CAPITVLO XXII
Silvestres manjares de los que mi paladar se regalaba
ADEMÁS de consumir toda clase de frutos silvestres, excelentes verduras, piñas, cortezas, hojas, raíces de árboles y numerosas setas, en caso de hambre voraz añadía a mi menú los elementos más extraños, tales como caracoles, saltamontes cocidos y pelados a manera de gambas, larvas de hormigas y termitas, truchas que pescaba a uñeta (acariciando su vientre con la mano y sacándolas del agua) o bien con antorchas, lagartos, topos que se delataban por montoncillos de tierra removida, grajos y culebras.
Sabía cómo cazar conejos, liebres y ardillas mediante trampas, utilizando cuerdas suspendidas de un palo o losas en equilibrio (caloseta), pero no las utilizaba porque llegaban a la crueldad. Hay una ingeniosa forma de cazar perdices deslumbrándolas con una tea encendida (madera resinosa). Así nos lo relata el Marqués de Moneada en el libro «La venganza de Don Mendo», de Muñoz Seca:
Ha de antiguo la costumbre
mi padre, el Barón de Miés,
de descender de su cumbre
y cazar aves con lumbre
ya sabéis vos cómo es:
En la noche más cerrada
se toma un farol de hierro
que tenga la luz tapada,
se coge una vieja espada
y una esquila o un cencerro,
a fin de que al avanzar
el cazador importuno
las aves oigan sonar
la esquila y puedan pensar
que es un animal vacuno;
y en medio de la penumbra,
cuando al cabo se columbra
que está cerca el verderol,
se alumbra, se le deslumbra
con la lumbre del farol;
queda el ave temblorosa,
cautelosa, recelosa
y entonces, sin embarazo,
se le atiza un estacazo,
se le mata, y a otra cosa.
Por las mañanas bebía leche fresca que ordeñaba a algunas vacas que por allí pacían.