16
Después de que Yoshiyama, el mayor de nosotros, se esforzara en recitar las clásicas disculpas en la polvorienta y maloliente comisaría, sin volver al apartamento nos fuimos a un concierto de los Bar Case en el Hibiya Park al aire libre. Estábamos todos destrozados por haber dormido tan poco. En el tren nadie abrió la boca.
—Sí, fue una puta suerte que no encontraran el hash, Ryu. Lo bueno es que estaba justo delante de ellos y ni lo olieron. Fue mucha leche que sólo vinieran por el escándalo y que no fueran estupas, una leche acojonante —repetía Yoshiyama mientras salíamos del tren.
Kei hizo una mueca y saltó al andén. En los lavabos de la estación, Moko nos pasó a todos cápsulas de Nibrole.
Masticando su píldora, Kazuo le preguntó a Reiko:
—¿Oye, de qué estabais hablando con aquel poli en el vestíbulo de la comisaría?
—Me dijo que era un fan de Led Zeppelin. Había ido a una escuela de diseño, era un tío legal.
—¿De verdad? Tenías que haberle dicho que alguien me chorizó el flash.
Yo engullí también una píldora.
Cuando llegamos frente a los árboles que rodeaban el lugar, todos estábamos ya colocados. En el teatro al aire libre que había en mitad del bosquecillo, sonaba música rock lo bastante fuerte como para sacudir las hojas con violencia. Chavales con monopatines circulaban alrededor de la valla observando a los melenudos que saltaban en el escenario. Una pareja sentada en un banco al ver las sandalias de goma de Yoshiyama sonrieron y cuchichearon entre sí. Una joven madre con su niño en el regazo se alejó de nosotros. Unas niñitas, que corrían jugando con sus globos, se pararon de pronto paralizadas por la estridencia aguda de la vocalista. Una dejó escapar su globo y pareció a punto de llorar. El gran globo colorado se elevó por los aires.
—Oye, tío, no tengo pasta —me dijo Yoshiyama mientras yo compraba mi entrada.
Moko dijo que tenía un amigo que trabajaba en el concierto y se fue hacia el escenario. Kei compró su entrada y se apresuró a entrar.
—No tengo bastante para dos —le dije a Yoshiyama.
—Bueno, treparé la valla y entraré por detrás.
Le dijo a Kazuo, que tampoco tenía dinero, que fuera con él.
—No sé si andan bien estos —dije, pero Reiko no pareció oírme: el solo de guitarra era atronador.
Todo tipo de amplificadores y bafles estaban alineados en el escenario, como una arquitectura de juguete. Una chica con un vestido de lame verde estaba cantando Me and Bobby McGee, aunque no se podía distinguir la letra. Arqueando los riñones, lanzaba bruscamente el vientre hacia adelante cada vez que los grandes címbalos centelleantes emitían su sonoro disparo. La gente de las primeras filas daba palmas y bailaba, con las bocas abiertas. El ruido culebreaba entre los asientos y se elevaba hacia el cielo. Cada vez que el guitarrista lanzaba su mano derecha hacia abajo para un acorde, mis oídos retumbaban. Cada sonido multiplicaba los otros; a cada golpe parecía que la tierra fuese a abrirse.
Anduve por el anfiteatro, en forma de abanico, hasta la última fila de asientos; tuve la impresión de estar en pleno verano, con todas las cigarras zumbando al unísono en mitad de un bosque, durante la mañana.
Alguien pasó una bolsa con pegamento para esnifar, toda humedecida de opalescencias lechosas, otro pasó el brazo por el hombro de una chica riéndose sin parar con la boca llena de dientes, otro llevaba una camiseta con la cara de Jimi Hendrix. Todo tipo de zapatos apisonaban la tierra: de cuero zori, sandalias con correas atadas alrededor de los tobillos, botas de vinilo plateado con flecos, altos tacones esmaltados, zapatillas de tenis, sin contar los pies descalzos. Y toda la gama de pintura de labios, de uñas, de sombra de ojos, de pelos, de colorete oscilando al ritmo de la música el tumulto de inmensa ondulación. Cerveza espumada, desbordada, botellas de cola rotas, humo de cigarrillos alzándose espeso, el sudor resbalaba por la cara de una chica extranjera con un diamante en la frente, un tipo barbudo hacía girar un foulard verde anudado, subido en una silla y meneando los hombros. Una chica con una pluma en su sombrero escupió saliva, otra chica con gafas de sol verdes, abriendo la boca, se mordía por dentro las mejillas. Su falda, larga y mugrienta, se encrespaba ondeándose. El movimiento del aire parecía concentrarse alrededor suyo al compás del balanceo de sus caderas.
—¡Eh, Ryu! Eres Ryu ¿verdad?
El tío que me hablaba había extendido un paño negro en el suelo junto a la fuente de agua que había en la esquina del camino, y encima había colocado artículos de metal, broches y alfileres de corbata con forma de animales o símbolos zodiacales, incienso hindú, y folletos sobre yoga y drogas.
—¿Qué tal? ¿Te has hecho comerciante?
El tío, que se apodaba Macho, me sonrió mientras me acercaba, extendiendo sus manos en círculo, aquellas manos que siempre acariciaban discos de Pink Floyd cuando nos sentábamos en las cafeterías, tiempo atrás.
—No, sólo estoy ayudando a un amigo —dijo, meneando la cabeza. Era delgado, los dedos de sus pies estaban negros de mugre, le faltaba uno de los dientes frontales.
—Es un muermo, este tipo de música machacona está pasada de moda. Antes han actuado unos cantantes maricones, Julie o no sé qué, les he tirado piedras. Ahora vives cerca de la base de Yokoda ¿no? ¿Qué tal está? ¿Hay buen rollo?
—Sí, bueno, porque hay tíos negros, cuando hay negros de por medio la cosa está bien, porque son diferentes, fumando hierba y soplando vodka y luego cuando están pedos tocando el saxo de forma acojonante, sabes, son otra cosa.
Justo frente al escenario, Moko bailaba, casi desnuda. Dos fotógrafos la ametrallaban, clic-clic. Un tío que tiraba papeles ardiendo entre los asientos fue rodeado por varios guardias y lo sacaron fuera. Un tipo pequeñito que llevaba una bolsa con pegamento para esnifar trepó al escenario y agarró a la cantante por detrás. Tres tíos del servicio de orden trataron de apartarlo. Él clavó sus zarpas en la cintura del vestido de lame azul de la chica y trató también de coger el micro. Furioso, el bajista le golpeó en la espalda con un soporte de micro. El hombrecito se dobló hacia atrás llevándose las manos a los riñones, pareció que iba a caerse, entonces el bajista de un empujón lo catapultó a las primeras filas de asientos, la gente que estaba allí bailando se apartó gritando. El tipejo cayó de cabeza, sin soltar la bolsa con pegamento; dos guardias lo agarraron de los brazos y lo echaron del recinto.
—¿Ryu, te acuerdas de Meg? Ya sabes, la chica que vino a vernos en Kyoto y que quería tocar el órgano en nuestra banda. La de los ojos grandes, sí, aquella que nos contó que la habían echado de la escuela de arte —dijo Macho, sacándome un cigarrillo del bolsillo de la camisa y encendiéndolo. El humo escapó entre los huecos de sus dientes.
—Claro que me acuerdo.
—Vino a Tokyo, a mi casa, quise que se pusiera en contacto contigo también, pero no sabía tu dirección. Porque ella decía todo el rato que quería verte, sabes. Debió ser poco tiempo después de que te mudaras.
—¿De verdad? A mí también me hubiera gustado mucho verla.
—Vivimos juntos un tiempo. Era una buena chica, Ryu, realmente una buena chica. Sí, era dulce, muy dulce. Por ejemplo, en el mercado vio que un conejo no se había vendido y le dio pena y lo cambió por su reloj. Era una tía con pasta, el reloj era un Omega, por un birrioso conejo, realmente demasiado, pero era de esa clase de chicas.
—¿Sigue todavía por aquí?
Sin responder, Macho se levantó la pernera del pantalón y me enseñó su pantorrilla izquierda. Rosadas cicatrices de quemaduras le subían por toda la piel.
—¿Qué es eso? ¿Te quemaste? ¿Qué ocurrió? Tiene mala pinta.
—Sí, mal asunto, estábamos pirados y bailando, sabes, en mi habitación. Su falda se prendió fuego, de la estufa de gas, sabes, una maxifalda. Ardió en el acto, en un instante, y ni siquiera se le podía ver la cara.
Se echó hacia atrás el pelo lacio, tiró el cigarrillo y lo apagó con su sandalia.
—Se quemó casi hasta carbonizarse, un cuerpo abrasado no es agradable de ver, sabes, una cosa mala. Vino su padre. ¿Y cuántos años te crees que tenía ella? Quince, sólo quince años, me quedé petrificado al enterarme.
Sacó chicle de un bolsillo y se lo llevó a sus dientes rotos. Lo rechacé cuando me ofreció.
—Si yo hubiera sabido la edad que tenía, la hubiera mandado de vuelta a Kyoto. Me dijo que tenía veintiuno, actuaba como si los tuviera, así que la creí, de veras.
Luego Macho dijo que quizás volviese al campo, que si quería ir a visitarle.
—Siempre me estoy acordando del aspecto de su cara en aquel momento. Para el viejo también fue terrible. No voy a pirarme nunca más. Al menos con aquella mierda de Hyminal.
—¿Le pasó algo a tu piano?
—¿Si se quemó? Ella fue la única que ardió, sabes, el piano ni se enteró.
—¿Pero ahora ya no lo tocas?
—Sí, sí lo toco. ¿Y tú que tal, Ryu?
—Me estoy quedando hecho pura herrumbre.
Macho se levantó y fue a comprar un par de coca-colas. Me ofreció unas palomitas sobrantes. De vez en cuando, soplaba una brisa caliente.
Las burbujas me pinchaban la garganta, agarrotada por el Nibrole. Sobre el paño negro, un pequeño espejito con los bordes labrados reflejaba mis ojos amarillentos.
—¿Te acuerdas cuando yo tocaba el Crystal Ship de los Doors?
—Cállate, ahora cuando lo oigo me dan ganas de llorar, cuando oigo ese piano es como si lo estuviera tocando yo, no puedo aguantarlo. Quizás dentro de muy poco ya no sea capaz de escuchar nada, todo es tan condenadamente nostálgico. Estoy quemado. ¿Y tú, Ryu? Porque muy pronto los dos cumpliremos los veinte ¿no? No quiero acabar como Meg, no quiero volver a ver a nadie en ese estado.
—¿Vas a volver a tocar a Schumann?
—No me refiero a eso, sabes, pero de lo que estoy seguro es de que quiero apartarme de esta asquerosa forma de vida, lo que pasa es que no sé qué hacer.
Escolares con uniformes negros pasaban en línea de a tres por el camino que había más abajo. Una mujer con un banderín de guía, con toda la pinta de ser la profesora, les estaba diciendo algo en voz alta. Una niñita se paró y nos miró a Macho y a mí apoyados en la verja de alambre, los dos con melenas y aspecto cansado. Llevaba un gorro rojo y nos miró, mientras sus compañeros iban pasando de largo. La profesora le dio un golpecito en la cabeza y ella volvió a la fila corriendo, agitando su morral blanco. Antes de perderse de vista, se dio la vuelta para echarnos una última mirada.
—Un viajecito escolar —murmuré.
Macho escupió el chicle y se rió:
—¿Un viaje a mi edad?
—¿Oye, Macho, qué pasó con el conejo?
—¿El conejo? Lo conservé un tiempo pero me daba malas vibraciones, y no pude encontrar a nadie que se lo quedara.
—Quizás yo podría.
—¿Eh? Demasiado tarde, me lo comí.
—¿Te lo comiste?
—Sí, le pedí al carnicero del barrio que lo matara, pero era un conejo muy pequeño, no tenía mucha carne. Lo rocié con ketchup, sabes, me costó sacar algo.
—¿Te lo comiste, eh?
El sonido de los grandes bafles parecía ajeno a la gente que se movía en el escenario. Parecía un ruido que hubiese estado sonando desde el principio de los tiempos, y que, hoy, una banda de monos maquillados bailasen a su ritmo.
Toda sudorosa, Moko vino hasta nosotros, miró a Macho y me agarró de la manga.
—Te llama Yoshiyama, allá abajo. A Kazuo le han pegado los del servicio de orden, está herido.
Macho se volvió a sentar junto al paño negro.
—Oye, Macho, avísame cuando te vayas al campo.
Le lancé un paquete de Kool mentolado.
—Sí, y tú cuídate —me lanzó un broche hecho con nácar transparente—. Aquí tienes, Ryu, es el Barco de Cristal.