15
Por la mañana temprano cesó la lluvia. La ventana de la cocina y las puertas corredizas de cristal brillaban como láminas de plata.
Mientras respiraba el aroma del café que estaba preparando, la puerta de la calle se abrió repentinamente. Aparecieron tres policías, con sus rotundos pechos envueltos en uniformes con olor a sudor, con insignias blancas en los hombros, sorprendido, dejé caer el azúcar en el suelo. Uno de los policías me preguntó:
—¿Qué estáis haciendo aquí, eh, chavales?
Me quedé inmóvil sin responderle, y los otros dos policías me apartaron de un empujón y entraron en la sala. Ignorando a Kei y Reiko, allí tumbadas, se plantaron con los brazos cruzados en la puerta de la terraza y entonces, de un golpe, abrieron violentamente las cortinas.
El ruido y la fuerte luz que entró al instante despertaron a Kei, que se levantó de un salto. A contrasol, los polis parecían gigantes.
El gordo que se había quedado en la puerta, un oficial ya mayor, apartó de una patada los zapatos que había por allí tirados y con calma deambuló por la sala.
—Bueno, no traemos orden, pero no os vais a enfadar por eso ¿verdad, chicos? ¿Ésta es tu casa? ¿Lo es?
Agarró mi brazo y buscó marcas de aguja.
—¿Eres estudiante?
Los dedos del gordo oficial eran cortos y sus uñas estaban sucias. Aunque no me sujetaba con fuerza, ya no podía mover el brazo. Yo miraba fijamente la mano del oficial que me agarraba, bañada por la luz de la mañana, como si fuera la primera mano que hubiera visto nunca.
En la habitación, los otros, casi todos desnudos, se apresuraban a vestirse. Los dos policías jóvenes murmuraban entre sí. Desde donde yo estaba pude oír palabras como «degenerados» y «marihuana».
—¡Vestiros deprisa, eh, tú, ponte unos pantalones!
Kei, todavía con sólo las bragas, miró con fiereza al gordo. Yoshiyama y Kazuo estaban junto a la ventana, el rostro de hielo. Mientras estaban así, frotándose los ojos, uno de los polis les ordenó apagar la radio, que estaba a todo volumen. Junto a la pared, Reiko rebuscaba en su bolso. Encontró su cepillo de pelo y comenzó a peinarse. El policía con gafas le quitó el bolso y lo vació sobre la mesa.
—Eh, qué está haciendo, estese quieto —protestó Reiko, con voz débil, pero el poli sólo soltó un gruñido, ignorándola.
Moko, desnuda, estaba todavía tumbada boca abajo en la cama, sin hacer el menor esfuerzo para levantarse, con los flancos sudorosos expuestos a la luz. Los policías jóvenes parecían fascinados por los pelos negros que asomaban entre sus nalgas. Yo me acerqué, la cubrí con la sábana y la sacudí por el hombro, diciendo:
—Levántate.
—¡Tú, vístete! ¿Por qué me miras así, eh?
Kei murmuró algo y se dio la vuelta, pero Kazuo le alcanzó unos jeans y ella se los puso, restallando la lengua. Su garganta temblaba.
Plantados en jarras, los tres policías miraron la habitación y examinaron el cenicero. Moko abrió finalmente los ojos y musitó:
—¿Huh? ¿Qué? ¿Quiénes son estos tíos?
Los polis sonrieron sardónicamente.
—Oíd, nenes, lo vuestro es demasiado, molesta a la gente eso de que estéis ahí todos acostados en pelotas a pleno día. Quizás a vosotros no os importe, pero hay gente, no como vosotros, parias, que saben lo que es tener vergüenza.
El oficial de más edad abrió la puerta de la terraza; un fino chaparrón de polvo, parecido al agua pulverizada de una ducha, cayó y voló hacia afuera.
La ciudad, por la mañana, brillaba demasiado para poder distinguir detalles. Los parachoques de los coches que pasaban, centelleantes, me daban náuseas.
Los polis parecían tener el doble de tamaño que cualquiera de nosotros.
—¿Eh, importa que fume? —preguntó Kazuo, pero el poli con gafas dijo que lo olvidara, le cogió el cigarrillo de la mano y lo volvió a meter en el paquete. Reiko ayudaba a Moko a vestirse. Muy pálida y temblorosa, Moko se puso el sujetador.
Combatiendo mi creciente náusea, pregunté:
—¿Hay algún problema?
Los tres se miraron entre sí y se rieron con ganas.
—¿Problema? ¡Eh, esa sí que es buena, viniendo de ti! Mira, no sois perros como para ir enseñando el culo a todo el mundo. Quizás no lo sepáis, pero hay cosas que no se deben hacer.
Otro dijo:
—¿Tenéis familia, no? ¿No os dicen nada de esta vida que lleváis? No les importa ¿eh? Sabemos cómo jodéis todos con todos. Eh, tú, solo tú, seguro que lo haces con tu propio padre ¿no? ¡Te estoy hablando a ti!
Se volvió y se dirigió a Kei; ella lloraba.
—Oye, zorrita, ¿te he dicho algo malo?
Moko siguió temblando sin poder dominarse, así que Reiko le abotonó la camisa.
Kei se fue hacia la cocina, pero el oficial gordo la agarró del brazo y la hizo volver.