pájaros eran grises con plumas rojas, en cresta sobre sus cabezas.

Decidí darles el ananás que aún no había tirado.

—Uh, he pensado en darles esto a los pájaros —le dije a una mujer que se asomó por la ventana.

Parecía simpática. Señalando las raíces del álamo, me dijo:

—Si lo pones ahí, lo encontrarán en seguida.

Lancé el ananás, que se deformó, al caer, pero aun así rodó lentamente hasta ir a parar junto al álamo. El sonido sordo del ananás al pegar contra el suelo me recordó la paliza en el retrete público, el día anterior.

La americana salió a dar un paseo con su caniche. Vio el ananás y levantó su mirada hacia mí, haciendo visera con su mano, supongo que a causa de la luz. Asintió con la cabeza sonriéndome, y dijo:

—Creo que los pájaros te lo van a agradecer.