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La lente de la Nikomat reflejaba un cielo oscuro y un sol minúsculo. Retrocedí, buscando un encuadre, y tropecé con Kei, que entraba.

—Ryu, ¿qué estás haciendo?

—Vaya, eres la última, siempre llegas tarde.

—En el autobús, sabes, un tío escupió en el suelo y el conductor se puso furioso, hasta paró el autobús. Se pusieron los dos rojos de ira, gritándose, con todo este calor. ¿Dónde está todo el mundo?

Yoshiyama estaba sentado, dormitando, en la calle. Ella le dijo, burlona:

—¿Eh, no ibas a ir hoy a Yokohama?

Reiko y Moko salieron por fin de la tienda de ropa que había frente a la estación. Todos los que pasaban se volvían para mirar a Reiko. Llevaba un vestido indio que acababa de comprar, de seda roja cubierto con pequeños espejitos redondos desde el cuello a los tobillos.

—Menudo trapo te has comprado —se rió Kazuo, enfocando hacia ella su Nikomat.

Kei me dijo al oído, envolviéndome con su perfume:

—Oye, Ryu, ¿es que no se dará cuenta? Tan gorda y comprándose vestidos de este tipo.

—Qué importa ¿no? Habrá querido cambiar un poco. Se cansará pronto de él y tú te lo podrás quedar, Kei, seguro que te caerá muy bien.

Mirando a su alrededor, Reiko nos dijo a todos con su vocecita:

—Me quedé alucinada, Moko lo hizo delante de las narices de los vendedores. Se lo metió en la bolsa en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué? Moko, ¿has estado robando cosas otra vez? ¿Estás pirada? Te cogerán si sigues así —dijo Yoshiyama, con la cara ladeada para evitar los humos de un autobús.

Moko me puso su brazo delante de la cara:

—¿Huele bien, eh? Dior.

—Dior está muy bien, pero no seas tan exhibicionista con tus robos. Nos meterás a todos en problemas.

Mientras Yoshiyama y Kazuo fueron a comprar hamburguesas, las tres chicas intercambiaron cosméticos y se maquillaron las caras. Inclinándose contra la valla de la estación, se pintaban y se miraban en sus espejos. La gente que pasaba las observaba con extrañeza.

El viejo empleado de la estación le dijo a Reiko riéndose:

—Pareces una reina, hermana. ¿Adónde vais?

Levantando las cejas, muy seria, le dijo al hombre mientras él le picaba el billete:

—A una fiesta. Vamos a una fiesta.