17

—¿Oye, Moko, de verdad te diviertes, ahí metida entre todo el mundo, sudando y bailando al son de esta mierda de música?

—¿De qué hablas? ¿Si no te diviertes, para qué estás aquí?

Chupando ruidosamente de un canuto empapado de saliva, Yoshiyama se acercó hacia nosotros.

—Ese idiota de Kazuo trató de trepar la valla justo cuando un guardia estaba mirándole. Cuando quiso escapar, le dieron un garrotazo en la pierna. Mal rollo. Mierda, ese tipo del servicio de orden era un verdadero hijoputa, lo ha golpeado con un bate.

—¿Le ha llevado alguien al hospital?

—Sí, Kei y Reiko. Reiko dijo que volvía a su casa a descansar un rato, y Kei debía llevar a Kazuo a su apartamento. Esta historia me pone enfermo, me cabrea de veras.

Yoshiyama le pasó el canuto a una chica muy maquillada que estaba a su lado. Tenía altos pómulos y un montón de pintura verde pringada en los ojos.

—¿Eh, qué es esto? —preguntó.

El tío que la llevaba de la mano le dijo al oído:

—Es marihuana, gilipollas.

—Anda, gracias —dijo ella, chispeándole los ojos. Ella y su chico chuparon ruidosamente del porro.

Moko se tragó dos píldoras más de Nibrole en la fuente de agua. Estaba empapada de sudor y se le marcaban las bragas en los pantalones. Un fotógrafo que llevaba un brazalete le disparó una foto cuando vino a abrazarse a mí. Yo aparté su brazo de mi cuello.

—Eh, Moko, si quieres puedes irte a bailar un rato más.

—¿Uh? ¿Después de que te dejo aspirar mi Dior? Te odio, Ryu, no haces más que cortarme.

Me sacó la lengua y volvió a unirse al baile. A cada salto se le meneaban las tetas, una de ellas tenía un lunar.

Yoshiyama vino corriendo y me gritó al oído:

—Hemos cogido al hijoputa que pegó a Kazuo.

En el pestilente retrete público había un guardia del servicio de orden, con la cabeza afeitada. Un hippy mestizo medio desnudo lo tenía sujeto de los brazos mientras otro le azotaba con una correa de cuero. Las paredes estaban llenas de graffiti y telarañas; el hedor de la orina me atravesaba la nariz. Las moscas revoloteaban alrededor de las rotas ventanas.

Mientras el guardia se retorcía y pegaba con los pies en el suelo, Yoshiyama le clavó el codo en el vientre.

—Eh, tú vigila —me dijo.

Yoshiyama clavó otra vez su codo en el vientre del tipo, que vomitó. De una esquina de su boca, cruzada por una marca de un correazo, el líquido amarillento cayó hacia su cuello, manchando su camiseta de Mickey Mouse. Con los párpados apretados, luchaba contra el dolor. Vomitó una y otra vez; el líquido, detenido por su grueso cinturón, se deslizaba por los pantalones.

El musculoso hippy le dijo a Yoshiyama:

—Déjamelo un momento.

Se plantó delante del guardia y le arreó un bofetón en la cabeza caída. La fuerza de su mano la mandó hacia un lado, casi lo suficiente para arrancarla de cuajo. Saltó la sangre, pensé se le había debido romper algún diente. El tío cayó redondo al suelo. El hippy estaba terriblemente borracho o muy pirado; sus ojos enrojecidos centelleaban, apartó a Yoshiyama cuando trató de frenarle y entonces le rompió el brazo izquierdo al guardia. Un sonido seco como el chasquido de un palo. El tipo gimió y levantó la cabeza. Sus ojos se abrieron como platos cuando vio su brazo colgando. Se retorció por el suelo, lentamente. El hippy se limpió las manos con un pañuelo y luego lo metió, manchado de sangre, en la boca del quejumbroso guiñapo. Entre los acordes de guitarra que azotaban mis oídos, podía escuchar los gemidos de dolor del tío. Cuando Yoshiyama y los otros salieron, dejó de retorcerse y trató de arrastrarse, apoyándose en la mano derecha.

—Eh, Ryu, nos vamos.

Con la sangre que le manchaba y corría por la parte inferior de su cara, parecía una máscara negra. Con las venas de su frente palpitantes, trató de avanzar apoyándose en los codos. Quizás atacado por un nuevo dolor, gimió y cayó sobre un costado, sus pies temblaban. Su vientre cubierto de vómito se agitaba espasmódicamente.