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No era el sonido de un avión. Era el zumbido de un insecto, en algún lugar detrás de mi oreja. Más pequeño que una mosca, revoloteó por un momento ante mis ojos, luego desapareció en un oscuro rincón de la habitación.

Sobre la blanca y redonda superficie de la mesa, que reflejaba la luz del techo, había un cenicero de cristal. Un largo y fino cigarrillo, manchado de pintura de labios, se consumía en él. Cerca del borde de la mesa había una botella de vino en forma de pera, con una foto de una mujer rubia en su etiqueta, su boca llena de uvas del racimo que sostenía en su mano. La luz roja del techo se reflejaba, temblorosa, en la superficie de un vaso de vino. Los pies de las patas de las mesas desaparecían sumergidas en la espesa pelambre de la alfombra. Frente a mí había un gran tocador. La espalda de la mujer, allí sentada, estaba rociada de sudor. Extendió su pierna y se quitó una media negra.

—Eh, alcánzame esa toalla, la rosa, ¿vale? —dijo Lilly, lanzándome la media hecha un ovillo. Acababa de volver del trabajo. Cogió la colonia y se puso un poco en la frente, que relucía de grasa.

—¿Entonces qué pasó? —me preguntó frotándose la espalda con la toalla, mientras me miraba.

—Bueno, ya sabes, pensé que dándole un poco de trago se calmaría, y además había fuera otros dos tíos en el coche, todos colocados de pegamento, ya sabes, así que pensé en darle algo de beber. Estaba volado y buscaba tías.

—Ese tío es coreano.

Lilly se estaba quitando el maquillaje. Se frotó la cara con una bola de algodón, bien empapada de un líquido de olor penetrante. Se inclinó para mirarse en el espejo y se quitó las pestañas postizas; parecían las aletas de un pez tropical. Cuando tiró el algodón, estaba manchado de rojo y negro.

—Ken apuñaló a su hermano, creo que era su hermano, pero no murió y apareció por el bar un poco más tarde.

Miré la bombilla a través del vaso de vino. En el interior de la lisa esfera de cristal el filamento era de color naranja oscuro.

—Dijo que habías hablado de mí, así que ten cuidado ¿de acuerdo Lilly? No hables demasiado con tíos de esa calaña.

Lilly acabó el vaso de vino, colocado entre las barras de labios, cepillos y diferentes frascos y cajas en el tocador, y luego frente a mí se quitó sus pantalones dorados de lame. El elástico dejó una marca en el vientre. Se decía que Lilly había sido modelo, alguna vez.

En la pared había colgada una foto suya enmarcada, con un abrigo de piel. Me contó que era de chinchilla y que costaba no sé cuántos miles.

Un día que hacía frío había venido a mi habitación, su cara reflejaba una palidez cadavérica; se había chutado demasiado Philopon. Con los labios cuarteados, temblando violentamente se derrumbó tan pronto como abrió la puerta.

«Oye, me puedes quitar el esmalte de las uñas, está todo pringoso, es asqueroso». Recuerdo perfectamente que me dijo algo así mientras la ayudaba a levantarse. Aquella vez llevaba un vestido muy escotado por detrás y estaba tan empapada de sudor que hasta su collar de perlas estaba resbaladizo. Mientras le limpiaba las uñas de las manos y los pies con aguarrás porque no había disolvente de esmalte, ella decía en voz muy baja: «Lo siento, tuve un mal día en el trabajo». Mientras sostenía su tobillo y le limpiaba las uñas del pie, Lilly tenía su mirada fija en la ventana, respirando pesadamente. Deslicé mi mano por debajo de su vestido y sentí el sudor frío en el interior de sus muslos mientras la besaba y le bajaba las bragas. Sentada en la silla, con las piernas extendidas y con las bragas colgándole de un pie, Lilly dijo entonces: «Me gustaría ver la televisión, sabes, ponen una película vieja con Marlon Brando, una de Elia Kazan». El sudor con aroma de frutas en mis palmas tardó mucho en secarse.

—Ryu, anteayer te chutaste morfina en casa de Jackson, ¿verdad?

Lilly estaba pelando un melocotón que había sacado del refrigerador. Estaba hundida en el sofá con las piernas replegadas. Rechacé el melocotón.

—¿No recuerdas una chica que había allí, con una blusa roja y una falda corta, con buena pinta, con un buen culo?

—No sé, había tres chicas japonesas. ¿Te refieres a la del peinado afro?

Desde donde estaba sentado, podía ver la cocina. Un bicho negro, quizás una cucaracha, se arrastraba alrededor de los platos sucios apilados en el fregadero. Lilly hablaba mientras se limpiaba el jugo de melocotón derramado en sus muslos. Balanceaba una zapatilla en el pie; se adivinaban sus venas, rojas y azules. Siempre me han parecido adorables, vistas a través de la piel.

—Así que estuvo por ahí revolcándose, la muy zorra, no fue al trabajo, dijo que estaba enferma, pero se pasó todo el día vacilando con tíos como tú. ¡Vaya golfa! ¿Se chutó también?

—Jackson no lo permitiría. Dice siempre que las chicas no deben hacerlo, sería tirar la mercancía… ¿Así que trabaja donde tú, eh? Desde luego se rió mucho; fumó demasiado y se rió mucho.

—¿Crees que la despedirán?

—¿Sabe manejar a los clientes, no?

—Sí, bueno, con un culo así no es difícil.

La cucaracha había metido su cabeza en un plato cubierto con globos de ketchup; su dorso estaba reluciente de grasa.

Cuando aplastas cucarachas, sale un jugo de diferentes colores. Las tripas de ésta debían estar llenas de rojo.

Una vez, cuando aplasté una cucaracha que andaba sobre una paleta de pintor, salió un líquido color violeta. No había pintura violeta en la paleta, pensé que el azul y el rojo debían haberse mezclado en su minúscula tripa.

—¿Entonces que pasó con Ken?

—Oh, le dejé pasar y le dije que no había chicas, que si quería beber algo, pero él dijo perdona, dame una coca, ya estoy colocado. Casi se disculpó.

—¿Qué idiota, no?

—Los tíos que esperaban en el coche agarraron una puta que pasaba por allí, era bastante vieja.

El maquillaje que quedaba en las mejillas de Lilly relucía débilmente. Echó el hueso del melocotón en el cenicero, se quitó las horquillas dejando suelto su pelo teñido y empezó a cepillárselo con lentitud, un cigarrillo colgando de la comisura de los labios.

—La hermana de Ken que trabajaba donde yo, hace bastante tiempo, era bastante lista.

—¿Lo dejó?

—Parece que volvió al campo, dijo que su casa estaba en algún sitio por el norte.

Su pelo cobrizo se enrollaba alrededor del cepillo. Después de alisar la abundante mata de cabello, se levantó como si acabara de recordar algo y sacó de un cajoncito una caja plateada que contenía una delgada jeringa. Sostuvo en alto un frasquito marrón, a contraluz, para ver cuánto quedaba, cogió la cantidad precisa de líquido con la jeringa y se inclinó para pincharse en el muslo. Su otra pierna temblaba ligeramente. Supongo que metió la aguja demasiado hondo, porque cuando la sacó un estrecho reguero de sangre corrió hasta su rodilla. Lilly se frotó las sienes y se limpió la saliva de las comisuras de la boca.

—Lilly, tienes que esterilizar esa jeringa cada vez que la usas.

Sin responder, se tumbó en la cama en un rincón de la habitación y encendió un cigarrillo. Las gruesas venas de su cuello se movían mientras expulsaba el humo débilmente.

—¿Quieres chutarte, Ryu? Todavía queda algo.

—Hoy no, tengo algo también en mi casa y van a venir unos amigos.

Lilly se incorporó hacia la mesilla de noche, cogió un ejemplar de La Cartuja de Parma y empezó a leer. Echaba humo en la página abierta, parecía ir a la caza de palabras con una pacífica expresión impasible.

—Desde luego, tú lees en los momentos más extraños, Lilly, qué tía —dije, recogiendo la jeringa que se había caído del tocador, rodando por el suelo. Ella dijo:

—Sí, es cojonudo —con una voz que se resistía a abandonar su pastoso abrazo con la lengua.

Había sangre en la punta de la jeringa. Cuando entré en la cocina para lavarla, la cucaracha estaba todavía atareada con los platos del fregadero.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Lilly, rascándose la sangre de su muslo con la uña—. Eh, ven aquí —su voz era muy dulce.

Enrollé un periódico y, con cuidado de no romper los platos, le aticé al bicho cuando salió del fregadero.

El jugo de la cucaracha era amarillo. Aplastada en el borde de formica, se quedó allí plantada, con las antenas todavía agitándose débilmente.

Lilly se quitó las bragas, me volvió a llamar. La Cartuja de Parma se había deslizado hacia la alfombra.